Cuadro: Esperando los frutos del mar. (2009). Miguel Óscar Menassa
El chiste y su relación
con el inconsciente. 1905. Sigmund Freud
Parte analítica
·
Introducción
·
La
técnica del chiste
·
Las
intenciones del chiste
Parte sintética
·
El
mecanismo de placer y la psicogénesis del chiste
·
Los
motivos del chiste. El chiste como fenómeno social.
Parte teórica
·
Relación
del chiste con los sueños y lo inconsciente
·
El
chiste y las especies de lo cómico
Parte analítica
Introducción
Todo
aquel que haya buceado en las obras de Estética y de Psicología a la rebusca de
una aclaración sobre la esencia y las relaciones del chiste, habrá de confesar
que la investigación filosófica no ha concedido al mismo hasta el momento toda
aquella atención a que se hace acreedor por el importante papel que en nuestra
vida anímica desempeña. Sólo una escasísima minoría de pensadores se ha ocupado
seriamente de los problemas que a él se refieren. Cierto es que entre los
investigadores del chiste hallamos los brillantes nombres del poeta Jean Paul (Richter)
y de los filósofos Th. Vischer, Kuno Fischer y Th. Lipps; mas también todos
estos autores relegan a un segundo término el tema del chiste y dirigen su
interés principal a la investigación del problema de lo cómico, más amplio y
atractivo. La literatura existente sobre esta materia nos produce al principio
la impresión de que no es posible tratar del chiste sino en conexión con el
tema de lo cómico. Según Th. Lipps (Komik und Humor 1898), el chiste es «la
comicidad privativamente subjetiva»; esto es, aquella comicidad «que nosotros
hacemos surgir, que reside en nuestros actos como tales, y con respecto a la
cual nuestra posición es la del sujeto que se halla por encima de ella y nunca
la de objeto, ni siquiera voluntario». «La siguiente observación aclara un
tanto estos conceptos; se denomina chiste «todo aquello que hábil y
conscientemente hace surgir la comicidad, sea de la idea o de la
situación».
K.
Fischer explica la relación del chiste con lo cómico por medio de la
caricatura, a la que sitúa entre ambos (Ueber den Witz, 1889). Lo feo, en
cualquiera de sus manifestaciones, es objeto de la comicidad. «Dondequiera que
se halle escondido, es descubierto a la luz de la observación cómica, y cuando
no es visible o lo es apenas, queda forzado a manifestarse o precisarse, hasta
surgir clara y francamente a la luz del día... De este modo nace la caricatura»
(pág. 45). «No todo nuestro mundo espiritual, el reino intelectual de nuestros
pensamientos y representaciones, se desarrolla ante la mirada de la observación
exterior ni se deja representar inmediatamente de una manera plástica y
visible. También él contiene sus estancamientos, fallos y defectos, así como un
rico acervo de ridículo y de contrastes cómicos. Para hacer resaltar todo esto
y someterlo a la observación estética será necesaria una fuerza que sea capaz
no sólo de representar inmediatamente objetos, sino también de arrojar luz
sobre tales representaciones, precisándolas; esto es, una fuerza que ilumine y
aclare las ideas. Tal fuerza es únicamente el juicio. El juicio generador del
contraste cómico es el chiste, que ha intervenido ya calladamente en la
caricatura, pero que sólo en el juicio alcanza su forma característica y un
libre campo en que desarrollarse».
Como
puede verse, para Lipps es la actividad, la conducta activa del sujeto el
carácter que distingue al chiste dentro de lo cómico, mientras que Fischer
caracteriza el chiste por la relación a su objeto, debiendo considerarse como
tal todo lo feo que en nuestro mundo intelectual se oculta. La verdad de estas
definiciones escapa a toda comprobación, y ellas mismas resultan casi
ininteligibles, considerándolas, como aquí lo hacemos, aisladas del contexto al
que pertenecen. Será, pues, preciso estudiar en su totalidad la exposición que
de lo cómico hacen estos autores para hallar en ella lo referente al chiste. No
obstante, podrá observarse que en determinados lugares de su obra saben también
estos investigadores indicar caracteres generales y esenciales del chiste, sin
tener para nada en cuenta su relación con lo cómico. Entre todos los intentos
que K. Fischer hace de fijar el concepto del chiste, el que más le satisface es
el siguiente: «El chiste es un juicio juguetón» (página 51). Para explicar esta
definición nos recuerda el autor su teoría de que «la libertad estética
consiste en la observación juguetona de las cosas» (pág. 50). En otro lugar
(pág. 20) caracteriza Fischer la conducta estética ante un objeto por la
condición de que no demandamos nada de él; no le pedimos, sobre todo, una
satisfacción de nuestras necesidades, sino que nos contentamos con el goce que
nos proporciona su contemplación. En oposición al trabajo, la conducta estética
no es sino un juego. «Podría ser que de la libertad estética surgiese un juicio
de peculiar naturaleza, desligado de las generales condiciones de limitación y
orientación, al que por su origen llamaremos 'juicio juguetón'.» En este
concepto se hallaría contenida la condición primera para la solución de nuestro
problema, o quizá dicha solución misma. «La libertad produce el chiste, y el
chiste es un simple juego con ideas» (pág. 24).
Se
ha definido con preferencia el chiste diciendo que es la habilidad de hallar
analogías entre lo disparejo; esto es, analogías ocultas. Juan Pablo expresó
chistosamente este mismo pensamiento: «El chiste -escribe- es el cura
disfrazado que desposa a toda pareja», frase que continuó Th. Vischer,
añadiendo: «Y con preferencia a aquellas cuyo matrimonio no quieren tolerar sus
familias.» Mas al mismo tiempo objeta Vischer que existen chistes en los que no
aparece la menor huella de comparación, o sea de hallazgo de una analogía. Por
tanto, define el chiste, separándose de la teoría de Juan Pablo, como la
habilidad de ligar con sorprendente rapidez, y formando una unidad, varias
representaciones, que por su valor intrínseco y por el nexo a que pertenecen
son totalmente extrañas unas a otras. K. Fischer observa que en una gran
cantidad de juicios curiosos no hallamos analogías, sino, por el contrario,
diferencias, y Lipps, a su vez, hace resaltar el hecho de que todas estas
definiciones se refieren a la cualidad propia del sujeto chistoso; pero no al
chiste mismo, fruto de dicha cualidad. Otros puntos de vista, relacionados
entre sí en cierto sentido, y que han sido adoptados en la definición o
descripción del chiste, son los del contraste de representaciones, del «sentido
en lo desatinado» y del «desconcierto y esclarecimiento».
Varias
definiciones establecen como factor principal el contraste de representaciones.
Así, Kraepelin considera el chiste como la «caprichosa conexión o ligadura,
conseguida generalmente por asociación verbal, de dos representaciones que
contrastan entre sí de un modo cualquiera». Para un crítico como Lipps no
resulta nada difícil demostrar la grave insuficiencia de tal fórmula; pero
tampoco él excluye el factor contraste, sino que se limita a situarlo, por
desplazamiento, en un lugar distinto. «El contraste continúa existiendo; pero
no es un contraste determinado de las representaciones ligadas por medio de la
expresión oral, sino contraste o contradicción de la significación y falta de
significación de las palabras» (pág. 87). Con varios ejemplos aclara Lipps el
sentido de la última parte de su definición: «Nace un contraste cuando
concedemos... a sus palabras un significado que, sin embargo, vemos que es
imposible concederles.» En el desarrollo de esta última determinante aparece la
antítesis de «sentido y desatino». Lo que en un momento hemos aceptado como
sensato se nos muestra inmediatamente falto de todo sentido. Tal es la esencia,
en este caso, del proceso cómico (págs. 85 y siguientes). «Un dicho nos parece
chistoso cuando le atribuimos una significación con necesidad psicológica y en el
acto de atribuírsela tenemos que negársela. El concepto de tal significación
puede fijarse de diversos modos. Prestamos a un dicho un sentido y sabemos que
lógicamente no puede corresponderle. Encontramos en él una verdad, que luego,
ciñéndonos a las leyes de la experiencia o a los hábitos generales de nuestro
pensamiento, nos es imposible reconocer en él. La concedemos una consecuencia
lógica o práctica que sobrepasa su verdadero contenido, y negamos en seguida
tal consecuencia en cuanto examinamos la constitución del dicho en sí. El
proceso psicológico que el dicho chistoso provoca en nosotros y en el que
reposa el sentimiento de la comicidad consiste siempre en el inmediato paso de
los actos de prestar un sentido, tener por verdadero o conceder una consecuencia
a la conciencia o impresión de una relativa nulidad.» A pesar de lo penetrante
de este análisis cabe preguntar si la contraposición de lo significativo y lo
falto de sentido, en la que reposa el sentimiento de la comicidad, puede
contribuir en algo a la fijación del concepto del chiste en tanto en cuanto
este último se halla diferenciado de lo cómico.
También
el factor «desconcierto y esclarecimiento» nos hace penetrar profundamente en
la relación del chiste con la comicidad. Kant dice que constituye una singular
cualidad de lo cómico el no podernos engañar más que por un instante. Heymans
(Zeischr. für Psychologie, XI, 1896) expone cómo el efecto de un chiste es
producido por la sucesión de desconcierto y esclarecimiento y explica su teoría
analizando un excelente chiste que Heine pone en boca de uno de sus personajes,
el agente de lotería Hirsch-Hyacinth, pobre diablo que se vanagloria de que el
poderoso barón de Rothschild, al que ha tenido que visitar, le ha acogido como
a un igual y le ha tratado muy famillionarmente. En este chiste nos aparece al
principio la palabra que lo constituye simplemente como una defectuosa
composición verbal, incomprensible y misteriosa. Nuestra primera impresión es,
pues, la de desconcierto. La comicidad resultaría del término puesto a la
singular formación verbal. Lipps añade que a este primer estadio del
esclarecimiento, en el que comprendemos la doble significación de la palabra,
sigue otro, en el que vemos que la palabra falta de sentido nos ha asombrado
primero y revelado luego su justa significación. Este segundo esclarecimiento,
la comprensión de que todo el proceso ha sido debido a un término que en el uso
corriente del idioma carece de todo sentido, es lo que hace nacer la comicidad
(pág. 95).
Sea
cualquiera de estas dos teorías la que nos parezca más luminosa, el caso es que
el punto de vista del «desconcierto y esclarecimiento» nos proporciona una
determinada orientación. Si el efecto cómico del chiste de Heine, antes
expuesto, reposa en la solución de la palabra aparentemente falta de sentido,
quizá debe buscarse el «chiste» en la formación de tal palabra y en el carácter
que presenta. Fuera de toda conexión con los puntos de vista antes consignados,
aparece otra singularidad del chiste que es considerada como esencial por todos
los autores. «La brevedad es el cuerpo y el espíritu de todo chiste, y hasta
podíamos decir que es lo que precisamente lo constituye», escribe Juan Pablo (
Vorschule der Aesthetik, I, párr. 45), frase que no es sino una modificación de
la que Shakespeare pone en boca del charlatán Polonio (Hamlet, acto II, esc.
II): «Como la brevedad es el alma del ingenio, y la prolijidad, su cuerpo y
ornato exterior, he de ser muy breve.» Muy importante es la descripción que de
la brevedad del chiste hace Lipps (pág. 10): «El chiste dice lo que ha de
decir; no siempre en pocas palabras, pero sí en menos de las necesarias; esto
es, en palabras que conforme a una estricta lógica o a la corriente manera de
pensar y expresarse no son las suficientes. Por último, puede también decir
todo lo que se propone silenciándolo totalmente.» Ya en la yuxtaposición del
chiste y la caricatura se nos hizo ver «que el chiste tiene que hacer surgir
algo oculto o escondido» (K. Fischer, pág. 51). Hago resaltar aquí nuevamente
esta determinante por referirse más a la esencia del chiste que a su
pertenencia a la comicidad.
(2)
Sé muy bien que con las fragmentarias citas anteriores, extraídas de los
trabajos de investigación del chiste, no se puede dar una idea de la
importancia de los mismos ni de los altos merecimientos de sus autores. A
consecuencia de las dificultades que se oponen a una exposición, libre de
erróneas interpretaciones, de pensamientos tan complicados y sutiles, no puedo
ahorrar a aquellos que quieran conocerlos a fondo el trabajo de documentarse en
las fuentes originales. Mas tampoco me es posible asegurarles que hallarán en
ellas una total satisfacción de su curiosidad. Las cualidades y caracteres que
al chiste atribuyen los autores antes citados -la actividad, la relación con el
contenido de nuestro pensamiento, el carácter de juicio juguetón, el
apareamiento de lo heterogéneo, el contraste de representaciones, el «sentido
en lo desatinado», la sucesión de asombro y esclarecimiento, el descubrimiento
de lo escondido y la peculiar brevedad del chiste- nos parecen a primera vista
tan verdaderos y tan fácilmente demostrables por medio del examen de ejemplos,
que no corremos peligro de negar la estimación debida a tales concepciones;
pero son éstas disjecta membra las que desearíamos ver reunidas en una
totalidad orgánica. No aportan, en realidad, más material para el conocimiento
del chiste que lo que aportaría una serie de anécdotas a la característica de
una personalidad cuya biografía quisiéramos conocer.
Fáltanos
totalmente el conocimiento de la natural conexión de las determinantes aisladas
y de la relación que la brevedad del chiste pueda tener con su carácter de
juicio juguetón. Tampoco sabemos si el chiste debe, para serlo realmente,
llenar todas las condiciones expuestas o sólo algunas de ellas, y en este caso
cuáles son las imprescindibles y cuáles las que pueden ser sustituidas por
otras. Desearíamos, por último, obtener una agrupación y una división de los
chistes en función de las cualidades señaladas. La clasificación hecha hasta
ahora se basa, por un lado, en los medios técnicos, y por otro, en el empleo
del chiste en el discurso oral (chiste por efecto del sonido, juego de
palabras, chiste caricaturizante, chiste caracterizante, satisfacción
chistosa). No nos costaría, pues, trabajo alguno indicar sus fines a una más
amplia investigación del chiste. Para poder esperar algún éxito tendríamos que
introducir nuevos puntos de vista en nuestra labor o intentar adentrarnos más
en la materia intensificando nuestra atención y agudizando nuestro interés.
Podemos, por lo menos, proponernos no desaprovechar este último medio. Es
singular la escasísima cantidad de ejemplos reconocidamente chistosos que los
investigadores han considerado suficiente para su labor, y es asimismo un poco
extraño que todos hayan tomado como base de su trabajo los mismos chistes
utilizados por sus antecesores. No queremos nosotros tampoco sustraernos a la
obligación de analizar los mismos ejemplos de que se han servido los clásicos
de la investigación de estos problemas, pero sí nos proponemos aportar, además,
nuevo material para conseguir una más amplia base en que fundamentar nuestras
conclusiones.
Naturalmente,
tomaremos como objeto de nuestra investigación aquellos chistes que nos han
hecho mayor impresión y provocado más intensamente nuestra hilaridad. No creo
pueda dudarse de que el tema del chiste sea merecedor de tales esfuerzos.
Prescindiendo de los motivos personales que me impulsan a investigar el
problema del chiste y que ya se irán revelando en el curso de este estudio,
puedo alegar el hecho innegable de la íntima conexión de todos los sucesos
anímicos, conexión merced a la cual un descubrimiento realizado en un dominio
psíquico cualquiera adquiere, con relación a otro diferente dominio, un valor
extraordinariamente mayor que el que en un principio nos pareció poseer
aplicado al lugar en que se nos reveló. Débese también tener en cuenta el
singular y casi fascinador encanto que el chiste posee en nuestra sociedad. Un
nuevo chiste se considera casi como un acontecimiento de interés general y pasa
de boca en boca como la noticia de una recentísima victoria. Hasta importantes
personalidades que juzgan digno de comunicar a los demás cómo han llegado a ser
lo que son, qué ciudades y países han visto y con qué otros hombres de relieve
han tratado no desdeñan tampoco acoger en su biografía tales o cuales
excelentes chistes que han oído.
La técnica del chiste
(1)
Escojamos el primer chiste que el azar hizo acudir a nuestra pluma al escribir
el capítulo anterior. En el fragmento de los Reisebilder titulado «Los baños de
Lucas» nos presenta Heine la regocijante figura de Hirsch-Hyacinth, agente de
lotería y extractador de granos, que, vanagloriándose de sus relaciones con el
opulento barón de Rothschild, exclama: «Tan cierto como que de Dios proviene
todo lo bueno, señor doctor, es que una vez me hallaba yo sentado junto a
Salomón Rothschild y que me trató como a un igual suyo, muy «famillionarmente»
(familionär).» Este excelente chiste ha sido utilizado como ejemplo por Heymans
y Lipps para explicar el efecto cómico del chiste en función del proceso de
«desconcierto y aclaramiento». Mas dejemos por ahora esta cuestión para
plantearnos la de qué es lo que hace que el dicho de constituya un chiste.
Pueden suceder dos cosas: o es el pensamiento expresado en la frase lo que
lleva en sí el carácter chistoso, o el chiste es privativo de la expresión que
el pensamiento ha hallado en la frase. Tratemos, pues, de perseguir el carácter
chistoso y descubrir en qué lugar se oculta.
Un
pensamiento puede ser expresado por medio de diferentes formas verbales -o
palabras- que todas ellas lo reproducen con igual fidelidad. En la frase de
Hirsch-Hyacinth tenemos una determinada expresión de un pensamiento, expresión
que sospechamos es un tanto singular y desde luego no la más fácilmente
comprensible. Intentemos expresar con la mayor fidelidad el mismo pensamiento
en palabras distintas. Esta labor ya ha sido llevada a cabo por Lipps de manera
a explicar hasta cierto punto la idea de Heine. «Comprendemos -escribe Lipps-
que Heine quiere decir que la acogida de Rothschild a Hirsch-Hyacinth fue harto
familiar; esto es, de aquella naturaleza poco corriente en los millonarios»
(pág. 7). No alteraremos en nada este sentido, dando al pensamiento otra forma
que quizá se adapta más a la frase de Hirsch-Hyacinth. «Rothschild me trató
como a su igual, muy familiarmente, aunque claro es que sólo en la medida en
que esto es posible a un millonario.» «La benevolencia de un rico es siempre
algo dudosa para aquel que es objeto de ella», añadiríamos nosotros. Con
cualquiera de estas dos versiones del mismo pensamiento que demos por buena
vemos que la interrogación que nos planteamos ha quedado resuelta.
El
carácter chistoso no pertenece en este ejemplo al pensamiento. Lo que Heine
pone en labios de Hirsch-Hyacinth es una justa y penetrante observación, que
entraña una innegable amargura y nos parece muy comprensible en un pobre diablo
que se encuentre ante la enorme fortuna de un plutócrata, pero que nunca nos
atreveríamos a calificar de chistosa. Si alguien, no pudiendo olvidar la forma
original de la frase, insistiera en que el pensamiento en sí era también
chistoso, no habría más que hacerle ver que si la frase de Hirsch-Hyacinth nos
hacía reír, en cambio la fidelísima versión del mismo pensamiento hecha por
Lipps o la que nosotros hemos después efectuado pueden movernos a reflexionar,
pero nunca excitar nuestra hilaridad. Mas si el carácter chistoso de nuestro
ejemplo no se esconde en el pensamiento, tendremos que buscarlo en la forma de
la expresión verbal. Examinando la singularidad de dicha expresión, descubrimos
en seguida lo que podemos considerar como técnica verbal o expresiva de este
chiste, la cual tiene que hallarse en íntima relación con la esencia del mismo,
dado que todo su carácter y el efecto que produce desaparecen en cuanto se
lleva a cabo su sustitución. Concediendo un tan importante valor a la forma
verbal del chiste, nos hallamos de perfecto acuerdo con los que en la
investigación de esta materia nos han precedido. Así, dice K. Fischer (pág.
72): «En principio, es simplemente la forma lo que convierte al juicio en
chiste.» Recordamos aquí una frase de Juan Pablo en la que se expone y demuestra
esta naturaleza del chiste: «Hasta tal punto vence simplemente la colocación,
sea de los ejércitos, sea de las frases.» ¿En qué consiste, pues, la «técnica»
de este chiste? ¿Por qué proceso ha pasado el pensamiento descubierto por
nuestra interpretación hasta convertirse en un chiste que nos mueve a risa?
Comparando nuestra interpretación con la forma en que el poeta ha encerrado tal
pensamiento, hallamos una doble elaboración. En primer lugar, ha tenido efecto
una abreviación. Para expresar totalmente el pensamiento contenido en el chiste
teníamos que añadir a la frase «R. me trató como a un igual, muy familiarmente»
en segunda proposición, «hasta el punto en que ello es posible a un
millonario», y hecho esto, sentimos todavía la necesidad de otra sentencia
aclaratoria. El poeta expresa el mismo pensamiento con mucha brevedad: «R. me
trató como a un igual, muy FAMILLIONARMENTE (FAMILLIONAR).» La limitación que
la segunda frase impone a la primera, en la que se señala lo familiar del
trato, desaparece en el chiste.
Mas
no queda excluida sin dejar un sustitutivo por el que nos es posible
reconstruirla. Ha tenido lugar una segunda modificación. La palabra
familiarmente (familiär), que aparece en la interpretación no chistosa del
pensamiento, se muestra en el chiste transformada en famillionarmente. Sin duda
alguna es en esta nueva forma verbal donde reside el carácter chistoso y el
efecto hilarante del chiste. La palabra así formada coincide en sus comienzos
con la palabra «familiarmente» (familiär), que aparece en la primera frase, y
luego con la palabra «millonario» (millionär), que forma parte de la segunda;
representa así a esta última y nos permite adivinar su texto, omitido en el
chiste. Es, pues, la nueva palabra una formación mixta de los dos componentes
«familiarmente» y «millonario» y podemos representar gráficamente su génesis en
la forma que sigue:
FA
M I L I Ä R
M
I L IONAR
FA
M I L I ON Ä R
El
proceso que ha convertido en chiste el pensamiento podemos también
representarlo en una forma que, aunque al principio parece un tanto fantástica,
reproduce exactamente el resultado real: «R. me trató muy familiarmente
(familiär), aunque claro es que sólo en la medida en que esto es posible a un
millonario (millionär).»
Imagínese
ahora una fuerza compresora que actuara sobre esta frase y supóngase que por
cualquier razón sea su segundo trozo el que menos resistencia puede oponer a
dicha fuerza. Tal segundo trozo se vería entonces forzado a desaparecer, y su
más valioso componente, la palabra «millonario» (millionär), único que
presentaría una mayor resistencia, quedaría incorporado a la primera parte de
la frase por su fusión con la palabra «familiarmente» (familiär), análoga a él.
Precisamente esta casual posibilidad de salvar lo más importante del segundo
trozo de la frase favorece la desaparición de los restantes elementos menos
valiosos. De este modo nace entonces el chiste:
R.
me trató muy famillionarmente
(famili on är)
(mili) (är)
Aparte
de esta fuerza comprensiva, que nos es desconocida, podemos describir en este
caso el proceso de la formación del chiste, o sea la técnica del mismo, con una
condensación con formación de sustitutivo. Esta formación consistiría en
nuestro ejemplo, en la constitución de una palabra mixta -«FAMILLIONAR»-
incomprensible en sí, pero cuyo sentido nos es descubierto en el acto por el
contexto en el que se halla incluida.
Esta
palabra mixta es la que entraña el efecto hilarante del chiste, efecto de cuyo
mecanismo nada hemos logrado averiguar con el descubrimiento de la técnica.
¿Hasta qué punto puede regocijarse y forzarnos a reír un proceso de
condensación verbal acompañado de una formación sustitutiva? Este es otro
problema muy distinto y del que no podemos ocuparnos hasta hallar un camino por
el que aproximarnos a él. Permaneceremos, pues, por ahora en lo que respecta a
la técnica del chiste. Nuestra esperanza de que la técnica del chiste no podía
por menos de revelarnos la íntima esencia del mismo nos mueve, ante todo, a
investigar la existencia de otros chistes de formación semejante a la del
anteriormente examinado. En realidad, no existen muchos chistes de este tipo,
mas sí los suficientes para formar un pequeño grupo caracterizado por la
formación de una palabra mixta. El mismo Heine, copiándose a sí mismo, ha
utilizado por segunda vez la palabra «millonario» (millionär) para hacer otro
chiste. Habla, en efecto, en uno de sus libros (Idem, cap. XIV) de un
«MILLIONAR», transparente condensación de las palabras «millonario» (millionär)
y «loco» (narr), que expresa, como en el primer ejemplo, un oculto pensamiento
accesorio.
Expondré
aquí otros ejemplos del mismo tipo que hasta mí han llegado. Existe una fuente
('Brunnen') en Berlín cuya construcción produjo mucho descontento hacia el
burgomaestre Forckenbeck. Los berlineses la llaman la Forckenbecken, dando un
efecto chistoso, aunque para ello fue necesario reemplazar la palabra brunnen
por un equivalente en desuso becken, a objeto de combinarlo en una totalidad
con el nombre del burgomaestro. La malicia europea transformó en «CLEOPOLDO» el
verdadero nombre -Leopoldo- de un alto personaje, de quien se murmuraba
mantenía íntimas relaciones con una bella dama llamada Cleo. De este modo, el
rendimiento de un sencillo proceso de condensación en el que no entraba en
juego sino una sola letra, conservaba siempre viva una maligna alusión. Los
nombres propios caen con especial facilidad bajo este proceso de la técnica del
chiste. En Viena existían dos hermanos, Salinger de apellido, uno de los cuales
era corredor de Bolsa (Bönsensensal). Esta circunstancia dio pie para que a
este último se le conociera con el nombre de Sensalinger (condensación de
Sensal, corredor, y Salinger, su apellido) y a su hermano con el menos
agradable de Scheusalinger (condensación de Scheusal, espantajo, y el apellido
común). La ocurrencia es fácil e ingeniosa, aunque ignoro si estaría
justificada. Mas el chiste no suele preocuparse mucho de tales justificaciones.
Me
contaron la siguiente condensación chistosa. Un hombre joven que había llevado
hasta el momento una vida por demás placentera en el extranjero, después de una
prolongada ausencia efectúa una visita a un amigo en esta ciudad. El último se
sorprende de verle un Ehering (anillo de esponsales) en la mano de su
visitante, y le pregunta si se ha casado. A lo que responde que sí 'Trauring
pero cierto'. El chiste es excelente. La palabra Trauring combina ambos
elementos: Ehering cambiada a Trauring junto a la frase trauring, aber wahr
('triste pero cierto'). Aquí se emplea una palabra que coincide totalmente con
uno de los dos elementos y no una palabra ininteligible como en famillionär. En
una conversación proporcioné yo mismo, involuntariamente, el material para la
formación de un chiste por completo análogo al primero que de Heine hemos
reproducido. Relataba yo a una señora los grandes merecimientos de un
investigador cuyo valor creía yo injustamente desconocido por sus
contemporáneos. «Pero ese hombre merece un monumento», me replicó la señora. «Y
es muy probable que alguna vez lo tenga -repuse yo-, pero, momentáneamente, su
éxito es bien escaso.» «Monumento» y «momentáneo» son dos conceptos opuestos.
Mi interlocutora los reunió en su respuesta, diciendo: «Entonces le desearemos
un éxito monumentáneo.» En un excelente trabajo inglés sobre este mismo tema
(A. A. Brill), Freud's Theory of wit, en Journal of abnormal Psychologie, 1911)
se incluyen algunos ejemplos en idiomas diferentes del alemán, que muestran todos
el mismo mecanismo de condensación que el chiste de Heine.
El
escritor inglés De Quincey -relata Brill- escribe en una ocasión que los
ancianos suelen caer con frecuencia en el anecdotage. Esta palabra es una
formación mixta de otras dos, coincidentes en parte:
anecdote
y
dotage (charlar pueril).
En
una historieta anónima halló Brill calificadas las Navidades como the
alcoholidays, igual fusión de:
alcohol
y
holidays (días festivos).
Hablando
Sainte-Beuve de la famosa novela de Flaubert Salambó, cuya acción se desarrolla
en la antigua Cartago, la califica irónicamente de Carthaginoiserie, aludiendo
a la paciente minuciosidad con que el autor se esfuerza en reproducir el
ambiente y costumbres del antiguo pueblo africano:
Carthaginois
chinoiserie.
El
mejor chiste de este tipo se debe a una de las personalidades austríacas de
mayor relieve, que después de una importante actividad científica y pública
ocupa actualmente uno de los más altos puestos del Estado. He de tomarme la
libertad de utilizar para estas investigaciones los chistes atribuidos a esta
personalidad y que, en efecto, llevan todos un mismo inconfundible sello.
Sírveme de justificación el hecho de que difícilmente hubiera podido hallar
mejor material. Se hablaba un día, delante de esta persona, de un escritor al
que se conocía por una aburrida serie de artículos, publicados en un diario
vienés sobre insignificantes episodios de las relaciones políticas y guerreras
entre Napoleón I y el de Austria. El autor de estos artículos ostenta una abundante
cabellera de un espléndido color rojo. Al oír su nombre exclamó el señor N.:
¿No es ése el rojo Fadian que se
extiende por toda la historia de los Napoleónidas? Para hallar la técnica de
este chiste le someteremos a aquel método de reducción que hace desaparecer su
carácter chistoso, variando su forma expresiva, y restaura, en cambio, su
primitivo sentido, fácilmente adivinable en todo buen chiste. El presente
ejemplo ha surgido de dos componentes: un juicio adverso al escritor en
cuestión y una reminiscencia de la famosa comparación con que Goethe encabeza,
en Las afinidades electivas, los extractos del «Diario de Otilia». La adversa
crítica podría expresarse en la forma siguiente: «¡De modo que es éste el
sujeto que no sabe escribir una y otra vez más que aburridos folletones sobre
Napoleón en Austria!» Esta manifestación no tiene nada de chistosa.
Tampoco
puede moverse a risa la bella comparación de Goethe. Sólo cuando ambos
conceptos son puestos en relación y sometidos a un singular proceso de
condensación y fusión es cuando surge un chiste, excelente por cierto. La
conexión entre el adverso juicio sobre el tedioso historiador y la bella
metáfora goethiana se ha constituido aquí, por razones que aún no me es dado
hacer comprensibles, de un modo harto menos sencillo que en otros casos
análogos. Intentaré, por lo menos, sustituir el probable proceso de génesis de
este chiste por la construcción siguiente: en primer lugar, la circunstancia
del constante retorno del mismo tema en los artículos del insulso escritor
debió de despertar en N. una ligera reminiscencia de la conocida comparación
goethiana de Las afinidades electivas, comparación que es erróneamente citada
casi siempre con la palabra «se extiende como un rojo hilo». El «rojo hilo» de
la comparación ejerció una acción modificadora sobre la expresión de la primera
frase merced a la circunstancia casual de ser también rojo; esto es, poseer
rojos cabellos el escritor criticado. Llegado el proceso a este punto, la
expresión del pensamiento sería quizá la siguiente: De modo que ese individuo
rojo es el que escribe unos artículos tan aburridos sobre Napoleón. Entra ahora
en juego el proceso que condensó en uno ambos trozos. Bajo la presión de este
proceso, que encuentra su primer punto de apoyo en la igualdad proporcionada
por el elemento «rojo», se asimiló «aburrido» (langweiling) a «hilo» (Faden),
transformándose en un sinónimo fad (aburrido, insulso), y entonces pudieron ya
fundirse ambos elementos para constituir la expresión verbal del chiste, en la
que esta vez tiene mayor importancia la cita goethiana que el juicio
despectivo, el cual seguramente fue el primero en surgir aisladamente en el
pensamiento de N. De modo que es ese rojo sujeto quien escribe los 'fade'
artículos sobre N(apoleón). El................... rojo......................
'Faden' (hilo) que se extiende por todo. _ ¿No es ése el rojo Fadian que se
extiende por toda la historia de los N(apoleónidas)?
Más
adelante, cuando nos sea posible analizar este chiste desde otros puntos de
vista distintos de los puramente formales, justificaremos esa representación
gráfica y, al mismo tiempo, la someteremos a una necesaria rectificación. Lo
que en ella pudiera ser objeto de duda, el hecho de haber tenido lugar una
condensación, aparece con evidencia innegable. El resultado de la condensación
es nuevamente, por un lado, una considerable abreviación y, por otro, en lugar
de una singular formación verbal mixta, más bien una infiltración de los
elementos constitutivos de ambos componentes. La expresión roter Fadian sería
siempre viable por sí misma con una calificación peyorativa: mas en nuestro
caso es con seguridad, el producto de una condensación. Si al llegar a este
punto se sintiera el lector disgustado ante nuestra manera de enfocar esta cuestión,
que amenaza destruir el placer que en el chiste pudiera hallar, sin explicarle,
en cambio, ni siquiera la fuente de que dicho placer mana, yo le ruego reprima
su impaciencia. Nos hallamos ahora ante el problema de la técnica del chiste,
cuya investigación nos promete, cuando lleguemos a profundizar suficientemente,
interesantes descubrimientos. Por el análisis del último ejemplo nos hallamos
preparados a hallar, cuando en otros casos encontremos de nuevo un proceso de
condensación, la sustitución de lo suprimido no sólo en una formación verbal
mixta, sino también en una distinta modificación de la expresión. Los
siguientes chistes, debidos asimismo al fértil ingenio del señor N., nos
indicarán en qué consiste este distinto sustitutivo: «Sí; he viajado con él
TETE-A-BETE.» Nada más fácil que reducir este chiste. Su significado tiene que
ser: «He viajado tête-à-tête con X., y X. es un animal.» Ninguna de las dos
frases es chistosa. Reduciéndola a una sola: «He viajado tête-à-tête con el
animal de X.», tampoco encontramos en ella nada que nos mueva a risa. El chiste
se constituye en el momento en que se hace desaparecer la palabra «animal», y
para sustituirla se cambia por una B la T de la segunda tête, modificación
pequeñísima, pero suficiente para que vuelva a surgir el concepto «animal»,
antes desaparecido. La técnica de este grupo de chistes puede describirse como
condensación con ligera modificación, y sospechamos que el chiste será tanto
mejor cuanto más pequeña sea la modificación sustitutiva.
Análoga,
aunque no exenta de complicación, es la técnica de otro chiste. Hablando de una
persona que al lado de excelentes cualidades presentaba grandes defectos, dice
N.: «Sí; la vanidad es uno de sus CUATRO TALONES DE AQUILES». La pequeña
modificación consiste aquí en suponer que la persona a la que el chiste se
refiere posee cuatro talones, o sea cuatro pies, como los animales. Así, pues,
las dos ideas condensadas en el chiste serían: «X es un hombre de
sobresalientes cualidades, fuera de su extremada vanidad; pero no obstante, no
es una persona que me sea grata, pues me parece un animal.». Muy semejante,
pero mucho más sencillo, es otro chiste in statu nascendi del que fui testigo
en un pequeño círculo familiar, al que pertenecían dos hermanos, uno de los
cuales era considerado como modelo de aplicación en sus estudios, mientras que
el otro no pasaba de ser un medianísimo escolar. En una ocasión, el buen
estudiante sufrió un fracaso en sus exámenes, y su madre, hablando del suceso,
expresó su preocupación de que constituyera el comienzo de una regresión en las
buenas cualidades de su hijo. El hermano holgazán, que hasta aquel momento
había permanecido oscurecido por el buen estudiante, acogió con placer aquella
excelente ocasión de tomar su desquite, y exclamó: «Sí; Carlos va ahora hacia
atrás sobre sus cuatro pies.» La modificación consiste aquí en un pequeño
agregado a la afirmación de que también, a su juicio, retrocede el hermano
abandonando el buen camino.
Mas
esta modificación aparece como el sustitutivo de una apasionada defensa de la
propia causa: «No creáis que él es más inteligente que yo por que obtiene
éxitos en la escuela. No es más que un animal; esto es, más estúpido aún que
yo.» Otro chiste muy conocido de N. nos da un bello ejemplo de condensación con
ligera modificación. Hablando de una personalidad política, dijo: «Este hombre
tiene UN GRAN PORVENIR DETRAS DE EL.» Tratábase de un joven que por su
apellido, educación y cualidades personales pareció durante algún tiempo
llamado a llegar a la jefatura de un gran partido político y con ella al
Gobierno de la nación. Mas las circunstancias cambiaron de repente y el partido
de referencia se vio imposibilitado de llegar al Poder, siendo sospechable que
el hombre predestinado a asumir su jefatura no llegue ya a los altos puestos
que se creía. La más breve interpretación deducida de este chiste sería: «Ese
hombre ha tenido ante sí un gran porvenir, pero ahora ya no lo tiene.» En lugar
de «ha tenido» y de la frase final, aparece en la frase principal la
modificación de sustituir el «ante sí» por su contrario «detrás de él».
De
una modificación casi idéntica se sirvió N. en otra de sus ocurrencias. Había
sido nombrado ministro de Agricultura un caballero al que no se reconocía otro
mérito para ocupar dicho puesto que el de explotar personalmente sus
propiedades agrícolas. La opinión pública pudo comprobar durante su gestión
ministerial, que se trataba del más inepto de cuantos ministros habían
desempeñado aquella cartera. Cuando dimitió y volvió a sus ocupaciones
agrícolas particulares, comentó N.: «Como Cincinato, ha vuelto a su puesto ANTE
el arado.» El ilustre romano, al que se apartó de sus faenas agrícolas para
conferirle la investidura de dictador, volvió, al abandonar la vida pública, a
su puesto detrás del arado. Delante del mismo no han ido nunca, ni en la época
romana ni en la actual, más que los bueyes. Otro caso de condensación con
modificación es un chiste de Karl Kraus que, refiriéndose a un periodista de
ínfima categoría, dedicado al chantaje, dijo que había salido para los Balcanes
en el Orienterpresszug, formación verbal producto de la condensación de dos
palabras: Orientexpresszug (tren expreso del Oriente) y Erpressung (chantaje).
Podríamos aumentar grandemente la colección de ejemplos de esta clase; mas creo
que con los expuestos quedan suficientemente aclarados los caracteres de la
técnica del chiste -condensación con modificaciones- en este segundo grupo.
Comparándolo ahora con el primero, cuya técnica consistía en la condensación con
formación de una expresión verbal mixta, vemos con toda claridad que sus
diferencias no son esenciales y la transición de uno a otro se efectúa sin
violencia alguna. Tanto la formación verbal mixta como la modificación se
subordinan al concepto de la formación de sustitutivos, y si queremos podemos
describir la formación de palabra mixta también con modificación de la palabra
fundamental por el segundo elemento.
(2)
Hagamos aquí un primer alto para preguntarnos con qué factor expuesto ya en la
literatura existente sobre esta materia coincide total o parcialmente este
primer resultado de nuestra labor. Desde luego con el de la brevedad, a la que
Juan Pablo califica de alma del chiste. La brevedad no es en sí chistosa; si
no, toda sentencia lacónica constituiría un chiste. La brevedad del chiste
tiene que ser de una especial naturaleza. Recordamos que Lipps ha intentado
describir detalladamente la peculiaridad de la abreviación chistosa. Nuestra
investigación ha demostrado, partiendo de este punto, que la brevedad del
chiste es con frecuencia el resultado de un proceso especial que en la
expresión verbal del mismo ha dejado una segunda huella: la formación
sustitutiva. Empleando el procedimiento de reducción, que intenta recorrer en
sentido inverso el camino seguido por el proceso de condensación, hallamos
también que el chiste depende tan sólo de la expresión verbal resultante del
proceso de condensación. Naturalmente, nuestro interés se dirigía en el acto
hacia este proceso tan singular como poco estudiado hasta el momento, pero no
llegamos a comprender cómo puede surgir de él lo más valioso del chiste: la
consecución del placer que el mismo trae consigo.
Veamos
si en algún otro dominio psíquico se han descubierto ya procesos análogos a los
que aquí describimos como técnica del chiste. Únicamente, en uno muy distante
en apariencia. En 1900 publiqué una obra titulada La interpretación de los
sueños, en la cual, como su título indica, intenté aclarar el misterio de los
sueños y presentarlos como un producto de la normal función anímica. En esta
obra opongo repetidamente el contenido manifiesto del sueño, con frecuencia
harto singular, a las ideas latentes del mismo, totalmente correctas, de las
que procede, y emprendo la investigación de los procesos que, partiendo de
dichas ideas, hacen surgir el sueño, y de las fuerzas psíquicas que toman parte
en esta transformación. El conjunto de los procesos de transformación es
denominado por mi elaboración del sueño, y como un fragmento de la misma he
descrito un proceso de condensación que muestra la mayor analogía con el que
aparece en la técnica del chiste, pues produce como éste una abreviación y crea
formaciones sustitutivas de idéntico carácter. Todos conocemos por nuestros
propios sueños las formaciones mixtas de personas y hasta de objetos que en
ellos aparecen. El sueño llega también a crear formaciones mixtas de palabras
que luego podemos descomponer en el análisis (por ejemplo: Autodidasker =
autodidacta + Lasker). Otras veces, y con mayor frecuencia, el proceso de
condensación del sueño no crea formaciones mixtas, sino imágenes que, salvo en
una modificación o agregación procedente de distinta fuente, coinciden por
completo con una persona o un objeto determinados. Son, por tanto, tales
modificaciones idénticas a las que nos muestran los chistes de N., y no podemos
ya poner en duda que en ambos casos tenemos ante nosotros el mismo proceso
psíquico, reconocible por su idéntico resultado. Tan amplia analogía de la
técnica del chiste con la elaboración del sueño no dejará de intensificar
nuestro interés por la primera, haciéndonos concebir la esperanza de que una
comparación entre el chiste y los sueños contribuya extraordinariamente a
descubrirnos la esencial de aquél. Mas antes de emprender esta labor comparativa
tenemos aún que investigar más ampliamente la técnica del chiste, pues el
número de análisis que hasta ahora hemos llevado a cabo es todavía insuficiente
para dejar perfectamente establecida, con un carácter general, la analogía
descubierta en los hasta ahora examinados. Abandonaremos, pues, por ahora, la
comparación con el sueño y tornaremos a la técnica del chiste, dejando suelto
en este punto de nuestra investigación un cabo, que más adelante
recogeremos.
(3)
Lo primero que necesitamos saber es si el proceso de condensación con formación
sustitutiva aparece en todos los chistes y puede, por tanto, considerarse como
el carácter general de la técnica que investigamos. Recuerdo aquí un chiste que
a consecuencia de especiales circunstancias permanece grabado en mi memoria, a
pesar del tiempo transcurrido desde que lo oí. Un reputado catedrático, a cuya
clase asistía yo en mi primera juventud y al que todos creíamos tan incapaz de
estimar el valor de un chiste oportuno como de hacerlo por su cuenta, llegó un
día muy regocijado al Instituto, y mostrándose más asequible que de costumbre,
nos explicó lo que motivaba su buen humor: «He leído -dijo- un excelente
chiste. En una reunión de París fue presentado un joven al que por llevar el
apellido Rousseau se suponía pariente del gran Juan Jacobo. Una de las
particularidades de este joven era el rojo color de su pelo. Mas sus atractivos
espirituales se demostraron tan escasos, que al despedirse su introductor de la
dueña de la casa, le dijo ésta: «Vous m'avez fait connaître un jeune homme roux
et sot, mais non pas un Rousseau.» Y nuestro buen profesor siguió riendo
alborozadamente.
Es
éste según la nomenclatura establecida por los autores que nos han precedido en
la investigación de estas materias, un chiste por similicadencia, y por cierto
de la más baja categoría, pues es de aquellos que juegan con un nombre propio,
a semejanza del que pone término al parlamento del capuchino en la primera
parte del Wallenstein, de Schiller: «Se hace llamar Wallenstein (Stein-piedra),
y es ciertamente, para todos nosotros piedra de escándalo (allen-todos;
Stein-piedra)...». Mas ¿cuál es la técnica del chiste que tanto hizo reír a
nuestro profesor? Vemos en seguida que aquel carácter que quizá esperábamos
hallar generalmente no aparece ya en este primer nuevo ejemplo. No existe en él
omisión alguna; apenas una abreviación. La señora dice en el chiste todo lo que
podemos suponer en su pensamiento. «Me ha hecho usted esperar con gran interés
el reconocimiento de un pariente de J. J. Rousseau, incitándome a suponer que
habría heredado algo de la inteligencia de su genial antepasado. Y resulta que
el tal individuo es un joven de cabellos rojos y completamente tonto (roux et
sot).» En esta interpretación podremos añadir o intercalar algo por cuenta
propia; pero tal intento de reducción no hace desaparecer el chiste, que
permanece intacto, basado en la similicadencia Rouseeau/Roux sot. Queda, pues,
demostrado que la condensación con formación sustitutiva no toma parte alguna
en la constitución de este chiste.
¿Cuál
es, pues, el proceso de su génesis? Nuevos intentos de reducción nos prueban
que el chiste continuará subsistiendo mientras el nombre Rousseau no sea
sustituido por otro. Así, sustituyéndolo por el de Racine, la crítica expresada
por la señora permanece intacta, pero pierde todo carácter de chiste. De este
modo vemos dónde tenemos que buscar en este caso la técnica del chiste, aunque
podamos dudar todavía cómo formularla. Intentemos, sin embargo, definirla: la
técnica de este chiste estriba en el hecho de que una misma palabra -el nombre-
aparece empleado en dos formas distintas, una vez completo y otra dividido en
sus sílabas como en una charada. Puedo exponer unos cuantos ejemplos de
idéntica técnica. Con un chiste basado
en esta técnica del doble empleo hubo de vengarse una dama italiana de una
impertinencia de Napoleón I, el cual le dijo en un baile de corte, llamando su
atención hacia sus compatriotas: Tutti gli italiani danzano si male. Y la
señora respondió en el acto: Non tutti, ma buona parte. (Brill, l. c.) En
ocasión de representarse en Berlín la tragedia griega Antígona (Antigone),
reprochó la crítica que se había despojado a esta obra de todo su carácter
antiguo. El ingenio berlinés se apropió esta crítica en la forma siguiente:
Antik? Oh, nee! («¿Antigua? ¡Oh, no!)» Muy conocido es en los círculos médicos
un análogo chiste por división. Un doctor pregunta a un joven paciente si en
alguna época ha sido dominado por el vicio de la masturbación. La respuesta es:
¡O na, nie! (Onanie = onanismo: O na, nie = «¡Oh, jamás!»).
En
todos estos ejemplos, que juzgamos suficientes para dejar caracterizado el
grupo a que pertenecen, descubrimos idéntica técnica: un mismo nombre
doblemente empleado una vez en su totalidad y otra dividido en sus sílabas,
división que le presta otro sentido diferente. El múltiple empleo de la misma
palabra, íntegra primero y dividida por sílabas después, ha sido el primer caso
por nosotros hallado de una técnica en la que no aparece el proceso de
condensación. Tras de corta reflexión, tenemos, sin embargo, que ver (en la
gran cantidad de ejemplos que a nuestro recuerdo acude) que la nueva técnica
por nosotros descubierta no puede limitarse a este único medio. Existe
seguramente una gran cantidad, no determinable por el momento, de posibilidades
de dar en una frase a la misma palabra o al mismo material verbal más de un
empleo. ¿Hemos de considerar como medios técnicos del chiste todas estas
posibilidades? Así nos parece a primera vista, y los ejemplos que siguen se
encargarán de demostrarlo. Puede, en primer lugar, tomarse dos veces el mismo
material alterando solamente su orden.
