Cuadro: El lago de la esperanza. 2009. Miguel O. Menassa
Escisión del «Yo» en el proceso de
defensa - 1938 [1940]
Por
un momento me encuentro en la interesante posición de no saber si lo que voy a
decir debería ser considerado como algo familiar y evidente desde hace tiempo o
como algo completamente nuevo y sorprendente. Me siento inclinado a pensar lo
último. He sido sorprendido por el hecho de que el yo de una persona a la que
conocemos como paciente en un análisis debe haberse conducido, docenas de años
antes, cuando era joven, de modo notable en ciertas situaciones peculiares de
presión. Podemos fijar en términos generales y bastante vagos las situaciones
en que esto sucede diciendo que ocurre bajo la influencia de un trauma
psíquico. Prefiero seleccionar un caso especial aislado claramente definido,
aunque ciertamente no cubre todos los modos posibles de producción. Supongamos,
pues, que el yo de un niño se halla bajo el influjo de una exigencia instintiva
poderosa que se halla acostumbrado a satisfacer y que súbitamente es asustado
por una experiencia que le enseña que la continuación de esta satisfacción
traerá consigo un peligro real casi intolerable. Debe entonces decidirse, o
bien por reconocer el peligro real, darle la preferencia y renunciar a la
satisfacción instintiva, o bien por negar la realidad y pretender convencerse
de que no existe peligro, de modo que pueda seguir con su satisfacción. Así,
hay un conflicto entre la exigencia del instinto y la prohibición por parte de
la realidad. Pero en la práctica el niño no toma ninguno de estos caminos o más
bien sigue ambos simultáneamente, lo cual viene a ser lo mismo.
Replica
al conflicto con dos reacciones contrapuestas y las dos válidas y eficaces. Por
un lado, con la ayuda de ciertos mecanismos rechaza la realidad y rehúsa
aceptar cualquier prohibición, por otro lado, al mismo tiempo, reconoce el
peligro de la realidad, considera el miedo a aquel peligro como un síntoma
patológico e intenta, por consiguiente, despojarse de dicho temor. Hay que
confesar que ésta es una solución muy ingeniosa. Las dos partes en disputa
reciben lo suyo: al instinto se le le permite seguir con su satisfacción y a la
realidad se le muestra el respeto debido. Pero todo esto ha de ser pagado de un
modo u otro, y este éxito se logra a costa de un desgarrón del yo que nunca se
cura, sino que se profundiza con el paso del tiempo. Las dos reacciones
contrarias al conflicto persisten como el punto central de una escisión del yo.
Todo el proceso nos parece extraño porque damos por sabida la naturaleza
sintetizadora de los procesos del yo. Pero en esto estamos claramente
equivocados. La función sintetizadora del yo, aunque sea de extraordinaria
importancia, se halla sujeta a condiciones particulares y está expuesta a gran
número de trastornos.
Nos
ayudará el que introduzcamos en esta disquisición esquemática una historia
clínica. Un niño, cuando tenía tres o cuatro años, llegó a conocer los
genitales femeninos cuando fue seducido por una niña mayor que él. Después que
estas relaciones quedaron rotas, continuó la estimulación sexual practicando
con celo la masturbación manual; pero fue pronto sorprendido en esto por su
enérgica niñera y amenazado con la castración, cuya práctica fue atribuida,
como de costumbre, al padre. Así, se hallaban presentes en este caso las
condiciones calculadas para producir un tremendo efecto de susto. Una amenaza de
castración en sí misma no tiene por qué producir una gran impresión. Un niño
rehusará creer en ello porque no puede imaginar fácilmente la posibilidad de
perder una parte de su cuerpo tan altamente estimada. Su visión (precoz) de los
genitales femeninos podría haber convencido al niño que nos ocupa de tal
posibilidad. Pero no dedujo de ello esta conclusión porque su desvío a hacerlo
así era demasiado grande y no existía un motivo que pudiera obligarlo a tal
cosa, por el contrario, si sintió algún temor fue calmado por la reflexión de
que lo que le faltaba a la niña aparecería más tarde: le crecería un pene
después. Cualquiera que haya observado bastantes niños pequeños podrá recordar
que ha encontrado estas consideraciones a la vista de los genitales de una
hermanita pequeña. Pero es diferente si los dos factores se presentan juntos.