Cuanto
menor sea la alteración y antes se experimente la impresión de que se han dicho
cosas distintas con las mismas palabras, tanto más excelente será el chiste por
lo que a la técnica se refiere. Daniel Spitzer, en su obra Wiener Spaziergaenge
(t. II, pág. 42) (1912): «El matrimonio X vive a lo grande. Según unos, el
marido ha ganado mucho y dado poco; según otros, es la mujer la que se ha dado
un poco y ganado mucho.» ¡Excelente chiste, verdaderamente diabólico y
conseguido con un mínimo de medios ! Ha ganado mucho y dado poco -(se) ha dado
(un) poco y ganado mucho -. Es tan sólo por una inversión de estas frases por
lo que se distingue lo que se expresa del marido de lo que se sugiere de la
mujer. Un amplio campo se abre a la técnica del chiste extendiendo el múltiple
empleo del mismo material a aquellos casos en que la palabra o palabras en las
que reside el chiste se muestran una vez sin modificación alguna y otra
habiendo sufrido una pequeña modificación. Véase como ejemplo otro chiste de
N.: Un individuo de origen judío, que hablando con N. se expresó
despectivamente sobre los caracteres peculiares a sus correligionarios, obtuvo
la siguiente respuesta: «Ya conocía yo su antesemitismo, señor consejero; pero
su antisemitismo es cosa nueva para mí.» La modificación consiste aquí en el
cambio de una sola letra, cambio que apenas es perceptible en la expresión
verbal. Recuerda este chiste a otros antes expuestos del mismo personaje, pero
a diferencia de ellos, no tiene en él lugar condensación alguna. Expresa todo
lo que su autor tenía que decir, o sea: «Sé que usted es de origen judío, y,
por tanto, me maravilla que hable usted así de los que fueron sus
correligionarios.» Otro excelente ejemplos de tal chiste de modificación es la
conocida frase: Traduttore-tradittore! La analogía de ambas palabras, lindante
con la identidad, nos ofrece una precisa representación de la necesidad en que
el traductor se halla a veces de pecar contra el autor traducido.
He
aquí un chiste que se dice tuvo lugar durante un examen de jurisprudencia. El
candidato debía traducir un pasaje del 'Corpus Juris': 'Labeo ait = yo caigo,
dijo él'. 'Usted cae, digo yo', replicó el examinador, y puso fin al examen.
Cualquiera que equivoque el nombre del gran jurista (Labeo) confundiéndolo con
una declinación verbal y aún más, en forma errónea ('labeo' por 'labeor', o sea,
'yo caigo'), sin lugar a dudas que no merece nada mejor. Pero la técnica del
chiste reside en el hecho que casi las mismas palabras que señalaban la
ignorancia del candidato fueron usadas por el examinador para pronunciar su
castigo. Es tan grande en estos chistes la variedad de las pequeñas
modificaciones posibles, que ninguno es igual a otro. Las palabras constituyen
un material plástico de una gran maleabilidad. Existen algunas que llegan a
perder totalmente su primitiva significación cuando se emplean en un
determinado contexto. Un chiste de Lichtenberg se basa precisamente en esta
circunstancia: «¿Cómo anda usted?», preguntó el ciego al paralítico. «Como
usted ve», respondió el paralítico al ciego.
También
existen palabras que pueden ser empleadas en más de un sentido, despojándolas
de su primitiva significación. De dos diferentes derivados de la misma raíz
puede haberse desarrollado uno hasta formar una palabra llena de significación,
y el otro, no constituir más que un afijo, y conservar ambas, sin embargo,
idéntico sonido. La identidad del sonido entre una palabra plenamente
significativa y una sílaba vacía de sentido puede también ser causal. En ambos
casos es dado a la técnica del chiste aprovechar tales peculiaridades del
material verbal. Así, se atribuye a Schleiermacher un chiste que constituye un
puro ejemplo del empleo de tales medios técnicos: Eifersucht ist eine
Leidenschaft die mit Eifer sucht, was Leiden schafft. No puede negarse que esta
frase constituye un chiste, aunque no de gran efecto. Desaparece aquí una gran
cantidad de factores que en el análisis de otros chistes pueden inducirnos en
error al tener que investigar cada uno de ellos por separado. El pensamiento
expresado en la frase carece de todo valor, no constituyendo más que una muy
insignificante definición de los celos. No puede hablarse en este ejemplo de
«sentido en lo desatinado», «sentido oculto» o «desconcierto» y
«esclarecimiento».
Asimismo
resulta imposible hallar un contraste de representaciones, y sólo con gran esfuerzo
puede sospecharse un contraste entre las palabras y lo que significan. No
podemos hablar tampoco de contracción: la frase nos hace más bien un efecto de
ampulosidad. Y, sin embargo, constituye un excelente chiste. Su única
singularidad es, al mismo tiempo, aquel carácter cuya desaparición traería
consigo la del chiste; esto es, el hecho de hallarse empleadas las mismas
palabras en diferente forma. Podremos entonces escoger entre agregar este
chiste a aquella subdivisión en la que las palabras son empleadas una vez
completas y otra divididas (Rousseau, Antígona), o aquella otra en la que la
diversidad queda constituida por la posesión o carencia de sentido de partes de
las palabras. A más de este factor, hallamos otro digno de tener en
consideración para la técnica del chiste. Se constituye aquí una singular
conexión, una especie de unificación por el hecho de que los celos quedan
definidos por su nombre propio; esto es, por sí mismos. También esto
constituye, como más adelante veremos, una técnica del chiste. Tales dos
factores tienen, por tanto, que ser suficientes para dar a una expresión verbal
el buscado carácter chistoso.
Penetrando
aún más en la diversidad del «múltiple empleo» de la misma palabra, echamos de
ver que tenemos ante nosotros formas de «doble sentido» o del «juego de
palabras», que son generalmente conocidas, ha largo tiempo, como medios
técnicos del chiste. ¿Para qué, entonces, nos hemos tomado el trabajo de
descubrir como nuevo algo que hubiéramos podido hallar en cualquiera obra sobre
el chiste? Para justificarnos sólo podemos alegar por ahora que en tales
fenómenos de la expresión oral hacemos nosotros resaltar una nueva faceta. Lo
que los investigadores anteriores consideran como prueba del carácter
«juguetón» del chiste lo incluimos nosotros en nuestro punto de vista del
«múltiple empleo». Los casos de múltiple empleo que por su «doble sentido»
pueden reunirse para formar un tercer grupo se dejan fácilmente incluir en
subdivisiones que, como sucede con todo el tercer grupo con respecto al
segundo, no se distinguen unas de otras por diferencias esenciales. De este
modo tendremos: a) Los casos de doble
sentido de un nombre propio y su significado objetivo: Pistola, corre,
dispárate y deja nuestra compañía (Shakespeare, Enrique IV). Más Hof
(cortejamiento) que Freiung (casamiento) decía una mordaz vienesa de ciertas
simpáticas jovencitas admiradoras por años pero que nunca habían encontrado
marido. Hof y Freiung son los nombres de dos cuadras vecinas en el centro de
Viena. Heine: «Aquí, en Hamburgo, no reina el inicuo Macbeth; aquí reina Banko
(Banquo).» Cuando el nombre propio no es utilizable en su forma total para el
chiste, puede buscarse el doble sentido por medio de una de las pequeñas
modificaciones que ya conocemos. «¿Por qué los franceses han silbado el
Lohengrin? (Elsas wegen).» A causa de Alsacia/Elsa (Elsa = Elsa; Elsass =
sacia).
b)
El doble sentido de la significación objetiva y metafórica de una palabra, el
cual es una generosa fuente de la técnica del chiste. Citaremos tan sólo un
ejemplo: Uno de mis colegas, conocido por su fino ingenio, dijo una vez al
poeta Arturo Schnitzler: «No me maravilla que hayas llegado a ser un gran
poeta. Ya tu padre hizo reflejarse en su
espejo a sus contemporáneos.» El espejo usado por el padre de Schnitzler,
reputado médico, era el laringoscopio. Por otra parte, según una conocida frase
shakespeariana (Hamlet, acto III, escena II), el fin de la comedia y, por
tanto, el del poeta, es «presentar un espejo a la Naturaleza; mostrar a la virtud
sus propios rasgos, su imagen al vicio, y a los tiempos sus caracteres y
singularidades».
c)
El doble sentido propiamente dicho, o juego de palabras, que es, por decirlo
así, el caso ideal del múltiple empleo; la palabra no sufre aquí la menor violencia;
no es dividida por sílabas ni sometida a modificación ninguna. Tampoco necesita
abandonar la esfera a que pertenece (por ejemplo, la de los nombres propios) e
incluirse en otra diferente. Tal y como es y se halla dentro de la frase, debe,
merced a determinadas circunstancias, expresar dos diferentes sentidos. No
faltan ejemplos de esta clase.
K.
Fischer: Uno de los primeros actos de Napoleón III al asumir el poder fue la
confiscación de los bienes de la casa de Orleáns, acto que dio origen a un
excelente juego de palabras: C'est le premier vol de l'aigle. (Vol = vuelo y
robo.) En una ocasión quiso Luis XV poner a prueba el ingenio de uno de sus
cortesanos, y le ordenó que hiciera un chiste sobre su propia real persona. El
mismo monarca quería ser sujeto (sujet) del chiste. Sire -respondió el
cortesano-, le roi n'est pas sujet. (Sujet = sujeto y súbdito.) Un médico que
acaba de reconocer a una señora dice al marido de la enferma: «No me gusta
nada» «Hace mucho tiempo que a mí tampoco», se apresura a confirmar el
interpelado. El médico se refiere, naturalmente, al estado de la mujer, pero
expresa su preocupación con tales palabras, que el marido halla en ellas la
confirmación de su aversión matrimonial. Heine dijo en una comedia satírica:
«Esta sátira no hubiese sido tan mordiente si el autor hubiese tenido más que
morder.» Este chiste es un ejemplo de doble sentido metafórico y común, más
bien que un juego de palabras. Pero ¿quién puede fijar aquí los límites entre
estos grupos?
Otro
buen ejemplo de juego de palabras es relatado por Heymans y Lipps en forma
ininteligible. No hace mucho que di con la versión correcta de la anécdota en
una colección de chistes poco usada (Hermann, 1904): Un día se encuentran Sapin
y Rothschild, después de charlar un rato, Sapin le dice: 'Oye Rothschild, mis
reservas han disminuido, pudieras prestarme cien ducados'. 'Cómo no', le dice
Rothschild, 'eso me parece apropiado, pero con la condición que hagas un
chiste'. 'Lo que a mí también me parece apropiado', responde Sapin. 'Entonces,
bien, ven a mi oficina mañana'. Sapin llega puntualmente 'Hola', dice
Rothschild al verlo llegar, Sie Kommen um ihre 100 Dukaten ('has venido por los
cien ducados'). 'No', contestó Sapin, Sie Kommen um ihre 100 Dukaten ('Vas a
perder tus cien ducados') puesto que ni soñar de pagarte antes del Juicio
Final.
El
mismo Heine dice en el Viaje por el Harz: «No recuerdo en este momento los
nombres de todos los estudiantes, y entre los profesores hay algunos que
todavía no lo tienen.» Y más adelante empezaremos a tener práctica, espero, en
el diagnóstico diferencial si aquí insertamos otro chiste bien conocido sobre
profesores. «La diferencia entre profesores ordinarios (ordentlich) y
extraordinarios (ausserordentlich) es que los ordinarios no hacen nada de
extraordinario, en tanto que los Extraordinarios no hacen nada ordentlich
(propiamente).» El doble significado de las palabras ordentlich y
ausserordentlich permite el juego de palabras, significado 'dentro y fuera del
Establecimiento' y por otro lado 'eficiente y sobresaliente'. Aquí el
significado múltiple es bastante más notable que el doble significado de otros
chistes. A través de toda la frase no oímos nada sino la recurrencia constante
de la palabra ordentlich, a veces en esa forma, a veces modificada en su
sentido negativo. El ingenio nuevamente está en definir un concepto usando las
mismas palabras o más precisamente en definir dos conceptos correlativos por
medio de otro, lo que produce un ingenioso entrelazamiento. Finalmente y destacando
aquí el aspecto unificador de extraer una conexión más íntima entre los
elementos de la sentencia que lo que uno tendría derecho a esperar de su
naturaleza.
«El
bedel Schäfer me saludó muy afectuosamente, pues también él es escritor y me ha
citado muchas veces, llevando su amabilidad hasta dejar escrita la cita con
tiza sobre mi puerta cuando no me hallaba en mi cuarto.» Otro chiste, debido al
ingenio de aquel nuestro chistoso colega que citamos en páginas anteriores, nos
facilita la transición a una nueva especie de la técnica del doble sentido. En
la época en que el asunto Dreyfus se hallaba a la orden del día, dijo nuestro
burlón amigo: «Esa muchacha me recuerda a Dreyfus; el ejército no cree en su
inocencia.» La palabra inocencia, sobre cuyo doble sentido se halla construido
el chiste, tiene, al referirse a Dreyfus, la significación corriente opuesta a
crimen o delito, y al referirse a la muchacha, una significación sexual opuesta
a la experiencia en esta materia. Existen muchos ejemplos de esta clase de
doble sentido, y en todos ellos es el sentido sexual el esencial para el efecto
del chiste. Pudiéramos reservar para este grupo la calificación de equívoco. El
chiste de D. Spitzer incluido en páginas anteriores es un excelente ejemplo de
tal equívoco.
«Según
unos, el marido ha ganado mucho y dado poco; según otros, es la mujer la que
(se) ha dado (un) poco y ganado mucho.» Mas si comparamos este chiste de doble
sentido con equívoco con otros ejemplos, advertiremos en seguida una diferencia
muy importante para la técnica. En el chiste de la «inocencia», ambos sentidos
de la palabra se hallan igualmente cerca de nuestra comprensión; no sabríamos
diferenciar cuál de los dos -el sexual o el no sexual- es más corriente y
conocido. Muy distinto es, en cambio, el ejemplo de Daniel Spitzer. En él el
sentido vulgar cubre casi por completo al sentido sexual, hasta el punto de
hacerlo invisible para un espíritu poco malicioso. A modo de contraste
permítasenos consignar otro ejemplo de doble significado en el que no se
intenta ocultar el sentido sexual. Heine al describir el carácter
condescendiente de una dama: «Ella no podía abschlagen (rehusar-orinar) nada
excepto su propia agua.» Esto suena a obscenidad y escasamente nos da la
impresión de chiste. Esta diferencia acentuada de las dos significaciones del
doble sentido aparece también en los chistes desprovistos de toda relación
sexual, bien por ser una de ellas la más usual y corriente, bien por colocarse
en primer término su conexión con otros elementos de la frase; por ejemplo:
C'est le premier vol de l'aigle. Todos estos casos los reuniremos bajo la
calificación de doble sentido con alusión.
(4)
Hemos llegado a conocer ya tantas y tan diversas técnicas del chiste, que
convendrá formar una relación de ellas para evitar olvidos o confusiones.
Tratemos entonces de resumirlas:
I.
Condensación: a) con formación de palabras mixtas; b) con modificaciones.
II.
Empleo múltiple de un mismo material: c) total o fragmentariamente; d) con
variación del orden; e) con ligeras modificaciones; f) con las mismas palabras,
con o sin sentido.
III.
Doble sentido: g) significando tanto un nombre como una cosa; h) significación
metafórica y literal; i) doble sentido propiamente dicho (juego de palabras);
j) equívoco (double entendre); k) doble sentido con alusión.
Tanta
variedad nos confunde un poco. Pudiera hacernos lamentar el haber dedicado
nuestro interés al examen de los medios técnicos del chiste e inducirnos a
sospechar exagerada la importancia que a dichos medios hemos atribuido en la
investigación de la esencia del mismo. Pero al paso de esta sospecha sale
siempre el hecho innegable de que el chiste desaparece en el momento en que
prescindimos, en la expresión verbal, de los efectos de tales técnicas. Esta
circunstancia nos indica además que debemos buscar la unidad dentro de la
variedad que ante nuestros ojos se ofrece. Debe ser posible reunir todas estas
técnicas en un solo haz. Ya dijimos antes que la reunión de los grupos segundo
y tercero en uno solo no presenta grandes dificultades. El doble sentido, el
juego de palabras, es tan sólo el caso ideal del empleo del mismo material,
concepto más amplio que lo comprende en sí. Los ejemplos de fragmentación,
variación del orden dentro del mismo material y empleo múltiple con ligera
modificación -c), d), e)-, podrían incluirse, aunque no sin esfuerzo, dentro
del concepto del doble sentido. Mas ¿qué comunidad existe entre el primer grupo
-condensación con formación sustitutiva- y cada uno de los dos restantes de
empleo múltiple del mismo material? La respuesta es, a mi juicio, harto
sencilla. El empleo del mismo material es tan sólo un caso especial de la
condensación. El juego de palabras no es más que una condensación sin formación
de sustitutivo. De este modo permanece siendo la condensación la categoría
superior. Una tendencia compresora o mejor dicho, economizante domina todas estas
técnicas. Todo parece ser -como dice el príncipe Hamlet- cuestión de economía
(Thrift, Horatio, thrift).
Probemos
la existencia de esta tendencia economizadora en los ejemplos antes expuestos.
C'est le premier vol de l'aigle. Es el primer vuelo del águila; pero además es
un vuelo en el que ha ejercitado su condición de ave de rapiña. Vol, para dicha
de la existencia de este chiste, significa tanto «vuelo» como «robo». ¿No
existe aquí condensación o economía? Desde luego, pues toda la segunda idea ha
sido omitida y, además, sin que aparezca sustitutivo alguno que la represente.
El doble sentido de la palabra vol hace inútil tal sustitutivo, o mejor dicho,
la palabra vol contiene en sí el sustitutivo del pensamiento reprimido, sin que
por ello necesite la primera parte de agregado o modificación algunos. En esto
precisamente consiste la ventaja del doble sentido. En estos ejemplos es
innegable la condensación y, por tanto, la economía. Pero debemos hallarla en
todos los demás. ¿Y dónde se encuentra en otros chistes, tales como los de
Rousseau-roux et sot y Antigone-Antik? O, nee, en los que vimos ya que no era
posible descubrir condensación alguna, y nos movieron, por tanto, a establecer
la técnica del múltiple empleo del mismo material? Mas si el concepto de la
condensación es inaplicable a tales casos, no sucede lo mismo con el de la
economía, al que el primero está subordinado. Fácilmente advertimos qué es lo
que nos ahorramos en los ejemplos citados: nos ahorramos expresar una crítica y
formar un juicio, cosas ambas que aparecen implícitas ya en el nombre. En el
ejemplo Eifersucht-Leidenschaft nos ahorramos el esfuerzo de hallar una
definición: Eifersucht-Leidenschaft y Eifer sucht, Leiden schaft; unas cuantas
palabras más de relleno, y la definición queda constituida.
Análogamente
en todos los demás ejemplos hasta ahora analizados. Donde encontrar un 'ahorro'
mínimo como lo hay en el juego de palabras de Sapin (Sie Kommen um...) se
ahorra buscar una nueva palabra para responder, las palabras de la pregunta
bastan para la respuesta. No se ahorra mucho, pero en eso reside el chiste. El
múltiple empleo de las mismas palabras en la interpelación y en la respuesta
constituyen también un «ahorro». Recordemos la frase en que Hamlet define la
rapidez con que, tras de la muerte de su padre, contrajo su madre nuevas
nupcias: «El asado del banquete funerario se sirvió fiambre en la comida de
bodas.» Mas antes de aceptar la «tendencia al ahorro» como el carácter general
del chiste y comenzar la investigación de su origen, significación y causas a
que obedece la consecución de placer que motiva, entraremos en la discusión de
una duda que merece ser tenida en cuenta. Es, desde luego, posible que toda
técnica del chiste muestre la tendencia al ahorro en la expresión verbal; mas
esta relación no es susceptible de ser invertida. No toda economía en la
expresión verbal es chistosa. Ya anteriormente topamos con esta conclusión
cuando esperábamos hallar en todo chiste un proceso de condensación, y ya
entonces hicimos observar que no toda expresión lacónica constituía un chiste.
Tiene, por tanto, que ser una clase especial de abreviación y de ahorro la que
traiga consigo el carácter de chiste, y hasta tanto que conozcamos esta
singularidad no será posible que el descubrimiento de los elementos comunes de
la técnica del chiste nos aproxime al fin de nuestra investigación.
Además,
confesamos que las economías que la técnica del chiste lleva a cabo no nos
parecen de gran importancia. Semejan más bien la forma de ahorrar de ciertas
excelentes amas de casa que toman un coche para adquirir en un extremo de la
ciudad un artículo que hallan en él por algunos céntimos menos que en el
mercado próximo a su casa. ¿Qué es lo que el chiste ahorra por medio de su
técnica? Tan sólo el trabajo de buscar y ordenar unas cuantas palabras que
hubieran acudido sin esfuerzo alguno. A cambio de esto tiene que tomarse el
trabajo de descubrir aquella única palabra que cubra ambas ideas, y para ello
se ve con frecuencia obligado a variar la expresión verbal de una de las ideas,
haciéndola revestir una forma poco corriente que facilite la unión con la
segunda. ¿No hubiera sido más sencillo, fácil y hasta económico expresar ambas
ideas tal y como se presentaron aunque de este modo no existiese una comunidad en
su expresión? ¿No es compensado -o más bien superado- el ahorro en la expresión
verbal por el gasto de rendimiento intelectual? Y quien efectúa el ahorro, ¿a
quién beneficia? Evitemos por ahora estas dudas desplazándolas. ¿Conocemos ya
realmente todas las clases de chiste? Será, sin duda, más prudente reunir
nuevos ejemplos y someterlos al análisis.
(5)
Influidos, sin duda, por la escasa estimación que se les concede, no nos hemos
ocupado hasta ahora de aquellos chistes que forman el grupo más numeroso y
conocido. Son éstos los denominados «retruécanos», que pasan por pertenecer a
la clase más ínfima del chiste verbal, por ser los que con mayor facilidad y
menor gasto de ingenio se producen. En realidad, el retruécano requiere
escasísima técnica, en contraposición al juego de palabras que es el chiste, en
el que la misma se hace más amplia y complicada. Si en este último tienen que
hallar su expresión las dos significaciones de una misma palabra empleada una
sola vez, basta, en cambio, en el retruécano que dos palabras -una para cada
significación- se recuerden mutuamente por medio de cualquier manifiesta
analogía, sea por una general semejanza de su estructura o por similicadencia,
comunidad de algunas letras, etc. Pero una multitud de tales ejemplos, no muy
acertadamente denominados «chistes por similicadencia», se halla incluida en el
parlamento del capuchino, de la primera parte del Wallenstein, de
Schiller.
Esta
clase de chistes modifica con especial frecuencia una de las vocales de la
palabra: de un poeta italiano que, a pesar de su republicanismo, se vio
obligado a componer un poema en hexámetros alabando a un emperador alemán, dice
Hevesi (Almanaccando, Bilder aus Italien, 1888) «Ya que no podía destronar a
los Cäsaren (Césares), prescindía de las Cäsuren (pausas gramaticales).» K.
Fischer ha dedicado gran atención a esta clase de chistes, a la que separa
definitivamente de los «juegos de palabras» (pág. 78). «El retruécano es un mal
juego de palabras, pues no juega con ellas como tales, sino únicamente como
sonido.» En cambio, el juego de palabras «pasa desde el sonido de la palabra a
la palabra misma». Mas, por otra parte, incluye chistes como los de
«famillonario», Antigone (Antik? O, nee), etc., entre los chistes por
similicadencia, inclusión, a nuestro juicio, equivocada. También en el juego de
palabras son éstas, para nosotros, únicamente una imagen sonora, a la que
atribuimos este o aquel sentido. Tampoco aquí hacen los usos del lenguaje
grandes diferencias, y si tratamos despectivamente al retruécano y con cierto
respeto al juego de palabras, ello se funda en consideraciones muy alejadas de
la técnica.
Obsérvese
la naturaleza de aquellos chistes que denominamos «retruécanos». Hay personas
que poseen el don de contestar con un chiste de esta clase (en alemán Kalauer)
a toda frase que se les dirija. Uno de mis colegas, modesto hasta el exceso
cuando se trata de los importantes resultados de su labor científica,
acostumbra vanagloriarse de poseer esta cualidad. En una ocasión en la que su inagotable
vena producía el asombro de una íntima reunión familiar respondió a los
aplausos que se le prodigaban: Ja, ich liege hier auf der Ka-Lauer (auf del
Lauer liegen -estar en acecho, Kalauer-retruécano); y luego, al pedirle que
diera por terminada la prueba, repuso: «Bueno; pero con la condición de que se
me conceda ahora mismo el título de poeta ka-laureado.» Fácilmente advertimos
que ambos retruécanos son excelentes chistes por condensación con formación de
palabra mixta. «Estoy aquí en acecho (Lauer) para hacer retruécanos (Kalauer)
sobre todo lo que ustedes dicen.» De todos modos, vemos ya por estas
discusiones sobre la delimitación entre el retruécano y el juego de palabras
que el primero no puede auxiliarnos mucho en la investigación de una nueva técnica
del chiste. Cuando no hallamos en él el empleo en distintos sentidos de un
mismo material, tropezamos, en cambio con el retorno de lo ya conocido, retorno
que se nos muestra en la coincidencia de las dos palabras puestas al servicio
del chiste. Así, pues, el retruécano no es más que una subdivisión del grupo,
que culmina en el juego de palabras propiamente dicho.
(6)
Existen, sin embargo, chistes cuya técnica carece realmente de toda conexión
con la de los grupos examinados hasta ahora. Una conocida anécdota refiere que
hallándose Heine una noche dialogando con el poeta Soulié, entró en el salón en
que ambos escritores se hallaban un conocido millonario, al que se le solía
comparar, y no sólo por su inmensa fortuna, con el fabuloso rey Midas. Un numeroso
grupo de invitados rodeó en el acto, con grandes muestras de obsequiosa
admiración, al recién llegado. «Observe usted -dijo entonces Soulié a Heine-
cómo nuestro siglo diecinueve adora al becerro de oro.» Heine, tras de
contemplar la figura del personaje, confirmó: Sí, ya veo; pero me parece que le
quita usted años. (K. Fischer, pág. 82.) ¿Cuál es la técnica de este excelente
chiste? K. Fischer opina que se trata de un juego de palabras. La expresión
«becerro de oro» puede referirse tanto al Mammon como al culto idolátrico. En
el primer caso, lo principal es el oro; en el segundo, la imagen zoomórfica;
también puede servir dicha expresión para designar en un sentido peyorativo a
un individuo más rico en dinero que en inteligencia (pág. 82). Si realizamos la
prueba y prescindimos de la expresión «becerro de oro», desaparece, en efecto,
el chiste. Hagamos decir a Soulié: «Mire usted cómo la gente rodea a ese
imbécil únicamente porque es rico», y no sólo desaparecerá el chiste, sino
también la posibilidad de la réplica de Heine.
Pero
reflexionemos y recordemos que no se trata de la comparación de Soulié, desde
luego, chistosa, sino de la réplica de Heine, que aún lo es mucho más. Siendo
así, no tenemos el derecho de tocar a la expresión «becerro de oro», la cual
debe permanecer intacta, como un antecedente de la frase de Heine, y la
reducción tendrá que limitarse a esta última. Si hacemos desaparecer las
palabras «pero me parece que le quita usted años», no podremos sustituirlas
sino por la frase siguiente: «Eso ya no es un becerro; es todo un buey.» por
tanto, el chiste de Heine se basa en que su autor no toma la expresión «becerro
de oro» metafóricamente, sino en un sentido personal, y la refiere directamente
al rico personaje. Aunque quizá este doble sentido estuviera ya en la intención
de Soulié. Mas observemos ahora que la reducción efectuada no destruye por
completo el chiste de Heine, sino que deja intacto lo esencial del mismo. En la
nueva redacción, la anécdota sería como sigue. Dice Soulié: «Vea usted cómo
nuestro siglo diecinueve adora al becerro de oro.» Y Heine responde: «¡Oh! Eso
ya no es un becerro; es todo un buey.» En esta interpretación reducida continúa
vivo el chiste. Y es, además, la única reducción posible.
Lástima
que este bello ejemplo contenga tan complicadas condiciones técnicas, que nos
sea imposible por ahora extraer de él esclarecimiento alguno. Debemos, pues,
abandonarlo y buscar otro en el que sospechemos algún parentesco con los
anteriormente analizados. Sea este nuevo chiste uno de los muchos que pintan la
aversión de los judíos de la Galitzia austríaca a bañarse. Observaremos de paso
que no exigimos de nuestros ejemplos cartas de nobleza; no nos preocupa su
procedencia y sí solamente su calidad como tales chistes, siéndonos suficiente
para acogerlos el que cumplan su cometido de despertar nuestra hilaridad y sean
dignos de nuestro interés teórico. Y tales chistes sobre los judíos llenan
mejor que otros ningunos ambas condiciones. Dos judíos se encuentran cerca de
un establecimiento de baños: «¿Has tomado un baño?», pregunta uno de ellos.
«¿Cómo? -responde el otro-. ¿Falta alguno?» Cuando un chiste nos hace reír no
estamos en las mejores condiciones para investigar su técnica, y se nos hace
difícil llevar a cabo un penetrante análisis. En el ejemplo último, lo primero
que se nos ocurre es: «¿Qué equivocación más cómica!» Pero ¿cuál es la técnica
de este chiste? Ciertamente, el empleo en doble sentido de la palabra «tomar».
Para uno de los interlocutores ha perdido este verbo su primitiva
significación. En cambio, para el otro la conserva plenamente. Nos hallamos,
pues, ante un ejemplo de aquellos chistes en los que una misma palabra es
tomada alternativamente con y sin su propio sentido (grupo II, J). Sustituyamos
la expresión «tomado un baño» por su equivalente «bañarse», y el chiste
desaparecerá. La respuesta resultaría ya inadecuada. Así, pues, el chiste se
halla contenido en la expresión «tomado un baño».
Todo
esto es cierto; mas también aquí observamos que hemos efectuado la reducción en
lugar indebido. El chiste no reside en la pregunta del primer judío, sino en la
respuesta del interpelado: ¿Cómo? ¿Falta alguno? Y esta réplica no puede ser
despojada de su carácter chistoso por medio de ninguna ampliación o modificación
que conserve su sentido. Sospechamos que en ella tiene más importancia el hecho
de que no acuda siquiera a la imaginación del judío la idea de que pudiera
haberse bañado que la mala inteligencia de la palabra «tomar». Pero tampoco
aquí vemos claro. Busquemos un tercer ejemplo. Será éste otro chiste de
protagonistas judíos, pero que contiene un nódulo general humano. Ciertamente,
también este ejemplo presenta complicaciones, mas por fortuna distintas de las
que hasta ahora nos han impedido ver con claridad. Un individuo arruinado había
conseguido que un amigo suyo, persona acomodada, le prestara 25 florines,
compadecido por la pintura que de su situación le había hecho, recargándola con
los más negros tonos. En el mismo día le encuentra su favorecedor sentado en un
restaurante ante un apetitoso plato de salmón con mayonesa, y le reprocha,
sorprendido, su prodigalidad: «¿Cómo? ¿Me pide usted un préstamo para aliviar
su angustiosa situación, y le veo ahora comiendo salmón con mayonesa? ¿Para eso
necesitaba usted mi dinero?» «No acierto a comprenderle -responde el
inculpado-. Cuando no tengo dinero no puedo comer salmón con mayonesa; ahora
que tengo dinero, resulta que no debo comer salmón con mayonesa.
Entonces,
¿cuándo diablos voy a comer salmón con mayonesa?» Por fin, aquí falta la más
pequeña huella de doble sentido. El retorno de las palabras «salmón con
mayonesa» no puede constituir la técnica de este chiste, pues no se trata de un
empleo repetido del mismo material, sino que es una verdadera repetición de lo
idéntico, obligada por el contenido. Ante esta anécdota permanecemos un tanto
perplejos, y estamos quizá tentados de hallar una salida negándole, a pesar de
habernos hecho reír, el carácter del chiste. ¿Qué pudiéramos observar de
interesante en la respuesta del arruinado gourmet? En primer lugar, la estricta
lógica de su respuesta. Mas esta lógica es tan sólo aparente y se desvanece en
cuanto reflexionamos un poco. El interpelado se defiende contra la acusación de
haber invertido el dinero prestado en una golosina, y pregunta, con aparente
fundamento, cuándo va a gozar de su plato favorito. Mas no es ésta la respuesta
adecuada; su favorecedor no le reprocha el haber satisfecho su capricho en el
mismo día de haber pedido y obtenido el préstamo, sino que le advierte que,
dada su situación económica, carece en absoluto del derecho a pensar en tales
lujos. Este único sentido posible del reproche es echado a un lado por el
alegre vividor, el cual responde, como si hubiera comprendido mal, a otra cosa
totalmente distinta.
¿Se
hallará, pues, la técnica de este chiste precisamente en la desviación de la
respuesta del sentido del reproche? Una tal variación del punto de apoyo o
desplazamiento del acento psíquico podría entonces también demostrarse en los
dos ejemplos anteriores, de reconocido parentesco con este último. En efecto,
tal demostración resulta ya facilísima y nos descubre por completo la técnica
de todos estos ejemplos. Soulié llama la atención a Heine sobre el hecho de que
la sociedad ochocentista adora todavía al becerro de oro, como primitivamente
los judíos en el desierto. La respuesta adecuada de Heine hubiera sido algo
como: «Sí; la humana naturaleza es siempre igual; nada ha modificado en ella el
transcurso de los siglos.» Pero Heine se desvía del pensamiento verdadero y no
responde a él, sino que se sirve del doble sentido posible de la expresión
«becerro de oro» para torcer por un camino lateral; se apodera de uno de los
elementos de dicha expresión, la palabra «becerro», y contesta como si sobre
tal concepto recayera el acento en la frase de Soulié: «¡Oh, ése ya no es un
becerro!», etc.
Aún
más visible se nos muestra la desviación en el chiste del baño. Podemos
representarla gráficamente: Pregunta el primero: «¿Has tomado un baño?» El acento
recae sobre el elemento baño. El segundo responde como si la pregunta hubiera
sido: «¿Has tomado un baño?» La expresión «tomado un baño» hace posible este
desplazamiento del acento. Si en lugar de ella se dijese: «¿Te has bañado?,
todo desplazamiento resultaría imposible. La respuesta, despojada de todo
carácter chistoso, sería entonces: «¿Que si me he bañado? No sé lo que es eso.»
La técnica del chiste reside exclusivamente en el desplazamiento del acento
desde «baño» a «tomado». Volvamos al ejemplo del «salmón con mayonesa» como al
de más pura calidad. Su novedad ocupará nuestra atención en varias direcciones
diferentes. Ante todo, demos un nombre a la técnica que acabamos de descubrir.
A mi juicio, el que mejor le cuadra es el de desplazamiento, pues lo esencial
de ella es la desviación del proceso mental el desplazamiento del acento
psíquico sobre un tema distinto del iniciado. Establecida esta calificación
comenzaremos a investigar en qué relación se halla la técnica de desplazamiento
con la expresión verbal del chiste. Nuestro ejemplo (salmón con mayonesa) nos
deja reconocer que el chiste por desplazamiento es en alto grado independiente
de la expresión verbal. No depende de las palabras, sino del proceso mental, y
de este modo resulta infructuosa toda sustitución que, dejando a salvo el
sentido, intentemos en las palabras.
La
reducción sólo se hace posible alterando el sentido y haciendo que el
desaprensivo gourmet conteste directamente al reproche en lugar de buscar, con
el chiste, una evasiva. La forma reducida sería: «No puedo negarme al capricho
de comer aquello que me gusta, y me tiene sin cuidado la procedencia del dinero
que ello me cuesta. Ahí tiene usted por qué me encuentra saboreando un plato de
salmón con mayonesa dos horas después de haber pedido un préstamo.» Mas esto no
sería chistoso, sino cínico. Será harto instructivo comparar este chiste con
otro muy semejante: Un individuo entregado a la bebida gana su vida dando
lecciones en una pequeña ciudad. Mas poco a poco va siendo conocido el vicio
que le domina y disminuyendo el número de sus alumnos. Compadecido de él,
comienza un amigo a sermonearle: «Podría usted ser el profesor más solicitado
de toda la ciudad tan sólo con abandonar la bebida. ¿Por qué no hace así?» «¿Y
eso es todo lo que a usted se le ocurre? -responde indignado el bebedor-.
¡Conque si doy lecciones es para poder beber, y voy a dejar de beber para tener
lecciones!» También este chiste presenta aquella apariencia de lógica que nos
extrañó en el del «salmón con mayonesa»; pero ya no es un chiste por
desplazamiento. La respuesta es directa. El cinismo que dicha apariencia
encubre es confesado aquí abiertamente: «Para mí lo principal es beber.» La
técnica de este chiste es realmente harto pobre y no explica el efecto del
mismo. Reside exclusivamente en una variación del orden de un mismo material,
o, más precisamente, en la inversión de las relaciones de medio a fin entre el
beber y el dar lecciones o ser encargado de ellas. En cuanto se deja de
acentuar este factor en la reducción, desaparece el chiste. Veámoslo: «¿Qué
tontería es ésa? Para mí lo principal es la bebida y no las lecciones. Estas no
las considero sino como un medio para poder seguir bebiendo.» Así, pues, el
chiste reside realmente en la expresión verbal.
En
el chiste del baño es innegable la dependencia del chiste de la expresión
verbal (¿Has tomado un baño?), y la modificación de la misma trae consigo la
desaparición de aquél. La técnica es aquí un tanto complicada, consistiendo en
una unión del doble sentido (subgrupo f) con el desplazamiento. La expresión
verbal de la pregunta permite un doble sentido y el chiste queda constituido
por el hecho de que la respuesta no se liga al sentido que a la pregunta se ha
dado, sino a su sentido accesorio. Podemos, por tanto, hallar una reducción que
deje subsistir el doble sentido en la expresión, y, sin embargo, haga
desaparecer el chiste, o sea una reducción que se limita a destruir los efectos
del desplazamiento. «¿Has tomado un baño?» «¿Que dices que si he tomado? ¿Un
baño? ¿Qué es eso?» En esta forma no hay chiste alguno, y sí sólo una maligna o
burlona exageración. Un idéntico papel desempeña el doble sentido en el chiste
de Heine sobre el «becerro de oro», facilitando la desviación de la respuesta
del proceso mental iniciado, desviación que en el chiste del «salmón con
mayonesa» tiene lugar sin necesidad de tal apoyo en la expresión verbal.
Reducidas la frase de Soulié y la respuesta de Heine, dirían, aproximadamente,
así: «La forma en que los invitados rodean a ese hombre, tan sólo por su
opulencia, recuerda la adoración del becerro.» Y Heine: «No es lo más
indignante que ese hombre se vea tan obsequiado por su riqueza, sino que ésta
haga olvidar o perdonar su imbecilidad. De este modo, quedando intacto el doble
sentido, desaparece el chiste por desplazamiento.
Al
llegar a este punto debemos prepararnos contra la objeción, que no dejará de
hacérsenos, de que todas estas sutiles distinciones intentan separar algo que
debe constituir un todo coherente. ¿Acaso no da todo doble sentido ocasión a un
desplazamiento, a una desviación del proceso mental desde un sentido a otro
diferente? Y entonces, ¿cómo hacer del «doble sentido» y del «desplazamiento»
los representantes de dos técnicas del chiste completamente diferentes? Desde
luego, subsiste la consignada relación entre el doble sentido y desplazamiento,
pero es en absoluto independiente de nuestra diferenciación de las técnicas del
chiste. En el doble sentido no contiene el chiste más que una palabra
susceptible de una múltiple interpretación, que permite al oyente hallar el
paso de un pensamiento a otro, paso que -siempre un tanto forzadamente- puede
hacerse equivaler a un desplazamiento. Mas en el chiste por desplazamiento
contiene el chiste mismo un proceso mental en el que aquél se ha llevado a
cabo. El desplazamiento pertenece aquí a la labor que ha formado el chiste, no
a aquella otra necesaria para su inteligencia. Si esta distinción no nos aclara
suficientemente la materia, tendremos en los experimentos de reducción un medio
inagotable de presentarla toda precisión ante nuestros ojos. sin embargo, no
queremos negar a la objeción expuesta un cierto valor, pues nos hace observar
que no debemos confundir los procesos psíquicos que tienen lugar en la
formación del chiste (elaboración del chiste) con aquellos otros que se
verifican a su percepción (labor de comprensión). Sólo los primeros son, por
ahora, objeto de nuestro interés investigador. De los segundos trataremos en
capítulos posteriores.
Los
chistes por desplazamiento son muy poco corrientes. El que a continuación
exponemos es un ejemplo puro de esta técnica, al que falta también aquella
apariencia de lógica que tanto nos sorprendió hallar en otros anteriores: Un
chalán pondera las excelencias de un caballo a su presunto comprador: «Se monta
usted en este caballo a las cuatro de la mañana, y a las seis y media está
usted en Presburgo.» «¿Y qué hago yo en Presburgo a las seis y media de la
mañana?» El desplazamiento es aquí patentísimo. El chalán cita la temprana hora
de llegada a Presburgo con la sola intención de demostrar con un dato concreto
las grandes cualidades de su caballo. En cambio, el comprador echa a un lado
esta cuestión, que ni siquiera se toma el trabajo de poner en duda, y atiende
tan sólo a las indicaciones de tiempo dadas por el chalán en el ejemplo que
éste ha escogido como prueba. La reducción de este chiste resulta sencillísima.
Más dificultades nos ofrece otro ejemplo, de técnica nada transparente, pero
que el análisis nos descubre al fin como un caso de doble sentido con
desplazamiento. El protagonista de este ejemplo es uno de aquellos judíos
'Schadchen' que tiene por oficio concertar los matrimonios entre los de su
raza, institución que ha dado lugar a infinidad de chistes, que nos proporcionan
un rico material para nuestra investigación.
El
agente matrimonial ha asegurado al novio que el padre de su futura no vivía ya.
Después de los esponsales averigua el prometido que su suegro vive, pero que se
halla en la cárcel cumpliendo condena, y reprocha el engaño al intermediario.
«No; no te he engañado -responde éste-. ¿Acaso es eso vivir?» El doble sentido
reside en la palabra vivir, y el desplazamiento consiste en que el
intermediario pasa del sentido corriente de la palabra, o sea la antítesis de
«morir», al sentido que la palabra vivir toma en la frase: «Eso no es vivir.»
De este modo declara que sus anteriores manifestaciones escondían un doble
sentido, aunque tal múltiple significación no pudiera sospecharse fácilmente.
Hasta este punto la técnica sería análoga a la de los chistes del «baño» y del
«becerro de oro»; pero existe en este ejemplo otro factor muy digno de ser
tomado en consideración y que perturba, por su inoportunidad, la comprensión de
esta técnica. Pudiéramos decir que es éste un chiste «caracterizante», pues se
esfuerza en ilustrar con un ejemplo aquella mezcla de mentirosa habilidad y
pronto ingenio que caracteriza a tales judíos casamenteros. Más adelante
veremos que esto es tan sólo la fachada del chiste, su aspecto exterior, y que
su sentido, esto es, su intención, resulta por completo diferente. También
aplazaremos por ahora el experimento de reducción. Después de estos ejemplos,
complicados y difíciles de analizar, nos descansará conocer un caso puro y
transparente de chiste por desplazamiento: Un sablista 'Schnorrer' acude a un
opulento barón en demanda de auxilio pecuniario para pasar una temporada en
Ostende, pues el médico le ha recomendado los baños de mar. «Está bien -le
responde el barón-. Pero ¿por qué tiene usted que ir a Ostende, el más caro de
los balnearios?» «Señor barón -replica el sablista-, siendo en bien de mi salud
no miro el dinero.» Ciertamente, es éste un acertado punto de vista, pero no
precisamente para el peticionario. Su respuesta sería justa en labios de un
individuo acomodado. El sablista se conduce como si fuera su propio dinero el
que sacrificara en beneficio de su salud y como si salud y dinero se refirieran
a la misma persona.
(7)
Volvamos ahora al instructivo ejemplo del «salmón con mayonesa». Una de sus
facetas ofrecía a nuestra vista un proceso lógico que el análisis demostró
estar destinado a encubrir un error intelectual, constituido en este caso por
un desplazamiento del proceso mental. Este hecho nos recuerda, por contraste,
otros chistes que presentan abiertamente algo desatinado: un contrasentido o
una simpleza. Veamos cuál es la técnica de estos últimos. Expondremos, desde
luego, el mejor y más puro ejemplo de todo este grupo. Trátase nuevamente de un
chiste sobre los judíos. Itzig ha entrado en quintas y ha sido destinado a
servir en la Artillería. Es un muchacho inteligente, pero algo indisciplinado y
poco amante del servicio. Uno de sus jefes, que le profesa cierta simpatía, le
llama aparte y le aconseja: Itzig, tú no aprovechas para esta vida. Cómprate un
cañón, y hazte independiente.» El risible consejo es un franco contrasentido.
No hay cañones a la venta para todo aquel que quiera adquirirlos, y, además,
uno solo no constituye fuerza bastante para hacerse independiente o, como
diríamos en términos comerciales, establecerse por cuenta propia. Sin embargo,
no podemos dudar ni por un momento de que este consejo es algo más que una
necedad; es una necedad chistosa un excelente chiste. ¿Qué es, por tanto, lo
que convierte la necedad en chiste? No necesitaremos reflexionar largo tiempo.
De las especulaciones de diversos autores sobre esta materia, que hemos
expuesto en nuestra introducción podemos adivinar que en tal necedad chistosa
se esconde un sentido y que este sentido, en lo desatinado, es lo que convierte
a la necedad en chiste.
Tal
sentido es fácil de hallar en nuestro ejemplo. El oficial que da a Itzig el
desatinado consejo se hace el tonto únicamente para demostrar a Itzig lo
estúpido de su propia conducta. Imita a Itzig, como queriendo decirle: «Ahora
te voy a dar un consejo tan estúpido como tú.» Se apodera de la estupidez del
judío y trata de mostrársela a sus propios ojos, haciéndola servir de
fundamento a una propuesta que tiene que corresponder a los deseos del mismo,
pues si poseyera un cañón propio e hiciera la guerra por su propia cuenta,
¡cuánto brillarían entonces su inteligencia y su ambición ! ¡Y cómo cuidaría de
su cañón, teniéndolo siempre en buen estado y estudiando a fondo su mecanismo,
para resistir la competencia de los demás poseedores del mismo artículo!
Interrumpiremos aquí el análisis de este ejemplo para demostrar en otro, más
corto y sencillo, pero también menos agudo, el mismo sentido en el
desatino.
«No
nacer nunca sería lo mejor para los mortales humanos.» «En efecto - comentan
los sabios del Fliegende Blätter -; pero
es cosa que de cada cien mil hombres apenas si sucede a uno.» El moderno
comentario al viejo aforismo es un claro desatino, al que el prudente «apenas»
presta un aire todavía más estúpido. Pero aparece ligado, como una limitación
indiscutiblemente justa, a la primera frase, y nos hace ver que la sabia
sentencia, que aceptamos con respeto, no está tampoco muy lejos del desatino.
Quien no ha nacido no es un ser humano, y para él no hay nada bueno ni mejor.
El desatino del chiste sirve aquí, por tanto, para descubrir y presentar otro
desatino, lo mismo que en el ejemplo del cañón. Podemos aún citar otro ejemplo
de este género, que, por su contenido y por la amplia exposición de que precisa,
apenas sería digno de figurar en estas páginas, pero, en cambio, tiene la
ventaja de presentar con especial claridad el empleo de un desatino en el
chiste para conseguir las revelación de otro semejante. «Un individuo confía a
su hija, en vísperas de un largo viaje, a uno de sus amigos, rogándole vele por
su virtud durante su ausencia. Meses después torna de su viaje y halla a su
hija encinta.
Naturalmente,
colma de reproches al amigo, el cual no acierta a comprender cómo ha podido
suceder aquello. «¿Dónde dormía mi hija?», pregunta, por último, el indignado
padre. «En la alcoba de mi hijo.» «Pero ¿cómo pones a los dos en una misma
alcoba, después de haberte yo encargado principalmente que velases por la
virtud de mi hija?» «Es que puse dos camas y, separándolas, un biombo.» «Bueno,
¿y si tu hijo ha dado la vuelta al biombo?» «Sí -responde el celoso guardador,
después de reflexionar un rato, tienes razón. Así sí ha podido ser.» Este
chiste, poco o nada brillante, tiene para nosotros el mérito de ser fácilmente
reducible. Su reducción sería la siguiente: «No tienes derecho alguno a
reprocharme nada. ¿No es una estupidez dejar a tu hija en una casa en la que
necesariamente había de estar en constante contacto con un muchacho? ¡Creerás
que es muy fácil para un extraño velar en estas condiciones por la virtud de
una joven!» La aparente simpleza del amigo no es aquí, por tanto, más que el
reflejo de la candidez del padre. Por medio de la reducción hemos hecho
desaparecer del chiste toda simpleza, y con ella el chiste mismo. Del elemento
simpleza no hemos podido, sin embargo, prescindir, pues ha hallado otro lugar
en la reducción efectuada.
Intentamos
ahora reducir el chiste del cañón. El oficial quería decir: «Itzig, sé que eres
un inteligente comerciante. Pero, créeme, es una gran simpleza no comprender
que el servicio militar es algo muy diferente de la vida comercial, en la que
cada uno trabaja para sí y contra los demás. En el servicio hay que
subordinarse y actuar como parte de un conjunto.» La técnica de los chistes por
desatino que hemos examinado hasta ahora consiste, por tanto, realmente, en la
introducción de algo simple o desatinado, cuyo sentido es la revelación de otro
desatino o simpleza. ¿Tendrá, entonces, siempre el empleo del desatino en la
técnica del chiste esta misma significación? He aquí otro ejemplo que resuelve
la cuestión afirmativamente: Foción ,
calurosamente aplaudido al finalizar un discurso, se volvió hacia sus amigos y
les preguntó: «¿He dicho acaso alguna tontería?» Esta pregunta parece al
principio falta de todo sentido. Pero no tardamos en comprenderla. Foción
quiere decir: «¿Qué he dicho que haya podido gustar de tal manera a este
estúpido pueblo?» El éxito de mi discurso debiera avergonzarnos. Aquello que ha
gustado a los tontos no debe de ser cosa muy cuerda.» Otros ejemplos podrán
mostrarnos, a su vez que el contrasentido es empleado muchas veces en la
técnica del chiste, sin que su fin sea la revelación de otro diferente
desatino.
Un
conocido catedrático de Universidad, que acostumbraba sazonar con numerosos
chistes su poco amena disciplina, es felicitado por el nacimiento de un nuevo
hijo, que llega al mundo hallándose el padre en edad harto avanzada. «Gracias,
gracias -responde el felicitado-. Ya ve usted de qué maravillas es capaz la
mano del hombre.» Esta respuesta nos parece totalmente desprovista de sentido y
fuera de lugar. Los niños suele decirse que son una divina bendición en
oposición, precisamente, a las obras de la mano del hombre. Mas no tardamos en
comprender que la extraña frase tiene un sentido, y por cierto marcadamente
obsceno. No es que el feliz padre se haga el tonto para revelar la simpleza de
otra cosa o persona. Su respuesta, aparentemente desatinada, nos produce un
efecto de sorpresa o, como dicen los investigadores que anteriormente han
tratado estas materias, de desconcierto. Ya hemos visto anteriormente que
dichos autores derivan todo el efecto de estos chistes de la transición de
«desconcierto y esclarecimiento». Más tarde trataremos de formar un juicio
sobre este punto, contentándonos por ahora con hacer resaltar que la técnica de
este chiste consiste en la introducción de dicho elemento desconcertante y
desatinado. Entre esta clase de chistes ocupa un lugar especialísimo uno debido
a Lichtenberg. Se maravilla este escritor de que los gatos presenten dos
agujeros en la piel, precisamente en el sitio en que tienen los ojos.
Maravillarse de algo naturalísimo es, ciertamente, una simpleza. Nos recuerda
este chiste una exclamación que Michelet incluye con absoluta seriedad en su
libro sobre la mujer, y que, si mi memoria no me engaña, es, poco más o menos,
como sigue: «¡Cuán excelentemente se halla dispuesto por la Naturaleza que el
niño encuentre en cuanto llega al mundo una madre pronta a encargarse de su
cuidado!» La frase de Michelet es, en realidad, una simpleza, pero la de
Lichtenberg es un chiste que utiliza la simpleza para la consecución de un
determinado fin, tras del cual se esconde algo. ¿El qué? No podemos aún ni
siquiera indicarlo.
(8)
Hemos visto en dos grupos de ejemplos que la elaboración del chiste se sirve de
desviaciones del pensamiento normal, el desplazamiento y el contrasentido, como
medio técnico para elaborar la expresión chistosa. Estará, pues, justificada la
esperanza de que también otros errores intelectuales puedan hallar igual
empleo. Realmente, podemos exponer algunos ejemplos de este género. Un señor
entra en una pastelería y pide en el mostrador una tarta, pero la devuelve en
seguida, pidiendo, en cambio, una copa de licor. Después de beberla se aleja
sin pagar. El dueño de la tienda le llama la atención. «¿Qué desea usted?»,
pregunta el parroquiano. «Se olvida usted de pagar la copa de licor que ha
tomado.» «Ha sido a cambio del pastel.» «Sí, pero es que el pastel tampoco lo
había usted pagado.» «¡Claro, como que no me lo he comido!» También esta
historia tiene su apariencia de lógica, apariencia que reconocemos como una
fachada destinada a encubrir un error intelectual. Este reside en el hecho de
que el astuto parroquiano establece una relación inexistente entre la
devolución del pastel y su cambio por una copa de licor. La cuestión se divide
realmente en dos sucesos que para el vendedor son independientes uno de otro y
sólo para la intención del parroquiano se hallan en una relación de cambio. El
desaprensivo sujeto ha tomado el pastel y luego lo ha devuelto, quedando al
hacer así libre de toda deuda. Pero luego ha bebido una copa de licor, y ésta
es la que tiene que pagar. Podemos decir que el parroquiano emplea la relación
«en cambio» en un doble sentido o, mejor dicho, que constituye, por medio de un
doble sentido, una relación que objetivamente no existe.
Creemos
llegado aquí el momento de hacer una importante confesión. Dedicamos nuestra
labor a investigar en diferentes ejemplos la técnica del chiste, y debiéramos,
por tanto, estar seguros de que los ejemplos por nosotros reunidos son
realmente chistes. Mas sucede que en algunos casos dudamos si el ejemplo
escogido merece ser considerado como tal, y además no podemos disponer de un
criterio fijo para resolver nuestras vacilaciones hasta tanto que nuestra
investigación nos lo proporcione. Tampoco podemos confiarnos a los usos y
costumbres del lenguaje, los cuales necesitan asimismo de una prueba que los
justifique. De este modo nuestra decisión no puede apoyarse más que en cierta
«sensación», que podemos interpretar suponiendo que en nuestro juicio se
verifica la decisión según criterios determinados no accesibles a nuestro
conocimiento. Mas esta «sensación» no puede alegarse como fundamento
suficiente. Así, ante el último ejemplo citado dudamos si exponerlo como
chiste, como un chiste sofístico, o simplemente como un sofisma. No sabemos
todavía en qué reside el carácter del chiste.
En
cambio, el ejemplo siguiente, que descubre el error intelectual que pudiéramos
llamar complementario, es innegablemente un chiste. Trátase nuevamente de una
historia sobre los intermediarios matrimoniales judíos: «El agente matrimonial
defiende a la muchacha por él propuesta contra los defectos que en ella
encuentra el presunto marido: «Su madre -dice éste- es estúpida y perversa.» ¿Y
eso qué le importa? ¿Se va usted a casar con la madre o con la hija?» «Bueno,
pero es que la hija no es joven ni bonita.» «Mejor; así no hay peligro de que
le engañe.» «Además, no tiene dinero.» «¿Y quién habla aquí de eso? Usted no
quiere dinero; lo que quiere es una buena mujer.» «¡Pero si es jorobada!»
«¡Hombre, algún defecto había de tener!» Trátase, pues, realmente, de una mujer
vieja, fea, pobre, contrahecha y con una madre harto peligrosa como suegra,
condiciones poco recomendables, ciertamente, para casarse con ella. El
intermediario se las arregla para oponer a cada defecto el punto de vista desde
el cual resulta el mismo perdonable, y cuando llega a hablarse de la joroba,
defecto inexcusable, lo trata como si fuese el único y constituyese aquella
falta que hay que disculpar en toda persona. Muéstrase de nuevo aquí aquella
apariencia de lógica que caracteriza al sofisma y tiene por objeto encubrir el
error intelectual. La muchacha presenta múltiples defectos: varios que pudieran
disculparse y uno imperdonable. La boda es, por tanto, imposible. El agente
obra como si cada uno de los inconvenientes quedase salvado por su
razonamiento, mientras que, en realidad, lo que sucede es que cada uno de ellos
deja un resto de descrédito que se suma al siguiente. Se empeña en ver
aisladamente cada factor y se niega a reunirlos en una suma.
Análoga
omisión constituye el nódulo de otro sofisma, muy celebrado, pero al que no
creemos justificado calificar de chiste. B. ha prestado a A. un caldero de
cobre. Al serle devuelto advierte que presenta un gran agujero en el fondo y
reclama una indemnización. A. se defiende diciendo: «Primeramente, B. no me ha
prestado ningún caldero; en segundo lugar el caldero estaba ya agujereado, y,
por último, yo he devuelto a B. el caldero completamente intacto.» Cada uno de
estos argumentos es válido por sí solo, pero excluye a los otros dos. A. trata
aisladamente algo que tiene que ser considerado en conjunto, actuando así del
mismo modo que el agente matrimonial con los defectos de la novia. Podríamos
decir asimismo que A. constituye una suma allí donde únicamente es posible una
alternativa. En la siguiente historieta encontramos de nuevo un sofisma:
«Nuestro conocido intermediario judío defiende a su elegida contra los
reproches que, fundándose en la marcada cojera que la misma padece, le hace el
presunto novio: No tiene usted razón -le dice-. Supongamos que se casa usted
con una mujer que tenga todos sus miembros bien sanos y derechos. ¿Qué sale
usted ganando con ello? Cualquier día se cae, se rompe una pierna y queda coja
para toda su vida. Entonces tiene usted que soportar el disgusto, la enfermedad,
la cojera y, para acabarlo de arreglar, ¡la cuenta del médico ! En cambio,
casándose con la muchacha que le propongo se librará usted de todo eso, pues se
encuentra usted ya ante un hecho consumado.» La apariencia de lógica es,
ciertamente, en este caso harto fugitiva.
Nadie
prefiere una desgracia ya «consumada» a otra tan sólo posible. El error
contenido en el proceso intelectual será más fácilmente demostrable en este
otro ejemplo: El gran rabino de Cracovia se halla orando con sus discípulos en
la sinagoga. De pronto exhala un doloroso grito. Los fieles le rodean
asustados. «En este momento -les dice- acaba de fallecer el gran rabino de
Lemberg.» La triste noticia cunde inmediatamente por la ciudad y todos los
judíos visten luto. Mas al día siguiente se averigua que el gran rabino de
Lemberg sigue bueno y sano, no habiéndole sucedido el menor accidente en el
momento en que su colega de Cracovia sentía telepáticamente su muerte. Un
forastero aprovecha la ocasión para burlarse de los judíos y dice a uno de
ellos: «¡Vaya una plancha la de vuestro gran rabino! Ver morir a su colega de
Lemberg, anunciar su visión a todo el mundo y resultar luego que todo era
falso.» «De todos modos -responde el judío-, no me negará usted que eso de Kück desde Cracovia a Lemberg no es algo
maravilloso.» Muéstrase aquí abiertamente el error intelectual común a los dos
ejemplos últimos. El valor de la representación imaginativa es considerado
superior al de la realidad, la posibilidad se iguala casi a la verdad. La
visión a distancia, desde Cracovia a Lemberg, había sido realmente un
maravilloso fenómeno telepático si sus resultados hubieran sido ciertos; pero
esto último es lo de menos para el ferviente discípulo del gran rabino.
Cabe
siempre la posibilidad de que el rabino de Lemberg hubiese muerto en el momento
en que el de Cracovia lo anunció. Pensando de este modo, desplaza el discípulo
el acento psíquico, desde la condición necesaria para que la visión de su
maestro fuese digna de admiración a la incondicional admiración de la misma. In
magnis rebus voluisse sat est sería la
perfecta definición de tal punto de vista. Así como en este ejemplo se
desprecia la realidad en favor de la posibilidad, así supone, en el que le
precede, el agente matrimonial que el novio ha de dar la máxima importancia a
la posibilidad de que su mujer pueda quedarse coja a causa de un accidente,
quedando de este modo relegada a último término la cuestión de que la novia sea
ya coja.
A
este grupo de errores intelectuales sofísticos se agrega otro, muy interesante,
en el que el error intelectual puede calificarse de automático. Quizá por un
capricho del azar todos los ejemplos que de esta clase expondremos a
continuación pertenecen de nuevo al grupo de historietas matrimoniales judías:
«Un agente matrimonial se ha hecho acompañar, para convencer al presunto novio,
de un auxiliar que robustezca y confirme sus afirmaciones. «La muchacha
-empieza el primero- es alta como un pino.» «Como un pino», repite el
complaciente eco. «Y tiene unos ojos divinos.» «¡Pero qué ojos!», comenta el
auxiliar. «Además, posee una educación excelente.» «¡Excelentísima!», pondera
el eco. «Ahora le confesaré -prosigue el intermediario- que tiene un pequeño
defecto. Es algo cargada de espaldas.» «¿Algo cargada de espaldas? -prorrumpe
el eco, entusiasmado-; lo que tiene es una joroba estupenda.» Los demás
ejemplos son totalmente análogos, aunque más significativos: «El intermediario
presenta a su cliente la muchacha que le ha escogido para novia.
Desagradablemente
impresionado, llama el joven aparte a su acompañante y le llena de reproches:
«¿Para qué me ha traído usted aquí? Es fea, vieja, bizca, desdentada y...»
«Puede usted hablar alto -interrumpe el agente-; también es sorda.» «El novio
hace su primera visita a casa de la elegida, y mientras espera en la sala le
llama el intermediario la atención sobre una vitrina llena de espléndidos
objetos de plata. «Ya ve usted como es gente de dinero», le dice. «Pero ¿no
pudiera ser -pregunta el desconfiado joven- que todas estas cosas las hubiesen
pedido prestadas para hacerme creer que son ricos?» «¡Ca! -deniega el agente-.
¡Cualquiera les presta a éstos nada!» En todos estos tres casos sucede lo
mismo. Una persona que ha reaccionado varias veces sucesivas en la misma forma
continúa haciéndolo, una vez más, en ocasión en que sus manifestaciones
resultan ya inadecuadas y opuestas a su propia intención. Olvida aquí el sujeto
adaptarse a las circunstancias y se deja llevar por el automatismo de la
costumbre.
Así,
el auxiliar de la primera historieta olvida que ha venido para inclinar al
joven que desea casarse en favor de la muchacha propuesta por el agente, y
sabiendo que hasta entonces ha cumplido su cometido al ponderar las excelencias
cantadas por el intermediario, pondera también la joroba, defecto tímidamente
confesado y cuya importancia hubiera debido él aminorar. El protagonista de la
segunda historieta queda tan fascinado por la indignada enumeración que su
cliente le hace de los defectos y males de la propuesta novia, que olvida su
papel y, contra su intención y sus intereses, completa la lista, añadiendo un
achaque hasta el momento no advertido por el novio. Por último, en la tercera
historieta se deja arrastrar el intermediario por su entusiasmo en convencer a
su cliente del acomodo de su futura, hasta el punto de que para demostrar la
verdad de una sola de sus afirmaciones aduce un argumento que necesariamente
echa por tierra todos sus demás esfuerzos. En todos estos casos triunfa el
automatismo sobre la adecuada variación del pensamiento y de la expresión.
Esta
circunstancia, fácilmente visible, nos produce cierta confusión, pues nos hace
observar que las tres historietas expuestas por nosotros como «chistosas»
pueden ser, con igual derecho, calificadas de cómicas. La revelación del
automatismo psíquico pertenece a la técnica de lo cómico, como todo lo que
consiste en arrancar un antifaz o provocar una autodelación. Nos encontramos
por tanto, repentinamente ante el problema de la relación del chiste con la
comicidad, que pensábamos eludir. Estas historietas, ¿serán sólo «cómicas» y no
«chistosas» al mismo tiempo? ¿Labora en ellas la comicidad con los mismos
medios que el chiste? Y nuevamente, ¿en qué consiste el carácter especial de lo
chistoso? Dejaremos, desde luego, fijado que la técnica del último grupo de
chistes investigados no reside sino en la revelación de «errores
intelectuales», pero nos vemos obligados a confesar que su análisis no nos ha
proporcionado luz alguna. No desesperamos, sin embargo, de llegar, por medio de
un más completo conocimiento de las técnicas del chiste, a un resultado que
puede servirnos de punto de partida para ulteriores descubrimientos.
(9)
Los primeros ejemplos de chiste con los que vamos a proseguir nuestra
investigación no han de hacer muy difícil nuestra labor, pues su técnica nos
recuerda algo ya conocido: Un chiste de Lichtenberg: Enero es el mes en que
hacemos votos por la dicha de nuestros amigos, y los meses restantes son
aquellos en los que vemos cómo dichos votos no se cumplen. Dado que estos
chistes se caracterizan más por su sutileza que por su gran efecto, y dado que
laboran con medios poco enérgicos, preferimos robustecer su impresión
exponiendo varios sucesivamente. La vida humana se divide en dos épocas.
Durante la primera se desea que llegue la segunda y durante la segunda se desea
que vuelva la primera. La experiencia consiste en el experimentar aquello que
no desearíamos haber experimentado. Es inevitable ante estos ejemplos el
recuerdo de aquel otro grupo, antes examinado, que se caracterizaba por el
«múltiple empleo del mismo material.» Especialmente el último ejemplo nos
induce a preguntarnos por qué no lo incluimos en aquel grupo en lugar de
presentarlo aquí formando parte de otro nuevo.
La
experiencia es definida en él por su propio nombre, como antes los celos
(Eifersucht). Tampoco nosotros habríamos de poner grandes inconvenientes a
dicha inclusión. Mas en los otros dos ejemplos, de un análogo carácter, opino,
sin embargo, que existe un factor más significativo e importante que el
múltiple empleo de las mismas palabras, mecanismo que se separa aquí de todo lo
que pudiera suponer doble sentido. Quisiera, además, hacer resaltar que en
estos casos descubrimos nuevas e inesperadas unidades, relaciones recíprocas de
representaciones y definiciones mutuas o por referencia a un tercer elemento
común. Este proceso, que denominaremos «unificación», es análogo a la
condensación por comprensión de dos elementos en la misma palabra. De este modo
se describen las dos mitades de la vida humana por medio de una recíproca
relación entre ellas descubierta: en la primera se desea que la segunda llegue
y la segunda que la primera vuelva. Dicho con mayor precisión: se trata de dos
muy análogas relaciones que son escogidas para la exposición. A la analogía de
las relaciones corresponde después la analogía de las palabras, que podía
recordarnos el múltiple empleo del mismo material. En el chiste de Lichtenberg
quedan caracterizados enero y los meses a él opuestos por una relación
modificada a un tercer elemento, constituido por las bienandanzas que se nos
desean en el primer mes y luego en los restantes no se cumplen. La diferencia
entre este grupo y el caracterizado por el múltiple empleo del mismo material,
próximo ya al del doble sentido, es aquí muy visible.
El
siguiente chiste, no necesitado de explicación alguna, es un bello ejemplo de
unificación. J. J. Rousseau, poeta francés cuya especialidad fueron las odas,
escribió una titulada Oda a la posteridad. Voltaire, opinando que el mérito de
esta composición no era suficiente para pasar a las futuras generaciones, dijo
chistosamente: Esa poesía no llegará seguramente a su destino. Este último
ejemplo nos advierte que la unificación es el fundamento esencial de aquellos
chistes que demuestran lo que denominamos un «ingenio rápido». Tal rapidez
consiste en la inmediata sucesión de agresión y defensa, en «volver el arma
contra el atacante» o «pagarle en la misma moneda», esto es, en la constitución
de una inesperada unidad entre ataque y contraataque. Por ejemplo: «El panadero
dice al tabernero, el cual tiene un dedo malo: ¿Qué te pasa? ¿Es que has mojado
el dedo en tu vino? No -contesta el tabernero-; es que se me ha metido uno de
tus panecillos debajo de una uña.» «Serenísimo recorre sus estados. Entre la
gente que acude a vitorearle, ve a un individuo que se le parece
extraordinariamente. Le hace acercarse y le pregunta: ¿Recuerda usted si su
madre sirvió en Palacio alguna vez? No, alteza -responde el interrogado-; pero
sí mi padre.» «Carlos, duque de Wutemberg, pasa a caballo ante la puerta de un
tintorero. ¿Podría usted teñir de azul a mi caballo blanco ? Desde luego,
alteza, si soporta el agua hirviendo.
En
este último y excelente ejemplo de contestación a una proposición desatinada
con una condición más imposible, si cabe, actúa otro factor técnico, que no
aparecería si la respuesta del tintorero hubiera sido la siguiente: No, alteza;
temo que el caballo no soporte el agua hirviendo. La unificación dispone aun de
otro especialísimo y muy interesante medio técnico: la agregación por medio de
la conjunción y. Esta agregación tiene necesariamente que significar conexión;
otra cosa sería incomprensible para nosotros. Cuando Heine, en el Viaje por el
Harz, y hablando de la ciudad de Gotinga, declara que, en general, se dividen
los habitantes de Gotinga en estudiantes, profesores, filisteos y ganado,
comprendemos desde luego tal unión en el sentido que luego Heine subraya
añadiendo: «... cuatro estados perfectamente delimitados». O cuando habla del
colegio en que tanto latín, tantas palizas y tanta geografía tuvo que aguantar,
la agregación, subrayada por la colocación de las palizas entre el latín y la
geografía, nos indica el interés que en el escolar despertaban dichas dos
asignaturas. En Lipps hallamos, entre los ejemplos de «agregación chistosa»
(«coordinación») y como el de mayor parentesco con el chiste de Heine
«estudiantes, profesores, filisteos y ganado», el siguiente dicho: «Con un
tenedor y con esfuerzo le sacó su madre de estofado», como si el esfuerzo
fuera, al igual del tenedor, un instrumento manejable. Sin embargo, sentimos la
impresión de que este dicho no es chistoso, aunque sí muy cómico, mientras que
la agregación de Heine constituye, indudablemente, un chiste. Más tarde, cuando
no necesitamos eludir el problema de la relación entre el chiste y la
comicidad, volveremos quizá sobre estos ejemplos.
(10)
En el ejemplo del duque y el tintorero hemos observado que continuaría siendo
un chiste por unificación, aunque el tintorero contestase: «No, alteza; temo
que el caballo no resista el agua hirviendo.» Pero la respuesta fue: «Desde
luego, alteza, si soporta el agua hirviendo.» En la sustitución del realmente
adecuado «no» por un «sí» reside un nuevo medio técnico del chiste, cuyo empleo
perseguiremos en otros ejemplos. Más sencillo es un chiste, análogo al
anterior, que encontramos expuesto en la obra de K. Fischer: Federico el Grande
oyó hablar de un predicador de Silesia que tenía fama de hallarse en tratos con
los espíritus. Deseoso de averiguar lo que de verdad había en tales rumores,
hizo acudir a su presencia al predicador y le recibió con la pregunta
siguiente: ¿Puede usted conjurar a los espíritus? Sí, majestad; pero nunca
acuden. Claramente se ve que el medio técnico de este chiste no consiste sino
en la sustitución del «no», única contestación posible, por su contrario. Para
llevar a cabo esta sustitución tuvo que agregarse al «sí» un «pero», de tal
manera que ambas palabras, unidas en la frase, equivalen a un «no».
Esta
«representación antinómica», nombre que queremos dar a la nueva técnica, se
pone al servicio de la elaboración del chiste en muy diversas circunstancias.
En los dos ejemplos que a continuación exponemos aparece casi en su completa
pureza. Heine: Aquella mujer se parecía en muchas cosas a la Venus de Milo.
Como ella, era extraordinariamente vieja, no tenía dientes y presentaba algunas
manchas blancas en la amarillenta superficie de su cuerpo. Es ésta una
representación de la fealdad por coincidencia con la máxima belleza;
coincidencia que naturalmente sólo puede consistir en cualidades expresadas con
doble sentido o accesorias. Esto último sucede en el ejemplo siguiente:
Lichtenberg. «El genio»: Había reunido en sí las cualidades de los más grandes
hombres: llevaba la cabeza ladeada como Alejandro, se hurgaba continuamente el
cabello como César, podía beber mucho café como Leibniz, y cuando se
arrellanaba en su sillón, se olvidaba de comer y beber, como Newton, y como a
éste había que sacarle de su sueño; peinaba, por último, su pelusa como el
doctor Johnson y llevaba siempre desabrochado un botón de la pretina, como
Cervantes.
De
un viaje por Irlanda trajo J. v. Falke un excelente ejemplo de representación
antinómica, en el cual se renuncia por completo al empleo de palabras de doble
sentido. La escena sucede en una muestra de figuras de cera. El dueño acompaña
a un grupo de visitantes explicándoles lo que aquellas figuras representan.
«Esta figura representa al duque de Wellington en su caballo.» Burlonamente
interroga una joven: «¿Cuál es el duque y cuál su caballo?» «Como usted quiera,
señorita -replica el guía-; ha pagado usted su entrada y tiene derecho a
escoger.» (Lebenserinnerungen, pág. 271.) La reducción de este chiste irlandés
sería como sigue: «¡Es inaudita la desvergüenza de estos saltimbanquis!
¡Atreverse a presentar al público tales mamarrachos anunciando pomposamente un
museo de figuras de cera! No se sabe siquiera cuál es el caballo y cuál el
jinete. (Exageración burlona.) ¡Y para ver esto le sacan a uno el dinero!»
Estas indignadas reflexiones cristalizan, dramatizándose, en la pequeña
historieta. En representación del público general toma la palabra una señorita,
y la figura de cera queda individualmente determinada. Tiene que ser el duque
de Wellington, tan extraordinariamente popular en Irlanda.
La
desvergüenza del dueño de la muestra que saca el dinero al público por
enseñarle cuatro mamarrachos es representada antinómicamente por una frase en
la que el mismo se nos muestra como un concienzudo hombre de negocios, cuya
única preocupación es respetar los derechos que el público ha adquirido al
pagar su entrada. Observamos también que la técnica de este chiste no es nada
sencilla. El hecho de haber hallado un medio de que el desaprensivo negociante
pondere su estrecha conciencia comercial, incluye este chiste entre los de
representación antinómica; pero la circunstancia de hacerle pronunciar dicha
frase en una ocasión en la que se le pide cosa muy distinta de la ratificación
de su formalidad comercial, dado que la crítica ya dirigida contra el parecido
en las figuras, constituye un caso de desplazamiento. La técnica del chiste
será, por tanto, una combinación de ambos medios.
No
muy lejano a este ejemplo se halla un pequeño grupo de chistes que pudiéramos
denominar chistes de superación. En ellos se sustituye el «sí», que aparecía en
la reducción, por un «no»; pero este «no» equivale por su contenido a una
enérgica confirmación. El mismo mecanismo puede también tener lugar a la
inversa. La contradicción aparece sustituyendo a una confirmación superada.
Así, en el epigrama de Lessing: Dicen que la buena Galatea tiñe de negro sus
cabellos, mas lo cierto es que éstos eran ya negros cuando los compró. O la maligna defensa aparente que Lichtenberg
hace de la filosofía universitaria: «Hay más cosas en el cielo y sobre la
tierra de las que supone vuestra filosofía», dijo despectivamente Hamlet.
Lichtenberg sabe que este juicio condenatorio no es aún suficientemente severo,
pues no emplea todo lo que contra tal filosofía se puede objetar, y añade
todavía: «Pero también hay en la filosofía muchas cosas que no existen en el
cielo ni en la tierra.» En esta frase se acentúa algo que parece compensar la
falta observada por Hamlet, pero tal compensación entraña un nuevo y mayor
reproche.
Más
transparentes aún, por hallarse libres de toda huella de desplazamiento, son
los dos siguientes chistes, un tanto groseros, ciertamente: «Dos judíos hablan
de baños (termales) « yo -dice uno de ellos-, lo necesite o no, tomo un baño
todos los años.» Claramente vemos que por la exagerada vanagloria de su
limpieza queda convicto el buen judío de todo lo contrario. «Un judío observa
en la barba de otro restos de comida: «¿A que adivino lo que has comido ayer.?»
«Dilo.» «Lentejas.» «Has perdido. Eso fue anteayer.» El siguiente chiste por
superación, fácilmente reducible a una representación antinómica, es un
excelente ejemplo de este grupo: El rey se digna visitar una clínica quirúrgica
y halla al médico director amputando una pierna a un enfermo. Su majestad sigue
con interés la marcha de la operación, y expresa, en diferentes momentos, su
admiración por la maestría del cirujano: «¡Bravo, bravo, querido doctor!»
Terminada su labor se acerca el médico al monarca, e inclinándose profundamente
ante él, le pregunta: «¿Desea vuestra majestad que ampute la otra pierna?»
Mientras el rey expresaba su aprobación tan entusiásticamente, los pensamientos
del médico hubieran podido expresarse seguramente en la siguiente forma: «Se
diría que estoy amputándole la pierna a este infeliz por encargo expreso del
rey y para proporcionarle un interesante espectáculo. Afortunadamente para mi
conciencia, son muy distintas las razones que tengo para dejar cojo a este
pobre diablo.» Pero terminada su labor, va hacia el rey y le dice: «La voluntad
de vuestra majestad es suficiente para que yo opere a cualquiera, y la
aprobación que se ha dignado manifestar me ha honrado tanto, que estoy
dispuesto, si así lo desea, a amputar al enfermo la pierna sana que le queda.»
De este modo consigue el médico hacerse comprender indirectamente, expresando
todo lo contrario de lo que piensa y tiene que guardar para sí.
La
representación antinómica es, como vemos en estos ejemplos, un medio muy
frecuentemente empleado y de poderoso efecto de la técnica del chiste. Pero no
debemos perder de vista otra circunstancia importantísima, y es que tal técnica
no es privativa únicamente del chiste. Cuando Marco Antonio, después de haber
conseguido con su discurso hacer variar totalmente la opinión del pueblo sobre
la muerte de César, exclama de nuevo: «Pero Bruto es un hombre honrado», sabe
ya que el pueblo le gritará el verdadero sentido de sus palabras: «Son
traidores esos hombres honrados.» Asimismo, cuando en el Simplicissimus se publica una colección de inauditos
cinismos y brutalidades bajo el epígrafe de «La bondad humana», se trata
también de una exposición antinómica. Mas esto se denomina «ironía» y no
«chiste». La técnica de la ironía es precisamente la representación antinómica.
Oímos, además, hablar del «chiste irónico». No puede dudarse ya de que la
técnica sola no basta para caracterizar al chiste. Tiene que agregarse a ella
algo más que hasta ahora no hemos hallado. Mas, por otra parte, hemos
demostrado, de un modo incontrovertible, que destejiendo la labor de la técnica
queda destruido el chiste. De todos modos nos es muy difícil imaginar unidos
los dos puntos fijos que hemos conquistado para el esclarecimiento del
chiste.
(11)
El hecho de que la representación antinómica pertenezca a los medios técnicos
del chiste despierta en nosotros la esperanza de que éste pueda hacer uso
asimismo de un medio inverso; esto es, de la representación por lo análogo o
próximo. Continuando nuestra investigación hallamos, en efecto, que esta última
técnica corresponde a un nuevo grupo de chistes intelectuales, especialmente
amplio. Describiremos la peculiaridad de esta técnica con bastante mayor
precisión, dominándola, en lugar de representación por lo análogo,
representación por lo homogéneo o conexo. Iniciemos, desde luego, nuestro
examen de esta técnica por el último de los caracteres citados y aclaremos la
cuestión con un ejemplo: Es una anécdota americana: Dos hombres de negocios
nada escrupulosos han logrado, merced a osadas especulaciones, reunir una
considerable fortuna y se esfuerzan ahora en conseguir su admisión en la buena
sociedad. Uno de los medios que para ello ponen en práctica es encargar sus
retratos al pintor más distinguido y caro de la ciudad, artista cuyas obras son
siempre esperadas con gran interés por todo el pequeño mundo aristocrático.
Terminados los retratos, los colocan en un salón lado a lado, e invitan a sus
conocidos a una gran velada. Entre los invitados figura el crítico de arte más
leído e influyente de la ciudad, el cual es acaparado desde su entrada en la
casa por los dos retratados y conducido en el acto al salón en que sus efigies
se hallan expuestas. Los avispados negociantes esperan de él un juicio
admirativo que poder luego hacer cundir por toda la ciudad. Pero, en lugar de
esto, el crítico permanece un buen rato silencioso ante los cuadros, busca con
la vista algo que parece echar de menos, y luego, indicando el espacio vacío
que entre los retratos queda, pregunta: And where is the Saviour? («Y el
Redentor, ¿dónde está?» o «Echo de menos la imagen del Redentor.») El sentido
de esta frase se nos muestra en el acto. Trátase una vez más de la
exteriorización de algo que no puede ser expresado directamente. Mas ¿cómo se
forma tal «representación indirecta»? A través de una serie de asociaciones y
conclusiones de fácil constitución podemos recorrer en sentido inverso el camino
de su formación, partiendo del chiste mismo.
La
pregunta «Y el Redentor (o la imagen del Redentor), ¿dónde está?» nos deja
adivinar que el crítico recuerda, ante los dos retratos, la composición
pictórica, generalmente conocida, en la que aparece la figura de Cristo
crucificado entre los dos ladrones. La analogía es facilitada por las dos
imágenes presentes, que en el chiste son transportadas a derecha e izquierda
del Salvador, y no puede consistir más que en el hecho de que las dos figuras
que adornan el muro del salón sean también las de dos ladrones. Lo que el
crítico quería y no podía decir era: «Sois un par de bribones. ¿Qué me importan
a mí vuestros retratos?» Este pensamiento es el que por fin ha exteriorizado,
después de hacerlo pasar por algunas asociaciones y conclusiones, y en una
forma que calificamos de alusión. Recordemos ahora que ya anteriormente
tropezamos con esta forma alusiva al ocuparnos del doble sentido. Cuando de las
dos significaciones que encuentran su expresión en la misma palabra se halla la
primera como la más usual y corriente tan en primer término que tiene que
acudir antes que ninguna a nuestra imaginación, mientras que la segunda, como
más lejana, queda retrasada, calificamos el caso de doble sentido con alusión.
En toda la serie de los ejemplos examinados hasta ahora observamos una técnica
harto complicada y descubrimos la alusión como el factor ocasionante de tal
complicación. (Véanse los chistes: «Ha ganado mucho y dado poco», etc., y «De
qué maravillas es capaz la mano del hombre».) En la anécdota americana
encontramos la alusión libre de todo doble sentido, y su carácter esencial se
nos muestra como una sustitución por algo que se halla ligado a nuestros
pensamientos sobre la materia.
Fácilmente
se adivina que tal conexión utilizable puede ser de muy diversos géneros. Para
no perdernos en dicha variedad no examinaremos sino las variaciones más
importantes, y éstas en escasos ejemplos: La conexión utilizada para la
sustitución puede ser una simple similicadencia, de manera que este grupo será
análogo a aquel que en los chistes verbales comprende al retruécano. Mas, a
diferencia de éste, no se trata aquí de la similicadencia de dos palabras, sino
de la de dos frases enteras o de series características de palabras, etc. Ejemplo:
Lichtenberg ha hecho popular la frase «Baños nuevos curan bien», que nos
recuerda en el acto al refrán Escobas nuevas barren bien, con el que tiene de
común varias palabras, a más de la estructura general. Seguramente surgió esta
frase en el cerebro del divertido pensador como una imitación del conocido
proverbio. Es, pues, una alusión al mismo. Por medio de esta alusión se nos
indica algo que no es expresado directamente; esto es, que en el efecto de los
baños medicinales interviene un factor totalmente distinto de las cualidades
constantes del agua termal. De técnica muy semejante es otro chiste del mismo
autor: «Una muchacha que apenas ha cumplido doce modas.» Esto suena como una
determinación de tiempo (Moden-modas, Monden-lunas-meses), y fue quizá, en un
principio, una simple errata. Pero posee desde luego un excelente sentido el
emplear la cambiante moda en lugar de la cambiante luna, para fijar la edad de
una mujer.
La
conexión subsiste, por tanto, aunque tenga lugar una pequeña modificación,
circunstancia que nos muestra cómo esta técnica corre paralela a la técnica
verbal. Ambos géneros de chistes provocan igual efecto, pero pueden
diferenciarse muy bien por los procesos que se verifican en su respectiva
elaboración. Un ejemplo de tal chiste verbal o retruécano: un cantante, Edmundo
de nombre, y tan famoso por su gordura como por su voz, tuvo que sufrir que se
empleara el título de una obra teatral, inspirada en una conocidísima novela de
Julio Verne, como alusión a su poco elegante físico. La frase El viaje
alrededor de Edmundo en ochenta días se hizo pronto popular. Otro ejemplo: Cada
toesa una reina, modificación de las famosas palabras shakesperianas: Cada
pulgada un rey, y alusión a ellas fue frase que se aplicó una noble dama de
estatura desmesurada. Ninguna objeción seria podría tampoco hacerse al que
quisiera incluir este chiste entre aquellos que son productos de la
condensación con modificación como formaciones sustitutivas (ejemplo:
tête-à-bête). Las partículas negativas hacen posible excelentes alusiones con
pequeñísimas modificaciones: «Spinoza, mi compañero de irreligión», dice Heine,
y Lichtenberg comienza con la frase: «Nosotros, por la desgracia de Dios,
jornaleros, siervos, negros», etc., un manifiesto de estos infelices que ciertamente
tienen más derecho a tal título que los reyes y príncipes al no
modificado.
Otra
frase de la alusión es la omisión, comparable a la condensación sin formación
de sustitutivo. Realmente se omite algo en toda alusión, pues se omiten las
rutas mentales que hasta ella conducen. La diferencia consiste en que lo más
patente sea la solución de continuidad o el sustitutivo que en la expresión
verbal de la alusión oculta a aquélla parcialmente. De este modo llegaríamos a
través de una serie de ejemplos, desde la simple omisión hasta la alusión
propiamente dicha. En el siguiente ejemplo hallamos una alusión sin
sustitutivo. En Viena reside un ingenioso y agresivo escritor que repetidas
veces ha sido maltratado de obra por aquellos a quienes su pluma satirizaba.
Hablándose, en una reunión, de una fechoría cometida por uno de los habituales
adversarios del escritor exclamó un tercero: «Si X oye esto, recibirá otra
bofetada más.» A la técnica de este chiste pertenece en primer lugar el
desconcierto ante el aparente contrasentido expresado, pues no comprendemos
cómo el haber oído algo puede tener, como inmediata consecuencia, el recibir
una bofetada. El contrasentido desaparece en cuanto se llena el vacío dejado
por la omisión: «Si X oye esto, escribirá un tremendo artículo contra Z, y
entonces recibirá otra bofetada más.» Así, pues los medios técnicos de este
chiste son la alusión con omisión y el contrasentido.
Otro
chiste judío: Dos judíos se encuentran delante de una casa de baños. «¡Ay!
-suspira uno de ellos-. ¡Qué pronto ha pasado el año.!» Estos ejemplos
demuestran, sin dejar lugar a duda alguna, que la omisión pertenece a los
medios de la alusión. En otro ejemplo, que exponemos a continuación y que es,
desde luego, un auténtico y legítimo chiste alusivo, hallamos, sin embargo, una
extraña solución de continuidad. Trátase de la siguiente singularísima
sentencia: La esposa es como un paraguas. Siempre se acaba por tomar un
'simón'. Un paraguas no protege contra la lluvia. El «siempre se acaba» no
puede significar más que «cuando la lluvia aprieta», y un «simón» es el nombre
corriente de los coches de alquiler (de uso público). Mas como nos hallamos
aquí ante una comparación, vamos a dejar el análisis de este chiste para cuando
más adelante tratemos de ellas. La obra Los baños de Lucca, de Heine, es un
avispero de punzantes alusiones. Su autor es maestro en el arte de utilizar
esta forma del chiste para fines polémicos (contra el Conde de Platen). Mucho
antes que el lector pueda sospechar la finalidad polémica, comienza Heine a
preludiar, por medio de alusiones sacadas del más variado material, cierto tema
muy poco apropiado para la exposición directa. Más adelante, los sucesos
relatados por el autor toman un giro que al principio no parece obedecer más
que a un grosero capricho de Heine, pero que pronto descubren su relación
simbólica con la intención polémica y se revelan, por tanto como alusiones. Por
último, se desencadena el ataque contra el Conde de Platen y de cada frase que
Heine dirige contra el talento y el carácter de su adversario, surgen
inagotables alusiones al conocido tema de la homosexualidad del mismo.
«Aunque
las musas no le son propicias, tiene en su poder al genio del idioma, o mejor
dicho, sabe hacerle fuerza, pues no goza del espontáneo amor de este genio,
sino que tiene que correr tras él como tras otros efebos y no sabe sino
apoderarse de sus formas exteriores, que, a pesar de su bella redondez, carecen
de nobleza en su expresión.» «Le sucede entonces como al avestruz, que se cree
oculto enterrando su cabeza en la arena y dejando sólo visible la rabadilla.
Nuestro noble pájaro hubiera obrado mejor enterrando su rabadilla en la arena y
enseñándonos tan sólo su cabeza.» La alusión es quizá el más corriente y
manejable de todos los medios del chiste y constituye el fundamento de la
mayoría de los chistes de corta vida que acostumbramos introducir en nuestra
conversación, los cuales no pueden subsistir por sí mismos ni soportan ser
desarraigados del terreno en que nacen. Pero precisamente en ellos observamos
de nuevo aquella relación que comenzó a confundirnos en nuestra valoración del
chiste. Tampoco la alusión es chistosa en sí; existen alusiones de correcta
elaboración que no pueden pretender tal carácter. Sólo la alusión «chistosa» lo
posee. Vemos, pues, que la característica del chiste, que hemos perseguido
hasta las profundidades de la técnica, ha escapado a nuestros reiterados
esfuerzos.
Calificamos
ocasionalmente la alusión de «representación indirecta», y observamos ahora que
podemos muy bien reunir en un solo grupo los diversos géneros de alusión, la
representación antinómica y varias otras técnicas de que más adelante
trataremos. La calificación más comprensiva para este considerable grupo sería
la de representación indirecta. Errores intelectuales, unificación y
representación indirecta serán, por tanto. los puntos de vista desde los cuales
se dejan ordenar aquellas técnicas del chiste intelectual que hasta ahora hemos
llegado a conocer. Continuando la investigación de nuestro material, creemos
describir una nueva subdivisión de la representación indirecta, fácilmente
caracterizable, pero de la que sólo poseemos escasos ejemplos. Es éste el de la
representación por una minucia, técnica que resuelve el problema de lograr por
medio de un insignificante detalle la total expresión de un carácter. La
agregación de este grupo a la alusión queda facilitada por la circunstancia de
que tal minucia se halla en conexión con lo que de representar se trata,
derivándose de ello como una consecuencia. Ejemplo. Un judío de la Galitzia
austríaca hace un viaje en ferrocarril.
Hallándose
solo en el vagón, se retrepa cómodamente en el respaldo, pone los pies en el
asiento frontero y se desabrocha la túnica. En una parada sube al departamento
un caballero vestido a la moderna, y el judío toma instantáneamente una
posición más correcta. El recién llegado hojea un librito, calcula, reflexiona
y se dirige, por último, al judío con la pregunta: «Perdone usted. ¿Cuándo es
Yomkipur? (día de reconciliación). Aesoi, responde el judío, y vuelve en el
acto a recobrar su primitiva y cómoda postura. No puede negarse que esta
representación por una minucia se halla ligada a aquella tendencia al ahorro
que tras la investigación de la técnica del chiste verbal fijamos como el
elemento común a todas las técnicas. Otro ejemplo análogo. El médico llamado
para asistir a la señora baronesa, próxima a dar a luz, propone al barón que,
mientras llega el momento de intervenir, entretengan el tiempo jugando un
ecarté en una habitación contigua. Al cabo de algún tiempo, oyen quejarse a la
paciente: Ah, mon Dieu, que je souffre! El marido se levanta; pero el médico le
tranquiliza, diciendo: «No es nada, sigamos jugando.» Pasa un rato y vuelve a
oírse: «¡Dios mío, qué dolores!» «¿No quiere usted pasar ya a la alcoba,
doctor?», interroga el barón. «No, no; todavía es pronto.» Por último se oyen
unos gritos ininteligibles: «¡Ay, aaay aayy!» El médico tira las cartas y
exclama: «Ahora es el momento.» Este chiste nos muestra excelentemente, con la
modificación gradual de los quejidos de la distinguida parturienta, cómo el
dolor deja abrirse paso a la naturaleza primitiva a través de las diferentes
capas de la educación y cómo una importante decisión puede hacerse depender con
plena justificación de una manifestación aparentemente nimia.
(12)
De otro distinto género de representación indirecta de que el chiste se sirve
-la metáfora- no hemos querido tratar hasta ahora por tropezar su investigación
con nuevas dificultades, a más de aquellas otras que ya en anteriores ocasiones
nos han salido al paso. Ya convinimos antes en que, en muchos de los ejemplos
sometidos al análisis, no lográbamos desterrar cierta vacilación al
considerarlos como chistes, y hemos reconocido, en esta inseguridad, una
alarmante debilidad de los fundamentos de nuestra investigación. Con ningún
otro material se hace más marcada y frecuente esta nuestra inseguridad como al
analizar los chistes por comparación. La sensación que me hace decir -y no sólo
a mí, sino, en iguales circunstancias, a un gran número de personas-: «Esto es
un chiste y hay que considerarlo como tal aun antes de haber descubierto el
carácter esencial del chiste»; esta sensación me abandona con mayor frecuencia
que en ningún otro caso en los chistes por comparación. Cuando sin reflexionar
he calificado de chiste una metáfora, creo observar instantes después que el
placer que me ha proporcionado es de diferente cualidad que aquel que suelo
deber a los chistes, y la circunstancia de que las metáforas chistosas sólo
rara vez provocan la explosión de risa que confirma a un buen chiste, me hace
imposible salir de mis dudas, obligándome a limitarme a los mejores y más
eficaces ejemplos de este género.
La
existencia de excelentes y eficaces ejemplos de metáforas que no nos hacen en
absoluto la impresión de chistes es fácilmente demostrable. La bella
comparación de la ternura que corre a través del Diario de Otilia, con el rojo
hilo de los cordajes de la Marina inglesa, es una de ellas; otra, que aún no me
he cansado de admirar y que siempre me produce una impresión igualmente viva,
es aquella con la que Fernando Lasalle cierra una de sus famosas defensas (La
Ciencia y los trabajadores): «Un hombre que, como ya antes os he expuesto, ha
consagrado su vida al lema «La Ciencia y los trabajadores», no sentirá ante una
condena más impresión que aquella que la explosión de una retorta pudiera
causar a un químico absorto en sus experimentos científicos. Con un ligero
fruncimiento de cejas ante la resistencia de la materia continuará el
investigador serenamente -una vez terminada la interrupción- sus análisis y
experimentos.» Las obras de Lichtenberg nos ofrecen un rico y selecto acervo de
chistosas metáforas. De ellas tomaré el material necesario a nuestra
investigación. Es casi imposible atravesar una muchedumbre llevando en la mano
la antorcha de la verdad sin chamuscar a alguien las barbas.
Realmente
presenta esta frase apariencias de chiste; pero considerándola detenidamente se
echa de ver que el efecto chistoso no parte de la comparación misma, sino de
una cualidad accesoria. La «antorcha de la verdad» no es ciertamente una
metáfora nueva, sino por lo contrario, muy usada, y convertida ha largo tiempo
en frase hecha, como sucede con toda comparación que por su acierto es recogida
por el uso verbal. Mientras que en la expresión «la antorcha de la verdad»
apenas si observamos ya la comparación, Lichtenberg vuelve a darle toda su
energía primitiva edificando de nuevo sobre la metáfora y sacando de ella
expresiones, que han perdido su fuerza significativa, nos es ya conocida como
técnica del chiste y la incluimos en el múltiple empleo del mismo material.