En este caso la amenaza revive el recuerdo de la percepción que hasta entonces
ha sido considerada como inofensiva y encuentra en ese recuerdo la temida
confirmación. Ahora el niño piensa que comprende por qué los genitales de la
niña no mostraban ningún signo de pene y ya no se atreve a dudar de que sus
propios genitales pueden seguir el mismo destino. A partir de entonces no puede
evitar el creer en la realidad del peligro de la castración.
El
resultado habitual del temor a la castración, el resultado que se considera
como normal, es que, o bien inmediatamente o después de una lucha considerable,
el muchacho acepta la amenaza y obedece a la prohibición, o bien completamente
o por lo menos en parte (es decir, no continúa tocando sus genitales con la
mano). En otras palabras, abandona, en todo o en parte, la satisfacción del
instinto. Sin embargo, podemos aceptar que nuestro paciente encontrará otro
camino. Creó un sustituto para el pene que echaba de menos en las hembras; es
decir, un fetiche. Haciéndolo así es verdad que negaba la realidad, pero había
salvado su propio pene. En tanto no se veía obligado a reconocer que las
mujeres habían perdido su pene, no tenía necesidad de creer la amenaza que se
le había formulado: no tenía que temer por su propio pene y así podía seguir
tranquilamente con su masturbación. Esta conducta de nuestro paciente nos llama
la atención porque es un rechazo de la realidad, un procedimiento que
preferimos reservar para las psicosis. Y en la práctica no es muy diferente.
Pero detendremos nuestro juicio, porque en una inspección más detenida
descubriremos una diferencia importante. El niño no contradijo simplemente sus
percepciones y creó la alucinación de un pene donde no lo había; sólo realizó
un desplazamiento de valores: transfirió la importancia del pene a otra parte
del cuerpo, un procedimiento en el que fue ayudado por el mecanismo de la
regresión (de un modo que no necesita ser explicado). Este desplazamiento se hallaba
relacionado sólo con el cuerpo femenino: en cuanto a su propio pene, nada había
cambiado.
Este
modo de tratar con la realidad, que casi merece ser descrito como refinado, fue
decisivo respecto a la conducta práctica del niño. Continuó con su masturbación
como si no implicara ningún peligro para su pene; pero al mismo tiempo en
completa contradicción con su aparente intrepidez o indiferencia, desarrolló un
síntoma con el que, a pesar de todo, reconocía el peligro. Había sido amenazado
con ser castrado por su padre, e inmediatamente después, al mismo tiempo que
con la creación de su fetiche desarrolló un intenso temor de que su padre lo
castigara, el cual requería toda la fuerza de su masculinidad para dominarlo e
hipercompensarlo. Este temor a su padre era silente sobre el sujeto de la
castración: ayudándose por la regresión a una fase oral, asumía la forma de un
temor a ser comido por su padre. Al llegar a este punto es imposible olvidar un
fragmento primitivo de la mitología griega que dice cómo Cronos, el viejo dios
padre, devoró a sus hijos e intentó devorar como a los demás, a su hijo menor
Zeus, y cómo éste fue salvado por la fuerza de su madre y castró después a su
padre. Pero, volviendo a nuestro caso, hemos de añadir que el niño produjo además
otro síntoma que, aunque era leve, conservó hasta el día. Era una
susceptibilidad ansiosa ante el hecho de que fuera tocado cualquiera de los
dedos de sus pies, como si en todo ese vaivén de negación y aceptación fuera la
castración, sin embargo, la que encontró una más clara expresión...
S. Freud
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