Pudiera
muy bien suceder que la impresión chistosa producida por la frase de
Lichtenberg procediese exclusivamente de esta conexión con la técnica del
chiste. Por un motivo del chiste, pero igualmente explicable, parece chistosa
la comparación siguiente: «Las críticas me parecen una especie de enfermedad
infantil que ataca con mayor o menor virulencia a los libros recién nacidos,
acarreando a veces la muerte a los más saludables, mientras que los débiles
suelen salir indemnes. Algunos, muy pocos, se libran de ella. Se ha intentado
con frecuencia protegerlos por medio de amuletos, tales como prólogos,
dedicatorias y hasta autocríticas pero todo ha sido en vano.» La comparación de
las críticas con las enfermedades infantiles se limita al principio a la
circunstancia de atacar al libro o al sujeto, respectivamente, como después de
haber visto la luz. Hasta este punto no nos decidimos a atribuirle un carácter
chistoso. Pero la comparación continúa: Resulta que el subsiguiente destino de
los nuevos libros puede ser representado, dentro de la misma comparación, por
medio de otras nuevas en ella fundadas. Esta prolongación de una comparación es
indudablemente chistosa, pero ya sabemos a merced de qué técnica nos aparece
como tal; se trata de un caso de unificación, o sea de constitución de una
conexión inesperada. El carácter de la unificación no varía, en cambio, por
consistir ésta aquí en la agregación a una primera metáfora.
En
varias otras comparaciones nos vemos inclinados a desplazar la innegable
impresión chistosa sobre un factor totalmente extraño a la naturaleza de las
mismas. Tales comparaciones contienen una singular yuxtaposición y a veces un
enlace de absurda apariencia, o se sustituyen, por medio de uno de estos
elementos, al resultado de la labor comparativa. La mayoría de los ejemplos de
Lichtenberg pertenecen a este grupo. Todo hombre tiene también su trasero
moral, que no enseña sin necesidad, y que cubre, mientras puede, con los
calzones de la buena educación. El «trasero moral» es la singular asociación
que aparece como resultado de la labor comparativa. Mas a ella se agrega una
continuación de la metáfora con un juego de palabras («necesidad») y una
segunda unión todavía más extraordinaria («los calzones de la buena
educación»), que quizá es chistosa por sí misma. No puede entonces
maravillarnos recibir de la totalidad la impresión de una muy chistosa
comparación, y comenzamos a darnos cuenta de que tendemos generalmente a
extender, en nuestra valoración a una totalidad, el carácter que sólo
corresponde a una parte de la misma. Los «calzones de la buena educación» nos
recuerdan un verso de Heine, análogamente desconcertante: «Hasta que, por fin,
me estallaron todos los botones -del pantalón de la paciencia.»
Es
innegable que estos dos últimos ejemplos entrañan un carácter que no
encontramos en todas las buenas y acertadas comparaciones. Son metáforas
«degradantes», pues presentan un objeto de elevada categoría, una abstracción
(la buena educación, la paciencia), unido a otro de naturaleza muy concreta y
hasta de un bajo género (los calzones). Más adelante examinaremos la cuestión
de si esta singularidad tiene o no algo que ver con el chiste. Intentemos, por
ahora, analizar otro ejemplo en el que aparece con especial claridad este
carácter «degradante.» El hortera Weinberl, personaje de una comedia burlesca
de Nestroy, describe cómo recordará, cuando llegue a ser un acaudalado
comerciante, los tiempos juveniles, y dice: «Cuando así, en una íntima
conversación se barre la nieve que obstruye la entrada del almacén de los
recuerdos, se abren de nuevo los cierres del pretérito y se colma el mostrador
de la fantasía con las mercancías de tiempos pasados...» Son éstas, ciertamente,
comparaciones de abstracciones con objetos concretos muy vulgares; pero el
chiste se halla -exclusiva o parcialmente- en la circunstancia de ser un
hortera el que se sirve de tales comparaciones tomadas de los dominios de su
cotidiana actividad. El hecho de poner en relación lo abstracto con lo vulgar,
que le rodea de continuo, es un acto de unificación.
Volvamos
a las metáforas de Lichtenberg: Los motivos que para obrar tenemos los hombres
podían ordenarse del mismo modo que los 32 vientos (temas de un compás) y
recibir una denominación análogamente compuesta; por ejemplo: pan-pan-fama o
fama-fama-pan. Como muy frecuentemente en los chistes de Lichtenberg, es aquí
la impresión de acierto, ingenio y sutileza tan predominante, que nuestro juicio
sobre el carácter de lo chistoso es inducido en error. Cuando en tal aforismo
se mezcla algo de chiste al excelente sentido total, somos siempre inducidos a
considerar la totalidad como un excelente chiste. Mas, a mi juicio, todo lo que
en este ejemplo es chistoso surge de la extrañeza que nos produce la singular
combinación «pan-pan-fama». Lo que en él hay de chiste es, por tanto, una
representación por contrasentido. La reunión singular o la asociación absurda
pueden ser expuestas también aisladamente como resultado de una comparación. Si
hasta ahora hemos hallado que siempre que una comparación nos parecía chistosa
debía el producir esta impresión a una intromisión de alguna de las técnicas
del chiste que ya conocemos, otros ejemplos parecen confirmar que una
comparación puede también ser chistosa por sí misma.
Lichtenberg
caracteriza determinadas odas con las siguientes palabras: «Son en la poesía lo
que en la prosa las inmortales obras de Jakob Böhme: una especie de picnic en
el que el autor pone las palabras y el lector el sentido.» Cuando filosofa
vierte generalmente sobre los objetos una agradable luz de luna que nos
complace, pero que resulta insuficiente para hacernos distinguir con precisión
uno solo de ellos. Heine: su rostro semejaba un palimpsesto, en el que, bajo la
más reciente escritura de la copia monacal de un texto debido a un Padre de la
Iglesia, aparecieran los medio borrados versos de un erótico poeta griego. O la
continuada comparación, de tendencia marcadamente degradante, incluida en Los
baños de Lucca: «El sacerdote católico obra como un dependiente de una gran
casa comercial: la Iglesia, cuyo principal es el Papa, y que le señala una
actividad determinada y un salario fijo. De este modo, trabaja indolentemente,
como quien no lo hace por cuenta propia, tiene muchos colegas y permanece
fácilmente inobservado en medio del gran tráfico comercial. Sólo le interesa el
crédito de la casa y su conservación, para evitar que la bancarrota le prive de
sus medios de subsistir. El cura protestante, en cambio, es en todas partes su
propio jefe y lleva por su cuenta los negocios peligrosos. No comerciar al por
mayor, como su colega católico, sino solamente al por menor, y como tiene que
atender personalmente a todo, es activo y vigilante, pondera a la gente sus
artículos de fe y desprecia los de sus competidores.
Como
buen comerciante al por menor, se halla siempre en su tenducho, lleno de
envidia contra todas las grandes casas comerciales y especialmente contra la
romana, que tiene a sueldo muchos millares de tenedores de libros y ha
establecido factoría en las restantes partes del mundo.» Ante este ejemplo,
como antes otros muchos, no podemos negar que una comparación puede ser
chistosa por sí misma y sin que haya necesidad de achacar la impresión que
produce a una complicación con una de las técnicas del chiste que nos son
conocidas. Mas nos escapa entonces por completo qué es lo que determina el
carácter chistoso de la comparación, dado que éste no reside, desde luego, en
la forma de expresión del pensamiento ni en la operación de comparar. No
podemos, por tanto, hacer otra cosa que incluir la comparación entre los
géneros de «exposición indirecta» de los que se sirve la técnica del chiste, y
tenemos que abandonar, sin resolverlo, este problema, que al tratar de la
comparación se ha alzado ante nosotros mucho más claramente que cuando
examinamos los restantes medios del chiste. A razones especiales debe también
de obedecer el hecho de que la decisión sobre si algo es o no un chiste nos
haya presentado en la comparación mayor dificultad que en anteriores formas
expresivas.
Sin
embargo, esta solución de continuidad en nuestra comprensión del chiste no es
lo que pudiera hacernos lamentar que esta primera parte de nuestra
investigación no haya tenido resultado. Dada la íntima conexión que teníamos
que estar preparados a atribuir a las diversas cualidades del chiste, hubiera
sido imprudente abrigar la esperanza de poder aclarar una faceta de la cuestión
antes de haber dirigido nuestra mirada sobre las demás. Tendremos, pues, que
atacar el problema por otro frente. ¿Estamos seguros de que ninguna de las
posibles técnicas del chiste ha escapado a nuestra investigación? Desde luego,
no; pero continuando el examen de nuevo material, podemos convencernos de que
hemos llegado a conocer los más frecuentes y esenciales medios de la
elaboración del chiste y, por lo menos, los suficientes para formarnos un
juicio sobre la naturaleza de este proceso psíquico. Y aunque no lo hayamos
formado aún, hemos descubierto, en cambio, valiosas indicaciones acerca de la
dirección en que debemos buscar más amplio esclarecimiento. Los interesantes
procesos de la condensación con formación de sustitutos, que se nos han
revelado como el nódulo de la técnica del chiste verbal, nos orientaron hacia
la formación de los sueños, en cuyos mecanismos han sido descubiertos los
mismos procesos psíquicos. Igual orientación nos marcan también las técnicas
del chiste intelectual: desplazamiento, errores intelectuales, contrasentido,
representación indirecta y representación antinómica que, juntas o separadas,
retornan en la técnica de la elaboración de los sueños.
Al
desplazamiento deben los sueños su extraña apariencia que nos impide ver en
ellos la continuación de nuestros pensamientos diurnos. El empleo que en el
sueño encuentran el contrasentido y el absurdo ha hecho perder a aquél la
dignidad del producto psíquico e inducido a los investigadores a aceptar, como
condiciones del mismo, el relajamiento de las actividades anímicas y la suspensión
de la crítica, la moral y la lógica. La representación antinómica es en el
sueño tan corriente, que hasta los mismos libritos populares, tan erróneos,
sobre la interpretación de los sueños suelen contar con ella. La representación
indirecta, la sustitución de la idea del sueño por una alusión, una nimiedad o
un simbolismo análogo a la comparación es precisamente aquello que diferencia
la forma expresiva de los sueños de la de nuestra ideación despierta. Tan
amplia coincidencia como la que existe entre los medios de la elaboración del
chiste y los de la del sueño no creemos pueda ser casual. Demostrar
detalladamente esta coincidencia e investigar sus fundamentos será uno de los
objetos de nuestra futura labor.
Las intenciones del
chiste
(1)
Cuando al final del capítulo precedente copiaba yo las frases en que Heine
compara al sacerdote católico con el dependiente de una gran casa comercial y
al protestante con un tendero al por menor establecido por su cuenta, me sentía
un tanto cohibido, como si algo me aconsejara no citar in extenso tal
comparación, advirtiéndome que entre mis lectores habría seguramente algunos
para los que el máximo respeto debido a la religión se extiende a aquellos que
la administran y representan. Estos lectores, indignados ante los atrevimientos
de Heine, perderían todo interés en seguir investigando con nosotros si la
comparación era chistosa en sí o únicamente merced a ciertos elementos
accesorios. En otras comparaciones, tales como aquella que atribuye a
determinada filosofía la vaguedad de la luz lunar, no teníamos que temer
perjudicara a nuestra labor tal influjo perturbador ejercido por el mismo
ejemplo analizado sobre una parte de nuestros lectores. El más piadoso de ellos
no encontraría en estos casos nada que perturbase su capacidad de juicio sobre
el problema por nosotros planteado.
Fácilmente
se adivina cuál es el carácter de chiste, del que depende la diversidad de la
reacción que el mismo despierta en el que lo oye. El chiste tiene unas veces en
sí mismo su fin y no se halla al servicio de intención determinada alguna;
otras, en cambio, se pone al servicio de tal intención, convirtiéndose en
tendencioso. Sólo aquellos chistes que poseen una tendencia corren peligro de
tropezar con personas para las que sea desagradable escucharlos. El chiste no
tendencioso ha sido calificado por T. Vischer de chiste abstracto. Nosotros
preferimos denominarlo chiste inocente. Dado que antes hemos dividido el
chiste, atendiendo al material objeto de la técnica, en verbal e intelectual,
deberemos ahora investigar la relación existente entre esta clasificación y la
que acabamos de verificar. Lo primero que observamos es que dicha relación
entre chiste verbal e intelectual, de un lado, y chiste abstracto y
tendencioso, del otro, no es, desde luego, una relación de influencias. Trátase
de dos divisiones totalmente independientes una de otra. Quizá algún lector se
haya formado la idea de que los chistes inocentes son generalmente verbales,
mientras que la complicada técnica de los chistes intelectuales es puesta casi
siempre al servicio de marcadas tendencias; pero lo cierto es que, así como
existen chistes inocentes que utilizan el juego de palabras y la
similicadencia, hay otros, no menos abstractos e inofensivos, que se sirven de
todos los medios del chiste intelectual. Con análoga facilidad cabe demostrar
que el chiste tendencioso puede muy bien ser, por lo que a su técnica respecta,
puramen te verbal. Así, aquellos chistes
que «juegan» con los nombres propios suelen ser frecuententemente de naturaleza
ofensiva, siendo, sin embargo, exclusivamente verbales. Esto no impide tampoco
que los chistes más inocentes pertenezcan también a este género.
Así,
por ejemplo, las Schüttelreime (rimas forzadas), que tan populares se han
puesto recientemente y en las que la técnica es el uso múltiple del mismo
material con una modificación muy peculiar al mismo:
Und
weil er Geld in Menge hatte,
lag
stets er in der Hängematte.
Se
esperaría que nadie objetaría que la diversión obtenida de estas rimas, poco
pretenciosas por lo demás, es la misma por la que reconocemos a los chistes.
Entre las metáforas de Lichtenberg se encuentran excelentes ejemplos de chistes
intelectuales abstractos o inocentes. A los ya expuestos en páginas anteriores
añadiremos, por ahora, los siguientes: Habían enviado a Gotinga un tomito en
octavo menor y recibían ahora, en cuerpo y alma, un robusto in quarto. Para dar
a este edificio la solidez necesaria debemos proveerle de buenos cimientos, y
los más firmes, a mi juicio, serán aquellos en los que una hilada en pro
alterne con otra en contra. Uno crea la idea, el otro la bautiza, un tercero
tiene hijos con ella, un cuarto la asiste en su agonía y el último la entierra.
(Comparación con unificación.) No sólo no creía en los fantasmas, sino que ni
siquiera se asustaba de ellos. El chiste reside aquí exclusivamente en el
contrasentido de la exposición. Renunciando a este ropaje chistoso, la idea
sería: «Es más fácil desechar teóricamente el miedo a los fantasmas que
dominarlo cuando se nos aparece alguno.» Falta ya aquí todo carácter de chiste,
y lo que resta es un hecho psicológico al que en general se concede menos
importancia de la que posee; el mismo que Lessing expone en su conocida frase:
«No son libres todos aquellos que se burlan de sus cadenas.» Antes de seguir
adelante quiero salir al paso de una mala inteligencia posible. Los
calificativos «inocente» o «abstracto», aplicados al chiste, no significan nada
equivalente a «falto de contenido», sino que se limitan a caracterizar a un
género determinado de chistes, oponiéndolos a los «tendenciosos», de que a
continuación trataremos.
Como
en el último ejemplo hemos visto, un chiste «inocente», esto es, desprovisto de
toda tendenciosidad, puede poseer un rico contenido y exponer algo muy valioso.
El contenido de un chiste, por completo independiente del chiste mismo, es el
contenido del pensamiento, que en estos casos es expresado, merced a una
disposición especial, de una manera chistosa. Cierto es, sin embargo, que así
como los relojes escogen una preciosa caja para encerrar en ella su más
excelente maquinaria, así también suele suceder en el chiste: que los mejores
productos de la elaboración del mismo sean utilizados para revestir los
pensamientos de más valioso contenido. Examinando penetrantemente en los
chistes intelectuales la dualidad de contenido ideológico y revestimiento
chistoso llegamos a descubrir algo que puede aclarar muchas de las dudas con
que hemos tropezado en nuestra investigación. Resulta, para nuestra sorpresa,
que la complacencia que un chiste nos produce nos la inspira la impresión
conjunta de contenido y rendimiento chistoso, dándose el caso de que uno
cualquiera de estos dos factores puede hacernos errar en la valoración del otro
hasta que, reduciendo el chiste, nos damos cuenta del engaño sufrido.
Análogamente sucede en el chiste verbal. Cuando oímos que «la experiencia
consiste en experimentar lo que no desearíamos haber experimentado» quedamos un
tanto desconcertados y creemos escuchar una nueva verdad. Mas en seguida
advertimos que no se trata sino de una disfrazada trivialidad: «De los
escarmentados nacen los avisados.» El excelente rendimiento chistoso de definir
la «experiencia» casi exclusivamente por el empleo de la palabra «experimentar»
nos engaña de tal modo, que estimamos en más de lo que vale el contenido de la
frase. Lo mismo nos sucede ante el chiste por unificación en que Lichtenberg
opone el mes de enero a los demás del año, chiste que sólo nos dice algo que
sabemos de toda la vida; esto es, que las felicidades que nuestros amigos nos
desean en los días del Año Nuevo se cumplen tan raras veces como todos nuestros
otros deseos.
Todo
lo contrario sucede en otros ejemplos, en los cuales nos deslumbra lo acertado
y justo del pensamiento, haciéndonos calificar de excelente chiste la frase en
que el pensamiento queda expresado, aun siendo este último todo el mérito de la
misma, y en cambio, muy deficiente el rendimiento de la elaboración chistosa.
Precisamente, en los chistes de Lichtenberg es el nódulo intelectual, con mucha
frecuencia, harto más valioso que el revestimiento chistoso, al cual extendemos
indebidamente desde el primero nuestra valoración. Así, la observación sobre la
«antorcha de la verdad» es una comparación apenas chistosa; pero tan acertada,
que la frase en que se expresa nos parece un excelente chiste. Los chistes de
Lichtenberg sobresalen, ante todo, por su contenido intelectual y la seguridad
con que hieren en el punto preciso. Muy justificadamente dijo de él Goethe que
sus ocurrencias chistosas o chanceras esconden interesantísimos problemas o,
mejor dicho, rozan la solución de los mismos. Así, cuando escribe: «Había leído
tanto a Homero, que siempre que topaba con la palabra angenommen (admitido)
leía Agamenón» (técnica: simpleza + similicadencia), descubre nada menos que el
secreto de las equivocaciones en la lectura. Muy análogo es aquel otro chiste
cuya técnica nos pareció antes harto insatisfactoria: Se maravillaba de que los gatos tuviesen dos
agujeros en la piel, precisamente en el sitio de los ojos. La simpleza que en
esta frase parece revelarse es tan sólo aparente; en realidad, detrás de la
ingenua observación se esconde el magno problema de la teología en la anatomía
animal. Hasta que la historia de la evolución no nos lo explique, no tenemos
por qué considerar como natural y lógica la coincidencia de que la abertura de
los párpados aparezca precisamente allí donde la córnea debe surgir al
exterior. Retengamos, por ahora, que de una frase chistosa recibimos una
impresión de conjunto en la que no somos capaces de separar la participación
del contenido intelectual de la que corresponde a la elaboración del chiste.
Quizá encontremos más tarde otro hecho muy importante, paralelo a éste.
(2)
Para nuestro esclarecimiento teórico de la esencia del chiste han de sernos más
valiosos los chistes inocentes que los tendenciosos, y los faltos de contenido
más que los profundos. Los chistes inocentes de palabras y los falsos de
contenido nos presentarán el problema del chiste en su más puro aspecto, pues
en ellos no corremos peligro alguno de que la tendencia nos confunda o engañe
nuestro juicio el acierto del pensamiento expresado. El análisis de este
material puede hacer progresar considerablemente nuestros conocimientos.
Escogeremos un chiste de la mayor inocencia posible: Hallándome cenando en casa
de unos amigos, nos sirven de postre el plato conocido con el nombre de
roulard, cuya confección exige cierta maestría culinaria. Otro de los invitados
pregunta: «¿Lo han hecho ustedes en casa?» Y el anfitrión responde: «Sí; es un
homeroulard.» (Homerule.) Dejaremos para más adelante la investigación de la
técnica de este ejemplo, dirigiendo ahora nuestra atención a otro factor que
presenta la máxima importancia. El improvisado chiste produjo un general
regocijo entre los circunstantes, que lo acogieron con grandes risas. En éste,
como en otros muchos casos, la sensación de placer del auditorio no puede
provenir de la tendencia ni tampoco del contenido intelectual del chiste.
No
nos queda, por tanto, más remedio que relacionar dicha sensación con la técnica
del mismo. Los medios técnicos del chiste antes descritos por nosotros
-condensación, desplazamiento, representación indirecta, etc.- son, pues,
capaces de hacer surgir en el auditorio una sensación de placer, aunque no
sepamos todavía cómo tal poder les es inherente. Este será el segundo resultado
positivo de nuestra investigación, encaminada al esclarecimiento del chiste. El
primero fue descubrir que el carácter del chiste depende de la forma expresiva.
Mas a poco que reflexionemos no dejaremos de observar que nuestro segundo
resultado, últimamente deducido, no es para nosotros en realidad nada nuevo. Se
limita a presentar aislado algo ya contenido antes en nuestra experiencia.
Recordamos muy bien que cuando nos fue dado reducir el chiste, esto es,
sustituir por otra su expresión, conservando cuidadosamente el sentido,
desaparecía no sólo el carácter chistoso, sino también el efecto hilarante y,
por tanto, el placer que en el chiste pudiera hallarse.
No
podemos seguir adelante sin repasar lo que las autoridades filosóficas exponen
sobre este punto de la cuestión. Los filósofos que agregan el chiste a lo
cómico e incluyen esta materia dentro de la estética caracterizan la
manifestación estética por la condición de que en ella no queremos nada de las
cosas; no las necesitamos para satisfacer una de nuestras grandes necesidades
vitales, sino que nos contentamos con su contemplación y con el goce de la
manifestación misma. «Esta clase de manifestación es la puramente estética, que
no reposa sino en sí misma y tiene su única finalidad en sí propia, con
exclusión de todo otro fin vital» (K. Fischer, pág. 68). Por nuestra parte, nos
hallamos casi de completo acuerdo con estas palabras de K. Fischer. Quizá no
hacemos más que introducir sus pensamientos a nuestro lenguaje particular
cuando insistimos en que la actividad chistosa no puede calificarse de falta de
objeto o de fin, dado que se propone innegablemente el de despertar la
hilaridad del auditorio. No creo, además, que podamos emprender nada
desprovisto por completo de intención.
Cuando
no nos es preciso nuestro aparato anímico para la consecución de alguna de
nuestras imprescindibles necesidades, le dejamos trabajar por puro placer; esto
es, buscamos extraer placer de su propia actividad. Sospecho que ésta es, en
general, la condición primera de toda manifestación estética; pero mi conocimiento
de la estética es harto escaso para que me atreva a dejar fijada esta
afirmación. Del chiste, en cambio, sí puedo afirmar, basándome en los
conocimientos obtenidos en nuestra investigación, que es una actividad que
tiende a extraer placer de los procesos psíquicos, sean éstas intelectuales o
de otro género cualquiera. Ciertamente existen otras actividades de idéntico
fin; pero que quizá se diferencien del chiste en el sector de la actividad
anímica, del que quieren extraer placer, o quizá en el procedimiento que para
ello emplean. Por el momento no podemos dejar resuelta esta cuestión; mas sí
dejaremos sentado el hecho de que la técnica del chiste y la tendencia
economizadora que en parte la domina se ponen en contacto para la producción de
placer.
Antes
de entrar a resolver el problema de cómo los medios técnicos de la elaboración
del chiste pueden hacer surgir placer en el oyente queremos recordar que para
simplificar y hacer más transparente nuestra investigación dejamos antes a un
lado los chistes tendenciosos. Mas ahora tenemos obligadamente que intentar
esclarecer cuáles son las tendencias del chiste y en qué forma obedece éste a
las mismas. Hay sobre todo una circunstancia que nos advierte la necesidad de
no prescindir del chiste tendencioso en la investigación del origen del placer
en el chiste. El efecto placiente del chiste inocente es casi siempre mediano;
una clara aprobación y una ligera sonrisa es lo más que llega a obtener del
auditorio, y de este efecto hay todavía que atribuir una parte a su contenido
intelectual, como ya lo hemos demostrado con apropiados ejemplos. Casi nunca
logra el chiste inocente o abstracto aquella repentina explosión de risa que
hace tan irresistible al tendencioso. Dado que la técnica puede en ambos ser la
misma, estará justificado sospechar que el chiste tendencioso dispone, merced a
su tendencia, de fuentes de placer inaccesibles al chiste inocente.
Las
tendencias del chiste son fácilmente definibles. Cuando no tiene en sí mismo su
fin, o sea cuando no es inocente, no se pone al servicio sino de dos únicas
tendencias, que, además, pueden, desde cierto punto de vista, reunirse en una
sola. El chiste tendencioso será o bien hostil (destinado a la agresión, la
sátira o la defensa) o bien obsceno (destinado a mostrarnos una desnudez).
Desde luego, la clase técnica del chiste -chiste verbal o chiste intelectual-
no tiene relación alguna con estas dos tendencias. Más difícil resulta fijar la
forma en que el chiste las sirve. En esta investigación preferimos anteponer el
chiste desnudador al hostil. El primero ha sido más raramente sometido al
análisis como si la repugnancia a tratar este género de asuntos se hubiese
trasladado desde la materia a lo objetivo. Mas nosotros no queremos dejarnos
inducir en error por este desplazamiento, pues tropezamos en seguida con un
caso límite del chiste, que promete proporcionarnos un amplio esclarecimiento
sobre varios puntos oscuros. Sabemos lo que se entiende por un dicho «verde»;
esto es, la acentuación intencionada, por medio de la expresión verbal, de
hechos o circunstancias sexuales. Sin embargo, esta definición no es, ni mucho
menos, completa. Una conferencia sobre la anatomía de los órganos sexuales o
sobre fisiología de la procreación no presenta, a pesar de la anterior definición,
punto de contacto alguno con el dicho «verde». Es preciso, además, que éste
vaya dirigido a una persona determinada, que nos excita sexualmente, y que por
medio de él se da cuenta de la excitación del que lo profiere, quedando en unos
casos contagiada, y en otros, avergonzada o confusa. Esto último no excluye la
excitación sexual, sino que, por el contrario, supone una reacción contra la
misma y constituye su indirecta confesión. El dicho «verde» se dirigía, pues,
originariamente, tan sólo a la mujer y suponía un intento de seducción. Cuando,
después, un hombre se complace refiriendo o escuchando tales dichos en la
compañía exclusiva de otros hombres, la situación primitiva, que a consecuencia
de los obstáculos sociales no puede ya constituirse, queda con ello
representada. Aquel que ríe del dicho referido, ríe como el espectador de una
agresión sexual.
El
contenido sexual del dicho «verde» comprende algo más de lo privativo de cada
sexo; comprende también aquello que, aun siendo común a ambos, se considera
como pudendo, o sea todo lo relativo a los excrementos. Mas éste es
precisamente el alcance que lo sexual tiene en la vida infantil. en la que el
sujeto imagina la existencia de una cloaca, dentro de la cual lo sexual y lo
excremental quedan casi o por completo confundidos . Asimismo, en todo el dominio ideológico de
la psicología de las neurosis lo sexual incluye lo excrementicio; esto es,
queda interpretado en el antiguo sentido infantil. El dicho «verde» es como un
denudamiento de la persona de diferente sexo a la cual va dirigido. Con sus
palabras obscenas obliga a la persona atacada a representarse la parte del
cuerpo o el acto a que las mismas corresponden y le hace ver que el atacante se
las representa ya. No puede dudarse de que el placer de contemplar lo sexual
sin velo alguno es el motivo originario de este género de dichos.
Retrocedamos
ahora, para lograr un mayor esclarecimiento, hasta los fundamentos de esta
cuestión. La tendencia a contemplar despojado de todo velo aquello que caracteriza
a cada sexo es uno de los componentes primitivos de nuestra libido.
Probablemente constituye en sí mismo una sustitución obligada del placer, que
hemos de suponer primario, de tocar lo sexual. Como en otros muchos casos,
también aquí la visión ha sustituido al acto. La libido visual o táctil es en
todo individuo de dos clases: activa y pasiva, masculina y femenina, y se
desarrolla según cuál de estos dos caracteres sexuales adquiera la supremacía
predominantemente en uno u otro sentido. En los niños de corta edad es fácil
observar una tendencia a exponer su propia desnudez. Allí donde esta tendencia
no experimenta, como generalmente sucede, una represión se desarrolla hasta
constituir aquella obsesión perversa del adulto denominada exhibicionismo. En
la mujer, la tendencia exhibicionista pasiva queda vencida por la reacción del
pudor sexual; pero dispone siempre del portillo de escape que le proporciona
los caprichos de la moda. No creo preciso insistir en lo elástico, convencional
y variable de la cantidad de exhibición que queda siempre permitida a la
mujer.
El
hombre conserva gran parte de esta tendencia como elemento constitutivo de la
libido puesto al servicio de la preparación del acto sexual. Cuando esta
tendencia se manifiesta ante la proximidad femenina tiene que servirse de la
expresión verbal por dos diferentes razones. En primer lugar, para darse a
conocer a la mujer, y en segundo, por ser la expresión oral lo que, despertando
en aquélla la representación imaginativa, puede hacer sugerir en ella la
excitación correspondiente y provocar la tendencia recíproca a la exhibición
pasiva. Esta demanda oral no es aún el dicho «verde», pero sí el estadio que lo
precede. Allí donde la aquiescencia de la mujer aparece rápidamente, el
discurso obsceno muere en seguida, pues cede el puesto, inmediatamente, al acto
sexual. No así cuando no puede contarse con el pronto asentimiento de la mujer
y aparecen, en cambio, intensas reacciones defensivas. En este caso la oración
sexual excitante encuentra, convirtiéndose en dicho «verde», en sí misma su
propio fin. Quedando detenida la agresión sexual en su progreso hasta el acto,
permanece en la génesis de excitación y extrae placer de los signos por los que
la misma se manifiesta en la mujer. La agresión transforma también entonces su
carácter en el mismo sentido que todo sentimiento libidinoso al que se opone un
obstáculo; esto es, se hace directa, hostil y cruel, llamando en su auxilio,
para combatir el obstáculo, a todos los componentes sádicos del instinto
sexual.
La
resistencia de la mujer es, por tanto, la primera condición para la génesis del
dicho «verde», aunque sea de tal naturaleza que signifique tan sólo un
aplazamiento y no haga desesperar del éxito de posteriores tentativas. El caso
ideal de tal resistencia femenina se da con la presencia simultánea de otro hombre,
de un testigo, pues tal presencia excluye totalmente el rendimiento inmediato
de la solicitada. Este tercer personaje adquiere rápidamente una máxima
importancia para el desarrollo del dicho «verde». Mas primero trataremos de la
presencia de la mujer. En los lugares a que acude el pueblo, por ejemplo, los
cafés de segundo orden, puede observarse que es precisamente la entrada de la
camarera lo que provoca el tiroteo de tales dichos. Inversamente, entre las
clases sociales más elevadas, la presencia femenina pone inmediato fin a toda
conversación de este género. Los hombres reservan aquí estas conversaciones,
que primitivamente dependían de la presencia de una mujer a la que avergonzar,
para cuando estén entre ellos. De este modo, el espectador, ahora oyente,
deviene poco a poco, en lugar de la mujer, la instancia a la que la procacidad
va destinada, y ésta se acerca ya, merced a tal transformación, al carácter del
chiste.
Al
llegar a este punto es requerida nuestra atención por dos importantes factores:
el papel desempeñado por el tercero, el oyente, y las condiciones de contenido
del dicho mismo. El chiste tendencioso precisa, en general, de tres personas.
Además de aquella que lo dice, una segunda a la que se toma por objeto de la
agresión hostil y sexual, y una tercera en la que se cumple la intención
creadora de placer del chiste. Más tarde buscaremos más profunda fundamentación
de estas circunstancias, contentándonos por ahora con dejar fijado el hecho de
que no es el que dice el chiste quien lo ríe y goza, por tanto, de su efecto
placiente, sino el inactivo oyente. En la misma relación se encuentran los tres
personajes que intervienen en el dicho «verde», cuyo proceso puede describirse
en la siguiente forma: el impulso libidinoso del primero desarrolla, al
encontrar detenida su satisfacción por la resistencia de la mujer, una
tendencia hostil hacia esta segunda persona y llama en su auxilio, como aliado
contra ella, a una tercera, que en la situación primitiva hubiese constituido
un estorbo. Por el procaz discurso de la primera queda la mujer desnuda ante
este tercero, en el que la satisfacción de su propia libido, conseguida sin
esfuerzo alguno por parte suya, actúa a modo de soborno.
Es
singular que este tiroteo de procacidades sea cosa tan amada por el pueblo
bajo, hasta el punto de constituir algo que no deja nunca de formar parte
integrante de sus regocijos. Mas también es digno de tenerse en cuenta que en
esta complicada manifestación, que lleva en sí tantos caracteres de chiste
tendencioso, no se requieran al dicho «verde» ninguna de las condiciones
formales que caracterizan al chiste. Expresar la plena desnudez produce placer
al primero y hace reír al tercero. Sólo cuando llegamos a más alto grado social
se agrega la condición formal del chiste. La procacidad no es ya tolerada más
que siendo chistosa. El medio técnico de que más generalmente se sirve es la
alusión; esto es, la sustitución por una minucia o por algo muy lejano que el
oyente recoge para reconstruir con ello la obscenidad plena y directa. Cuanto
mayor es la heterogeneidad entre lo directamente expresado en la frase procaz y
lo sugerido necesariamente por ello en el oyente, tanto más sutil será el
chiste y tanto mayores sus posibilidades de acceso a la buena sociedad. A más
de la alusión, grosera o sutil, dispone la procacidad -como fácilmente puede
demostrarse con numerosos ejemplos- de todos los demás medios del chiste verbal
o intelectual.
Vemos
ya claramente lo que el chiste lleva a cabo en servicio de su tendencia. Hace
posible la satisfacción de un instinto (el instinto libidinoso y hostil) en
contra de un obstáculo que se le opone y extrae de este modo placer de una
fuente a la que tal obstáculo impide el acceso. El impedimento que sale al paso
del instinto no es otro que la incapacidad de la mujer -creciente en razón
directa de su cultura y grado social- para soportar lo abiertamente sexual. La
mujer, que en la situación primitiva suponemos presente, sigue siendo
considerada como tal o su influencia actúa, aun hallándose ausente, intimidando
a los hombres. Puede observarse cómo individuos de las más altas clases
sociales abandonan, en la compañía de mujeres de clase más baja, la procacidad
chistosa para caer en la procacidad simple. El poder que dificulta a la mujer,
y en menor grado también al hombre, el goce de la obscenidad no encubierta, es
aquel que nosotros denominamos «represión», y reconocemos en él el mismo
proceso psíquico que en graves casos patológicos mantiene alejados de la
conciencia complejos enteros de sentimientos en unión de todos sus derivados,
proceso que se ha demostrado como un factor principal en la patogénesis de las
llamadas psiconeurosis.
Concedemos
a la cultura y a la buena educación gran influencia sobre el desarrollo de la
represión y admitimos que tales factores llevan a cabo una transformación de la
organización psíquica -que puede también ser un carácter hereditario y, por
tanto, innato- merced a la cual sensaciones que habrían de percibirse con
agrado resultan inaceptables y son rechazadas con todas nuestras energías
psíquicas. Por la labor represora de la civilización se pierden posibilidades
primarias de placer que son rechazadas por la censura psíquica. Mas para la
psiquis del hombre es muy violenta cualquier renunciación y halla un expediente
en el chiste tendencioso, que nos proporciona un medio de hacer ineficaz dicha
renuncia y ganar nuevamente lo perdido. Cuando reímos de un sutil chiste
obsceno, reímos de lo mismo que hace reír a un campesino en una grosera
procacidad; en ambos casos procede el placer de la misma fuente; pero una
persona educada no ríe ante la procacidad grosera, sino que se avergüenza o la
encuentra repugnante. Sólo podrá reír cuando el chiste le preste su auxilio.
Parece, pues, confirmarse lo que al principio supusimos, esto es, que el chiste
tendencioso dispone de fuentes de placer distintas de las del chiste inocente,
en el cual todo el placer depende, en diversas formas, de la técnica. Podemos
también insistir de nuevo en que en el chiste tendencioso no nos es dado
distinguir por nuestra propia sensación qué parte de placer es producida por la
técnica y cuál otra por la tendencia. No sabemos, por tanto, fijamente, de qué
reímos. En todos los chistes obscenos sucumbimos a crasos errores de juicio
sobre la «bondad» del chiste, en tanto en cuanto ésta depende de condiciones
formales; la técnica de estos chistes es con frecuencia harto pobre y, en
cambio, su éxito de risa, extraordinario.
(3)
Queremos investigar ahora si es este mismo el papel que el chiste desempeña al
servicio de una tendencia hostil. Desde un principio tropezamos con las mismas
condiciones. Los impulsos hostiles contra nuestros semejantes sucumben desde
nuestra niñez individual, como desde la época infantil de la civilización
humana, a iguales limitaciones y a la misma represión progresiva que nuestros
impulsos sexuales. No hemos llegado todavía a amar a nuestros enemigos ni a
ofrecerles la mejilla izquierda cuando nos han golpeado la derecha, y, además,
todos aquellos preceptos morales de la limitación del odio activo se resienten
de un vicio de origen: el de no hallarse destinados, cuando fueron dictados,
más que a una pequeña comunidad de hombres de igual raza. De este modo, en
tanto en cuanto los hombres modernos nos consideramos como parte integrante de
una nación, nos permitimos prescindir en absoluto de tales preceptos con
respecto a otro pueblo extranjero. Pero dentro de nuestro propio círculo hemos
realizado, desde luego, grandes progresos en el dominio de los sentimientos
hostiles. Lichtenberg expresa esta idea en la siguiente acertada frase: «En las
ocasiones en que ahora decimos 'usted dispense' se andaba antes a bofetadas.»
La hostilidad violenta, prohibida por la ley, ha quedado sustituida por la
invectiva verbal, y nuestra mejor inteligencia del encadenamiento de los
sentimientos humanos nos roba por su consecuencia -Tout comprendre c'est tout
pardonner- una parte cada día mayor de nuestra capacidad de encolerizarnos
contra aquellos de nuestros semejantes que entorpecen nuestro camino.
Dotados
en nuestra niñez de enérgica disposición a la hostilidad, la cultura personal
nos enseña después que es indigno el insulto. Desde que hemos tenido que
renunciar a la expresión de la hostilidad por medio de la acción -impedidos de
ello por un tercero desapasionado, en cuyo interés se halla la conservación de
la seguridad personal- hemos desarrollado, del mismo modo que en la agresión
sexual, una nueva técnica del insulto que tiende a hacernos de dicha tercera
persona desapasionada un aliado contra nuestro enemigo. Presentando a este
último como insignificante, despreciable y cómico, nos proporcionamos
indirectamente el placer de su derrota, de la que testimonia la tercera
persona, que no ha realizado ningún esfuerzo con sus risas. Suponemos, pues, cuál
puede ser el papel del chiste en la agresión hostil. Nos permitirá emplear
contra nuestro enemigo el arma del ridículo, a cuyo empleo directo se oponen
obstáculos insuperables, y, por tanto, elude nuevamente determinadas
limitaciones y abre fuentes de placer que habían devenido inaccesibles.
Inclinará asimismo al oyente a ponerse a nuestro lado sin gran examen de la
bondad de nuestra causa, de igual manera que en otras ocasiones obramos
nosotros, concediendo mayor estimación de la merecida al contenido de una frase
chistosa, sobornados por el efecto del chiste inocente. Recordar la frase tan
corriente: die Lacher auf seine seite ziehen (inclinar a nuestra causa al que
ríe).
Véanse,
por ejemplo, los chistes de N., expuestos en el capítulo anterior. Todos ellos
son insultos. Es como si N. quisiera gritar a toda voz: «¡El ministro de
Agricultura es un buey! ¡No me habléis de X.; revienta de vanidad! ¡En mi vida
he leído nada más aburrido que los artículos de ese historiador sobre
Napoleón!» Pero su propia categoría social le hace imposible dar a sus juicios
tal forma directa. Llaman, pues, éstos en su ayuda al chiste, que les asegura
en el oyente una acogida mucho más favorable de la que, no obstante su posible
certeza, hubieran obtenido expresados en forma no chistosa. Uno de estos
chistes, el del «rojo Fadian» -quizá el más arrollador de todos-, es altamente
instructivo. ¿Qué es lo que en él nos obliga a reír y nos aparta tan por
completo de la cuestión de si aquello constituye o no una injusticia para con
el infeliz escritor? Desde luego, la forma chistosa. Mas ¿de qué reímos?
Indudablemente, de la persona misma que se nos presenta calificada de «rojo
Fadian» y especialmente del rojo color de su pelo. Mas el hombre culto se ha
acostumbrado a no reír de los defectos físicos, y, además, el poseer rojos
cabellos no es tampoco un defecto que excite nuestra hilaridad. En cambio, sí
es considerado como tal entre los colegiales o entre el pueblo bajo y hasta en
el grado de cultura de algunos de nuestros representantes municipales y
parlamentarios. Y, sin embargo, este chiste de N. ha hecho posible que
nosotros, personas adultas de fina sensibilidad, riamos como colegiales de los
rojos cabellos que X. No era ésta, seguramente, la intención de N.; pero es muy
dudoso que aquel que lanza un chiste se dé exacta cuenta de toda la intención
del mismo.
Si
en ese caso el obstáculo opuesto a la agresión y que el chiste ayudó a eludir
era de orden interior -la repulsión estética al insulto-, otras veces puede
asimismo ser puramente externo. Así, en el ejemplo en que Serenísimo pregunta
al desconocido, cuya semejanza con su real persona le ha extrañado: «Su madre
de usted, ¿sirvió alguna vez en Palacio?», y obtiene la rápida respuesta: «No,
alteza; pero sí mi padre.» El interrogado hubiera querido maltratar de obra al
descarado que con su alusión osaba insultar la memoria de una persona amada;
pero el tal descarado es nada menos que Serenísimo, al que es imposible no ya
maltratar de obra, sino ni siquiera de palabra, a menos de pagar la venganza
con la propia vida. No habría, por tanto, más remedio que tragar en silencio la
ofensa. Mas, afortunadamente, abre el chiste el camino a una venganza exenta de
todo peligro, recogiendo la alusión y devolviéndola, merced al medio técnico de
la unificación, contra el ofensor. La impresión de lo chistoso queda aquí tan
determinada por la tendencia, que, ante la chistosa respuesta, olvidamos que la
pregunta del atacante es también, por sí misma, chistosa.
El
estorbo del insulto o de la respuesta ofensiva, por circunstancias exteriores,
es un caso tan frecuente, que el chiste tendencioso es usado con especialísima
preferencia para hacer viable la agresión o la crítica contra superiores
provistos de autoridad. El chiste representa entonces una rebelión contra tal
autoridad, una liberación del yugo de la misma. En este factor yace asimismo el
encanto de la caricatura, de la cual reímos, aunque su acierto sea mínimo,
simplemente porque contamos como mérito de la misma dicha rebelión contra la
autoridad. Esta idea de que el chiste tendencioso es tan grandemente apropiado
para el ataque contra lo elevado, digno y poderoso, que se halla protegido por
obstáculos interiores o circunstancias externas contra todo rebajamiento
directo, nos fuerza a una especial concepción de determinados grupos de chistes
que parecen dirigirse a personas de menor valer y más indefensas. Me refiero a
las historietas sobre los intermediarios matrimoniales judíos, de las cuales
hemos expuesto algunas al investigar las diversas técnicas del chiste
intelectual. En varias de ellas, por ejemplo, las de «¡También es sorda!» y
«¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente!», hemos reído del intermediario
como de un hombre imprudente y ligero, que se nos hace cómico por escapársele
la verdad automáticamente. Pero ¿corresponde, tanto lo que hemos averiguado de
la naturaleza del chiste tendencioso como la magnitud de nuestra complacencia
ante estas historietas, a la infeliz condición de las personas sobre las que el
chiste parece reír? ¿Son éstos adversarios dignos del chiste? ¿No parece más
bien que el mismo presenta en primer término al intermediario matrimonial para
herir encubiertamente algo más importante? No debemos despreciar estas
sospechas.
La
anterior interpretación de las historietas sobre los intermediarios judíos
permite aún ser continuada. Cierto es que puedo no intentarlo y contentarme con
ver en estas historietas simples «cuentos», negándoles el carácter de chiste.
Existe, pues, también una condicionalidad subjetiva del chiste, que ha llamado
ahora nuestra atención y que deberemos investigar más adelante. Tal
condicionalidad marca que sólo es un chiste aquello que yo admito como tal. Lo
que para mí es un chiste puede, para otra persona, ser simplemente una cómica historieta.
Mas si un chiste permite esta duda, ello no puede ser más que por el hecho de
que posee una fachada -en este caso, cómica- en la que se detiene satisfecha la
mirada de unos, mientras que otros intentan ver lo que hay detrás. Podemos,
igualmente, sospechar que esta fachada se halla destinada a deslumbrar la
mirada inquisitiva y que, por tanto, tales historietas tienen algo que
ocultar. De todos modos, si estas
historietas son chistes, lo son de excelente calidad, pues gracias a su fachada
pueden ocultar no sólo lo que tienen que decir, sino hasta que tienen que decir
algo prohibido. Pero podemos intentar una interpretación que descubra lo
prohibido y revele a estas historietas de cómica fachada como chiste
tendencioso. Todo aquel que en un momento de distracción deja escapar la
verdad, se alegra en realidad de verse libre del impuesto disfraz. Esto es un
probado hecho psicológico.
Sin
tal consentimiento interior nadie se deja dominar por el automatismo que hace
aquí surgir la verdad. Mas con tal automática confesión se transforma la
ridícula personalidad del intermediario en simpática y digna de compasión. Qué
felicidad debe de ser para el pobre hombre poder arrojar por fin la carga del
engaño, cuando aprovecha en el acto la primera ocasión para gritar al novio
toda la verdad. En cuanto se da cuenta de que todo se ha perdido y que la
propuesta novia no es del gusto de su cliente, confiesa encantado todos los
demás defectos de la primera, que el segundo no ha observado todavía, o
aprovecha la ocasión para exponer, por medio de un detalle, un decisivo
argumento con el que expresa su desprecio por las gentes a cuyo servicio viene
actuando: «¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente !» Todo el ridículo cae
entonces, no sólo sobre la familia de la novia, de la que en el resto de la
historieta apenas si se ha hablado y que es capaz de poner en práctica tal
engaño con tal de colocar a la muchacha, sino también sobre la miserable
condición moral de tales mujeres, que se dejan caer de un modo tan poco decoroso,
y sobre la indignidad de los matrimonios celebrados merced a semejantes
manejos. El intermediario es, precisamente, el llamado a exponer esta crítica,
por ser el que mejor enterado está de tan vergonzosos expedientes; pero no
puede hacerlo abiertamente, pues es un pobre diablo que tiene que vivir de
ellos. En un idéntico conflicto se encuentra también el espíritu popular que ha
creado esta historieta y otras semejantes, pues sabe muy bien que la santidad
del matrimonio padece mucho con el descubrimiento de los incidentes que
acompañaron su preparación.
Recordemos
también cómo en la investigación de la técnica del chiste observamos que el
contrasentido que aparece en el mismo es con frecuencia una sustitución de la
burla o la crítica existentes en los pensamientos que tras el chiste se
esconden, cosa en la que la elaboración del chiste actúa en forma idéntica a la
de los sueños. Ahora encontramos confirmado de nuevo este estado de cosas.
Tales burla y crítica no se refieren al intermediario, según pudiera deducirse
de los ejemplos anteriores, pues existe toda otra serie de chistes de igual
género en los que el mismo nos es presentado, muy al contrario, como persona en
extremo inteligente, cuya dialéctica sabe vencer toda dificultad. Son estas
últimas historietas su fachada lógica, en lugar de cómica, chistes
intelectuales sofísticas. En uno de ellos, el intermediario se las arregla para
cerrar la boca al novio, que se queja de la cojera de la muchacha, con una
razón incontrovertible en apariencia. La cojera de la novia es, por lo menos,
un «hecho consumado», mientras que otra mujer, libre de tal defecto, con la que
pudiera casarse, estaría siempre en peligro de caer, rompiéndose una pierna, y
entonces vendrían los dolores, la enfermedad y los gastos consiguientes, cosas
todas que podría ahorrarse matrimoniando a la ya coja. Asimismo, en otra
historieta análoga se las arregla el intermediario para rechazar con excelentes
argumentos toda una serie de inconvenientes aducidos por el novio y salir luego
al paso del último, irrefutable ya, con la exclamación: «¡Hombre, alguna falta
había de tener!», como si de las anteriores alegaciones no hubiese de haber
quedado necesariamente un suficiente resto. No es difícil señalar, en estos dos
ejemplos, el punto débil de la argumentación, y así lo hemos hecho al
investigar su técnica.
Mas
ahora nuestro interés se dirige hacia otro lado. Si las frases del
intermediario muestran tal apariencia lógica, que se desvanece en cuanto las
sometemos a un reflexivo examen, ello se debe a que, en el fondo, es a él a
quien el chiste da la razón. Pero no atreviéndose a dársela rigurosamente en su
contenido ideológico, lo hace por medio de la apariencia lógica que presenta su
expresión verbal. Sin embargo, en este caso, como en otros muchos, la chistosa
fachada deja entrever la interior seriedad. No será, pues, equivocado aceptar
que todas las historietas que presentan una fachada lógica quieren realmente
decir aquello que afirman, basándose en fundamentos intencionadamente
defectuosos. Este empleo del sofisma para la encubierta exposición de la verdad
es precisamente lo que les presta el carácter del chiste, el cual depende, por
tanto, principalmente, de la tendencia. Aquello que las dos historietas que
ahora analizamos quieren indicar es que el pretendiente resulta ridículo
rebuscando tan cuidadosamente las cualidades de la novia, que todas le resultan
negativas, sin tener en cuenta, que sea esta u otra cualquiera la mujer que ha
de hacer suya, siempre será una criatura humana con sus inevitables defectos,
mientras que las únicas cualidades que harían posible el matrimonio, salvando
la más o menos defectuosa personalidad de la mujer, serían la mutua inclinación
y la recíproca disposición a adaptarse cariñosamente, cosas ambas a las que ni
siquiera se hace la menor alusión en todo el trato.
La
burla contra el pretendiente contenida en todos estos ejemplos, en los que el
intermediario desempeña con gran propiedad el papel de hombre superior, aparece
mucho más definida en otras historietas análogas. Cuanto más precisas son estas
historietas, menos técnica poseen, constituyendo tan sólo casos límites del
chiste, con cuya técnica no presentan más punto común que la formación de una
fachada. Pero a causa de su tendencia y de la ocultación de la misma tras de
una fachada adquieren totalmente el efecto de un chiste. La pobreza de sus
medios técnicos explica también que muchos chistes de esta clase no pueden
prescindir en su expresión, sin perder gran parte de su poder, o sea del argot,
elemento cómico de efecto análogo al de la técnica del chiste. Expondremos aquí
una de estas historietas, que, poseyendo toda la fuerza del chiste tendencioso,
no deja traslucir indicio alguno de la técnica del mismo. El intermediario
pregunta: «¿Qué cualidades exige usted de la novia?» Respuesta: «Tiene que ser
bonita, rica e instruida.» «Bien -replica el intermediario-; pero de eso hago
yo tres partidos.» Aquí la burla del intermediario es expresada directamente, y
ya no encubierta por los ropajes del chiste.
En
los ejemplos expuestos hasta ahora, la encubierta agresión se dirigía aún
contra personas; así, en los chistes matrimoniales, contra todas las partes
interesadas en la boda: novia, pretendiente y familia. Mas el chiste puede
atacar igualmente a aquellas instituciones, personas representativas de las
mismas, preceptos morales o religiosos e ideas, que, por gozar de elevada
consideración, sólo bajo la máscara del chiste, y precisamente de un chiste
cubierto por su correspondiente fachada, nos atrevemos a arremeter contra
ellas. Obraremos, a mi juicio, acertadamente reuniendo estos chistes bajo una
denominación especial, que determinaremos después de analizar algunos ejemplos
de esta clase. Recordemos ahora los ejemplos del arruinado gourmet ('salmón con
mayonesa') y del alcohólico profesor, que incluimos entre los chistes sofísticos
por desplazamiento, y prosigamos su interpretación. Hemos visto después que
cuando la fachada de una historieta muestra una apariencia lógica, el
pensamiento de la misma da la razón a su protagonista; pero, cohibido por
determinados obstáculos, no se ha atrevido a verificarlo más que en un solo
punto en el que la sinrazón del sujeto es fácilmente demostrable. La pointe ahí
elegida es la justa transacción entre su razón y su sinrazón, término medio
que, naturalmente, no resuelve el dilema, pero sí corresponde al conflicto que
en nosotros mismos hace al tratar de enjuiciar el caso.
Ambas
historietas son sencillamente epicúreas, pues lo que quieren decir es: «Sí; ese
hombre tiene razón; no hay nada superior al placer, y es indiferente la forma
en que podamos proporcionárnoslo.» Esto parece francamente inmoral, y en el
fondo no es otra cosa que el carpe diem del poeta, basado en la inseguridad de
la vida humana y en la esterilidad de la renunciación virtuosa. Si la idea de
que el arruinado gourmet del chiste obra justamente, no privándose de su plato
favorito, repugna tanto a nuestra conciencia, ello se debe tan sólo a tratarse
aquí de un placer inferior que nos parece fácilmente renunciable. En realidad,
todos y cada uno de nosotros hemos tenido épocas en las que hemos dado la razón
a esta filosofía, rebelándonos contra una moral que sólo sabe exigirnos
continuos sacrificios sin ofrecernos compensación alguna. Desde que la
existencia de un más allá, en el que toda renunciación ha de ser premiada, no es
aceptada ya por los hombres -y habría, además, muy pocos creyentes si la fe se
midiera por la capacidad de renunciación-, se ha convertido el carpe diem en
una seria advertencia. Quisiéramos aplazar la satisfacción, pero ¿sabemos acaso
si mañana nos hallaremos aún con vida? Di doman' non c'è certezza.
Renunciaríamos
con gusto a aquellos caminos de la satisfacción que la sociedad nos prohibe,
mas ¿estamos seguros de que aquélla premiará tal renuncia abriéndonos -aunque
sea tras de una larga espera- un camino permitido? Puede decirse en voz alta lo
que estos chistes se atreven tan sólo a murmurar; esto es, que los deseos y
anhelos de los hombres tienen un derecho a hacerse oír al lado de las amplias y
desconsideradas exigencias de la moral, y no ha faltado en nuestros días quien
con acertada y firme frase ha dicho que nuestra moral es únicamente la egoísta
prescripción de una minoría de ricos y poderosos que pueden satisfacer a toda
hora, sin aplazamiento alguno, todos sus deseos. Hasta tanto que la Medicina
haya logrado asegurar nuestra vida y contribuyan las normas sociales a hacerla
más satisfactoria, no podrá ser ahogada en nosotros la voz que se alza contra
las exigencias de la Moral. Por lo menos, todo hombre sincero ha de hacerse eco
íntimamente de esta confesión. Sólo indirectamente y mediante una nueva
ideología es posible resolver este conflicto. Debemos ligar nuestra vida a la
de los demás e identificarnos con ellos de tal modo, que la brevedad de la
propia duración resulte superable. Pensando así, no debemos intentar a toda
costa la satisfacción de nuestras necesidades, aun por no existir razones según
las cuales debamos dejarlas insatisfechas, dado que sólo la perduración de
tantos deseos incumplidos puede desarrollar un día poder suficiente para transformar
el orden social. Mas como no todas las necesidades personales pueden ser
desplazadas de este modo y transferidas a otros, no existirá, por tanto, una
general y definitiva solución del conflicto.
Sabemos,
pues, ya cómo hemos de denominar los chistes del género últimamente analizados:
son chistes cínicos. Lo que en ellos ocultan es un cinismo. Entre las
instituciones que el chiste cínico acostumbra atacar ninguna posee mayor
importancia ni se halla más protegida por los preceptos morales que el matrimonio,
pero también ninguna otra invita más al ataque. De aquí que sea aquélla sobre
la que ha caído la mayor cantidad de chistes cínicos. No existe aspiración
personal más enérgica que la de la libertad sexual, y en ningún otro sector ha
intentado ejercer la civilización una opresión más fuerte que en el de la
sexualidad. Para nuestras intenciones nos bastará con un único ejemplo, que ya
expusimos en páginas anteriores. «La mujer propia es como un paraguas. Siempre
se acaba por tomar un simón.» Ya analizamos la complicada técnica de este
ejemplo. Se trata de una comparación desconcertante y, en apariencia,
imposible; pero que, como ahora veremos, no es chistosa en sí. A más, una
alusión (simón o coche público), y, en calidad de enérgico medio técnico, una
omisión que la hace casi ininteligible. La comparación podría explicarse en la
siguiente forma: se casa uno para asegurarse contra los ataques de la
sexualidad y luego resulta que el matrimonio no permite la total satisfacción
de la misma, exactamente como sucede cuando se toma un paraguas para librarse
de la lluvia, y, sin embargo, se moja uno en cuanto el agua cae con cierta
violencia. En ambos casos tiene uno que buscar una más eficaz protección, un
coche público o una mujer asequible por dinero. De este modo queda el chiste
casi por completo sustituido por un cinismo. Que el matrimonio no es suficiente
a satisfacer la sexualidad del hombre es cosa que no nos atrevemos a declarar
abierta y públicamente, a menos que no nos impulse a ello un amor a la verdad y
un celo reformador como los de Cristián von Ehrenfels. La fuerza de este chiste
consiste en haber expresado tal idea, aunque con toda clase de rodeos.
Un
caso especialmente favorable para el chiste tendencioso aparece cuando la
crítica rebelde se dirige contra la propia persona, en tanto en cuanto forma
parte de una colectividad; por ejemplo, la propia raza o nacionalidad. Esta
condición de la autocrítica nos explica que precisamente sobre el suelo de la
vida popular judía haya fructificado una gran cosecha de excelentes chistes, de
la que hemos dado suficientes muestras en páginas anteriores. Son historietas
creadas por individuos del pueblo judío y dirigidas contra peculiaridades de su
propia raza. Los chistes que sobre los judíos han sido hechos por personas no
pertenecientes a su pueblo son generalmente brutales chanzas en las que todo
chiste es ahorrado por el hecho de constituir siempre el judío para los
extraños una figura cómica. También los chistes de los judíos sobre sí mismos
conceden este hecho, pero su mejor conocimiento de sus verdaderos defectos y de
la conexión de éstos con sus buenas cualidades, así como la participación de la
propia persona en lo criticable, crean la condición subjetiva de la elaboración
del chiste, muy difícil de establecer en otro caso.
Como
ejemplo de este género, indicaremos aquella historieta, ya antes expuesta, en
la que un judío depone toda corrección en cuanto ve que su nuevo compañero de
viaje es un correligionario. Hemos examinado este chiste como un caso de
exposición por una minucia, y su misión es indicarnos la democrática manera de
pensar de los judíos, que no reconocen entre ellos superiores e inferiores,
concepción que, si bien tiene su lado bueno, impide también toda disciplina y
toda acción conjunta. Otra serie de chistes, especialmente interesantes,
describe las relaciones entre los judíos ricos y sus correligionarios pobres.
Los héroes de estas historietas son el mísero «sablista» ('Schnorrer') y el
rico negociante o ennoblecido barón. El sablista, que acude a almorzar todos
los domingos a la misma casa, aparece un día acompañado de un joven
desconocido, que pasa con él al comedor. «¿Quién es este joven?», pregunta el
dueño de la casa. «Mi yerno -responde el invitado-; se casó con mi hija la semana
pasada y me he comprometido a darle de comer durante un año.» Todos estos
chistes poseen igual tendencia, que se nos muestra claramente en otra
historieta ya expuesta: «El sablista pide al rico barón el dinero necesario
para pasar una temporada en Ostende, pues el médico le ha recomendado los baños
de mar. El barón encuentra que Ostende es un lugar carísimo y que en cualquier
otra playa más modesta tendrían los baños iguales efectos medicinales. Pero el
sablista rechaza la idea exclamando: «Tratándose de mi salud, nada me parece
caro.» Es éste un excelente chiste por desplazamiento, que podemos tomar como
modelo de su género.
El
barón quiere ahorrarse dinero, mas el sablista le responde como si el dinero
del barón fuera el suyo propio, que sí podría él sacrificar a su salud. El
descaro de su pretensión nos invita a reír; pero, excepcionalmente, no están
estos chistes provistos de una fachada cuya comprensión induzca a error. La
verdad que en ellos se esconde es que el sablista, que trata imaginativamente
el dinero del barón como si fuese suyo, tiene -conforme a los sagrados
preceptos del pueblo judío- un casi pleno derecho a obrar así. Naturalmente, la
rebelión que ha dado origen a este chiste se dirige contra tal ley, que
constituye una penosa carga hasta para los más piadosos.
Otra
historia: «Un sablista encuentra en la escalera de un rico negociante a otro
pobre diablo del mismo oficio, que le aconseja no continúe su camino. «No subas
hoy; el barón está de mal humor. Lo más que da es un florín.» «¡Ya lo creo que
subo! -responde el primero-. ¿Por qué he de regalarle un florín? Acaso me
regala él algo a mí?» Este chiste se sirve de la técnica del contrasentido,
haciendo afirmar al sablista que el barón no le regala nada en el mismo momento
en que se dispone a mendigar su regalo. Pero el contrasentido es tan sólo
aparente, pues es casi cierto que el rico barón no le regala nada obligado como
está por la ley religiosa a dar limosna, y debe incluso agradecer al sablista
que le dé ocasión de ejercer la caridad. La vulgar concepción burguesa de la
limosna se halla aquí en contradicción con la religiosa y se rebela
abiertamente contra ella en otra historieta en la que el barón, emocionado ante
la lamentable historia que el sablista le cuenta, llama a sus criados, y
exclama: «¡Echad a este hombre! ¡Me está angustiando con sus lágrimas !» Esta
franca exposición de la tendencia constituye un nuevo caso límite del chiste.
De la queja no chistosa: «No es realmente ventaja ninguna ser rico, siendo
judío. La miseria ajena no le deja a uno gozar de la propia felicidad.» No se
alejan estas dos últimas historietas casi más que por su exposición en forma
anecdótica.
Otras
historietas que representan asimismo, técnicamente, casos límites del chiste,
testimonian de un cinismo profundamente pesimista: «Un sordo consulta su
dolencia al médico, el cual diagnostica que la sordera es debida al abuso que
el paciente hace de las bebidas espirituosas, y como primera medida curativa le
aconseja una completa abstención. Tiempo después, el médico encuentra en la
calle al enfermo y le pregunta, alzando la voz, por su estado de salud. «Ya
estoy bien -responde el interrogado-. No necesita usted gritarme. Dejé de beber
aguardiente y he recobrado el oído.» De nuevo pasa el tiempo y vuelven a
encontrarse ambos individuos. El médico se dirige ya esta vez a su cliente en
voz natural, pero advierte que no le oye. «Me parece que ha vuelto usted a
beber -le grita entonces-, y por eso no oye bien otra vez.» «Puede que tenga
usted razón -responde el sordo-. He vuelto a beber aguardiente y le voy a
explicar a usted por qué. Mientras dejé de beber oía bien, pero nada de lo que
oía era tan bueno como el aguardiente.» Este chiste carece de todo medio
técnico; el argot y las artes del relato tienen que contribuir a provocar la
risa, mas detrás de ella espía una triste interrogación: ¿No tendrá el
individuo razón sobrada en elegir como lo ha hecho? Estas historietas
pesimistas aluden todas ellas a la diversa y desesperanzada miseria de los
judíos, y a causa de esta conexión tenemos que incluirlas entre los chistes
tendenciosos.
Otros
chistes, cínicos en análogo sentido, y no todos judíos, atacan a los dogmas
religiosos y a la misma fe. La historia de la «visión del rabino», cuya técnica
consistía en el error intelectual de la equivalencia de fantasía y realidad
(también sería defendible su inclinación entre los chistes por desplazamiento),
es uno de tales chistes cínicos o críticos, que se dirige contra los hacedores
de milagros y seguramente contra la fe en estos últimos. Un chiste directamente
blasfemo sería el que se atribuye a Heine en su agonía. Cuando el sacerdote le
exhortaba cariñosamente a confiar en la gracia divina y a esperar que hallaría
en Dios perdón para sus pecados, hubo de contestar: «Bien sûr qu'il me
pardonnera; c'est son métier.» Es ésta una rebajante comparación y,
técnicamente, no posee más valor que el de una alusión. Mas la fuerza del
chiste se halla en su tendencia. Lo que quiere decir es: «Claro que me
perdonará; para eso está y para eso precisamente me lo he procurado» (como se
procura uno un médico o un abogado). De este modo se halla viva aún en el
impotente agonizante la conciencia de haber creado a Dios y haberle conferido
un determinado poder para servirse de El en la ocasión propicia. La criatura
mortal se da a conocer, aun en el momento de su destrucción, como
creadora.
(4)
A las especies hasta ahora examinadas del chiste tendencioso, o sea a los
chistes desnudadores u obscenos, agresivo (hostil) y cínico (crítico, blasfemo),
queremos agregar como la más rara una nueva, cuyo carácter aclararemos por
medio de un excelente ejemplo: Dos judíos se encuentran en un vagón de un
ferrocarril de Galitzia. «¿Adónde vas?» pregunta uno de ellos. «A Cracovia»,
responde el otro. «¿Ves lo mentiroso que eres -salta indignado el primero-. si
dices que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora
sé que de verdad vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué mientes?» Esta
graciosísima historieta, que demuestra un gran ingenio, actúa claramente por
medio de la técnica del contrasentido. ¿De manera que el judío se ve acusado de
mentiroso por haber dicho que va a Cracovia, término efectivo de su viaje? Este
enérgico medio técnico -el contrasentido- se halla, sin embargo, apareado en
este caso con una técnica distinta, la exposición antinómica, pues conforme a
la no rebatida afirmación del primero, el segundo miente cuando dice la verdad
y dice la verdad por medio de una mentira. El más serio contenido de este
chiste es, sin embargo, la interrogación que abre sobre las condiciones de la
verdad: señala nuevamente un problema y aprovecha la inseguridad de uno de
nuestros usuales conceptos. ¿Decimos verdad cuando describimos las cosas tal
como son, sin ocuparnos de cómo el que nos oye interpretará nuestras palabras?
¿O es ésta tan sólo una verdad jesuítica y la legítima veracidad consistirá más
bien en tener en cuenta al que nos escucha y procurarle un fiel retrato de su
propio conocimiento? Los chistes de este género me parecen suficientemente
distintos de los demás para colocarlos en lugar aparte. Aquello que atacan no
es una persona ni una institución, sino la seguridad de nuestro conocimiento
mismo, uno de nuestros bienes especulativos. Les corresponderá, por tanto, el
nombre de chistes escépticos.
(5)
En el curso de nuestro examen de las tendencias del chiste hemos conseguido
numerosas aclaraciones y hallado muchas cosas que nos impulsan a proseguir
nuestra investigación; pero los resultados obtenidos en este capítulo plantean,
al agregarse a los que decimos en el anterior, un difícil problema. Si es
cierto que el placer que el chiste produce depende, por un lado, de la técnica,
y por otro de la tendencia, ¿desde qué punto de vista común se dejarían reunir
estas dos fuentes de placer -tan diversas- del chiste?
Parte sintética
El mecanismo de placer y
la psicogénesis del chiste
Conocemos
ya de qué fuentes proviene el singular placer que el chiste nos proporciona.
Podemos incurrir en el error de confundir el agrado que el contenido ideológico
del dicho chistoso nos produce con el placer privativo del chiste mismo; pero
sabemos que este placer posee dos fuentes esenciales: la técnica y las
tendencias del chiste. Lo que ahora quisiéramos averiguar es en qué forma surge
el placer de estas fuentes, o sea cuál es el mecanismo del efecto de placer; y
como suponemos que esta investigación nos ha de ser más fácil en el chiste
tendencioso que en el inocente, comenzaremos por el primero nuestro análisis.
En el chiste tendencioso surge el placer ante la satisfacción de una tendencia
que sin el chiste hubiera permanecido incumplida. No creo ya necesario insistir
en las causas de que tal satisfacción constituya una fuente de placer. Mas la
forma en que el chiste la consigue se halla ligada a condiciones especiales,
cuyo examen puede ampliar considerablemente nuestros conocimientos. Debemos
distinguir dos casos. El más sencillo es aquel en que a la satisfacción de la
tendencia se opone un obstáculo exterior que es eludido por el chiste. Así en
la respuesta que Serenísimo recibe a su impertinente pregunta y en la frase del
crítico de arte al que los enriquecidos especuladores muestran sus retratos. Es
el primer ejemplo, la tendencia es la de replicar a una ofensa con otra
equivalente; en el segundo, la de pronunciar un insulto en lugar de las
esperadas manifestaciones admirativas. Y lo que en ambos se opone a dichas
tendencias es un factor puramente externo; el poder o la autoridad de las
personas a quienes la ofensa va dirigida. Extrañamos, sin embargo, que estos
chistes y otros análogos de naturaleza tendenciosa carezcan, a pesar de obtener
nuestro beneplácito, de la facultad de producir un intenso efecto
hilarante.
Muy
distinta es la cuestión cuando no son factores externos, sino un obstáculo
interior lo que se opone a la directa satisfacción de la tendencia, esto es,
cuando un sentimiento íntimo se coloca frente a ella. Así sucede, a nuestro
juicio, en los agresivos chistes de N., persona en la que una marcada tendencia
a la invectiva aparece vigilada y contenida por una elevada cultura estética.
Mas con ayuda del chiste queda, en este caso, vencido el obstáculo interior y
suprimida la coerción; proceso que, como en los ejemplos de obstáculos
exteriores, hace posible la satisfacción de la tendencia y evita, además, una
cohibición y el «estancamiento psíquico» que la acompaña. Al llegar a este punto
de nuestra labor nos sentimos inclinados a penetrar más profundamente en las
diferencias que la situación psicológica ha de presentar, según la clase del
obstáculo, pues sospechamos que la aportación de placer es mucho más grande al
ser removido un obstáculo interno que cuando se trata de uno exterior. Pero
creemos será más prudente declararnos satisfechos por el momento con uno de los
resultados ya obtenidos, esencial para la prosecución de nuestro trabajo y que
podemos formular en la forma siguiente: los casos de obstáculo exterior y los
de obstáculo interior se diferencian entre sí tan sólo en que en los segundos
se remueve una coerción preexistente, y en los primeros lo que se hace es
evitar la formación de una nueva.
No
creemos constituya ningún atrevimiento especulativo afirmar ahora que tanto
para la formación como para el mantenimiento de una coerción psíquica es
necesario un «gasto psíquico». Y si agregamos a esto que en ambos casos del
empleo del chiste tendencioso se consigue una aportación de placer, no será muy
aventurada la hipótesis de que tal aportación de placer corresponde al gasto
psíquico ahorrado. De este modo habríamos llegado de nuevo al principio de la
economía, con el que topamos por vez primera al ocuparnos de la técnica del chiste
verbal. Mas si entonces creímos hallar el ahorro en el empleo del menor número
posible de palabras o en el de palabras iguales, sospechamos ahora la
existencia de una más amplia y general economía de gasto psíquico y tenemos que
dar paso a la esperanza de que una más precisa determinación de este concepto
-aún oscuro- del «gasto psíquico» nos aproxime considerablemente al
conocimiento de la esencia del chiste. Al examinar el mecanismo del placer en
el chiste tendencioso no pudimos vencer por completo una cierta imprecisión, y
tuvimos que aceptarla resignadamente como castigo a nuestro atrevimiento de
anteponer lo complicado a lo sencillo, intentando esclarecer el chiste
tendencioso antes que el inocente. Pasaremos, pues, ahora al examen de este
último; mas antes de hacerlo, dejaremos establecida nuestra hipótesis de que el
secreto del efecto de placer del chiste tendencioso consiste en el ahorro de
gastos de coerción o cohibición.
De
aquellos ejemplos de chiste inocente en los que no existía peligro alguno de
que nuestro juicio fuera inducido en error por el contenido o la tendencia,
tuvimos que deducir la conclusión de que las técnicas del chiste son por sí
mismas fuentes de placer. Examinemos ahora si tal placer puede ser atribuido al
ahorro de gasto psíquico. En un grupo de estos chistes (los juegos de palabras)
consistía la técnica en dirigir nuestra atención psíquica hacia el sonido de
las palabras en lugar de hacia su sentido, y dejar que la imagen verbal
(acústica) se sustituya a la significación determinada por relaciones con las
representaciones objetivas. Parece justificado sospechar que este proceso
origina una considerable minoración del trabajo psíquico y que, inversamente,
el abstenernos de este cómodo procedimiento, en el apropiado y riguroso empleo
de las palabras, es cosa que no llevamos a cabo sin un cierto esfuerzo. Podemos
asimismo observar que, en aquellos estados patológicos de la actividad mental
en los que se halla efectivamente limitada la posibilidad de concentrar gastos
psíquicos en un punto determinado, la imagen sonora de las palabras sustituye a
la significación de las mismas, y el enfermo avanza en su discurso siguiendo
las asociaciones «externas» de la representación verbal en lugar de las
«internas». También en el niño, acostumbrado aún a manejar las palabras como
objetos, observamos la tendencia a buscar tras de un mismo o análogo sonido
verbal igual significación, tendencia que es fuente de graciosos errores que
hacen reír a los adultos.
Cuando
después, en el chiste, hallamos un innegable placer al trasladarnos, por el uso
de la misma palabra o de otra análoga, de un círculo de representación a otro
muy lejano (como en el ejemplo del home-roulard, desde el de la cocina al de la
política), este placer puede muy bien atribuirse al ahorro de gasto psíquico.
El placer que proporciona tal «corto circuito» parece asimismo ser tanto mayor
cuanto más extraños son entre sí los dos círculos de representaciones enlazadas
por la palabra igual; esto es, cuanto más alejados se hallan uno de otro y, por
tanto, cuanto mayor es el ahorro de camino mental, procurado por el medio
técnico del chiste. Anotemos, por último, que el chiste se sirve aquí de un
medio de conexión que a menudo es rechazado y cuidadosamente evitado por el
pensamiento regular.
Un
segundo grupo de medios técnicos del chiste -unificación, similicadencia,
múltiple empleo, modificación de conocidos modismos, alusión a citas
literarias- muestra el definido carácter común de ofrecernos algo ya conocido
allí donde esperábamos encontrar algo nuevo. Este reencuentro de lo conocido es
en extremo placiente, y no hallamos dificultad alguna para reconocer tal placer
como placer de ahorro y tributo al ahorro de gasto psíquico. Parece
generalmente aceptado el hecho de que el reencuentro de lo conocido produce
placer. Así escribe Groos: «El reconocimiento se halla siempre ligado allí
donde no ha llegado a mecanizarse excesivamente (como en el acto de vestirnos,
etc.), a sensaciones de placer. Ya la simple cualidad de lo conocido se muestra
acompañada por aquel suave bienestar que invade a Fausto cuando, tras de un
sospechoso encuentro, penetra de nuevo en su laboratorio...» «Si el acto del
reconocimiento es de este modo productor de placer, podremos esperar que el
nombre incurra en el deseo de ejercitar esta facultad por sí misma, y, por
tanto, experimente con ella un juego. Efectivamente, Aristóteles ve en la
alegría del reconocimiento la base del goce artístico, y no puede negarse que
este principio no debe ser perdido de vista, aunque no posea tan amplia
significación como Aristóteles le atribuye.» Groos analiza después los juegos,
cuyo carácter consiste en intensificar la alegría del reconocimiento, colocando
obstáculos en el camino del mismo; esto es, provocando un «estancamiento psíquico»
que es suprimido por el acto del reconocimiento. Mas en su intento explicativo
abandona la hipótesis de que el reconocimiento es placiente por sí mismo, y
refiere el placer que en estos juegos se produce a la alegría de la conciencia
de poder o de la superación de una dificultad. A nuestro juicio, este último
factor es secundario, y no vemos en él motivo alguno para abandonar nuestra más
sencilla hipótesis de que el reconocimiento es placiente en sí, esto es, por la
aminoración del gasto psíquico, y que los juegos fundados en la consecución de
este placer se sirven del mecanismo del estancamiento psíquico, exclusivamente
para elevar la magnitud del mismo.
Se
acepta asimismo que la rima, la aliteración, el estribillo y otras formas de la
repetición de sonidos verbales análogos, en la poesía, utilizan la misma fuente
de placer, o sea el reencuentro de lo conocido. En estas técnicas, que tantas
coincidencias muestran con la del «múltiple empleo», en el chiste no desempeña
papel alguno visible un «sentimiento de poder». Dada la estrecha relación
existente entre reconocimiento y recuerdo, no creemos muy aventurada la
hipótesis de que existe también un placer de recuerdo esto es, que el acto de
recordar produce por sí mismo una sensación de placer de análogo origen. Groos
no parece muy contrario a tal hipótesis, pero deriva nuevamente el placer del
recuerdo de aquella «sensación de poder», en la que, erróneamente, a nuestro
juicio, busca la razón principal del goce en casi todos los juegos. En el
«reencuentro de lo conocido» reposa también el empleo de otro medio auxiliar
técnico del chiste, del que no hemos hablado hasta ahora. Me refiero al factor
«actualidad», que, a más de constituir en muchos chistes una generosa fuente de
placer, explica varias singularidades de la historia vital del dicho
chistoso.
Por
razones harto comprensibles no nos es posible utilizar como ejemplos en un
tratado sobre el chiste más que aquellos que precisamente carecen de esta
condición de «actualidad». Pero no debemos olvidar que quizá más que de tales
chistes perennes hemos reído de otros que ahora ya no nos decidimos a
comunicar, porque necesitarían de largos comentarios y ni con este auxilio
llegarían a producir el efecto que antes alcanzaron. Tales chistes no contenían
más que alusiones a personas o sucesos que en épocas pasadas fueron de
«actualidad», habiendo despertado y conservado durante cierto tiempo el interés
general. Extinguido este interés, y terminado el suceso correspondiente,
perdieron ya estos chistes una gran parte de su efecto placiente. Así, el
chiste que sobre el postre que nos servían hizo nuestro anfitrión,
calificándolo de home-roulard, no me parece ahora tan bueno como entonces,
cuando el Home-Rule era uno de los temas imprescindibles en la sección política
de todo periódico.
Si
ahora intento realzar el mérito de este chiste por la circunstancia de que la
palabra en la que reside nos conduce, ahorrándonos un largo rodeo mental, desde
el círculo de representaciones de la cocina al tan lejano a éste de la política,
en aquella época hubiera tenido que modificar mi descripción, diciendo que «la
palabra chistosa nos conducía desde el círculo de representaciones de la cocina
al de la política, muy alejado del primero, pero que había seguramente de
interesarnos por estar ocupando de continuo nuestra atención». Otro chiste:
«Esa muchacha me recuerda a Dreyfus; el ejército no cree en su inocencia», ha
perdido hoy también gran parte de su efecto, a pesar de que sus medios técnicos
no han sufrido modificación alguna. El desconcierto producido por la
comparación en él expuesta y el doble sentido de la palabra «inocencia» no son
suficientes para compensar la pérdida de efecto que supone el que la alusión,
dirigida entonces a un suceso reciente y revestido de interés inmediato,
recuerde hoy tan sólo algo ya indiferente y casi olvidado. Otros chistes de
esta clase, que hoy nos producen irresistible efecto, lo perderán en gran parte
dentro de poco tiempo, y más tarde, cuando sea imposible relatarlos sin el
auxilio de un comentario aclaratorio, serán totalmente nulos, a pesar de todas
las excelencias de su técnica.
Una
gran cantidad de los chistes lanzados a la circulación recorre de este modo un
curso vital en el que a una época de florecimiento sucede otra de decadencia, y
luego un total olvido. Mas por cada chiste que de este modo perece, creamos,
impulsados por la necesidad de extraer placer de nuestros propios procesos
mentales y, apoyándonos en los nuevos intereses de «actualidad», otro que lo
sustituye. La fuerza vital de este género de chistes no es algo a ellos
inherente, sino tomado, por medio de la alusión, de aquellos otros intereses
cuyo curso determina los destinos del chiste. El factor «actualidad», que se
agrega como una pasajera pero generosa fuente de placer a las propias del
chiste mismo, no puede ser juzgado equivalente al reencuentro de lo conocido.
Trátase más bien de una serie de cualidades especiales de lo conocido, o sea
las de ser reciente y preciso y no hallarse aún empañado por el olvido. También
en la formación de los sueños hallamos una especial preferencia por lo
reciente, y no podemos por menos de sospechar que la asociación con lo
inmediato es recompensada con una especial prima de placer, o sea facilitada.
La unificación, que no es otra cosa que la repetición, pero ya no en el sector
del material verbal, sino en el del contenido ideológico, ha sido considerada
por Th. Fechner como una especial fuente de placer del chiste.
Así,
escribe este autor (Vorschule der Aesthetik, I, XVII): «A mi juicio, el
principio de la conexión unitaria de lo diverso desempeña en el sector de que
nos ocupamos el papel principal; mas precisa, sin embargo, de circunstancias
accesorias que le apoyen para hacer surgir con su singular carácter el placer
de los casos de que tratamos pueden proporcionar.». En todos estos casos de
repetición del mismo contexto o del mismo material verbal, o de reencuentro de
lo conocido y reciente, no podrá discutírsenos la facultad de derivar el placer
que experimentamos del ahorro de gasto psíquico, siempre y cuando este punto de
vista demuestre ser utilísimo no sólo para esclarecer numerosos detalles del
problema investigador, sino también para el descubrimiento de nuevas
generalidades. Mas antes de entrar en la aplicación de nuestra hipótesis
deberemos poner en claro la forma en que tal ahorro se efectúa y determinar con
mayor precisión el sentido de la expresión «gasto psíquico». El tercer grupo de
las técnicas del chiste -sobre todo del chiste intelectual- en el que quedan
comprendidos los errores intelectuales, el desplazamiento, el contrasentido, la
exposición antinómica, etc., puede presentar a primera vista un carácter
especial y no delatar parentesco alguno con las técnicas del reencuentro de lo
conocido o de la sustitución de las asociaciones objetivas por las asociaciones
verbales; esto no obstante, resulta harto fácil aplicar también a estos casos
el punto de vista del ahorro o minoración del gasto psíquico.
No
puede dudarse de que es más fácil y cómodo desviarse de una ruta mental
iniciada que conservarse en ella, confundir lo heterogéneo que establece
marcadas antítesis, y sobre todo admitir como válidas consecuencias que la
lógica rechaza o prescindir en la unión de palabras o pensamientos, de la
condición de que formen un sentido. Y precisamente es esto lo que realizan las
técnicas de que ahora tratamos. Mas lo extraño es que tal actividad de la
elaboración del chiste constituye una fuente de placer, siendo así que todos
estos rendimientos defectuosos de la actividad mental sólo sensaciones de
placer nos proporcionan en otros sectores diferentes. El «placer de disparatar»
-como pudiéramos denominarlo abreviadamente- se halla encubierto hasta su
completa ocultación en la vida corriente. Para descubrirlo tenemos que
colocarnos ante dos casos especiales en los que es aún visible o se hace
visible de nuevo; la conducta del niño mientras aprende a manejar su idioma y
la del adulto que se halla bajo los efectos de una acción tóxica. En la época
en que el niño aprende a manejar el tesoro verbal de su lengua materna le
proporciona un franco placer de «experimentar en juego» (Groos) con este
material y une las palabras sin tener en cuenta para nada su sentido, con el
único objeto de alcanzar de este modo el efecto placiente del ritmo o de la
rima. Este placer va siéndole prohibido al niño cada día más por su propia
razón, hasta dejarlo limitado a aquellas uniones de palabras que forman un
sentido. Todavía en años posteriores da la tendencia a superar las aprendidas
limitaciones en el uso del material verbal muestras de su actividad en el
sujeto, haciéndole modificar las palabras por medio de determinados afijos,
transformar sus formas merced a dispositivos especiales (reduplicación) o hasta
crear, para entenderse con sus camaradas de juego, un idioma especial,
esfuerzos todos que después surgen de nuevo en determinadas categorías de
enfermos mentales.
A
mi juicio, sea cualquiera el motivo a que obedeció el niño al comenzar estos
juegos, más adelante los prosigue, dándose perfecta cuenta de que son
desatinados y hallando el placer en el atractivo de infringir las prohibiciones
de la razón. No utiliza el juego más que para eludir el peso de la razón
crítica. Pero las limitaciones que la misma establece en este punto son bien
poca cosa comparadas con las que luego, durante la educación, tienen que ser
constituidas para lograr la exactitud del pensamiento y enseñarle a distinguir
en la realidad lo verdadero de lo falso. A estas más poderosas limitaciones
corresponde una más honda y duradera rebeldía del sujeto contra la coerción
intelectual y real, rebeldía en la que quedan comprendidos los fenómenos de la actividad
imaginativa. El poder de la crítica llega a ser tan grande en el último estadio
de la niñez y en el período de aprendizaje que va más allá de la pubertad, que
el «placer de disparatar» no se aventura ya a manifestarse directamente sino
muy raras veces. Los muchachos ya casi adolescentes no se atreven a disparatar
sin rebozo alguno, pero su característica tendencia a una actividad sin objeto
me parece ser una derivación directa del placer de disparatar. En los casos
patológicos se ve muy frecuentemente cómo esta tendencia se intensifica hasta
el punto de volver a dominar las conferencias y respuestas de los escolares; en
algunos de éstos, atacados de neurosis, he podido comprobar que el placer
inconsciente que les producían sus propios desatinos tenía en lo equivocado de
sus respuestas una participación equivalente a la de su ignorancia.
Más
tarde el estudiante no prescinde tampoco de manifestar esta rebeldía contra la
coerción intelectual y real, cuyo dominio sobre su individualidad siente
hacerse cada vez más ilimitado e intolerante. Una gran parte de los chistes
estudiantiles tienen su origen en esta reacción. Con el alegre disparatar que
reina en las reuniones juveniles en torno de la mesa de una cervecería, intenta
el estudiante salvar el placer de la libertad del pensamiento que la disciplina
universitaria va aminorando cada vez más. Todavía en épocas posteriores, cuando
el alegre estudiante se ha convertido en hombre maduro y, reunido con otros de
su talla en un Congreso científico, se ha sentido trasladado de nuevo a su
época de aprendizaje, busca al terminar las sesiones un periódico satírico o
una humorística conversación que, tomando a burla disparatadamente los nuevos
conocimientos adquiridos, le compensen de las nuevas coerciones intelectuales
que los mismos han traído consigo. Mas en la edad adulta la crítica que ha
reprimido el placer de disparatar llega a adquirir tal fuerza, que no puede ser
eludida, ni siquiera temporalmente, sin la cooperación de medios auxiliares
tóxicos. El valioso servicio que el alcohol rinde al hombre es el de
transformar su estado de ánimo; de aquí que no en todos los casos sea fácil
prescindir de tal «veneno». El buen humor surgido endógenamente o tóxicamente
provocado debilita las fuerzas coercitivas, entre ellas la crítica, y hace
accesibles de este modo fuentes de placer sobre las que pesaba la coerción. Es
harto instructivo ver cómo conforme el buen humor va imponiendo su reinado van
disminuyendo las cualidades que del chiste se exigen. El buen humor sustituye
al chiste, como éste tiene, a su vez, que esforzarse en sustituir al primero,
cuando falta, para evitar que permanezcan reprimidas duramente determinadas
posibilidades de placer, entre ellas el placer de disparatar.
Bajo
la influencia del alcohol el adulto se convierte nuevamente en niño, al que
proporciona placer la libre disposición del curso de sus pensamientos sin
observación de la coerción lógica. Esperamos haber demostrado que las técnicas
de contrasentido del chiste corresponden a una fuente de placer. Recordemos
ahora únicamente que este placer surge del ahorro de gasto psíquico y de la
liberación de la coerción de la crítica.
Una revisión de las técnicas del chiste, que antes dividimos en tres
grupos, nos hace observar que el primero y el tercero de ellos, la sustitución
de las asociaciones objetivas por asociaciones verbales y el empleo del
contrasentido, pueden reunirse en uno solo como procedimientos de restablecer
antiguas libertades y de descargar al sujeto del peso de las coerciones impuestas
por la educación intelectual. Estas técnicas son, por decirlo así, «reducciones
de la carga psíquica», y podemos colocarlas hasta cierto punto en
contraposición al ahorro que la técnica realiza en el segundo grupo. Por tanto,
la reducción del gasto psíquico ya existente y el ahorro del venidero son los
dos principios sobre los que descansan la técnica del chiste y todo el placer
que la misma produce. Las dos clases de técnica y de aportación de placer
coinciden, por lo demás -en conjunto-, con la división del chiste en verbal e
intelectual.
(2)
Las reflexiones que anteceden nos han aproximado al conocimiento de una
psicogénesis del chiste, en la que intentaremos penetrar ahora más hondamente.
Hemos llegado a conocer ciertos grados preliminares del chiste, cuyo desarrollo
hasta el chiste tendencioso nos puede seguramente descubrir nuevas relaciones
entre los diversos caracteres del chiste. Anterior a éste es algo que podemos
calificar de juego y que aparece en el niño mientras aprende a emplear palabras
y a unir ideas, obedeciendo probablemente a uno de los instintos que obligan al
niño a ejercitar sus facultades (Groos). En este ejercicio descubre el sujeto
infantil efectos de placer surgidos de la repetición de lo análogo y del
reencuentro de lo conocido, que demuestran ser inesperados ahorros de gasto
psíquico. No es de admirar que estos efectos de placer impulsen al niño a
dedicarse con entusiasmo a su juego, sin tener para nada en cuenta la
significación de las palabras y la coherencia de las frases. Así, pues, el
primer grado preliminar del chiste sería el juego con palabras e ideas,
motivado por determinados efectos placientes del ahorro.
A
este juego pone fin el robustecimiento de un factor que merece ser calificado
de crítica o razón. El juego es entonces rechazado como fallo de sentido o
francamente disparatado; la crítica le ha hecho ya imposible. Al mismo tiempo
queda también excluida por completo la consecución de placer de fuentes tales
como el reencuentro de lo conocido, etc., salvo casualmente cuando se apodere
del sujeto un alegre estado de ánimo que, como la alegría infantil, suprima la
coerción crítica. Sólo en este caso se hace de nuevo posible el antiguo juego
aportador de placer; pero el hombre no se conforma con esperar la aparición de
estas circunstancias, renunciando a procurarse el placer a voluntad, sino que
busca medios que hagan al mismo independiente de su estado de ánimo. El
subsiguiente desarrollo del juego hasta el chiste es recogido por dos
aspiraciones: la de eludir la crítica y la de subsistir el estado de ánimo. De
este modo se constituye el segundo grado preliminar del chiste, o sea la
«chanza». Se trata de continuar la aportación de placer del juego y amordazar
las exigencias de la crítica, que no dejarían surgir la sensación de placer.
Para alcanzar este fin no existe sino un único camino. La yuxtaposición
disparatada de palabras o la sucesión contra sentido de pensamientos tiene
forzosamente que adquirir un sentido. Todo el arte de la elaboración del chiste
se dedica a hallar aquellas palabras o constelaciones de ideas en que esta
condición se muestre cumplida. Ya aquí, en la chanza encuentran empleo todos
los medios técnicos del chiste, y los usos del lenguaje no hacen entre chanza y
chiste ninguna distinción importante. Lo que diferencia a la chanza del chiste
es que el sentido de la frase arrancada a la crítica no necesita ser valioso,
nuevo, ni siquiera bueno; basta con que pueda expresarse en la forma escogida,
aunque sea desacostumbrado superfluo e inútil expresarlo así. En la chanza
aparece en primer término la satisfacción de haber realizado lo que la crítica
prohibía.
Así,
es únicamente una chanza cuando Schleiermacher define los celos como la pasión
que busca con celo lo que dolor produce (Eifersucht ist eine Leidenschaft, die
mit Eifer sucht más Leidenschafft). También constituye una chanza el siguiente
dicho del profesor Kästner, que en el siglo XVIII explicaba Física -y hacía
chistes- en la Universidad de Gotinga: «Viendo, al pasar lista a sus alumnos que
había uno cuyo nombre era Guerra, le preguntó qué edad tenía. «Treinta años»,
contestó el estudiante. «¡Ah!, entonces tengo el honor de contemplar la guerra
de los Treinta Años». Con una chanza respondió Rokitansky a un individuo que le
preguntaba qué profesión había escogido cada uno de sus cuatro hijos: «Dos
curan (heilen) y dos aullan (heulen).» Similicadencia «heilen, heulen»; esto
es, dos son médicos y los otros dos cantantes. La respuesta era justa y en ella
no se decía nada que no estuviese expresado en la frase normal: dos son médicos
y otros dos cantantes. Es, por tanto, indudable que si la frase tomó una forma
anormal fue tan sólo por el placer derivado de la unificación y la
similicadencia de los dos verbos empleados.
Me
parece que vamos viendo ya claramente en esta cuestión. Hemos visto estorbada
de continuo nuestra valoración de las técnicas del chiste por el hecho de no
ser éstas privativas del mismo y, sin embargo, parecía depender de ellas toda
su esencia, dado que, suprimiéndolas por medio de la reducción, desaparecerían
tanto el placer como el carácter mismo del chiste. Mas observamos ahora que lo
que hemos descrito como técnicas del chiste, y en cierto sentido tenemos que
seguir denominando así, son más bien las fuentes de las que el chiste extrae el
placer. No podremos, por tanto, extrañar en adelante que otros procedimientos
encaminados al mismo fin extraigan placer de las mismas fuentes. En cambio, la
técnica peculiar y exclusiva del chiste se hallará en su procedimiento de
proteger el empleo de estos medios productores de placer contra las exigencias
de la crítica, que motivarían la desaparición del mismo. De este procedimiento
no podemos por ahora decir casi nada con carácter general; la elaboración del
chiste se manifiesta, como ya hemos indicado, en la selección de aquel material
verbal y aquellas situaciones intelectuales que permiten al antiguo juego, con
palabras e ideas, soportar victoriosamente el examen de la crítica. Para este
fin tienen que ser aprovechadas con máxima habilidad todas las peculiaridades
del tesoro verbal y todas las constelaciones de la conexión ideológica. Quizá
nos hallemos más adelante en situación de caracterizar la elaboración del
chiste por medio de una determinada propiedad; mas, por lo pronto, tenemos que
dejar inexplicado cómo se realiza la selección necesaria al chiste. La
tendencia y la función del chiste, consistentes en proteger de la crítica las
conexiones verbales e ideológicas productoras del placer, se muestran ya en la
chanza como sus más esenciales características. Desde el principio su función
es la de suprimir coerciones internas y alumbrar fuentes que las mismas habían
cegado. Más adelante hallaremos cómo permanece fiel a este carácter a través de
todo su desarrollo.
Nos
hallamos ahora en situación de fijar al factor del «sentido en lo desatinado»,
al que los autores conceden tan grande importancia para la caracterización del
chiste y para la explicación de su efecto, de placer, en justa situación. Los
dos puntos fijos de la condicionalidad del chiste, su tendencia a continuar el
juego productor de placer y su esfuerzo en protegerlo de la crítica de la
razón, aclaran, sin necesidad de más amplias explicaciones, por qué el chiste
aislado, cuando se nos muestra disparatado desde un punto de vista, tiene,
desde otro, que parecernos sensato o, por lo menos, admisible. A la elaboración
del chiste corresponde lograr este efecto; allí donde no lo consigue, es
rechazado aquél como un desatino. Mas no tenemos necesidad de derivar el efecto
de placer del chiste de la pugna de las sensaciones que surgen del sentido y al
mismo tiempo desatino del mismo, sea directamente, sea por el camino del
«desconcierto y esclarecimiento». Tampoco nos vemos precisados a aproximarnos
más al problema de cómo puede surgir el placer, de la alternativa de tener por
disparatado y reconocer como sensato el chiste. La psicogénesis del mismo nos
ha enseñado que el placer del chiste procede del juego con palabras o del
desencadenamiento del desatino, y que su sentido se halla destinado
exclusivamente a proteger este placer contra su supresión por la crítica.
Con
esto habríamos explicado en la «chanza» el esencial carácter del chiste.
Podremos, por tanto, dirigir ahora nuestra atención al subsiguiente desarrollo
de la chanza hasta culminar en el chiste tendencioso. La chanza coloca aún en
primer término la tendencia a agradarnos y se contenta con que su expresión no
nos parezca desatinada o falsa de todo contenido. Cuando esta misma expresión
se muestra plena de contenido o de valor se transforma la chanza en chiste. Un
pensamiento que hubiera sido digno de todo nuestro interés, aun expresado en la
forma más sencilla, aparece revestido de una forma que tiene que despertar, por
sí misma, nuestro agrado, haciéndonos pensar, además, que una tal coincidencia
no ha surgido, ciertamente, sin propósito determinado. Impulsados por esta
idea, nos esforzamos en adivinar las intenciones en que la formación del chiste
se basa. Una observación que antes hicimos como de pasada nos servirá ahora de
guía. Hemos advertido antes que un buen chiste nos produce un agradable efecto
de conjunto en el que no podemos distinguir qué parte del placer se debe a la
forma chistosa y qué otra al excelente contenido ideológico.
Constantemente
nos equivocamos en esta valoración, sobreestimado unas veces la bondad del
chiste, a consecuencia de nuestra admiración por el pensamiento en él contenido
y otras el valor de tal pensamiento impulsados por el placer que el
revestimiento chistoso nos proporciona. No sabemos lo que nos causa placer ni
de qué reímos. Esta inseguridad de nuestro juicio puede quizá haber
proporcionado el motivo para la formación de lo que estrictamente denominamos
«chiste». El pensamiento busca el ropaje chistoso porque por medio del mismo se
recomienda a nuestra atención y puede parecernos más importante y valioso, pero
ante todo, porque tales vestiduras sobornan y confunden a nuestra crítica. Nos
inclinamos a atribuir al pensamiento la complacencia que la forma chistosa nos
ha producido y tendemos a no hallar equivocado lo que nos ha causado placer,
para no cegar de este modo una fuente del mismo. Si el chiste nos hace reír,
queda establecida en nosotros una disposición desfavorable a la crítica, pues
se nos impone desde el exterior aquel estado de ánimo que antes se satisfacía
con el juego y que el chiste se ha esforzado en sustituir por todos los
medios.
Aunque,
anteriormente, hemos establecido que tales chistes debían denominarse
inocentes, esto es, no tendenciosos, nos vemos ahora obligados a reconocer que,
en sentido estricto, sólo la chanza carece de toda tendencia, no obedeciendo a
otra intención que a la de crear placer. El chiste -aunque el pensamiento que
contenga carezca de todo propósito y sirva, por tanto, únicamente a un interés intelectual
teórico- no carece nunca de tendencia, pues persigue una segunda intención: la
de mejorar el pensamiento, fortificándolo, y asegurarlo así contra la crítica.
De este modo exterioriza el chiste su naturaleza primitiva, colocándose
enfrente de un poder limitador y coercitivo: el juicio crítico. Esta primera
utilidad del chiste, que va más allá de la producción de placer señala el
camino a sus demás funciones. El chiste queda ya reconocido como un factor de
poder psíquico, cuya intervención puede ser decisiva. Los grandes instintos y
tendencias de la vida anímica lo toman a su servicio para alcanzar sus fines.
El chiste, primitivamente exento de tendencias y que comenzó como juego entra,
secundariamente, en relación con tendencias a las que, en definitiva, nada de
lo que se constituye en la vida anímica puede escapar. Sabemos ya lo que puede
rendir al servicio de las tendencias desnudadora, hostil, cínica y escéptica.
En
el chiste obsceno, derivado del chiste «verde», convierte a aquella tercera persona
que constituía un estorbo en la situación sexual primitiva -sobornándola al
compartir con ella el placer conquistado- en un aliado ante el que la mujer
tiene que avergonzarse. En la tendencia agresiva transforma por igual medio al
oyente, imparcial al principio, en un secuaz de su odio o su desprecio y hace
surgir contra el enemigo un poderoso ejército allí donde antes no existía sino
un solo combatiente. En el primer caso, domina la coerción del pudor y de la
decencia por medio de la prima de placer que ofrece; en el segundo, elude de
nuevo el juicio crítico, que sin él hubiese examinado el caso discutido. En los
casos tercero y cuarto, al servicio de la tendencia cínica y escéptica,
destruye el chiste, fortificando el argumento aducido y constituyendo un nuevo
modo de ataque, el respeto a instituciones y verdades admitidas por el oyente.
Allí donde el argumento intenta atraer la crítica de aquél, tiende el chiste a
evitarlo, dándole de lado. No cabe duda de que el chiste ha escogido el camino
más eficaz psicológicamente.
En
esta revisión de la función del chiste tendencioso hemos hallado, en primer
término, algo muy fácil de observar: el efecto del chiste en aquel que lo
escucha. Pero mucho más importantes para la inteligencia de estos problemas son
las funciones que el chiste lleva a cabo en la vida anímica de aquel que lo
dice, o dicho con mayor precisión, de aquél a quien se le ocurre. Ya antes nos
propusimos -y hallamos aquí ocasión para renovar nuestros propósitos- estudiar
los procesos psíquicos del chiste, teniendo en cuenta su relación a dos
personas diferentes. Por lo pronto, manifestaremos nuestra sospecha de que el
proceso estimulado por el chiste en el oyente reproduce, en la mayoría de los
casos, el que antes ha tenido lugar en el autor. Al obstáculo exterior que ha
de ser vencido en el primero, corresponde en este último un obstáculo interno,
que, como mínimo, será la representación coercitiva del obstáculo externo que
ha de vencer. En algunos casos, el obstáculo interno que es vencido por el
chiste tendencioso resulta evidente. Así, de los chistes de N. tenemos que
suponer que no se limitan a proporcionar al oyente el placer de la agresión
injuriosa, sino que, ante todo, facilitan al mismo N. la producción de dichas
injurias, constituyendo el único camino por el que se le es posible
exteriorizarlas. Entre las especies de la coerción o cohibición interna existe
una especialmente digna de nuestro interés, por ser la de mayor amplitud. Es
ésta la que conocemos con el nombre de «represión», y se caracteriza por sus
efectos, consistentes en excluir de la conciencia los sentimientos que caen
bajo su acción, con todos sus derivados y ramificaciones. Ya veremos, más
adelante, cómo el chiste tendencioso consigue extraer placer incluso de estas
fuentes sometidas a la represión. Si, como antes indicamos, es posible referir
de este modo el vencimiento de obstáculos exteriores al de coerciones y
represiones interiores, podremos decir que el chiste tendencioso demuestra más
claramente que ningún otro de los grados evolutivos del chiste el carácter
esencial de la elaboración del mismo, constituido por el hecho de dar libertad
a magnitudes de placer por medio de la remoción de coerciones. El chiste
tendencioso fortifica las tendencias a cuyo servicio se coloca, aportándoles
auxilios procedentes de sentimientos reprimidos o entra abiertamente al
servicio de tendencias reprimidas.
Podemos
admitir sin dificultad que éstas son las funciones del chiste tendencioso;
pero, al hacerlo, reflexionamos que no hemos llegado aún a comprender en qué
forma le es posible llevarlas a cabo. Toda la fuerza de estos chistes se halla
en el placer que extraen del juego con palabras y de la liberación del
disparate, y si hemos de juzgar por la impresión que hemos recibido de las chanzas
desprovistas de tendencia, no podemos atribuir a este placer tan considerable
magnitud que nos sea dable suponerle poder suficiente para remover arraigados
obstáculos e intensas represiones. Pero lo que realmente sucede, en este punto
concreto, es que no se trata de la sencilla actuación de una fuerza, sino de un
complicado sistema de fuerzas combinadas. En lugar de exponer aquí el largo
rodeo por el que he llegado al conocimiento de esta circunstancia, trataré de
representarla por un corto camino sintético.
G.
Th. Fechner ha establecido en La introducción a la Estética (T. I. V.) el
«principio de la cooperación o puja estética, exponiéndolo en la forma
siguiente: De la unión de condiciones de placer, de escasa potencia cada una,
surge un resultado de placer, superior, a veces considerablemente, al que
corresponde al valor de placer de tales condiciones tomadas por separado, y
mayor aún de lo que pudiera explicarse por la suma de cada uno de los efectos.
Por medio de tal reunión puede hasta conseguirse un positivo resultado de
placer, incluso cuando cada uno de los factores es por sí solo incapaz de
lograrlo. A mi juicio, el tema del chiste no nos ofrece grandes ocasiones de
confirmar la certeza de este principio, demostrable en muchas otras creaciones
artísticas. Sin embargo, nuestra investigación nos ha enseñado algo que, por lo
menos, muestra cierta relación con la hipótesis de Fechner; pues hemos visto
que en la actuación conjunta de varios factores productores de placer no nos es
posible atribuir a cada uno de ellos la parte que realmente le corresponde en
el resultado. Lo que sí haremos es modificar la situación supuesta en el
principio de la cooperación y establecer para estas nuevas condiciones una
serie de interrogantes merecedoras de aclaración. ¿Qué sucede, en general,
cuando en una constelación aparecen condiciones de placer junto a condiciones
de displacer ? ¿De qué depende entonces el resultado y en qué se manifiesta? El
caso del chiste tendencioso es un caso especial entre estas posibilidades. Existe
un sentimiento o aspiración que quería extraer placer de una determinada fuente
y lo hubiera conseguido de no tropezar con un obstáculo; de otra parte, existe
otra aspiración que actúa en contra de este desarrollo de placer, estorbándolo
o reprimiéndolo. La aspiración represora tiene que ser, como lo demuestra el
resultado, más fuerte, en una cierta magnitud, que la reprimida, la cual no por
ello desaparece.
Agrégase
ahora una nueva aspiración que extraería placer del mismo proceso, aunque de
distintas fuentes, aspiración que actúa, por tanto, en el mismo sentido que la
reprimida. ¿Cuál será en este caso el resultado? Un ejemplo nos orientará mejor
que cualquier esquematización. Supongamos existente la aspiración a insultar a
una determinada persona; mas al paso de esta aspiración salen el sentimiento
del propio decoro y la cultura estética, con tal fuerza, que el insulto tiene
que ser retenido, y si pudiera surgir mediante una transformación de la
situación o del estado de ánimo, esta victoria de la tendencia insultante sería
sentida después con displacer. Queda, pues suprimido el insulto. Mas se ofrece
la posibilidad de extraer un buen chiste del material de palabras y
pensamientos que habían de servir para expresarlo, o sea una ocasión de extraer
placer de otras fuentes distintas, cuyo acceso no está prohibido por la misma
represión. Sin embargo, esta segunda conquista de placer no podría realizarse
si el insulto hubiera de ser abandonado; mas en cuanto éste es admitido, en su
nueva forma expresiva, queda ligada también a él la nueva consecución de
placer. Nuestra experiencia del chiste tendencioso nos muestra que en tales
circunstancias puede recibir la tendencia reprimida, con la ayuda del placer
del chiste, la energía suficiente para vencer la coerción, que de otro modo la
superaría en energía. Se insulta porque con ello se hace el chiste. Pero el
placer a que se aspira no es el producido por el chiste; es incomparablemente
superior, y tanto mayor que el placer del chiste cuanto que debemos suponer que
la tendencia antes reprimida ha conseguido imponerse y manifestarse por entero.
En estas circunstancias es en las que el chiste tendencioso excita más nuestra
hilaridad.
La
investigación de las condiciones de la risa nos llevará quizá a una más
definida representación del proceso por el que el chiste coadyuva a la lucha
contra la represión. Pero vamos también ahora que el caso del chiste
tendencioso es un caso especial del principio de la cooperación. Una
posibilidad de desarrollo de placer se agrega a una situación en la que otra
posibilidad se halla cohibida de tal manera, que no podría por sí sola producir
placer ninguno. El resultado de esta agregación es un desarrollo de placer muy
superior al de la posibilidad agregada, la cual ha actuado como prima de
atracción; por medio de la oferta de una pequeña magnitud de placer se ha
conquistado una gran cantidad del mismo, que de otro modo hubiera sido difícil
de lograr. Resulta ahora muy justificada la sospecha de que este principio
corresponde a un proceso que se verifica en muchos y muy alejados dominios de
la vida anímica y creo muy apropiado calificar de placer preliminar (Vorlust)
el placer que actúa como prima de atracción para conseguir la libertad de una
magnitud mucho más considerable. El principio que de este modo dejamos
establecido será, pues, el principio del placer preliminar.
Podemos
ya exponer la fórmula del mecanismo del chiste tendencioso, se pone éste al
servicio de determinadas tendencias con el fin de engendrar nuevo placer,
suprimiendo retenciones y represiones por medio del placer del chiste, que
actúa en calidad de placer preliminar. Examinando su desarrollo, podemos decir
que el chiste ha permanecido fiel a su esencia desde su origen hasta su
perfección. Comienza como un juego dedicado a extraer placer del libre empleo
de palabras e ideas. Luego, en cuanto el robustecimiento de la razón rechaza,
como falto de sentido, el juego con las palabras, y como disparatado aquel en
que intervienen ideas, se transforma en chanza para conservar estas fuentes de
placer y poder conquistar nuevo placer por medio de la liberación del
disparate. Como chiste propiamente dicho, aun exento de toda tendencia, presta
su ayuda a las ideas y las fortalece contra los ataques del juicio crítico,
actividad en la que se sirve del principio de la confusión de las fuentes de
placer; por último entra al servicio de importantes tendencias que luchan
contra represión y se consagra a suprimir obstáculos interiores, conforme al
principio del placer preliminar. La razón -el juicio crítico- y la represión
son los poderes que uno tras otro va combatiendo, mientras conserva las
primitivas fuentes de placer verbal y se abre paso, a partir del grado de la
chanza, hasta otras nuevas, por medio de la remoción de obstáculos. El placer
que produce, sea placer de juego o de remoción, lo podemos derivar, en cada
caso, del ahorro de gasto psíquico, siempre que esta concepción no se
manifieste contraria a la esencia del placer y demuestre ser fructífera en
otros campos.
Los motivos del chiste.
El chiste como fenómeno social.
Habiendo
reconocido como motivo suficiente de la elaboración del chiste la intención de
conseguir placer, parece ahora inútil resucitar esta cuestión. Mas, por un
lado, no es imposible que otros motivos diferentes tomen parte en la producción
del chiste, y por otro, no debemos dejar de incluir en nuestra investigación el
problema de la condicionalidad subjetiva del mismo. Dos hechos nos impulsan
ante todo a hacerlo así. La elaboración del chiste es, desde luego, un
excelente medio de extraer placer de los procesos psíquicos; mas no todos los
hombres se hallan igualmente capacitados para servirse de él. No se halla a
disposición de todo el mundo, y, ampliamente, sólo a la de contadas personas, a
las que caracterizamos diciendo que tienen «chiste». En este sentido se nos
muestra el «chiste» como una especial capacidad perteneciente a la categoría de
las antiguas «potencias del alma», pero casi por completo independiente de las
restantes: inteligencia, fantasía, memoria, etc. Deberemos, pues, suponer en
los sujetos chistosos especiales disposiciones o condiciones psíquicas que
permiten o favorecen la elaboración del chiste. Temo que no nos ha de ser
posible profundizar mucho en este punto. Sólo en ocasiones aisladas logramos
avanzar desde la comprensión de un chiste hasta el reconocimiento de las
condiciones subjetivas existentes en el espíritu de su autor. A una feliz
casualidad se debe, no más, que precisamente el ejemplo con cuyo análisis hemos
inaugurado nuestra investigación de las técnicas nos permita penetrar hasta la
condicionalidad subjetiva del chiste. Me refiero a la chistosa frase de Heine,
que antes que nosotros analizaron ya Hayman y Lipps: «Tan cierto como que de
Dios proviene todo lo bueno, señor doctor, es que una vez me hallaba yo sentado
junto a Salomón Rothschild y que me trató como a un igual suyo, muy
familionarmente (famillionär).»
Esta
frase la pone Heine en boca de un personaje cómico: el hamburgués
Hirsch-Hyacinth, agente de lotería, casado, callista y ayuda de cámara del
distinguido barón Cristóforo Gumpelino (antes Gumpel). Se ve que el poeta
siente especial predilección por esta su criatura, pues le hace llevar la voz
cantante en el relato y enunciar las más osadas y divertidas ideas, prestándole
la práctica sabiduría de un Sancho Panza. Lástima que, llevado Heine por su
falta de afición a la forma dramática, deje perderse tan pronto esta deliciosa
figura. Sin embargo, en más de una ocasión nos quiere parecer que
Hirsch-Hyacinth no es sino una transparente máscara, detrás de la cual es el
poeta mismo quien habla, y a poco que reflexionemos, adquirimos la certeza de
que el cómico personaje constituye una autoparodia del propio Heine. Así,
cuando Hirsch relata la razón de haber abandonado su verdadero nombre adoptando
el de Hyacinth. «Este nombre -dice- lo escogí porque empezaba con H, como el
mío, y me evitaba hacer grabar de nuevo mis iniciales.» Es esto, exactamente,
lo que sucedió a Heine cuando, al bautizarse, cambio su nombre -Harry- por el de
Heinrich. Además, todo aquel que conozca la biografía de Heine recordará que el
poeta tenía en Hamburgo, ciudad de la que hace natural a Hirsch-Hyacinth, un
tío de su mismo apellido que desempeñaba en la familia el papel de pariente
adinerado y ejerció en la vida de nuestro autor una decisiva influencia. Su
nombra era Salomón, como el del viejo Rothschild, que hubo de acoger al infeliz
Hirsch tan familionarmente.
De
este modo, lo que en boca de Hirsch-Hyacinth nos parecía una chanza, muestra un
fondo de amargura, atribuido al sobrino Harry-Heinrich. Sabemos que éste quiso
estrechar los lazos de unión con esta parte de su familia y que fue su más
ardiente deseo contraer matrimonio con una hija de su tío Salomón; pero la
muchacha le rechazó, y el padre le trató siempre harto familionarmente, como a
un pariente pobre. Sus opulentos primos de Hamburgo nunca le miraron tampoco
con afecto. Recuerdo aquí lo que me contó una anciana tía mía, que por su
matrimonio entró a formar parte de la familia de Heine. Un día en que, recién
casada, fue a comer a casa de Salomón tuvo por vecino de mesa a un joven
silencioso y desganado, al que los demás trataban con cierto desdén. Por su
parte, también tuvo ella ocasión de mostrarse muy afectuosa con su vecino, y
sólo muchos años después supo que aquel taciturno y desdeñado joven era el
poeta Enrique Heine. Este desvío de sus ricos parientes hizo sufrir mucho a
Heine, tanto en su juventud como en años posteriores, y tales emociones
subjetivas dieron cuerpo al chiste cuyo análisis nos ocupa.
También
en otros chistes de este gran humorista podemos suponer la existencia de
análogas condiciones subjetivas, pero no conozco ningún ejemplo más en el que
las mismas aparezcan tan evidentemente. No es, por tanto, nada sencillo precisar
la naturaleza de tales condiciones subjetivas, ni podemos suponer a priori a
cada chiste producto de tan complicada génesis. Tampoco en las producciones
chistosas de otros famosos ingenios hallamos camino más accesible para nuestra
investigación. A veces, como cuando nos enteramos de que Lichtenberg era un
hipocondríaco, sujeto a las más originales rarezas, nos inclinamos a pensar que
las condiciones subjetivas de la elaboración del chiste no se hallan muy
alejadas de las de la enfermedad neurótica. La gran mayoría de los chistes,
especialmente de aquellos que surgen apoyándose en los nuevos intereses de cada
día, es de procedencia anónima y nos hace preguntarnos con curiosidad qué clase
de personas serán sus autores. Cuando en el ejercicio de la Medicina se tiene
ocasión de conocer a uno de aquellos individuos que sin presentar, por lo
demás, sobresalientes cualidades, son conocidos en su círculo como chistosos y
autores de muchos de los chistes en circulación, se experimenta con frecuencia
la sorpresa de ver que se trata de sujetos predispuestos a enfermedades
nerviosas. Mas por insuficiencia de pruebas nos abstenemos desde luego de
erigir tal constitución psiconeurótica en condición subjetiva necesaria o
regular de la formación del chiste.
Constituyen,
en cambio, un caso más transparente aquellos chistes judíos, que ya conocemos,
debidos a individuos de raza israelita, pues los que proceden de personas
extrañas no pasan nunca, como ya hemos visto, del nivel de la comicidad o de la
burla brutal. En ellos parece cumplirse, como en el chiste de Heine antes
examinado, la condición de que la propia persona participe en el contenido del
chiste; condición cuya importancia estriba en el hecho de dificultar al sujeto
la crítica o agresión directa, obligándole a buscar un rodeo. Otras condiciones
que hacen posibles o favorecen la elaboración del chiste se muestran más
claramente ante nuestros ojos. El móvil de la producción de chistes inocentes
es con gran frecuencia el vanidoso impulso de mostrar nuestro propio ingenio
dándonos en espectáculo; esto es, un instinto equivalente a la exhibición en el
terreno sexual. La existencia de numerosos instintos retenidos, cuya cohibición
presenta cierto grado de inestabilidad, producirá la disposición favorable a la
producción del chiste tendencioso. Componentes aislados de la constitución
sexual de un individuo pueden de este modo actuar como motivos de la formación
de chistes. Toda una serie de chistes obscenos permite deducir en sus autores
una oculta tendencia a la exhibición. Los chistes tendenciosos agresivos
resultan especialmente fáciles para aquellos sujetos en cuya sexualidad puede
demostrarse la existencia de poderosos componentes sadistas, más o menos
cohibidos en su vida individual.
La
otra circunstancia que nos impulsa a investigar la condicionalidad subjetiva
del chiste es el hecho, generalmente conocido, de que nadie se contenta con
hacer un chiste únicamente para sí. A la elaboración del chiste se halla
indisolublemente ligado el impulso a comunicarlo, y este impulso es tan
poderoso, que se impone con frecuencia, a despecho de importantes
consideraciones. También la comunicación de lo cómico nos proporciona un
placer, pero el impulso que a ellas nos lleva no es ya tan imperativo: lo
cómico puede ser gozado aisladamente allí donde surge ante nosotros. En cambio,
nos vemos obligados a comunicar el chiste. El proceso psíquico de la formación
del chiste no parece terminar con el acto de ocurrírsenos; queda aún algo, que
tiende a cerrar, con la comunicación de la ocurrencia, el desconocido mecanismo
de su producción. No no es dado adivinar al principio en qué puede fundarse
esta tendencia a la comunicación del chiste. Mas observamos en éste una nueva
peculiaridad que agregar a aquellas que lo diferencian de lo cómico. Cuando lo
cómico surge ante nosotros, lo primero que hacemos es reír de ello, sin
ocuparnos de hacer a nadie partícipe de nuestra risa.
Posteriormente,
después de haber reído a nuestro gusto, es cuando quizá encontremos un nuevo
placer en comunicar lo que nos ha divertido. En cambio, no reímos jamás del
chiste que se nos ocurre, a pesar del innegable contenido que el mismo nos
produce. Es, por tanto, posible que nuestra necesidad de comunicar el chiste se
halle relacionada de algún modo con tal efecto hilarante, que nos es negado
como autores, pero que se manifiesta con todo su poder en las personas a las
que comunicamos nuestra ocurrencia. ¿Por qué reímos de nuestros propios
chistes? ¿Y qué papel desempeña el oyente? Examinamos en primer lugar esta última
interrogación. En lo cómico toman parte dos personas: a más de nuestro propio
yo, aquella otra en la que hallamos la comicidad. Asimismo, cuando encontramos
cómico un objeto es merced a una especie de personificación, nada rara en
nuestra vida ideológica. Estas dos personas, el yo y la persona-objeto, son
suficientes para el proceso cómico. Puede agregarse a ellas una tercera, más no
obligada ni necesariamente.
Cuando
el chiste no es aún sino un juego con las propias palabras o ideas, prescinde
todavía de una persona-objeto, pero ya en el grado preliminar de la chanza,
cuando ha conseguido proteger el juego y el desatino de la censura de la razón,
requiere una segunda persona a la que poder comunicar su resultado. Mas esta
segunda persona del chiste no corresponde a la persona-objeto de la comicidad,
sino a aquella tercera persona a la que se comunica el hallazgo cómico. En la
chanza parece someterse a la segunda persona de decisión de si la elaboración
del chiste ha cumplido o no su cometido como si el yo no confiase en la
seguridad de su propio juicio. También el chiste inocente, que sabemos
destinado a robustecer los pensamientos, necesita de una segunda persona para
probar si ha alcanzado su intención. Cuando el chiste se pone al servicio de
tendencias desnudadoras u hostiles, podemos describirlo como un proceso
psíquico entre tres personas, las mismas que participan en la comicidad, pero
el papel desempeñado por la tercera es muy distinto: el proceso psíquico se
cumple entre la primera, o sea el yo, y la tercera, o sea el oyente, y no como
en la comicidad entre el yo y la persona-objeto.
También
en la tercera persona del chiste tropieza éste con condiciones subjetivas que
pueden privarle de alcanzar su fin de conseguir placer. Como Shakespeare
advierte (Love's Labour's Lost, V. 2):
A
jest's prosperity lies in the ear
Of
him that hears it, never in the tongue
Of
him that makes it... .
Aquel
cuyo estado de ánimo depende de graves pensamientos no será el juez más
apropiado para confirmar con sus risas que el chiste ha conseguido su propósito
de salvar el placer verbal. Para poder constituir la tercera persona del chiste
tiene el sujeto que hallarse de buen humor o, por lo menos, indiferente.
Idéntico obstáculo encuentra el chiste inocente y el tendencioso, agregándose
en este último un nuevo peligro posible: la oposición a la tendencia que el
mismo intenta favorecer. La disposición a reír de un excelente chiste obsceno
no podrá constituirse cuando el mismo se refiera a una persona estimada por el
oyente o ligada a él por lazos de familia. En una reunión de sacerdotes católicos
y pastores evangélicos no se atreverá nadie a citar la comparación de Heine que
antes expusimos, y ante un auditorio compuesto de amigos de un adversario mío,
las más chistosas invectivas que contra éste pudieran ocurrírseme no serían
acogidas como chistes, sino como invectivas, y producirían indignación en lugar
de placer. Cierto grado de complicidad o de indiferencia y la falta de todos
aquellos factores que pudieran hacer surgir poderosos sentimientos contrarios a
la tendencia son condiciones precisas para que la tercera persona pueda
coadyuvar a la perfección del chiste.
Allí
donde no aparecen estos obstáculos, oponiéndose al efecto del chiste, surge el
fenómeno cuya investigación nos ocupa, o sea el de que el placer que el chiste
ha producido se muestra con mucha más claridad en la tercera persona que en su
propio autor. Tenemos que contentarnos con decir «más claramente», aunque
nuestro deseo sería preguntarnos si el placer del oyente no es mucho más
intenso que el del autor; pero, como puede comprenderse, nos falta todo medio
de comparación a medida. Vemos, sin embargo, que el oyente testimonia su placer
con grandes risas después que la primera persona ha relatado, generalmente con
grave gesto, el chiste, y que al contar de nuevo un chiste que hemos oído, nos
vemos obligados, para no echar por tierra su efecto, a conducirnos en el
relato, en la misma forma que su autor se condujo al comunicárselo. Surge aquí
la cuestión de si podremos deducir de esta condicionalidad de la risa alguna
conclusión sobre el proceso psíquico de la elaboración del chiste. No podemos
intentar una revisión de todo lo que se ha afirmado y publicado sobre la
naturaleza de la risa. De tal propósito nos apartaría, además, la frase que
Dugas, un discípulo de Ribot, coloca al frente de su libro Psychologie du rire
(1902): Il n'est pas de fait plus banal et plus étudié que le rire; il n'en est
pas qui ait eu le don d'exciter davantage la curiosité du vulgaire et celle des
philosophes, il n'en est pas sur lequel on ait recueilli plus d'observations et
bati plus des théories et avec cela il n'en est pas qui demeure plus
inexpliqué; on serait tenté de dire avec les sceptiques qu'il faut être content
de rire et de ne pas chercher à savoir pourquoi on rit, d'autant que peut-être
la reflexion tue la rire, et qu'il serait alors contradictoire qu'elle en
découvrît les causes.
No
dejaremos, en cambio, de aprovechar para nuestros propósitos una hipótesis
sobre el mecanismo de la risa, que se incluye excelentemente en nuestro círculo
de ideas. Me refiero al intento de explicación de dicho mecanismo, que Spencer
lleva a cabo en su Physiology of laughter. Según Spencer, la risa es un
fenómeno de la descarga de excitación anímica, y constituye una prueba de que
el empleo psíquico de tal excitación ha tropezado bruscamente con un obstáculo.
La situación psicológica que se resuelve en la risa es descrita por este autor
en la forma siguiente: Laughter naturally results only when consciousness is
unawares transfered from great things to small -only when there is what we may
call a descending incongruity. En un análogo sentido definen los autores
franceses (Dugas) la risa como una détente, o sea un fenómeno de distensión.
También la fórmula de A. Bain: Laughter is a relief from constraint, se aparta,
a mi juicio, de la teoría de Spencer menos de lo que algunos investigadores
intentan hacernos creer. Sentimos ciertamente la necesidad de modificar el
pensamiento de Spencer, determinando, en parte, más precisamente las
representaciones en él contenidas y, en parte, transformándolas.
Diríamos
nosotros que la risa surge cuando cierta magnitud de energía psíquica, dedicada
anteriormente al revestimiento de determinados caminos psíquicos, llega a
hacerse inutilizable y puede, por tanto, experimentar una libre descarga.
Tenemos perfecta conciencia de la peligrosa sombra que arroja sobre nosotros
este enunciado; mas para que nos sirva de escudo citaremos una frase de la obra
de Lipps sobre la comicidad y el humor; obra en la que podemos hallar luminosos
esclarecimientos sobre muy distintos problemas: «Al fin y al cabo todo problema
psicológico nos conduce a las profundidades de la Psicología; de modo que, en
el fondo, ninguno de ellos se deja tratar aisladamente.» Los conceptos «energía
psíquica» y «descarga» y el manejo de la energía psíquica como una cantidad son
familiares a mi pensamiento desde que he comenzado a considerar filosóficamente
los hechos de la Psicopatología. Ya en mi Interpretación de los sueños (1900)
he intentado estatuir, de acuerdo con la idea de Lipps, los procesos psíquicos
inconscientes en sí, y no los contenidos de la conciencia, como lo
«psíquicamente eficiente». Tan sólo al hablar del «revestimiento de caminos
psíquicos» parece que me alejo de las metáforas usadas por Lipps. Las experiencias
sobre la capacidad de desplazamiento de la energía psíquica a lo largo de
determinadas asociaciones, y sobre la casi indeleble conservación de las
huellas de los procesos psíquicos, es lo que me ha inducido a intentar
representar en esta forma lo desconocido. Para evitar una mala inteligencia
posible, debo añadir que no intento proclamar como tales caminos a las células
y fibras o, en su lugar, al moderno sistema de las neuronas, aunque los mismos
deberían representarse, en una forma aún no determinable, por elementos
orgánicos del sistema nervioso.
Así,
pues, según nuestra hipótesis, se dan en la risa las condiciones para que una
suma de energía psíquica, utilizada hasta entonces como carga 'catexis', o
revestimiento (Besetzung), sucumba a una libre descarga, y dado que, aunque no
toda la risa, sí aquella que es producida por el chiste es un signo de placer,
nos inclinaremos a referir tal placer a la remoción de la carga. Cuando vemos
que el oyente ríe y, en cambio, el autor del chiste no, tenemos que pensar que
en el primero es removido derivado un gasto de revestimiento
(Besetzungsaufwand), mientras que en la elaboración del chiste surgen
obstáculos, que se oponen ora a la remoción, ora a la descarga. Podemos
caracterizar con gran precisión el proceso que se verifica en el oyente -la
tercera persona del chiste-, haciendo resaltar el hecho de que él mismo se
proporciona, con escasísimo gusto por su parte, el placer del chiste. Se diría
que tal placer le resulta regalado. Las palabras del chiste hacen surgir en su
espíritu aquella representación o asociación de ideas cuya formación tropezaba
también en él con grandes obstáculos.
Para
construir espontáneamente, como primera persona, dicha representación o
asociación hubiera tenido que poner en juego un esfuerzo propio, equivalente,
por lo menos, a la cantidad de gasto psíquico necesario para vencer la energía
del estorbo, cohibición o represión. Resulta, pues, que el oyente se ahorra
todo este gasto psíquico, y conforme a nuestros anteriores resultados, diríamos
que su placer corresponde a este ahorro. Mas ahora, tras de nuestro
conocimiento del mecanismo de la risa, diremos más bien que la energía de
revestimiento, dedicada a la retención, ha devenido a causa del establecimiento
de la representación prohibida, logrado por medio de la percepción auditiva,
repentinamente superflua, quedando removida y dispuesta a descargarse en la
risa. De todos modos, ambas explicaciones de este proceso corren paralelas,
pues el gasto ahorrado corresponde exactamente a la retención devenida
superflua. Pero la segunda es más evidente y, además, nos permite decir que el
oyente del chiste ríe con la magnitud de energía psíquica que ha quedado en
libertad por la remoción de la carga de retención (Hemmungsbesetzung); el
oyente gasta riendo esta magnitud.
Dijimos
antes que la circunstancia de que la persona en la que el chiste se forma no
pudiera reír indicaba que el proceso se verificaba en ella de una manera
diferente a como en la tercera persona; diferencia que podría hallarse en la
remoción de la carga de retención o en la posibilidad de descarga de la misma.
Mas el primero de estos dos casos tiene que ser excluido, como en seguida
veremos. La carga de retención debe ser removida también en la primera persona;
pues si no hubiera llegado a existir el chiste, cuya formación supone el
vencimiento de tal resistencia, no sería posible que la primera persona
sintiera el placer que al mismo acompaña, y que tenemos que derivar de la
remoción de la retención. No queda, pues, más que el otro caso, o sea que la
primera persona no puede reír, aunque siente placer, porque la posibilidad de
descarga se halla perturbada. Tal perturbación en la posibilidad de la
descarga, que constituye una condición de la risa, puede ser producida por el
inmediato destino de la energía de revestimiento, libertada a un distinto
empleo endopsíquico. Esta posibilidad es, a nuestro juicio, importantísima, y
habremos de dedicarle todo nuestro interés. Mas en la primera persona del
chiste puede hallarse realizada otra condición, que conduce al mismo resultado.
A pesar de la conseguida remoción del revestimiento de retención, puede no
haber quedado libre una magnitud de energía capaz de exteriorizarse.
En
la primera persona del chiste se verifica el trabajo de elaboración del mismo,
que necesariamente ha de exigir cierta
magnitud de nuevo gasto psíquico. La primera persona hace, pues, surgir por sí
misma la energía que remueve la retención, de lo cual extrae, sin duda, un
placer, que en el caso del chiste tendencioso llega a ser muy considerable,
dado que el placer preliminar, conquistado por la elaboración del chiste, toma
a su cargo la restante remoción de la retención. Pero la cuantía del gasto
producido por la elaboración del chiste aminora, como un sustraendo, la
ganancia conseguida por dicha remoción. Este gasto es el mismo que tiene lugar
en el oyente del chiste. Para apoyar todas estas afirmaciones podemos aducir
aún que el chiste pierde también en la tercera persona su efecto hilarante en
el momento en que necesita un gasto de trabajo intelectual. Las alusiones del
chiste tienen que ser evidentes, y el vacío dejado por las omisiones debe
poderse colmar con facilidad. El efecto del chiste es regularmente destruido
con la aparición del interés intelectual, circunstancia que constituye una
importante diferencia entre el chiste y las adivinanzas. Quizá la constelación
psíquica no sea favorable durante la elaboración del chiste a la libre descarga
de lo conseguido. Mas no nos hallamos por ahora en situación de hacer más
profundo nuestro conocimiento de estos extremos. Hemos podido esclarecer una
parte de nuestro problema: la de por qué ríe la tercera persona mejor que la
parte restante, o sea por qué la primera no ríe.
De
todos modos, apoyándonos en estos juicios sobre las condiciones de la risa y
sobre el proceso psíquico que se verifica en la tercera persona, nos hallamos
facultados para esclarecer satisfactoriamente toda una serie de peculiaridades
del chiste, que ya conocemos, pero en cuya inteligencia aún no hemos penetrado.
Si en la tercera persona ha de ser libertada una magnitud de energía de
revestimiento capaz de descargar, habrán de cumplirse varias condiciones, o,
por lo menos, será su cumplimiento muy favorable. Tales condiciones son: 1ª Ha de quedar asegurado que la tercera
persona lleva a cabo realmente este gasto de revestimiento. 2ª Debe evitarse
que el mismo, una vez libre, halle un empleo distinto en lugar de ofrecerse a
la descarga motora. 3ª Será en extremo ventajoso que el revestimiento sea
intensificado previamente en la tercera persona. Al servicio de estas condiciones se hallan
determinados medios de la elaboración del chiste, que podemos reunir como
técnicas secundarias o auxiliares.
1)
La primera de las condiciones señaladas fija una de las cualidades de la
tercera persona como oyente del chiste. Tiene éste que coincidir psíquicamente
con la primera persona lo bastante para disponer de las mismas retenciones
internas que la elaboración del chiste ha vencido en la misma. El individuo
acostumbrado a dichos crudamente «verdes» no podrá extraer placer alguno de un
ingenioso y sutil chiste desnudador, y las agresiones de N. no serán
comprendidas por las personas acostumbradas a dar libre curso a su tendencia al
insulto. De este modo, cada chiste exige su público especial, y el reír de los
mismos chistes prueba una amplia coincidencia psíquica. Tocamos aquí un punto
que nos permite vislumbrar con mayor precisión las circunstancias del proceso
en la tercera persona. Esta debe poder constituir habitualmente en si la misma
retención que el chiste ha vencido en la primera, de manera que al oír el
chiste despierte en ella, obsesiva o automáticamente, la disposición a dicha
retención. Tal disposición de la retención, que debemos representarnos como un
verdadero gasto de energía, análogo a la movilización de un ejército, es
reconocida simultáneamente como superflua o retrasada, y es descargada de este
modo in statu nascendi por medio de la risa.
2)
La segunda condición para el establecimiento de la descarga libre, o sea la de
que sea evitado un diferente empleo de la energía libertada, nos parece, desde
luego, la más importante. Hallamos en ella la explicación teórica de la
inseguridad del efecto del chiste cuando en el oyente son despertadas
representaciones fuertemente excitantes por los pensamientos expresados en el
mismo; circunstancias en la que de la coincidencia o contradicción entre las
tendencias del chiste y la serie de pensamientos que domina al oyente depende
que se conceda o niegue atención al proceso chistoso. Pero todavía presenta
mucho mayor interés teórico una serie de técnicas auxiliares del chiste, que se
hallan evidentemente al servicio de la intención de apartar la atención del oyente
del proceso del chiste y dejar que el mismo se realice automáticamente. Decimos
con toda intención «automáticamente» y no «inconscientemente», porque este
último calificativo pudiera inducirnos en error. Trátase aquí tan sólo de
mantener alejada la sobrecarga de la atención del proceso psíquico, incitando
por la audición del chiste, y la utilidad de estas técnicas auxiliares nos hace
sospechar que precisamente el revestimiento de atención toma una gran parte en
la vigilia y nuevo empleo de la energía de revestimiento que queda
libertada.
No
parece fácil evitar, en general, el empleo endopsíquico de cargas que han
devenido superfluas, pues en nuestros procesos mentales nos ejercitamos de
continuo en desplazar de un camino a otro tales revestimientos, sin dejarles
perder por descarga nada de su energía. El chiste se sirve a este fin de los
medios siguientes: en primer lugar, tiende a una expresión lo más breve
posible, para ofrecer a la atención un mínimo de superficie atacable. En
segundo, cumple la condición, antes indicada, de ser fácilmente comprensible;
pues en cuanto exigiera una labor intelectual, una selección entre diversas
rutas mentales, peligraría su efecto, no sólo por el inevitable gasto
intelectual, sino también por el despertar de la atención. Pero, además de
estos medios, utiliza el habilísimo de desviar la atención, ofreciéndole en la
expresión del chiste algo que la encadene mientras se lleva a cabo la
liberación del revestimiento impediente y su final descarga. Ya las omisiones
en la expresión verbal del chiste cumplen esta intención, incitando a llenar
los huecos por ellas producidos y alejando de este modo la atención del proceso
del chiste. Aquí se coloca al servicio de la elaboración del mismo la técnica
de la adivinanza, que llama así la atención. Pero aún más eficaces son las
formaciones de fachadas que hemos hallado en algunos grupos de chistes
tendenciosos. Las fachadas silogísticas cumplen a maravilla la misión de
retener la atención, planteándole un problema.
Mientras
comenzamos a reflexionar en la solución del mismo, nos vemos dominados por la
risa; nuestra atención ha sido vencida por sorpresa, y la descarga del
revestimiento impediente se ha efectuado por completo. Lo mismo puede decirse
de los chistes con fachada cómica, en
los cuales la comicidad presta su auxilio a la técnica del chiste. Una fachada
cómica favorece en diversos modos el efecto del chiste, no sólo facilitando el
automatismo del proceso chistoso por el encadenamiento de la atención, sino
coadyuvando a la descarga producto del chiste con la producción de una descarga
preliminar, debida a lo cómico. La comicidad actúa aquí a manera de soborno,
como el placer preliminar, y de este modo comprendemos que algunos chistes
puedan prescindir por completo de dicho placer, que por muy diversos medios
podrían hacer surgir, y utilicen tan sólo la comicidad como tal placer
preliminar. Entre las técnicas del chiste propiamente dichas son el
desplazamiento y la representación por lo absurdo, las que, a más de sus especiales
aptitudes, muestran en mayor parte la desviación de la atención, que ha de
favorecer el curso automático del proceso del chiste.
Sospechamos
ya, y más adelante lo confirmaremos, que con la desviación de la atención hemos
descubierto un rasgo esencial del proceso psíquico en el oyente del chiste. Por
su enlace con este descubrimiento quedan aclarados otros muchos extremos. En
primer lugar, vemos por qué no sabemos casi nunca en el chiste de qué reímos,
aunque después lo podamos precisar por medio de una investigación analítica.
Esta risa es el resultado de un proceso automático, que fue hecho posible por
el alejamiento de nuestra atención consciente. En segundo lugar, llegamos a la
inteligencia de aquella singularidad del chiste, consistente en no manifestar
su completo efecto en el oyente más que cuando constituye una novedad y una
sorpresa para el mismo. Esta peculiaridad del chiste, que condiciona su corta
vida e incita a la continua producción de otros nuevos, se deriva claramente de
que la esencia de toda sorpresa está en no lograrse por segunda vez. En la
repetición de un chiste, la atención es guiada por el recuerdo de su audición
primera. Partiendo de aquí llegamos a la comprensión del impulso a contar a
otros que aún no lo conocen el chiste que acabamos de oír. Probablemente, la
impresión que el mismo produce en el nuevo oyente nos compensa en parte de la
pérdida de posibilidades de goce que supone su falta de novedad para nosotros.
Un análogo motivo será también el que impulse al creador del chiste a
comunicarlo a los demás.
3)
No ya como condiciones del proceso del chiste, pero sí como circunstancias que
le favorecen en extremo, indicaré, por último, aquellos medios técnicos
auxiliares de la elaboración del mismo, que se hallan destinados a elevar la
magnitud que llega a la descarga e intensifican de este modo el efecto del
chiste. Estos medios auxiliares acrecen también, en la mayoría de los casos, la
atención dirigida hacia el chiste; pero, al mismo tiempo, anulan su posible
influencia, encadenándola y estorbando su movilidad. En estos dos sentidos
actúa todo aquello que despierta interés y produce desconcierto, o sea, ante
todo, el disparate, la contradicción y aquel «contraste de representaciones» de
que los investigadores quieren hacer el carácter esencial del chiste y en el
que yo no veo sino un medio de intensificar el efecto del mismo. Todo lo
desconcertante provoca en el oyente aquel estado de la distribución de la
energía que Lipps ha calificado de «estancamiento psíquico», deduciendo luego,
muy justificadamente, que la «descarga» será tanto más fuerte cuanto más
elevado sea el estancamiento anterior. La exposición de Lipps no se refiere,
ciertamente, al chiste, sino a lo cómico en general; pero nos parece muy
verosímil que la descarga que deriva en el chiste un revestimiento impediente
puede ser intensificada de igual modo por el estancamiento.
Vemos
ahora que la técnica del chiste es determinada, en general, por dos clases de
tendencias: aquellas que hacen posible la formación del chiste en la primera
persona y aquellas otras que deben procurar al chiste el mayor efecto posible
en la tercera. Esta doble faz que, como Jano, posee el chiste, destinada a
proteger su primitiva conquista del placer de los ataques de la razón crítica y
el mecanismo del placer preliminar, pertenecen a la primera tendencia; la
restante complicación de la técnica por las condiciones señaladas en este
capítulo surge en función de la tercera persona del chiste. Es, pues, el
chiste, un aprovechado bribón que sirve al mismo tiempo a dos señores. Todo lo
que se dirige a la consecución de placer está calculado en el chiste con vistas
a la tercera persona, como si obstáculos internos insuperables se opusieran a
dicha consecución en la primera. Recibimos así la impresión de que la tercera
persona es insustituible para la conclusión del proceso del chiste.
Pero
mientras que en la tercera persona podemos llegar a un satisfactorio
conocimiento de dicho proceso, el proceso correspondiente en la primera
permanece aún harto oscuro para nosotros. De las dos interrogaciones: ¿por qué
no podemos reír de los chistes de que somos autores? y ¿por qué somos
impulsados a relatar a otros nuestros propios chistes?, ha escapado hasta ahora
la primera a toda solución. Podemos únicamente sospechar que entre los dos
hechos que de esclarecer se trata existe un íntimo enlace, y que si tenemos que
comunicar a los demás nuestros propios chistes es precisamente por no poder
reír nosotros de ellos. De nuestro conocimiento de las condiciones de la
consecución y descarga de placer en esta tercera persona pudimos decir, para la
primera, que en ella faltan las condiciones para la descarga y sólo existen las
necesidades a la consecución de placer, aunque también imperfectamente
cumplidas. No puede entonces rechazarse la hipótesis de que completamos nuestro
placer alcanzando la risa que, como autores del chiste, nos está velada en la
impresión de la tercera persona a la que incitamos a reír. De este modo reímos
par ricochet , según la expresión de
Dugas. La risa pertenece a las manifestaciones más contagiosas de los estados
psíquicos. Al hacer reír a otras personas, relatándoles mi chiste, me sirvo
realmente de ellas para despertar mi propia risa, y puede, en efecto,
observarse que quien primero ha relatado, con gesto grave, el chiste, hace
después coro riendo mesuradamente a las carcajadas de los demás. La
comunicación de mi chiste a los demás servirá, pues, a varias intenciones: en
primer lugar, nos proporcionará la seguridad objetiva del éxito de la elaboración
del chiste; en segundo, completará nuestro propio placer por el efecto que de
rebote nos produce el del oyente y, por último -en la repetición de un chiste
del que no somos autores-, compensará la pérdida de placer ocasionada por la
desaparición de la novedad.
Al
finalizar esta discusión sobre los procesos psíquicos del chiste, en tanto en
cuanto se realizan entre dos personas, podemos dirigir una mirada retrospectiva
hacia el factor economía, que tan importante
para la concepción psicológica del chiste ha demostrado ser desde los
primeros esclarecimientos de la técnica del mismo. Desde muy atrás nos hemos
apartado totalmente de la más próxima, pero también más ingenua, concepción de
esta economía, o sea la de que consistía en evitar gasto psíquico, en general,
fuera por limitación en el uso de palabra o en la constitución de cadenas de
pensamientos. Ya entonces decíamos: lo breve, lo lacónico no es aún chistoso.
La brevedad del chiste es una brevedad especial; esto es, brevedad «chistosa».
La primitiva consecución de placer, que era proporcionada por el juego con
palabras y pensamientos, prevenía, en efecto, exclusivamente, de ahorro de
gasto; pero con el desarrollo del juego hasta el chiste tuvo también que variar
sus fines la tendencia economizante, pues frente al gigantesco gasto de nuestra
actividad mental no supondría nada lo que pudiera ahorrarse por el empleo de
las mismas palabras o la evitación de una nueva interpolación de pensamientos.
Podemos seguramente permitirnos la comparación de la economía psíquica con una
empresa de negocios.
Mientras
el tráfico es pequeño, habrá de limitarse lo más posible todo gasto y
especialmente los de gerencia y personal. El ahorro se refiere aún a la altura
absoluta del gasto. Más tarde, a medida que las transacciones aumentan,
disminuye la importancia de los gastos de gerencia. No hay ya que tener en
cuenta el montante total de los gastos, siempre que tráfico y rendimiento
puedan ser aumentados. La tacañería en los gastos de dirección sería ya ridícula
y produciría pérdidas. Pero, sin embargo, sería inexacto admitir que en los
grandes gastos no hay ya lugar a economía. El sentido económico de la dirección
se dirigía ahora a lograr un ahorro en sectores aislados del negocio y se
sentirá satisfecho cuando la misma operación que antes ocasionaba cuantiosos
dispendios logre hacerse más económicamente por muy pequeño que el ahorro
parezca comparado con la totalidad de los gastos.
Análogamente
constituye en nuestro complicado tráfico psíquico una fuente de placer
cualquier economía aislada. Aquella persona que iluminaba antes su habitación
por medio de una lámpara de petróleo y ha instalado después la luz eléctrica
experimentará durante toda una temporada una precisa sensación de placer al
encender sin más trabajo que dar vuelta a la llave, y esta sensación durará
tanto como dure el recuerdo de las complicaciones y molestias que presentaba el
encender la lámpara de petróleo. Del mismo modo, las economías de gasto de
retención, tan pequeñas si se las compara con el gasto psíquico total, serán
siempre una fuente de placer para nosotros, porque por ellas se nos ahorra un
gasto aislado que estamos acostumbrados a realizar y que en cada caso nos
disponemos a llevar a efecto. La circunstancia de sernos conocido el gasto y
hallarnos preparados a efectuarlo posee, sin duda, máxima importancia. Un
ahorro localizado como el que acabamos de considerar no dejará nunca de
proporcionarnos un momentáneo placer, pero no producirá jamás una duradera
economía mientras lo economizado pueda ser empleado en otro lugar. Sólo cuando
este distinto empleo puede ser evitado se transforma de nuevo el ahorro
especial en una minoración general del gasto psíquico. Aparece, pues ahora que
hemos profundizado más en nuestro conocimiento de los procesos psíquicos, un
nuevo factor: la minoración en lugar de la economía. Vemos claramente que el
primero produce una sensación de placer mucho más importante. El proceso crea
placer, en la primera persona del chiste, por la remoción de una inhibición y la
minoración del gasto local. Mas no parece luego detenerse hasta haber
alcanzado, por mediación de la tercera persona interpelada, la minoración
general, resultado de la descarga.
Parte teórica
Relación del chiste con
los sueños y lo inconsciente.
Al
final del capítulo dedicado a la investigación de la técnica del chiste
indicábamos que los procesos de condensación, con o sin formación de
sustitutivo, de desplazamiento y de representación por contrasentido,
antinómica e indirecta, etcétera, que coadyuvaban a la génesis del chiste,
mostraban una amplia coincidencia con los procesos de la elaboración de los
sueños. En consecuencia, nos propusimos estudiar oportunamente con todo cuidado
tales analogías y además investigar la comunidad que las mismas revelaban entre
el chiste y los sueños. Esta labor comparativa quedaría en extremo simplificada
si pudiéramos suponer conocido por nuestros lectores uno de los términos sobre
los que ha de recaer: la elaboración del sueño. Pero creo que obraremos más
acertadamente prescindiendo de tal suposición. Se me figura que mi
Interpretación de los sueños, publicada en 1900, produjo en mis colegas de
disciplina más «desconcierto» que «esclarecimiento», y sé que otros círculos de
lectores se han contentado con reducir el contenido de mi teoría a una fórmula
(«realización de deseos») de fácil retención, pero harto susceptible de
equivocado empleo.
En
el continuo manejo de los problemas en dicha obra tratados a que da motivo mi
actividad médica de psicoterapeuta, no he tropezado aún con nada que me
obligara a modificar o rectificar los conceptos en ella vertidos. Puedo, por
tanto, esperar con toda tranquilidad que una más amplia comprensión me
justifique o que una penetrante crítica logre patentizar la existencia de
errores fundamentales en mi teoría. En este lugar, y para hacer posible la
labor comparativa que interesa a nuestra investigación, expondré concretamente
algunos extremos de mi concepción de los sueños y de su elaboración psíquica.
Conocemos tan sólo nuestros sueños por el recuerdo de apariencia generalmente
fragmentaria que de ellos poseemos al despertar. Se nos muestran entonces como
un conjunto de impresiones sensoriales
-visuales en su mayoría, pero también de otro género- que nos han fingido un
suceso y con las cuales pueden hallarse mezclados procesos mentales (el «saber»
en el sueño) y manifestaciones afectivas. Este recuerdo de nuestro sueño ha
sido calificado por mí de contenido manifiesto del sueño, y es muchas veces
totalmente absurdo y embrollado, y otras, sólo lo primero o lo segundo. Pero
aun en aquellas ocasiones en que se muestra por completo coherente, como sucede
en algunos sueños de angustia, constituye algo extraño a nuestra vida psíquica
y de cuyo origen nos es imposible darnos cuenta. La explicación de estos
caracteres del sueño se ha buscado hasta ahora en el sueño mismo,
considerándolos como manifestación de una actividad irregular, disociada y -por
decirlo así- «dormida» de los elementos nerviosos.
Inversamente,
he mostrado yo que el singular «contenido manifiesto del sueño» puede siempre
hacerse comprensible considerándolo como la transcripción deformada e
incompleta de determinadas formaciones psíquicas correctas, a las que puede
aplicarse el nombre de ideas latentes del sueño. Al conocimiento de estas ideas
podemos llegar dividiendo en sus elementos el contenido manifiesto, sin tener
para nada en cuenta su eventual sentido aparente y persiguiendo después los
hilos de asociación que parten de cada uno de los elementos aislados. Estos
hilos de asociación se entretejen unos con otros y conducen, por último, a una
trama de pensamientos que no sólo son totalmente correctos, sino que pueden ser
incluidos sin esfuerzo alguno en aquel conjunto de nuestros procesos psíquicos,
del que poseemos perfecta conciencia. Por medio de este «análisis» queda
despojado el contenido del sueño de todas aquellas singularidades que antes nos
causaban extrañeza; mas, si esta labor analítica ha de lograr sus fines, nos
será necesario rechazar firmemente las objeciones críticas que durante ella se
elevaron en nosotros contra la reproducción de las asociaciones provocadas por
cada elemento del contenido manifiesto.
De
la comparación del contenido manifiesto del sueño con las ideas latentes
descubiertas por medio de análisis surge el concepto de la «elaboración del
sueño», nombre con el que designamos el conjunto de procesos de transformación
que han convertido las ideas latentes en el contenido manifiesto. Producto de
esta elaboración son aquellas singularidades del fenómeno onírico que tan
extrañas parecen a nuestro pensamiento despierto. La función de la elaboración
onírica puede ser descrita en la siguiente forma: un complicado conjunto de
ideas construido durante el día y que no ha llegado a resolverse -un resto
diurno- conserva todavía durante la noche su correspondiente acervo de energía
-el interés- y amenaza con perturbar el reposo nocturno. Para evitarlo, se
apodera entonces de él la elaboración y lo transforma en un sueño, fenómeno
alucinatorio inofensivo para el reposo. Tal resto diurno deberá ser apto, si ha
de ofrecer un punto de apoyo a la elaboración de los sueños, para hacer surgir
un deseo condición nada difícil de llenar. Este deseo -que surge de las ideas
latentes- constituye el grado preliminar y luego el nódulo del sueño. La
experiencia adquirida en los innumerables análisis verificados -y no únicamente
la especulación teórica- nos dice que en el niño basta un deseo cualquiera,
restante de la vida despierta, para provocar un sueño que se muestra en estos
casos comprensible y coherente, breve casi siempre y reconocible como una
«realización de deseos».
En
el adulto parece constituir condición general del deseo provocador del fenómeno
onírico la de ser extraño al pensamiento consciente; esto es, la de ser un
deseo reprimido o hallarse intensificado por circunstancias desconocidas de la
conciencia. Sin aceptar lo inconsciente en el sentido antes indicado, nos sería
imposible desarrollar la teoría del sueño ni interpretar los datos
suministrados por los análisis. La actuación de este deseo inconsciente sobre
el correcto material consciente de las ideas latentes produce, pues, el sueño,
el cual es entonces hecho descender a lo inconsciente, o mejor dicho, sometido al
procedimiento peculiar de los procesos mentales inconscientes y característico
de los mismos. Lo que de los caracteres del pensamiento inconsciente y de sus
diferencias del «preconsciente», capaz de conciencia, conocemos, se debe, hasta
ahora, únicamente a los resultados de la «elaboración onírica».
Una
teoría totalmente nueva, nada sencilla, y contraria a nuestros hábitos mentales
no puede ganar en luminosidad al ser expuesta abreviadamente. Con estas
explicaciones no puedo, por tanto, pretender otra cosa que remitir al lector al
extenso análisis que de lo inconsciente llevo a cabo en mi Interpretación de
los sueños y a los trabajos de Lipps, que, a mi juicio, son de una capital
importancia en esta materia. Sé perfectamente que todas aquellas personas que
hayan seguido fielmente una disciplina filosófica determinada o se agrupen bajo
la enseña de algunos de los llamados sistemas filosóficos, repugnarán aceptar
la existencia de «lo psíquico inconsciente» en el sentido de Lipps y mío, y
querrán demostrarnos su imposibilidad por la definición misma de lo psíquico.
Mas aparte de que todas las definiciones son convencionales y pueden
modificarse fácilmente, he visto con frecuencia que personas que negaban lo
inconsciente como absurdo e imposible no conocían siquiera aquellas fuentes de
las que, al menos para mí, ha surgido la necesaria aceptación de dicho
concepto. Estos adversarios de lo inconsciente no habían presenciado jamás los
efectos de una sugestión posthipnótica, y aquellos datos que como muestra les comunicaba
yo de mis análisis de sujetos neuróticos no hipnotizados les causaban el mayor
asombro. No habían nunca reflexionado que lo inconsciente es, en realidad, algo
que no «sabemos», pero que nos vemos obligados a deducir, y lo suponían algo
capaz de la percatación consciente, pero en lo que no se había pensado todavía
por hallarse fuera del «punto de mira de la atención». Nunca tampoco habían
intentado convencerse de la existencia de tales pensamientos en su propia vida
anímica por medio de un análisis de alguno de sus sueños, y cuando yo les he
guiado en la realización de tal análisis han quedado asombrados y confusos ante
sus propias ocurrencias o asociaciones libres. Mi impresión es la de que la
aceptación de lo inconsciente halla en su camino grandes obstáculos afectivos,
fundados en que no queremos conocer nuestro inconsciente y, por tanto, hallamos
un cómodo expediente en negar en absoluto su posibilidad.
Así,
pues, la elaboración del sueño, a la que retornamos después de la anterior
digresión, somete el material ideológico, que le es dado en optativo, a un
singularísimo proceso. En primer lugar, le hace pasar del optativo al presente,
sustituyendo el «¡Ojalá fuera!» por un «es». Este «presente» es el destinado a
la representación alucinatoria, proceso que yo he calificado de «regresión» de
la elaboración del sueño; esto es, el recorrido desde los pensamientos a las
imágenes de percepción, o, si queremos hablar en función de la tópica -aún
desconocida y no interpretable anatómicamente- del aparato psíquico: desde el
campo de las formaciones ideológicas al de las percepciones sensoriales. Por
este camino, opuesto a la dirección evolutiva de las complicaciones anímicas,
llegan las ideas del sueño a adquirir perceptibilidad y se constituye una escena
plástica como nódulo de la imagen
onírica manifiesta. Para alcanzar tal capacidad de representación sensorial han
tenido ya que experimentar las ideas latentes profundas transformaciones en su
expresión. Mas durante la transformación regresiva de las ideas en imágenes
sensoriales, son aquéllas objeto de nuevas modificaciones, que en parte
reconocemos como necesarias y en parte nos producen sorpresa. Como obligada
consecuencia accesoria de la regresión, desaparecen en el contenido manifiesto
casi todas aquellas relaciones que mantenían formando un todo a las ideas
latentes. La elaboración del sueño no se hace cargo para exponerlo en el
contenido manifiesto más que del material bruto de las representaciones y no de
las relaciones intelectuales que las enlazan y entretejen.
No
podemos, en cambio, derivar de la regresión que supone la transformación de las
ideas en imágenes sensoriales otra parte de la elaboración del sueño, y
precisamente aquella que nos es más importante para establecer la analogía de
la misma con la elaboración del chiste. El material de las ideas latentes
experimenta durante la elaboración onírica una extraordinaria comprensión o
condensación, cuyos puntos de partida son las coincidencias que casualmente, o
conforme al contenido, existen entre las ideas latentes. Cuando estas
coincidencias no nos son suficientes para una amplia condensación se crean
otras nuevas pasajeras y artificiosas, y para este fin se emplean
preferentemente palabras capaces de varios diferentes sentidos. Estas nuevas coincidencias
encaminadas a facilitar la condensación pasan como representantes de las ideas
latentes, al contenido manifiesto, de manera que un elemento del sueño
corresponde a un nudo o cruce de las ideas latentes, y con relación a las
mismas, tiene que calificársele de «superdeterminado». La condensación es la
parte más fácilmente visible de la elaboración del sueño. Para hallarla nos
bastará comparar la extensión de la relación escrita del contenido manifiesto
de un sueño con la de las ideas latentes del mismo descubiertas por el
análisis.
Menos
sencillo resulta convencerse de la segunda gran transformación que la
elaboración del sueño hace experimentar a las ideas latentes, o sea de aquel
proceso que hemos calificado de «desplazamiento del sueño». Este proceso se
revela por el hecho de aparecer centralmente y con gran intensidad sensorial en
el contenido manifiesto lo que en las ideas latentes era periférico y
accesorio, o a la inversa. El sueño se muestra entonces desplazado con respecto
a las ideas latentes, y principalmente a este desplazamiento se debe que
aparezca como extraño e incomprensible para la vida anímica despierta. Para que
tal desplazamiento pueda realizarse tiene que pasar libremente la energía de
carga desde las representaciones importantes a las triviales, proceso que en el
pensamiento normal susceptible de conciencia hace siempre la impresión de un
error intelectual. La condensación, el desplazamiento y la transformación
encaminada a facilitar la representación son las tres grandes funciones que
hemos de atribuir a la elaboración onírica. Agrégase a ellas una cuarta
función, a la que en la Interpretación de los sueños no concedimos quizá toda
la atención que merece y de la que tampoco aquí podemos ocuparnos por no tener
punto alguno de contacto con los fines de nuestra actual investigación. En un
penetrante y cuidadoso desarrollo de las ideas de la «tópica del aparato
anímico» y de la «regresión» -y sólo un estudio de esta clase daría todo su
valor a estas hipótesis- debiera intentarse determinar en qué estaciones de la
regresión se realiza cada una de las diversas transformaciones de las ideas
latentes. Este intento no ha sido emprendido aún por nadie; mas, no obstante,
podemos asegurar que el desplazamiento del material ideológico se lleva a cabo
mientras éste se halla aún en el grado de los procesos inconscientes. En
cambio, la condensación deberemos representárnosla como un mecanismo que actúa
a lo largo de todo el proceso hasta su llegada a los dominios de la percepción,
o por lo menos como una actuación simultánea de todas las fuerzas que toman
parte en la elaboración.
Por
último, y dada la prudencia que es necesario observar en el manejo de estos
problemas, me contentaré con indicar que la elaboración del sueño, o sea el
proceso que lo prepara, debe situarse en la región de lo inconsciente. De este
modo tendríamos que distinguir en la elaboración onírica tres etapas: en primer
lugar, el paso de los restos diurnos preconscientes a lo inconsciente, paso al
que tendrán que coadyuvar las condiciones del reposo nocturno; en segundo, la
elaboración del sueño propiamente dicha en lo inconsciente, y, por último, la
regresión del material onírico así elaborado a la percepción en la que el sueño
se hace consciente.
Las
fuerzas que participan en la elaboración del sueño son las siguientes: el deseo
de dormir; la carga de energía restante aún en los restos diurnos después de su
minoración por el estado de reposo; la energía psíquica del deseo inconsciente
provocador del sueño y la fuerza contraria de la «censura», que reina en
nuestra vida despierta y no queda del todo suprimida durante el sueño. A la
elaboración del sueño corresponde, sobre todo, la misión de vencer la coerción
de la censura, y precisamente esta misión es la que es llevada a cabo por el
desplazamiento de la energía psíquica dentro del material de las ideas
latentes. Recordemos en qué ocasión nos hizo pensar nuestra investigación del
chiste en los sueños. Al descubrir que el carácter y el efecto del chiste se
hallaban ligados a determinadas formas expresivas o medios técnicos, entre los
cuales los más singulares eran las diversas especies de condensación,
desplazamiento y representación indirecta, vimos que procesos de idénticos
resultados nos eran ya conocidos como peculiares a la elaboración de los
sueños. Coincidencia tal tiene que hacernos deducir que la elaboración del
chiste y la de los sueños han de ser idénticas, por lo menos en un punto
esencial. La elaboración de los sueños nos ha descubierto, a mi juicio, con
toda claridad sus principales caracteres.
En
cambio, de los procesos del chiste queda aún encubierta precisamente aquella
parte que podríamos comparar a la elaboración onírica: el proceso de la
elaboración del chiste en la primera persona. ¿Por qué no abandonarnos a la
tentación de reconstruir este proceso por analogía con la formación del sueño?
Algunos de los rasgos del sueño son tan extraños al chiste que nos es imposible
transportar la parte de elaboración onírica que a ellos corresponde sobre la
elaboración de los chistes. La regresión del proceso mental a la percepción
falta seguramente en el chiste; mas los otros dos estadios de la elaboración de
los sueños, el descenso de un pensamiento preconsciente a lo inconsciente y la
elaboración inconsciente, nos proporcionarían, transportados a la elaboración
del chiste, idénticos resultados a los que en la misma podemos observar. Nos
decidiremos, por tanto, a suponer que el proceso de la formación del chiste en
la primera persona es el siguiente: un pensamiento preconsciente es abandonado
por un momento a la elaboración inconsciente, siendo luego acogido en el acto
el resultado por la percepción consciente.
Antes
de examinar en detalles esta hipótesis saldremos al paso de una posible
objeción. Partiendo nosotros del hecho de que las técnicas del chiste muestran
procesos idénticos a los que nos son conocidos como peculiaridades de la
elaboración de los sueños, se nos pudiera objetar fácilmente que no hubiéramos descrito las técnicas del
chiste como condensación, desplazamiento, etc., ni hubiéramos hallado tan
amplias coincidencias entre los medios representativos del chiste y los del
sueño, si nuestro anterior conocimiento de la elaboración onírica no hubiera
inclinado ya en este sentido nuestra concepción de la técnica del chiste. Tal
génesis de dichas coincidencias no constituiría, ciertamente, la más firme
garantía de su real existencia fuera de nuestro prejuicio. Y si a todo esto
agregamos la circunstancia de que los investigadores que en el examen de estos
problemas nos han precedido no mencionan para nada tales procesos, parecerá
harto justificada la objeción opuesta a nuestra teoría. Pero lo mismo hubiera
podido suceder que la fuerza de penetración que el previo conocimiento de la
elaboración de los sueños ha prestado a nuestra labor investigadora, fuese
precisamente lo que nos ha permitido descubrir las coincidencias observadas,
que antes permanecían ocultas. En último término siempre podrá quedar resuelta
esta cuestión por medio de un examen crítico que, analizando ejemplos de
chistes, demuestre que nuestra teoría de su técnica es forzada o artificiosa y
que existen otras más evidentes y profundas que hemos dado de lado en favor de
la nuestra, o compruebe la existencia efectiva de las coincidencias por nosotros
señaladas. A mi juicio, no tenemos por qué temer tal crítica; nuestros
experimentos de reducción nos han mostrado en qué formas expresivas habíamos de
buscar las técnicas del chiste, y dando a éstas nombres que anticipaban el
resultado de coincidencia de la técnica del chiste con la elaboración del sueño
no hicimos nada a que no tuviésemos derecho, pues realmente todo ello no
constituye más que una simplificación fácilmente justificable.
Aún
podrá hacérsenos otra objeción que, si bien presenta una menor importancia, nos
es, en cambio, imposible rebatir tan fundamentalmente. Pudiera opinarse que las
técnicas del chiste por nosotros descubiertas son efectivamente admisibles;
pero que no son todas las existentes, pues, influidos por el modelo de la
elaboración onírica, no habríamos buscado más que aquellas técnicas que con
ella se hallasen de acuerdo, mientras que otras, desdeñadas por nosotros
hubiesen demostrado que la coincidencia deducida no era, ni mucho menos
general. No nos atrevemos a afirmar, desde luego, que hayamos conseguido
explicar la técnica de todos los chistes que se encuentran en circulación y,
por tanto, admitimos la posibilidad de que nuestra enumeración de las técnicas
del chiste demuestre ser incompleta; pero, por otra parte, estamos seguros de
no haber omitido intencionadamente ninguna de las que han aparecido a nuestra
vista, y podemos afirmar que los más frecuentes, importantes y característicos
medios técnicos del chiste no han escapado a nuestra atención. El chiste posee
aún otro carácter que se adapta satisfactoriamente a nuestra teoría de su
elaboración, establecida por analogía con la del sueño.
Decimos
que «hacemos» el chiste, pero nos damos perfecta cuenta de que en este acto nos
conducimos de muy distinto modo a cuando exponemos un juicio o presentamos una
objeción. El chiste posee en alto grado el carácter de «ocurrencia
involuntaria». Un instante antes no sabemos cuál es el chiste que vamos a hacer
y pronto sólo necesitamos revestirlo de palabras. Se siente más bien algo indefinible,
que compararíamos, más que a nada, a una absence (ausencia), a una repentina
desaparición de la tensión intelectual, y en el acto surge el chiste de un solo
golpe, y la mayor parte de las veces provisto ya de su revestimiento verbal.
Algunos de los medios del chiste hallan también empleo fuera del mismo en la
expresión de nuestros pensamientos; por ejemplo: la metáfora y la alusión.
Podemos
hacer una alusión intencionadamente. En este caso, nos damos cuenta (por la
audición interna) de la forma expresiva directa de nuestro pensamiento; pero un
obstáculo, producto de la situación externa, nos impide manifestarla en dicha
forma. Entonces nos proponemos sustituir la expresión directa por una forma de
la indirecta y escogemos la alusión. Mas la alusión así nacida bajo nuestro
ininterrumpido control no será nunca chistosa, por muy acertada que sea. En
cambio, la alusión chistosa surge sin que hayamos podido perseguir en nuestro
pensamiento tales etapas preparatorias. No queremos evaluar exageradamente esta
diferencia, que no creemos constituya nada decisivo; pero, de todos modos, sí
haremos constar que se adapta perfectamente a nuestra hipótesis de que en la
elaboración del chiste dejamos caer por un momento en lo inconsciente un
proceso mental que surge luego de nuevo en calidad de chiste. Los chistes
muestran también asociativamente una diferente conducta. Con frecuencia rehúsan
acudir a nuestro pensamiento en el momento en que los requerimos y, en cambio,
surgen otras veces, como involuntariamente y en puntos de nuestro proceso
mental en que no comprendemos cómo han podido entretejerse. Son éstos
caracteres de escasa importancia, pero que de todos modos constituyen
indicaciones de la procedencia inconsciente del chiste.
Resumamos
ahora todos aquellos caracteres del mismo que pueden considerarse producto de
su formación en lo inconsciente. Ante todo, hallamos la singular brevedad del
chiste, signo no indispensable, pero sí muy característico. Cuando lo hallamos
por primera vez nos inclinamos a ver en él una manifestación de la tendencia
economizadora, pero rechazamos en seguida tal concepción ante importantes
concepciones contrarias. Actualmente nos parece más bien un signo de la
elaboración inconsciente que el pensamiento del chiste ha experimentado. Lo que
a este carácter corresponde en el sueño -la condensación- no lo podemos hacer
coincidir con ningún otro factor más que con la localización en lo
inconsciente, y tenemos que suponer que en el proceso mental inconsciente se
dan las condiciones que para tal condensación faltan en lo preconsciente. No
podemos extrañar que en el proceso de condensación se pierdan algunos de los
elementos a él sometidos, mientras otros, a los que pasa su energía de carga,
quedan intensificados y robustecidos. La brevedad del chiste sería, como la del
sueño, un necesario fenómeno concomitante de la condensación que en ambos tiene
lugar; esto es, un resultado del proceso de condensación. A este origen debería
también la brevedad del chiste su especialísimo carácter, que no nos es posible
precisar más, pero que sentimos como algo muy singular.
Hemos
definido antes varios de los resultados de la condensación, el múltiple empleo
del mismo material, el juego de palabras y la similicadencia como economía
localizada, y hemos derivado de tal economía el placer que el chiste (inocente)
nos procura. Posteriormente descubrimos la intención original del chiste en la
consecución de dicho placer por medio del manejo de palabras, cosa que le era
aún permitida como juego; pero que luego, en el curso del desarrollo
intelectual, le fue prohibida por la crítica de la razón. Por fin, ahora nos
hemos decidido a aceptar que tales condensaciones, puestas al servicio de la
técnica del chiste, nacen automáticamente, sin intención determinada, en lo
inconsciente durante el proceso mental. Mas ¿no aparecen aquí dos
distintas teorías incompatibles sobre el
mismo hecho? No lo creo; trátase, ciertamente, de dos distintas teorías que necesitaremos
armonizar, pero que desde luego no son contradictorias. Una es sencillamente
extraña a la otra, y cuando lleguemos a establecer una relación entre ellas
habremos realizado un considerable progreso en nuestro conocimiento.
Que
tales condensaciones son fuentes de placer es cosa muy compatible con la
hipótesis de que hallan en lo inconsciente las condiciones de su génesis; en
cambio, vemos el motivo de la sumersión en lo inconsciente en la circunstancia
de que en él se logra fácilmente la condensación productora de placer que el
chiste precisa. También otros dos factores que a primera vista parecen
totalmente extraños entre sí y que se encuentran, como por un indeseado azar se
demostrarán, en cuanto profundicemos un poco, como íntimamente unidos y hasta
consustanciales. Me refiero a las dos conclusiones antes establecidas de que el
chiste podía hacer surgir al principio de su desarrollo en el grado de juego;
esto es, en la infancia de la razón, tales condensaciones aportadoras de placer
y de que, por otra parte, lleva a cabo la misma función en grados más elevados
mediante la sumersión del pensamiento en lo inconsciente. Lo que sucede es que
lo infantil es la fuente de lo inconsciente y que los procesos mentales de este
género son precisamente los únicos posibles durante la primera época infantil.
El pensamiento que para la formación del chiste se sumerge en lo inconsciente
busca allí la antigua sede del pasado juego con palabras. La función
intelectual retrocede por un momento al grado infantil para apoderarse así
nuevamente de la infantil fuente de placer. Si la investigación de la
psicología de las neurosis no nos lo hubiera revelado ya, la del chiste nos
haría sospechar que la singular elaboración inconsciente no es otra cosa que el
tipo infantil de la labor intelectual. Mas no es nada fácil descubrir en el
niño esta ideación infantil, cuyas singularidades conserva luego el adulto en
su inconsciente, pues en la mayoría de los casos queda, por decirlo así,
rectificada in statu nascendi. Algunas veces consigue, sin embargo,
manifestarse, y en ellas reímos de lo que denominamos «simpleza infantil». Todo
descubrimiento de tal inconsciente nos hace, en general, un efecto
«cómico».
Los
caracteres de estos procesos mentales inconscientes se muestran con mayor
claridad en las manifestaciones de los enfermos atacados de algunas
perturbaciones psíquicas. Es muy verosímil que, conforme a la antigua hipótesis
de Griesinger, nos fuese más fácil llegar a la comprensión de los delirios de
los enfermos mentales, prescindiendo para interpretarlos de las exigencias del
pensamiento consciente y aplicándoles un procedimiento interpretativo análogo
al que aplicamos a los sueños. También para el sueño hemos hecho valer
nosotros, a su tiempo, este punto de vista del «retorno de la vida anímica al
estado embrional». Hemos examinado tan minuciosamente, en lo que respecta a los
procesos de condensación, la significación de la analogía entre el chiste y el
sueño, que en los procesos restantes podemos ser ya más concisos. Sabemos que
los desplazamientos que aparecen en la elaboración del sueño indican la
actuación de la censura del pensamiento consciente, y, por tanto, al hallar el
desplazamiento entre las técnicas del chiste nos inclinaremos a suponer que
también en la elaboración del mismo interviene un poder coercitivo. Así es, en
efecto, la tendencia del chiste a conseguir el antiguo placer en el disparate o
en el juego con palabras encuentra, hallándose el sujeto en un estado de ánimo
normal, el obstáculo que debe ser vencido en cada caso. Mas en la forma en que
la elaboración del chiste consigue esta victoria es en donde se muestra un
diferencia decisiva entre el chiste y el sueño. En la elaboración onírica, el
vencimiento del obstáculo se realiza siempre mediante desplazamientos y por la
elección de representaciones lo bastante lejanas a las efectivamente dadas para
poder traspasar la censura; pero, sin embargo, derivadas de ellas y provistas
de toda su carga psíquica, que han adquirido por una completa
transferencia.
Así,
pues, en ningún sueño dejan de existir desplazamiento -y, por cierto, más
amplios que en ningún otro proceso-, debiéndose considerar como tales no sólo
las desviaciones de la ruta mental, sino también todas las especies de
representación indirecta y especialmente la sustitución de un elemento importante,
pero que sería repelido por la censura, por otro indiferente que parezca
inocente a la misma, aun constituyendo una lejana alusión al primero. Asimismo,
la sustitución por un simbolismo, una metáfora o una minucia. No puede negarse
que trozos de esta representación indirecta se constituyen ya en las ideas
inconscientes del sueño; por ejemplo, la representación simbólica y metafórica,
pues, si no, no hubiese llegado la idea representada al grado de la expresión
preconsciente. Las representaciones indirectas de este género y aquellas
alusiones cuya relación con lo aludido puede establecerse fácilmente son
también habituales medios de expresión de nuestro pensamiento consciente. Mas
la elaboración del sueño exagera hasta lo ilimitado el empleo de estos medios
de la representación indirecta. Bajo la presión de la censura cualquier
conexión resulta suficiente para que la sustitución por la alusión quede
constituida y el desplazamiento se verifica con toda libertad y sin sujetarse a
condición alguna. Especialmente singular y muy característica de la elaboración
del sueño es la sustitución de las asociaciones internas (analogía, causalidad,
etc.) por las llamadas externas (simultaneidad, contigüidad en el espacio,
similicadencia).
Todos
estos medios del desplazamiento constituyen también técnicas del chiste; pero
cuando se muestran como tales respetan casi siempre aquellos límites impuestos
a su empleo en el pensamiento consciente y pueden asimismo faltar, aunque el
chiste tenga casi siempre la misión de remover un obstáculo. Se comprenderá
esta falta de desplazamiento en la elaboración del chiste recordando que éste
dispone, en general, para defenderse de la coerción, de otra técnica distinta
que constituye, además, su más singular característica. El chiste no establece,
como el sueño, transacciones; no elude el obstáculo, sino que se obstina en
mantener intacto el juego verbal o desatinado; pero se limita a elegir casos en
los que el juego o el disparate pueden aparecer admisibles (chanza) o atinados (chiste)
merced al múltiple significado de las palabras y a la diversidad de las
relaciones intelectuales. Nada distingue mejor al chiste de las demás
formaciones psíquicas que esta bilateralidad, y por lo menos en este punto han
logrado aproximarse grandemente los investigadores al conocimiento de su
esencia al acentuar el extremo del «sentido en lo desatinado».
Dada
la eficacia de esta técnica peculiarísima del chiste para el vencimiento de los
obstáculos que al mismo se oponen, pudiéramos hallar superfluo el que en
ocasiones emplee también el desplazamiento; mas, por un lado, determinadas
especies de esta última técnica son siempre valiosos para el chiste en calidad
de fines y fuentes de placer -así, el desplazamiento propiamente dicho
(desviación de las ideas), que participa de la naturaleza del disparate-; y por
otro, no debe olvidarse que el grado superior del chiste -el chiste
tendencioso- tiene con frecuencia que vencer obstáculos de dos clases: aquellos
que se oponen a su propia consecución y aquellos otros que se oponen a su
tendencia, siendo las alusiones y los desplazamientos en extremo apropiados
para lograr la remoción de estos últimos. El amplio e ilimitado empleo de la
representación indirecta, del desplazamiento y especialmente de las alusiones
en la elaboración del sueño tiene una consecuencia que no cito aquí por su
importancia, sino porque constituyó para mí la ocasión subjetiva de ocuparme
del problema del chiste. Cuando comunicamos a un profano el análisis de un
sueño, análisis en el que naturalmente se hacen visibles los extraños medios,
tan contrarios al pensamiento despierto, utilizados por la elaboración onírica,
tales como la alusión y el desplazamiento, experimenta nuestro oyente una
singular impresión de descontento y califica nuestras interpretaciones de
«chistosas»; pero no ve en ellas chistes conseguidos, sino extremadamente
forzados y contrarios, sin que pueda determinar en qué a las leyes del chiste.
Esta impresión es fácilmente explicable: proviene de que la elaboración del sueño
actúa con iguales medios que la del chiste, pero traspasa en su empleo los
límites dentro de los que el mismo se mantiene. Pronto veremos que el chiste, a
consecuencia del papel desempeñado por la tercera persona, se encuentra ligado
a cierta condición de la que el sueño se halla libre.
Entre
las técnicas comunes al chiste y al sueño presentan un especial interés la
representación antinómica y el empleo del contrasentido. Pertenece la primera a
los medios más enérgicos del chiste, como podemos ver en los ejemplos que
calificamos de «chistes por superación». La representación antinómica no
consigue sustraerse, cual otras técnicas del chiste, a la atención consciente;
aquel que procura lo más intencionadamente posible poner en actividad en sí el
mecanismo de la elaboración del chiste -esto es, el sujeto habitualmente
chistoso- suele encontrar en seguida que cuanto más fácilmente se contesta con
un chiste a una afirmación es cuando se opina contrariamente a la misma y se
deja a la ocurrencia del momento el cuidado de eludir, por medio de una
transformación del sentido, un argumento o una réplica. Quizá deba la
representación antinómica esta ventaja a la circunstancia de constituir el
nódulo de otra forma expresiva, productora de placer, del pensamiento. Me refiero
aquí a la ironía que se aproxima mucho al chiste y ha sido incluida entre los
subgrupos de la comicidad. Su esencia consiste en expresar lo contrario de lo
que deseamos comunicar a nuestro interlocutor; pero ahorra a éste al mismo
tiempo toda réplica, dándole a entender por medio del tono, de los gestos o, si
se trata de lenguaje escrito, de pequeños signos del estilo, que uno mismo
piensa lo contrario de lo que manifiesta. La ironía no puede emplearse más que
cuando el oyente está preparado a oírnos contradecirle, de manera que existe en
él, a priori, una tendencia a la contrarréplica. A consecuencia de esta
condicionalidad, la ironía se halla muy expuesta al peligro de no ser
comprendida, pero siempre procura al que la emplea la ventaja de eludir fácilmente
las dificultades de la expresión directa; por ejemplo, en las invectivas. En el
oyente despierta probablemente placer moviéndose a un gasto de contradicción
que es reconocido en el acto como superfluo. Tal comparación del chiste con una
especie no lejana a él de lo cómico robustece nuestra hipótesis de que la
relación con lo inconsciente es una cualidad peculiarísima del mismo y quizá lo
que le diferencia de la comicidad.
En
la elaboración del sueño corresponde a la representación antinómica un papel
mucho más considerable que el que desempeña en el chiste. El sueño gusta no
sólo de representar dos contrarios por una y la misma formación mixta, sino que
transforma también con tal frecuencia un objeto incluido en las ideas latentes
en su contrario, que ello constituye gran dificultad para la labor
interpretativa. «De ningún elemento de las ideas del sueño puede afirmarse, a
priori que no represente precisamente a su contrario». Es éste un hecho que
permanece aún totalmente incomprendido. Más parece indicar un importante
carácter del pensamiento inconsciente: la carencia de un proceso comparable al
de «juzgar». En lugar del juicio encontramos en lo inconsciente la «represión».
Esta puede ser acertadamente descrita como el grado intermedio entre un reflejo
de defensa y un juicio condenatorio. El disparate y el absurdo, que con tanta
frecuencia aparecen en el sueño y le han atraído tan inmerecido desprecio, no
nacen nunca casualmente de la acumulación de elementos de representación, sino
que son siempre, como puede probarse en cada caso, permitidos por la
elaboración onírica y se hallan destinados a la representación de una amarga
crítica o una contradicción desdeñosa existente en las ideas del sueño. El
absurdo que aparece en el contenido manifiesto del sueño sustituye en él a un
juicio despreciativo incluido entre las ideas latentes.
En
mi Interpretación de los sueños he insistido grandemente en esta circunstancia
por creer que constituye la mejor refutación del difundido error de que el
sueño no es un fenómeno psíquico, error que cierra el camino del conocimiento
de lo inconsciente. Antes, al analizar determinados chistes tendenciosos, hemos
visto que el disparate es utilizado en el chiste para idénticos fines de
representación, y sabemos también que una fachada especialmente disparatada del
chiste es en extremo apropiada para elevar el gasto psíquico en el oyente y
aumentar con ello la magnitud libertada en la descarga por medio de la risa.
Aparte de esto, no queremos olvidar que el desatino constituye en el chiste un
fin en sí, dado que la intención de reconquistar el antiguo placer del
disparate es uno de los motivos de la elaboración. Existen aún otros caminos
para reconquistar el disparate y extraer de él placer. La caricatura, la
parodia y la exageración se sirven de ellos y crean de este modo el «disparate
cómico». Sometiendo estas formas de expresión a un análisis semejante al que
hemos llevado a cabo en el chiste hallaremos que en ninguna de ellas surge
ocasión de referirnos, para explicarlas, a procesos inconscientes de nuestra
vida anímica.
Comprendemos
ahora también por qué el carácter de lo «chistoso» puede añadirse, como un
agregado, a la caricatura, parodia o exageración; lo que hace posible que esto
suceda es la diversidad de la «escena psíquica». El hecho de situar la
elaboración del chiste en el sistema de lo inconsciente ha ganado considerablemente en importancia desde que
nos ha descubierto que las técnicas de las que el chiste depende no son, sin
embargo, de su exclusiva propiedad. De este modo hallaremos ahora resueltas
varias dudas que en la investigación inicial de las técnicas tuvimos que dejar
inexplicadas. Pero pudiera sospecharse que la innegable relación del chiste con
lo inconsciente sólo existe en determinadas categorías del chiste tendencioso y
no en todos y cada uno de los grados evolutivos y especies del chiste, como
nosotros suponemos. Es ésta una objeción de suficiente importancia para no
dejarla pasar sin un detenido examen. El caso innegable de formación del chiste
en lo inconsciente es aquel en que se trata de chistes al servicio de
tendencias inconscientes o reforzadas por lo inconsciente; esto es, en la
mayoría de los chistes «cínicos». En estos casos, la tendencia inconsciente
hace descender hasta ella a la idea preconsciente, sumergiéndola en lo
inconsciente para transformarla allí, proceso muy análogo a otros descubiertos
por la psicología de las neurosis. En los chistes tendenciosos de otro género,
en el chiste inocente y en la chanza, parece, en cambio, faltar esta fuerza
atractiva y es, por tanto, dudosa la relación del chiste con lo
inconsciente.
Mas
examinaremos el caso de expresión chistosa de un pensamiento valioso de por sí
y surgido en conexión con cualquier proceso mental. Para convertir en chiste dicho
pensamiento se necesitará llevar a cabo una selección entre las diversas formas
expresivas posibles, con el fin de encontrar precisamente aquella que haya de
traer consigo la consecución de placer verbal. Por autoobservación sabemos que
no es la atención consciente la que lleva a cabo esta selección; pero sí, en
cambio, permitirá que la carga psíquica de los pensamientos preconscientes sea
atraída a lo inconsciente, pues en este sistema los caminos de enlace que
parten de la palabra son tratados, como vimos al examinar la elaboración del
sueño, en igual forma que las relaciones objetivas. La carga psíquica
inconsciente ofrece las condiciones más favorables para la elección de
expresión verbal. Podemos, además, suponer, desde luego, que la posibilidad de expresión
que encierra en sí la consecusión de placer verbal actúa sobre la aún vacilante
concepción del pensamiento preconsciente, haciéndola descender, del mismo modo
que en el primer caso, de la tendencia inconsciente. Para el orden más simple
del chiste podemos representarnos que una intención constantemente vigilante,
la de conseguir placer verbal, se apodera de la ocasión dada precisamente en lo
preconsciente para atraer a lo inconsciente, en la forma ya conocida, el
proceso de revestimiento (catectización).
Quisiera
hallar la posibilidad de exponer con claridad meridiana y robustecer con
incontrovertibles argumentos este punto decisivo de mi teoría del chiste. Pero
ninguno de ambos deseos me es dado lograr, pues resultan interdependientes. Si
no puedo presentar más clara exposición de mi teoría es porque no dispongo de
más pruebas demostrativas que las ya aducidas. Mi concepción del chiste es
fruto del estudio de su técnica y de la comparación de su elaboración con la de
los sueños. Trátase, pues, de una serie de deducciones que hemos visto se
adaptan, en general, perfectamente a las singularidades del chiste. Mas como
tales deducciones nos han llevado no a un terreno conocido, sino a dominios
totalmente nuevos y un tanto desconcertantes para nuestro pensamiento, nos
limitamos a considerar su totalidad como una «hipótesis» y no estimamos como
«prueba» la relación de la misma con el material del que ha sido deducida. Sólo
la consideraremos demostrada cuando lleguemos de nuevo a ella por otros caminos
deductivos y podamos indicar como punto de reunión de otras distintas rutas
mentales. Pero esta demostración es imposible en el estado aún naciente de
nuestro conocimiento de los procesos inconscientes.
Sabiendo,
pues, que nos hallamos ante un terreno inexplorado, y nos contentaremos con
tender desde nuestro punto de observación un único y vacilante puente hacia lo
desconocido. Relacionando los diversos grados del chiste con las disposiciones
anímicas favorables a cada uno de ellos, podremos establecer lo que sigue: la
chanza nace de un bien dispuesto estado de ánimo al que parece peculiar una
tendencia a una minoración de las cargas anímicas. Se sirve ya de todas las
técnicas características del chiste y cumple igualmente la condición
fundamental del mismo mediante la selección de un material verbal o un enlace
de ideas que satisfagan tanto las exigencias de la consecución de placer como
las de la crítica comprensiva. Deduciremos, pues, que el descenso de la carga
mental al grado inconsciente, facilitado por el buen estado de ánimo, se
verifica ya en la chanza. En el chiste inocente, pero ligado a la expresión de
un pensamiento valioso, falta este auxilio proporcionado por el estado de ánimo
y, por tanto, tendremos que suponer existente una especial aptitud personal
para abandonar la carga psíquica preconsciente y cambiarla durante un momento
por la inconsciente.
Una
tendencia, de continuo vigilante, a renovar la primitiva consecución de placer
del chiste actúa aquí, atrayendo a lo inconsciente la expresión preconsciente
del pensamiento aún indecisa. En una alegre disposición espiritual, la mayoría
de los hombres es capaz de producir chanzas, y la aptitud para el chiste sólo
en contadísimas personas es independiente el estado de ánimo. Por último, actúa
como el más enérgico estímulo para la elaboración del chiste la existencia de
intensas tendencias que se extienden hasta lo inconsciente y representan una
especial aptitud para la producción chistosa, constituyendo al mismo tiempo una
explicación de que las condiciones subjetivas del chiste aparezcan cumplidas
con gran frecuencia en personas neuróticas. Bajo la influencia de enérgicas
tendencias puede convertirse en chistoso el sujeto antes inepto para el chiste.
Con esta última aportación al esclarecimiento aún hipotético de la elaboración
del chiste en la primera persona queda en realidad agotado nuestro interés por el
chiste. Réstanos tan sólo una corta comparación del mismo con los sueños,
comparación fundada en la esperanza de que funciones anímicas tan distintas
tienen que presentar, al lado de la coincidencia entre ellas descubierta,
decisivas diferencias. La principal de éstas yace en su conducta social. El
sueño es un producto anímico totalmente asocial.
No
tiene nada que comunicar a nadie. Nacido en lo íntimo del sujeto como
transacción entre las fuerzas psíquicas que en él luchan, permanece
incomprensible incluso para el mismo y carece, por tanto, de todo interés para
los demás. No sólo no necesita aspirar a ser comprendido, sino que tiene que
evitar llegar a serlo, pues entonces
quedaría destruido. Los sueños sólo pueden subsistir encubiertos por su
disfraz. Pueden, pues, servirse libremente del mecanismo que rige los procesos
inconscientes hasta lograr una deformación que los haga irreconocibles. En
cambio, el chiste es la más social de todas las funciones anímicas encaminadas
a la consecución de placer. Precisa muchas veces de tres personas, y su
perfeccionamiento requiere la participación de un extraño en los procesos
anímicos por él estimulados. Tiene, por tanto, que hallarse ligado a la
condición de comprensibilidad y la deformación, que por medio de la
condensación y del desplazamiento pueda sufrir en lo inconsciente, tendrá que
detenerse antes de hacerlo irreconocible por tercera persona. Por lo restante,
sueño y chiste surgen en dominios totalmente diferentes de la vida anímica y en
puntos del sistema psicológico muy alejados uno de otro. El sueño es siempre un
deseo, aunque irreconocible, y el chiste, un juego desarrollado. El sueño
conserva, a pesar de su nulidad práctica, una relación con grandes intereses
vitales. Busca satisfacer las necesidades por medio del rodeo regresivo de la
alucinación y debe su posibilidad a la única necesidad activa durante el estado
de reposo nocturno: la necesidad de dormir. En cambio, el chiste busca extraer
una pequeña consecuencia de placer de la simple actividad -carente de toda
necesidad- de nuestro aparato anímico, y más tarde, lograr tal aportación de la
actividad del mismo, y de este modo llega secundariamente a importantes
funciones dirigidas hacia el mundo exterior. El sueño se encamina
predominantemente al ahorro de displacer, y el chiste, a la consecución de
placer. Pero no hay que olvidar que a estos dos fines concurren todas nuestras
actividades anímicas.
El chiste y las especies
de lo cómico.
(1)
El camino por el que hemos logrado aproximarnos a los problemas de lo cómico se
aparta bastante de los seguidos por investigadores anteriores. Pareciéndonos
que el chiste, considerado generalmente como un subgrupo de la comicidad,
ofrecía suficientes peculiaridades para ser objeto por sí mismo de una
investigación directa, hemos ido eludiendo, mientras nos ha sido posible, su
relación con la más amplia categoría de lo cómico, aunque no sin hallar en el
curso de nuestra labor algunos muy importantes para el conocimiento de la
comicidad. Así, hemos descubierto, sin gran dificultad, que la conducta social
de lo cómico es distinta de la del chiste. Lo cómico no precisa sino de dos
personas: una que lo descubre y otra en la que es descubierto. La participación
de una tercera persona, a la que lo cómico es comunicado, intensifica el
proceso cómico, pero no agrega a él nada nuevo. Por el contrario, el chiste
precisa obligadamente de dicha tercera persona para la perfección del proceso
aportador de placer, pudiendo, en cambio, prescindir de la segunda cuando no es
agresivo o tendencioso. El chiste «se hace», y la comicidad «se descubre», o
sea, en primer lugar, en las personas, o, secundariamente y merced a una
transferencia, en los objetos, situaciones, etc. En nuestro análisis del chiste
hemos averiguado que no es en personas extrañas a nosotros, sino en nuestros
propios procesos mentales, donde el mismo halla las fuentes de placer que de
alumbrar se trata. Vemos también que el chiste sabe abrir de nuevo fuentes de
placer que habían devenido inaccesibles, y que lo cómico le sirve con
frecuencia de fachada y se sustituye al placer preliminar que tendría que
lograr por medio de la técnica ya investigada en capítulos anteriores,
circunstancias todas que indican la existencia de múltiples relaciones entre el
chiste y la comicidad.
Mas
los problemas de lo cómico muestran tal complicación y han eludido tan
obstinadamente los esfuerzos de la investigación filosófica, que no podemos
abrigar la esperanza de que, partiendo del estudio del chiste, hemos de lograr
resolverlos sin dificultad. Además, si para la investigación del chiste
disponíamos de un instrumento -el conocimiento de la elaboración de los sueños-
del que no pudieron servirse los que en el estudio de esta materia nos han
precedido, para el investigador de la comicidad no poseemos nada análogo que
facilite nuestra labor. Debemos, pues, hallarnos preparados a no descubrir de
la esencia de la comicidad mucho más de lo que ya se nos ha revelado al
estudiar el chiste como parte hasta cierto punto integrante de la misma, que entrañaba
en su esencia -intactos o modificados- determinados rasgos de lo cómico.
Lo
ingenuo es la especie de lo cómico más cercana al chiste. Es, en general,
«descubierto» como la comicidad, y no «hecho», como el chiste, carácter que
presenta con mayor exclusividad que ninguna otra especie de lo cómico, pues
dentro de lo cómico puro cabe todavía cierta voluntad de hacer surgir la
comicidad; esto es, de aquello que, por analogía con la corriente expresión de
«poner en ridículo», pudiéramos denominar «poner en cómico». Lo ingenuo tiene
que producirse, sin nuestra intervención, en los actos o palabras de otras
personas, que ocupan el lugar de la segunda persona del chiste o de la
comicidad, y nace cuando el sujeto parece vencer sin esfuerzo alguno una coerción
que en realidad no existe en él. Esta sensación, en el sujeto, de la coerción
que nosotros suponemos existente es condición precisa de lo ingenuo, pues, si
no, no lo calificaríamos de tal, sino de desvergonzado, y no despertaría
nuestra hilaridad, sino nuestra indignación. El efecto de lo ingenuo es
irresistible y nada difícil de comprender. Un gasto de coerción efectuado
habitualmente por nosotros deviene de pronto superfluo por la audición de la
ingenuidad y es descargado en la risa, sin que sea necesaria desviación alguna
de la atención, dado que la remoción del obstáculo se lleva a cabo directamente
y no por medio de un proceso puesto en actividad por un estímulo determinado.
Nos conducimos aquí de un modo análogo al de la tercera persona del chiste, a
la que el ahorro de coerción es regalado sin necesidad de esfuerzo alguno por
su parte.
Tras
el conocimiento que de la génesis del chiste hemos adquirido persiguiendo el
desarrollo de este último desde su grado de juego, no puede maravillarnos que
lo ingenuo aparezca sobre todo en los niños y, secundariamente, en los adultos
poco cultivados, a los que, por su escaso desarrollo intelectual, podemos
considerar como niños. Naturalmente, los dichos ingenuos se prestarán mejor que
los actos de igual naturaleza para establecer una comparación de la ingenuidad
con el chiste dado que éste encuentra su habitual forma expresiva en la palabra
y no en la acción. Ahora bien: es muy significativo el hecho de que
determinadas manifestaciones ingenuas, como las de los niños, puedan, sin
violencia alguna, ser igualmente calificadas de «chistes ingenuos». En algunos
ejemplos podremos ver con facilidad tanto aquello en lo que el chiste y la
ingenuidad coinciden como aquello en que difieren. Una niña de tres años y
medio advierte a su hermano: «No comas tanto. Te pondrás malo y tendrás que
tomar una Bubizin (por medicina).» «¿Bubizin? -pregunta la madre-. ¿Qué es
eso?» «Sí -replica la niña-; cuando yo estuve mala, también tuve que tomar una
'Medizin'» La niña cree que el remedio
que le prescribió el médico se llamaba 'Mädi-zin' por estar destinada a ella
(Mädi = niña, nena); y deduce que, siendo para su hermanito, deberá llamarse
Bubi-zin (Bubi = niño, nene). Las palabras de la niña se nos muestran como un
chiste verbal por similicadencia; pero considerándolas como tal chiste, apenas
si nos harán sonreír forzadamente. En cambio, como ingenuidad nos parece
excelentes y nos mueven a risa. Mas ¿qué es lo que en este caso constituye la
diferencia entre el chiste y lo ingenuo? Observamos, desde luego, que tal
diferencia no estriba en la expresión verbal ni tampoco en la técnica, que son
idénticas para ambas posibilidades, sino en un factor a la primera vista muy
alejado de las mismas. La determinación dependerá exclusivamente de que
supongamos que el sujeto ha tenido la intención de hacer un chiste o que, por
el contrario, no ha hecho sino deducir de buena fe una consecuencia, dejándose
guiar por su infantil ignorancia. Sólo en este último caso se tratará de una
ingenuidad.
Vemos,
pues, que lo ingenuo nos ofrece, por vez primera en el curso de estas
investigaciones, un caso de transporte del oyente al proceso psíquico de las
personas productoras. El análisis de un segundo ejemplo confirmaré esta
hipótesis: Dos hermanos, una niña de doce años y un niño de diez, representan
ante un público familiar una obra teatral de la que ellos mismos son autores.
La escena representa una cabaña a orillas del mar. En el primer acto se
lamentan los dos únicos personajes, un pobre pescador y su mujer, de lo
trabajoso y miserable de su vida. El marido decide embarcar en un bote y salir
a buscar fortuna en lejanos países. Una cariñosa despedida pone fin al primer
acto. Al comenzar el segundo han pasado varios años. El pescador ha hecho
fortuna y torna a su hogar con una gran bolsa de dinero. Encuentra a su mujer
esperándole en la puerta de la choza y le hace el relato de sus aventuras. La
buena mujer, no queriendo ser menos, le responde, llena de orgullo: «Tampoco yo
he estado holgazaneando todo este tiempo. Mira.» Y abriendo la puerta de la
cabaña, le muestra doce niños -todos los muñecos de los actores-autores-
durmiendo en el suelo... Al llegar a este punto quedó la representación
interrumpida por las estruendosas carcajadas del auditorio, y los intérpretes
enmudecieron, llenos de asombro, ante aquella inesperada hilaridad de sus
familiares, que hasta entonces habían constituido un público modelo de
corrección.
Estas
risas se explican por la circunstancia de que los espectadores suponen,
naturalmente, que los infantiles autores desconocen aún por completo las
condiciones del nacimiento de los niños y creen, por tanto, que una mujer puede
vanagloriarse de la descendencia obtenida durante una larga ausencia del esposo
y que éste ha de regocijarse del fausto suceso. Aquello que los autores han
producido basándose en su ignorancia puede calificarse de absurdo o desatinado,
y esta ignorancia infantil, que tan radicalmente transforma el proceso psíquico
en el oyente, es lo que constituye la esencia de la ingenuidad. Es fácil, por
tanto, incurrir en error al apreciar lo ingenuo, suponiendo existente en el
niño una ignorancia ya desaparecida, error que es con frecuencia aprovechado
por el sujeto infantil para permitirse, simulando ingenuamente, libertades que de
otro modo no le serían consentidas. El análisis de estos ejemplos nos descubre
y aclara la posición de lo ingenuo entre el chiste y lo cómico. La ingenuidad
(verbal) coincide con el chiste en la expresión y en el contenido, haciendo
nacer un equivocado empleo de palabras, un absurdo o un «dicho verde». Pero el
proceso psíquico que se realiza en la primera persona y que tan interesante y
misterioso se nos ha mostrado en el chiste falta aquí por completo. La persona
ingenua cree haberse servido normalmente de sus medios expresivos e
intelectuales. No abriga la menor arrière pensée (segunda intención) ni extrae
placer alguno de la producción de la ingenuidad. Todos los caracteres de la
misma dependen tan sólo de la interpretación del oyente, el cual ocupa aquí el
lugar de la tercera persona del chiste.
La
primera persona -el autor de la ingenuidad- crea ésta sin esfuerzo alguno, y la
complicada técnica, destinada en el chiste a paralizar la coerción que la razón
crítica pudiera ejercer, no tiene por qué existir en la ingenuidad, puesto que
la misma se halla aún libre de tal coerción y puede producir directamente -sin
recurrir a transacción ninguna- el desatino o la procacidad. En este sentido
constituye lo ingenuo aquel caso límite del chiste que resultaría de hacer
igual a cero, en la fórmula de la elaboración del mismo, la magnitud de la
censura. Si para la eficacia del chiste era condición que ambas personas se
hallasen sometidas a idénticas o muy análogas coerciones o resistencias
internas, en cambio, lo será de la ingenuidad que una de las personas posea
coerciones de las que la otra está libre.
De
estas personas, la primera será la que decida si algo constituye o no una
ingenuidad y, además, la única en la que lo ingenuo producirá una aportación de
placer. Este placer que la ingenuidad hace surgir podemos determinarlo como
producto de la remoción de una coerción, y dado que el placer del chiste posee
idéntico origen -un nódulo de placer verbal o disparatado y una envoltura de
placer de remoción y de minoración-, podremos fundar en la analogía de sus
relaciones con la coerción el íntimo parentesco del chiste con la ingenuidad.
En ambos nace placer de la remoción de una coerción interna; más el proceso
psíquico que se verifica en la persona receptora (que en la ingenuidad es,
generalmente, nuestro propio yo, mientras que en el chiste puede éste ocupar el
puesto de persona productora) es en la ingenuidad mucho más complicado que en
el chiste y, en cambio, mucho más sencillo el correspondiente a la persona productora.
Sobre la persona receptora tiene la ingenuidad oída que actuar, desde cierto
punto de vista, como chiste -circunstancia que aparece patente en los ejemplos
antes expuestos-, pues, como en el chiste sucede, facilita en dicha persona, y
sin el menor esfuerzo por parte de la misma, la remoción de la censura. Mas
sólo una parte del placer provocado por la ingenuidad puede explicarse por este
proceso, y aun esta parte desaparecería en casos como el de la procacidad
ingenua, ante la cual podríamos reaccionar con igual indignación que ante una
franca procacidad, si un diferente factor no nos ahorrara dicha indignación y
produjera al mismo tiempo la parte más importante del placer de lo
ingenuo.
Este
otro factor está constituido por la condición, antes indicada, de que para
aceptar algo como una ingenuidad tiene que sernos conocida la falta de coerción
íntima en la persona productora. Sólo cuando esta falta nos consta reímos en
lugar de indignarnos. Tomamos, por tanto, en cuenta el estado psíquico de la
persona productora y nos transportamos a él tratando de comprenderlo por medio
de su comparación con el nuestro propio, comparación de la que resulta un
ahorro de gasto que descargamos por medio de la risa. A esta explicación
pudiéramos preferir otra más sencilla, consistente en suponer que, al darnos
cuenta de que la persona productora no tenía necesidad de dominar ninguna
coerción, devenía superflua nuestra indignación. De este modo, la risa nacería
de la indignación ahorrada. Mas para alejarnos de esta hipótesis, que habría
de inducirnos en error, estableceremos
una definida separación entre dos casos que antes expusimos conjuntamente. Lo
ingenuo que ante nosotros aparece puede ser de la naturaleza del chiste, como
en los ejemplos expuestos, y también de la del «dicho verde», o, en general,
pertenecer a aquello que motiva nuestra repulsa, sobre todo si se trata no ya
de palabras, sino de actos.
Este
último caso es especialmente apto para confundir nuestro juicio, pues en él
pudiéramos aceptar que el placer nacía de la indignación ahorrada y
transformada. Pero el primer caso, el de la ingenuidad puramente verbal, nos
sirve de guía. Así, la ingenua frase de la 'Bubizin' puede hacer de por sí el
efecto de un chiste harto débil y no da el menor motivo de indignación. Es
éste, ciertamente, el caso menos frecuente, pero también el más puro e
instructivo. Al aceptar que la niña cree de buena fe y sin segunda intención
alguna de la identidad de las sílabas 'Medi' de 'Medizin' con el nombre que
cariñosamente le dan sus familiares (Mädi = nena), experimenta nuestro placer
una intensificación que no tiene ya nada que ver con el placer del chiste.
Consideramos, pues, lo dicho por la niña desde dos puntos de vista, una vez,
tal y como en ella se ha producido, y otra, tal y como se produciría en
nosotros. De esta comparación resulta que la niña ha hallado una identidad que
sabemos inexistente y ha traspasado una barrera que en nosotros continúa
alzada, y prosiguiendo luego nuestra reflexión nos damos cuenta de que si queremos
comprender la ingenuidad podemos ahorrarnos el gesto necesario para mantener en
pie dicha barrera. El gasto que como resultado de esta comparación queda libre
constituye la fuente del placer de la ingenuidad y es descargado por medio de
la risa, siendo el mismo que hubiéramos transformado en indignación si el
infantil proarrollo intelectual de la persona productora y la naturaleza de lo
manifestado no excluyera en este caso todo motivo para ello.
Mas
tomando ahora al chiste ingenuo como modelo para el caso restante, o sea el de
lo ingenuo que es objeto de nuestra repulsa, veremos que también en esta clase
de ingenuidades puede nacer el ahorro de coerción directamente del proceso
comparativo, no siendo necesario suponer una naciente indignación ahogada en
sus comienzos. Tal indignación no sería por tanto, sino el empleo en otro lugar
del gasto libertado, empleo contra el cual eran necesarios en el chiste
complicados dispositivos protectores. Esta comparación y este ahorro de gasto
resultante de nuestra identificación con el proceso psíquico que se verifica en
la persona productora, sólo no siendo privativos de lo ingenuo podrán adquirir
cierta importancia. Y realmente surge en nosotros la sospecha de que este
mecanismo, totalmente extraño al chiste es una parte, y quizá la esencia, del
proceso psíquico de lo cómico. De este modo, lo ingenuo no sería sino una de
las especies de la comicidad, y lo que en nuestros ejemplos de ingenuidades
verbales se agrega al placer del chiste sería placer «cómico», producido, en
general, por el ahorro de gasto resultante de la comparación de las
manifestaciones de otra persona con las nuestras propias. Mas dado que al
llegar a este punto nos hallamos ante cuestiones que pueden llevarnos muy
lejos, terminaremos ante todo nuestro examen de la ingenuidad. Esta sería,
pues, una de las especies de lo cómico en tanto en cuanto su placer nace de la
diferencia de gasto resultante de la comparación estimulada por nuestro deseo
de comprender determinada manifestación de otra persona, y se aproximaría al
chiste por la condición de que el gasto ahorrado en dicha comparación tiene que
ser un gasto de coerción.
Establezcamos
aún, rápidamente, algunas analogías y diferencias entre los conceptos a los que
hemos llegado últimamente y aquellos otros que constan ha largo tiempo en la
psicología de la comicidad. La identificación, el querer comprender, no son
otra cosa que el «prestar cómico» que desde Jean Paul desempeña un papel en el
análisis de la comicidad. La «comparación» de un proceso psíquico que se
realiza en otra persona con el nuestro propio corresponde al «contraste
psicológico», para el cual hallamos por fin aquí un lugar después de haberle
buscado inútilmente alguna aplicación en el chiste. Mas en la explicación del
placer cómico nos separamos de muchos investigadores para los que dicho placer
nace de la oscilación de la atención entre las representaciones que han de ser
contrastadas. Pareciéndonos incomprensible tal mecanismo del placer, preferimos
indicar que de la comparación de los contrastes nace una diferencia de gasto
que cuando no recibe empleo distinto es susceptible de ser descargada y
constituye, por tanto, una fuente de placer. Al aproximarnos al problema de lo
cómico, lo hacemos con cierto temor. Sería presuntuoso esperar que nuestro
esfuerzo consiguiera aportar algo decisivo para la solución de un problema que
la intensa labor de toda una serie de brillantes pensadores no ha logrado aún
esclarecer satisfactoriamente en todos sus aspectos. No nos proponemos, por
tanto, más que perseguir por algún trecho, en los dominios de lo cómico,
aquellos puntos de vista que en la investigación del chiste han demostrado
poseer un innegable valor.
Lo
cómico aparece primeramente como un involuntario hallazgo que hacemos en las
personas; esto es, en sus movimientos, formas, actos y rasgos característicos,
y probablemente al principio tan sólo en sus cualidades físicas, pero luego
también en las morales y en aquello en que éstas se manifiestan. Más tarde, y
por una especie de personificación muy frecuente, encontramos lo cómico en los
animales y en objetos inanimados. Resulta, pues, la comicidad susceptible de ser
separada de las personas siempre que de antemano conozcamos las condiciones en
que las mismas resultan cómicas. De este modo nace la comicidad de la
situación, y con tal conocimiento aparece la posibilidad de hacer resultar
cómica, a voluntad, a una persona, colocándola en situaciones en las que dichas
condiciones de lo cómico se muestran ligadas a sus actos. El descubrimiento de
que está en nuestro poder el hacer resultar cómica a una persona cualquiera
-incluso la nuestra propia- abre el acceso a insospechadas consecuciones de
placer cómico y da origen a una técnica muy amplia. Los medios de que para ello
disponemos son, entre otros muchos, la imitación, el disfraz, la caricatura, la
parodia y, sobre todo, el colocar a la persona de que se trate en una situación
cómica. Naturalmente, pueden todas estas técnicas entrar al servicio de
tendencias hostiles y agresivas, haciendo resultar cómica a una persona con el
fin de mostrarla ante los demás como desprovista de toda autoridad o dignidad y
sin derecho a consideración ni respeto. Mas aun cuando tal intención
constituyera siempre el fondo de todo intento de hacer resultar cómica a una
persona no tendría por qué ser éste el sentido de lo cómico espontáneo.
Ya
con esta desordenada revisión de las manifestaciones de la comicidad nos damos
cuenta de que debemos atribuir a la misma condiciones de origen mucho más
amplias que a lo ingenuo. Para descubrir el rastro de tales condiciones, lo
principal será acertar en la elección del punto de partida de nuestra labor, y
recordando que la representación escénica más primitiva, la pantomima, utiliza
la comicidad de los movimientos para provocar la risa, elegiremos esta especie
de lo cómico para comenzar por ella la investigación que nos proponemos. A la
interrogación de por qué reímos de los movimientos de los clowns responderíamos
que porque nos parecen excesivos e inapropiados. Reímos, pues, de un gesto
desproporcionado. Busquemos ahora la condición fuera de la comicidad
artificialmente provocada; esto es, allí donde aparece involuntariamente. Los
movimientos infantiles no nos parecen cómicos, aunque el niño patalea y salta
sin objeto visible. En cambio, sí hallamos cómico el que el niño que aprende a
escribir saque la lengua y siga con ella los movimientos de la pluma. En este
manejo vemos un superfluo gasto de movimiento que nosotros ahorraríamos al
dedicarnos a igual actividad. Del mismo modo hallamos cómico, en el adulto,
otros movimientos que acompañan innecesariamente a la actividad principal o que
simplemente nos parecen superar la medida normal del gesto expresivo.
Casos
puros de esta clase de comicidad son aquellos movimientos que el jugador de
bolos ejecuta después de haber arrojado la bola, como si con ellos quisiera
regular su curso, y también los gestos que exageran la expresión normal de
nuestros pensamientos, aunque sean involuntarios, como sucede en los enfermos
de corea (baile de San Vito). Igualmente parecerán cómicos los movimientos de
nuestros modernos directores de orquesta a todas aquellas personas poco
versadas en música que no comprendan a qué fin corresponden. De esta comicidad
de los movimientos se deriva la de las formas corporales y de los rasgos
fisonómicos que son considerados como el resultado de un movimiento exagerado e
inútil. Unos ojos demasiado abiertos, una nariz ganchuda, unas orejas muy
separadas del cráneo, una joroba o cualquier análogo defecto físico, sólo se
hacen cómicos en tanto en cuanto nos representamos los movimientos que serían
necesarios para su constitución, representación en la que atribuimos a las
partes del cuerpo correspondientes mayor movilidad de la que realmente poseen.
Encontramos innegablemente cómico que una persona pudiera mover las orejas y
aún nos lo parecería más que pudiera mover la nariz. Gran parte de la comicidad
que en los animales hallamos procede de que vemos en ellos movimientos que no
podemos imitar.
Mas
¿cómo llegamos a reír cuando reconocemos como inútiles y exagerados los
movimientos de otros? A mi juicio, lo que nos lleva a reír es la comparación de
los movimientos observados en los demás con los que, hallándonos en su lugar,
hubiésemos ejecutado. Claro es que a los dos términos de la comparación
habremos de aplicar la misma medida, y ésta será precisamente aquel gesto de
inervación que va ligado con la representación del movimiento correspondiente a
cada uno de ellos. Esta afirmación necesitará ser ampliada y explicada. Lo que
aquí ponemos en relación es, por un lado, el gasto psíquico correspondiente a
determinada representación, y por otro, el contenido de esta última. Nuestra
afirmación implica que el primero de dichos factores no es esencial y
generalmente independiente del segundo; esto es, del contenido de la
representación de algo considerable necesita de un gasto mayor que la de algo pequeño.
Mientras no se trata más que de la representación de diversos grandes
movimientos, el establecimiento de nuestra afirmación ni su comprobación
experimental no presenta graves dificultades, pues vemos en seguida que en este
caso coincide una cualidad de la representación con otra de lo representado,
aunque la Psicología nos prevenga siempre contra tales confusiones.
La
representación de determinado movimiento considerable la adquirimos al
ejecutarlo por vez primera espontáneamente o por imitación, acto en el que
además, descubrimos en nuestras sensaciones de inervación una medida para tal
movimiento. Cuando observamos en otra persona un movimiento análogo a
cualquiera de los que por experiencia propia conocemos, el camino más seguro
para la comprensión o percepción del mismo será el ejecutarlo por imitación, y
entonces podemos decidir, por comparación, en qué movimiento -el nuestro o el
ajeno imitado- fue mayor el gesto por nosotros efectuado. Tal impulso a la
imitación aparece seguramente siempre que observemos un movimiento. Mas, en
realidad, no llevamos a cabo tal imitación, como tampoco seguimos deletreando
cuando el deletrear nos ha enseñado ya a leer. En el lugar de la imitación
muscular del movimiento colocamos la representación del mismo por medio de
nuestro recuerdo de los gastos efectuados en movimientos análogos. La
representación o «pensamiento» se diferencia, ante todo, de la acción o
ejecución, por ser mucho más pequeña la carga psíquica cuyo desplazamiento
provoca y por impedir la descarga del gasto principal. Mas ¿de qué manera se
manifiesta en la representación el factor cuantitativo -la mayor o menor
magnitud- del movimiento percibido? Y si falta una exposición de la cantidad en
la representación formada por cualidades, ¿cómo podremos diferenciar las
representaciones de movimientos diferentemente grandes y establecer la
comparación que constituye aquí la cuestión capital? En este punto nos indica
el camino la Fisiología, mostrándonos que también durante el proceso de
ideación parten inervaciones hacia los músculos, aunque no correspondan sino a
un modestísimo gasto, lo cual nos hace suponer que este gasto de inervación que
acompaña al proceso representativo es empleado en la exposición del factor
cuantitativo de la representación y ha de ser mayor cuando es representado un
movimiento considerable que cuando se trata de uno pequeño. La representación
del movimiento mayor sería también realmente la mayor; esto es, la acompañada
de mayor gasto.
La
observación nos muestra directamente que los hombres nos hallamos acostumbrados
a expresar lo grande y lo pequeño de los contenidos de nuestras
representaciones por un diverso gasto, como en una especie de mímica de
ideación. Cuando un niño, un adulto poco cultivado o un sujeto perteneciente a
ciertas razas de escaso desarrollo intelectual describen o comunican algo,
puede verse fácilmente que no se contentan con hacer comprensible su
representación por la elección de palabras apropiadas, sino que exponen también
el contenido de la misma por medio de movimientos expresivos, uniendo de este
modo la exposición mímica a la verdad e indicando al mismo tiempo las
cantidades y las intensidades. Al decir «una alta montaña» elevarían la mano
por encima de su cabeza, y si su frase es «un enano chiquitín», la bajarán
hasta cerca del suelo. En aquellos casos en que tales sujetos han perdido ya el
hábito de pintar con sus manos aquello que describen, lo harán elevando o
bajando la voz, y si también logran dominar esta costumbre puede apostarse que
abrirán mucho los ojos al hablar de algo grande y los entornarán cuando se
refieran a algo pequeño. Lo que de este modo expresan no son sus sentimientos
personales, sino realmente el contenido de su representación.
¿Habremos,
pues, de suponer que esta necesidad de mímica es despertada por las exigencias
de la comunicación y que gran parte de este medio expositivo escapa en general
a la atención del oyente? Creo más bien que esta mímica, aunque menos marcada,
subsiste con independencia de toda comunicación y aparece también cuando el
sujeto se representa algo a sí mismo exclusivamente o piensa algo de una manera
plástica. Por tanto, los individuos antes señalados expresarán por medio de
modificaciones somáticas y del mismo modo que en la descripción verbal su
representación íntima de lo grande y lo pequeño, aunque tales modificaciones
pueden quedar reducidas a una diversa inervación de los rasgos fisonómicos y
los órganos sensorios. Esto nos hace pensar que la inervación física consensual
al contenido de lo representado fue el comienzo y origen de la mímica destinada
a la comunicación. Para hacerse inteligible a los demás no necesitó dicha
inervación más que intensificarse hasta resultar fácilmente perceptible. Claro
es que al exponer de este modo mi opinión de que a la «expresión de los
sentimientos», conocida como efecto físico concomitante de los procesos
anímicos, debiera añadirse esta «expresión del contenido de las
representaciones», me doy perfecta cuenta de que mis observaciones sobre las
categorías de lo grande y lo pequeño no agotan el tema. Todavía pudiéramos
agregar muchas interesantes consideraciones de tensión por los que una persona
revela físicamente la concentración de su atención y el nivel de abstracción
que alcanza, en un momento determinado, su pensamiento. Creo importantísima
esta materia y opino que la prosecución del estudio de la mímica ideativa sería
tan útil en otros dominios de la Estética como lo ha sido aquí para la
inteligencia de lo cómico.
Volviendo
a la comicidad del movimiento, repetiremos que con la percepción de determinado
ademán nace el impulso a su representación por cierto gasto. Realizamos, pues,
en la percepción de dicho movimiento, o sea en nuestra voluntad de
comprenderlo, cierto gasto, conduciéndonos en esta parte del proceso psíquico
exactamente como si nos situáramos en el lugar de la persona observada.
Probablemente, al mismo tiempo advertimos el fin a que tiende dicho movimiento
y podemos estimar, por anterior experiencia, la magnitud de gasto necesaria
para alcanzar tal fin. En este punto prescindimos ya de la persona observada y
nos conducimos como si quisiéramos lograr por nuestra cuenta el fin al que el
movimiento tiende. Estas dos posibilidades de representación nos llevan a una
comparación del movimiento observado con el nuestro propio. Ante un movimiento
inadecuado y excesivo de la persona observada, nuestro incremento de gasto para
la comprensión es cohibido en el acto, in statu nascendi, esto es, declarado
superfluo en el mismo momento de su movilización, y queda libre para un
distinto empleo o, eventualmente, para su descarga por medio de la risa. De
esta clase sería, coadyuvando otras condiciones favorables, la génesis del
placer producido por los movimientos cómicos: un gasto de inervación devenido
inútil, como exceso, en la comparación del movimiento ajeno con el propio.
Dos
diferentes problemas se presentan ahora a nuestra labor investigativa: el de
fijar las condiciones de la descarga del exceso resultante de la comparación y
el de comprobar si nuestra hipótesis sobre la génesis de la comicidad de los
movimientos son aplicables a las demás especies de lo cómico. Dediquémonos,
ante todo, a esta segunda labor y sometamos a investigación tras de lo cómico
del movimiento y de la acción, la comicidad que hallamos en los rendimientos
anímicos y en los rasgos característicos de los demás. Podemos tomar como
modelo de este género los disparates cómicos que los estudiantes poco aplicados
producen en los exámenes. Más difícil nos sería dar un sencillo ejemplo de
comicidad de un rasgo característico. No debe inducirnos en error el que el
disparate y la simpleza, que con tanta frecuencia producen un efecto cómico, no
pueden ser, sin embargo, sentidos siempre como cómicos análogamente a como
sucede con un mismo rasgo característico, del que unas veces reímos, pero otras
nos puede parecer despreciable y hasta odioso. Este hecho, que no debemos
olvidarnos de tener en cuenta, indica tan sólo que en el efecto cómico
intervienen, a más de la comparación antes detallada, otros factores distintos,
que iremos descubriendo en el curso de nuestra investigación.
La
comicidad que hallamos en las cualidades anímicas e intelectuales de otras
personas es también, claramente, el resultado de una comparación entre las
mismas y nuestro propio yo, mas con la singularidad de que el producto de esta
comparación es, la mayoría de las veces, el opuesto del de la que llevábamos a
cabo en el caso del movimiento o acto cómicos. En este caso nacía la comicidad
cuando la persona-objeto realizaba un gasto mayor de lo que nosotros
imaginábamos necesario. En cambio, tratándose de una función anímica lo cómico
surge cuando la persona-objeto ahorra un gasto que consideramos indispensable,
pues el desatino y la simpleza son rendimientos imperfectos. En el primer caso
reímos viendo cómo la persona observada se ha dificultado determinado
rendimiento, y en segundo, cómo se lo ha hecho excesivamente fácil. Por tanto,
parece que el efecto cómico no depende sino de la diferencia entre ambos gastos
de carga psíquica o revestimiento el del yo y el de la otra persona apreciada
por la empatía o «proyección simpática»
y no de aquello a lo que favorezca tal diferencia.
Mas
esta singularidad, que al principio nos desorienta desaparece en cuanto
reflexionamos que el limitar el trabajo muscular e intensificar, en cambio, el
intelectual es una de las características de la tendencia evolutiva del hombre
hacia un más alto grado de civilización. Intensificando el gasto intelectual
dedicado a la ejecución de un acto cualquiera alcanzamos una minoración del
gasto de movimiento necesario para su realización, éxito cultural del que
testimonian nuestras máquinas. Comprendemos ahora que nos parezcan igualmente
cómicos aquel que comparado con nosotros emplea demasiado gasto en sus rendimientos
físicos o aquel que emplea demasiado poco en los anímicos, y no podemos negar
que nuestra risa es en ambos casos la expresión de un placiente sentimiento de
superioridad. Cuando la proporción se hace en ambos casos inversa, esto es,
cuando el gasto somático de la persona observada se nos muestra menos que el
nuestro y mayor el gasto psíquico entonces ya no reímos, sino que
experimentamos asombro o admiración.
El
origen que aquí atribuimos al placer cómico, haciéndolo nacer de la comparación
de la persona observada con nuestro propio yo, o sea de la diferencia entre el
gasto de la «proyección simpática» y el
propio, es probablemente el más importante, aunque no el único. Ya en ocasiones
anteriores vimos que era posible prescindir de este género de comparación y
hallar la diferencia productora de placer en un solo elemento, fuera éste la
proyección simpática o los procesos en nuestro propio yo, con lo cual queda
demostrado que el sentimiento de superioridad no tiene una relación esencial
con el placer cómico. Mas, de todos modos, para la génesis de este placer es
indispensable una comparación, que, como hemos visto, se realiza entre dos
gastos consecutivos de revestimientos referentes al mismo rendimiento y
provocados por nuestra proyección simpática en la persona observada, o
independientemente de la misma, por nuestros propios procesos psíquicos. El
primer caso, en el cual desempeña todavía un papel la persona observada, aunque
ya no su comparación con nuestro propio yo, aparece cuando la diferencia
productora de placer de los gastos de revestimiento queda establecida por
influencias exteriores que podemos reunir formando una «situación», razón por
la cual es denominada esta clase de comicidad comicidad de la situación. Las
cualidades de la persona que proporciona lo cómico no influyen en esto
esencialmente, pues reímos aunque tengamos que confesarnos que en idéntica
situación hubiéramos obrado de la misma manera.
Extraemos
aquí la comicidad de la relación del hombre con el mundo exterior, que tan tiránicamente
actúa con gran frecuencia sobre sus procesos psíquicos. A este mundo exterior
pertenecen no sólo las imposiciones y conveniencias sociales, sino nuestras
propias necesidades físicas. Un caso típico de esta última clase aparece cuando
una persona es interrumpida en el ejercicio de una actividad anímica por un
dolor o una necesidad excrementicia. La antítesis que en la empatía hace nacer
la diferencia cómica es la existencia entre el alto interés que el individuo
muestra por tal actividad psíquica antes de sobrevenir la perturbación somática
y el escasísimo que le concede una vez sobrevenida la misma. La persona que nos
dé esta diferencia se hace cómica de nuevo por inferioridad, pero no es
inferior más que comparada con su yo anterior y no con nosotros, pues sabemos
que en el mismo caso no podríamos conducirnos diferentemente. Es, de todos
modos, singular que esta inferioridad del hombre no nos resulte cómica más que
en el caso de proyección simpática, o sea en personas extrañas a la nuestra propia,
mientras que cuando nos hallamos personalmente en tales situaciones no
experimentamos sino penosos sentimientos. Seguramente, la ausencia de dolor
propio es la que nos permite hallar placer en la diferencia resultante de la
comparación de los diversos revestimientos sucesivos.
Otra
fuente de comicidad, que hallamos en nuestros propios cambios de revestimiento,
surge de nuestra relación con lo venidero, cuya llegada acostumbramos anticipar
por medio de nuestras representaciones de espera. A mi juicio, tales
representaciones entrañan un gasto cuantitativamente determinado, que, al no
cumplirse lo esperado, queda aminorado en cierta diferencia, y para completar
esta hipótesis recordaremos las observaciones que antes hicimos sobre la
«mímica de representaciones». Pero en estos casos de espera resulta mucho más
fácil de llevar a cabo la determinación del gasto de revestimiento
efectivamente realizado. En toda una serie de ejemplos de este género vemos con
completa claridad que la expresión de la espera está constituida por preparativos
motores, sobre todo cuando el suceso esperado ha de exigir un rendimiento de
nuestra motilidad, y tales preparativos pueden, desde luego, determinarse
cuantitativamente. Cuando espero coger una pelota que me ha sido lanzada,
determino en mi cuerpo tensiones que le han de permitir resistir el choque, y
los movimientos superfluos que habrían de hacer si la pelota resulta menos
pesada de lo que yo esperaba me harán resultar cómicos a los ojos de los
espectadores.
Mi
representación anticipada me ha hecho errar, impulsándome a un excesivo gasto
de movimiento. Lo mismo sucederá al sacar de un cesto una fruta que juzgamos
pesada y que resulta luego hueca e imitada en cera. Nuestra mano se alzará
rápidamente revelando que habíamos preparado una inervación excesiva para el
fin propuesto, y los que nos vean reirán de nuestro error. Existe, por lo
menos, un caso en el que la catexis de expectación puede ser medido por medio
de un experimento fisiológico. Nos referimos a los experimentos de Pavlov sobre
las secreciones salivares, en los cuales se provee a varios perros de un
aparato especial para la acumulación de la saliva, y se les muestran después
diversos alimentos. La saliva secretada varía según el perro ve o no confirmada
su esperanza de recibir el alimento que le es enseñado. También cuando lo
esperado ha de exigir simplemente un rendimiento de los órganos sensorios y no
de la motilidad tenemos que suponer que la expectación se manifiesta en cierto
gasto motor encaminado a la tensión de los sentidos y a detener otras
impresiones distintas de la esperada, y hemos de considerar la concentración de
la atención como un rendimiento motor equivalente a cierto gasto. Podemos,
además, adelantar que la actividad preparatoria de la espera no será
independiente de la magnitud de la impresión esperada, sino que manifestaremos
la importancia o pequeñez de la misma mímicamente, por medio de un mayor o
menor gasto de preparación, como en el caso de la comunicación o en el del
pensamiento.
En
esta catexis de espera habremos de tener en cuenta diversos factores, lo mismo
que en el caso en que quedemos decepcionados, bien por ser lo que realmente
llegue mayor o menor que lo esperado, bien por no ser digno del interés con que
lo esperábamos. De este modo llegamos a tomar en consideración, además del
gasto para la representación de lo grande o lo pequeño (la mímica de
representación), la catexis de tensión de la atención (catexis de espera) y,
por último, en otros casos, la catexis de abstracción. Mas todas estas otras
clases de catexis pueden reducirse a la de la mímica de representación, dado
que lo más interesante, lo más elevado y hasta lo más abstracto son tan sólo
casos especiales y especialmente cualificados de lo mayor. Si a todo esto
agregamos que, según Lipps y otros autores, se debe considerar en primer lugar
como fuente del placer cómico al contraste cuantitativo y no el cualitativo,
tendremos motivo más que suficiente para felicitarnos de haber escogido como
punto de partida de nuestra investigación lo cómico de los movimientos.
Desarrollando el principio kantiano de que «lo cómico es una espera
decepcionada», ha intentado Lipps, en su obra citada, derivar, en general, de
la espera el placer cómico. Mas, a pesar de los valiosos resultados que este
intento ha producido, tenemos que unirnos a otros autores que opinan que Lipps
ha limitado extraordinariamente el terreno de origen de lo cómico y no ha
podido, por tanto, someter a su fórmula, sino muy forzadamente, los fenómenos
correspondientes.
(2)
Los hombres no se han contentado con gozar de lo cómico allí donde ha aparecido
ante ellos, sino que han tendido a sustituirlo intencionadamente. De este modo,
como mejor puede llegarse al conocimiento de la esencia de lo cómico es
estudiando los medios encaminados a hacer surgir artificialmente la comicidad.
En primer lugar podemos hacer surgir lo cómico en nuestra propia persona, con
objeto de divertir a los demás, fingiéndonos por ejemplo, simples o desmañados.
Obrando de esta forma creamos la comicidad exactamente como si la torpeza o
tontería fuesen reales, pues provocamos aquella comparación de la que nace la
diferencia de gasto, pero no nos hacemos ridículos o despreciables, sino que,
en determinadas circunstancias, podemos incluso provocar admiración, pues el
sentimiento de superioridad no surge en los espectadores cuando éstos saben que
el sujeto finge aquello que le hace resultar cómico, circunstancia que nos
proporciona una nueva y excelente prueba de cómo la comicidad es por completo
independiente de dicho sentimiento. El medio más socorrido de hacer resultar
cómico a un individuo es colocarlo sin tener para nada en cuenta sus cualidades
personales, en aquellas situaciones a las que la general dependencia del
hombre, de las circunstancias exteriores, y especialmente de las de la vida
social, da una marcada comicidad.
Entra,
pues aquí en juego lo que antes denominamos «comicidad de la situación». Tales
situaciones cómicas pueden ser reales, a practical joke = poner en alguien la
zancadilla y hacer que caiga al suelo dando la impresión de torpeza en sus
movimientos, hacerle aparecer tonto explotando su credulidad, etc.; pero pueden
también ser fingidas por la palabra o el juego. La agresión, a cuyo servicio se
pone con gran frecuencia este medio de hacer que un individuo resulte cómico,
halla un eficacísimo auxiliar en la circunstancia de ser el placer cómico
independiente de la realidad de la situación que lo produce, de manera que
todos y cada uno de nosotros nos hallamos indefensos ante aquellos que,
utilizando este procedimiento, quieran reír a costa nuestra.
Aún
existen, para la consecución de este mismo fin, otros medios que merecen ser
objeto de un examen especial y que, en parte, revelan nuevos orígenes del
placer cómico. Entre ellos encontramos, por ejemplo, la imitación, que produce
en el oyente un placer extraordinario y hace resultar cómico al que es objeto
de ella, aun cuando se mantenga alejada de la exageración caricaturizante.
Resuelta mucho más fácil explicar el efecto cómico de la caricatura que el de
la simple imitación. La caricatura y la parodia, así como su antítesis
práctica, el «desenmascaramiento», se dirigen contra personas y objetos
respetables e investidos de autoridad. Son procedimientos de degradar objetos
eminentes. No siendo «lo eminente» más que lo que en el terreno psíquico
corresponde a «lo grande» en el físico, podríamos arriesgar la hipótesis de que
es representado lo mismo que lo grande somático, por medio de un incremento de
catexis. No es preciso ser muy observador para darse cuenta de que cuando
hablamos de lo eminente inervamos de distinta nuestra voz, al mismo tiempo que
modificamos nuestro gesto e intentamos armonizar nuestra actitud con la
dignidad de lo que representamos. Nos imponemos, en este caso, una actitud
solemne, análogamente a cuando hemos de hallarnos en presencia de una eminente
personalidad, un monarca o un príncipe de la ciencia. No creo equivocarme
suponiendo que esta distinta inervación de la mímica representativa corresponde
a un incremento de catexis. El tercer caso de tal incremento aparece cuando nos
entregamos a pensamientos abstractos abandonando las habituales
representaciones concretas y plásticas. En aquellas ocasiones en que los
procedimientos antes examinados de degradación de lo eminente nos llevan a representárnoslo
como algo vulgar a lo que no tenemos que guardar consideración alguna,
ahorramos el incremento de catexis que supone la solemnidad que habríamos de
imponernos, y la comparación de esta forma de representación, con aquella otra
que hasta el momento nos era habitual y que intenta establecerse
simultáneamente, crea de nuevo la diferencia de gasto que puede ser descargada
por medio de la risa.
La
caricatura lleva a cabo la degradación extrayendo del conjunto del objeto
eminente un rasgo aislado que resulta cómico, pero que antes, mientras
permanecía formando parte de la totalidad, pasaba inadvertido. Por este medio
se consigue un efecto cómico que en nuestro recuerdo es hecho extensivo a la
totalidad, siendo condición para ello que la presencia de lo eminente no nos
mantenga en una disposición respetuosa. En los casos en que no existe tal rasgo
cómico que ha pasado inadvertido, es éste creado por la caricatura misma,
exagerando uno cualquiera que no era cómico de por sí. Hallamos, pues, de
nuevo, como característica del origen del placer cómico, la circunstancia de
que el efecto de la caricatura no es esencialmente influido por tal
satisfacción de la realidad. La parodia y el disfraz alcanza la degradación de
lo eminente por otro camino distinto, destruyendo la unidad entre los
caracteres que de una persona conocemos y sus palabras o actos, por medio de la
sustitución de las personas eminentes o de sus manifestaciones, por otras más
bajas. En esto se diferencia la parodia de la caricatura y no, en cambio, en el
mecanismo de la producción de placer cómico. El mismo mecanismo sirve también
para el desenmascaramiento, que sólo aparece cuando alguien se ha investido de
dignidad y autoridad por medio de un engaño, debiendo, en realidad, ser
despojado de ellas. En algunos chistes anteriormente analizados hemos aprendido
a conocer el efecto cómico de este género de la comicidad; por ejemplo, en
aquella historieta de la distinguida dama, que al sentir los primeros dolores
del parto, exclama: Ah, mon Dieu!,!, y a la que el médico no quiere hacer caso
hasta que comienza a proferir chillidos inarticulados.
Después
de haber descubierto los caracteres de lo cómico no podemos ya negar que esta
historieta es realmente un ejemplo de desenmascaramiento cómico y no tiene
derecho alguno a ser calificada de chiste. Sólo recuerda al chiste por su
escenificación y por el medio técnico de la «representación de una minucia», la
cual es, en este caso, el grito inarticulado
considerado por el médico como indicación suficiente de la proximidad
del parto. Sin embargo, debemos confesar que nuestro sentimiento del idioma no
opone dificultad ninguna a dar a esta historieta el calificativo de chiste,
circunstancia cuya explicación se hallará quizá en el hecho de que los usos del
lenguaje no parten del conocimiento científico de la esencia del chiste que
nuestra laboriosa investigación nos ha procurado. Mas, teniendo en cuenta que
el volver a hacer accesibles fuentes de placer cegadas por un determinado
proceso represivo constituye una de las funciones del chiste, nada hay que nos
impida dar este nombre, por analogía, a todo artificio que no haga surgir a la
luz una franca comicidad. Esto se aplicará, sobre todo, al desenmascaramiento y
a algunos otros medios de hacer resultar cómica a una persona.
En
el desenmascaramiento podemos incluir también aquel medio de hacer surgir la
comicidad, que degrada la dignidad del individuo atrayendo nuestra atención
sobre su debilidad específicamente humana, y en especial sobre la dependencia
de sus rendimientos psíquicos, de sus necesidades corporales. El
desenmascaramiento equivaldrá entonces a la siguiente advertencia: «Ese
individuo, al que admiras y veneras como a un semidiós, no es sino un hombre
como tú.» También pertenecen a esta comicidad todos los esfuerzos encaminados a
revelar, tras de la riqueza y la aparente contingencia de las funciones
anímicas, el monótono automatismo psíquico. En las historietas de
intermediarios matrimoniales judíos hallamos ya algunos casos de
desenmascaramiento y experimentamos la duda de si podíamos o no calificarlos de
chistes. Ahora podemos ya afirmar con mayor seguridad que, por ejemplo, aquella
historieta en que el acompañante que el intermediario ha traído consigo acentúa
fielmente todos los elogios que el mismo hace de la novia, y, por último,
pondera también la joroba, tímidamente confesada, es un ejemplo de
desenmascaramiento del automatismo psíquico. Pero la historieta cómica no actúa
en este caso más que como fachada para todo aquel que no quiera eludir el
oculto sentido de tales historietas matrimoniales, esta a que ahora nos
referimos constituirá un chiste excelentemente escenificado.
En
cambio, aquellos otros que no penetren de este modo en su esencia continuarán
considerándola como una historieta cómica. Análogamente sucede en el otro
chiste que nos muestra cómo el intermediario, queriendo rebatir una objeción de
su cliente, confiesa toda la verdad, al exclamar: «¡Quién se atreve a prestar
nada a esta gente!», caso que nos presenta una revelación cómica como fachada
de un chiste. Pero aquí el carácter de chiste resulta más patente, pues la
frase del intermediario es, al mismo tiempo, una representación antinómica.
Queriendo demostrar que la familia de la novia es rica, demuestra que no sólo
no lo es, sino que es muy pobre. El chiste y la comicidad se combinan en este
caso y nos enseñan que la misma frase puede ser, simultáneamente, cómica y
chistosa. Aprovecharemos aquí la ocasión de volver al chiste desde la comicidad
del desenmascaramiento, puesto que el esclarecimiento de la relación entre el
chiste y la comicidad, y no la determinación de la esencia de lo cómico, es lo
que constituye el verdadero fin de nuestra labor. Así, pues, nos limitamos a
agregar estos casos de descubrimiento del automatismo psíquico, de los que no
hemos podido determinar si eran cómicos o chistosos, a aquellos otros en los
que vimos se confundían, del mismo modo, el chiste y la comicidad; esto es, a
los chistes disparatados. Más adelante hemos de ver cómo nuestra investigación nos
muestra que en estos últimos resulta teóricamente explicable dicha
confusión.
En
la investigación de las técnicas del chiste hemos hallado que la aceptación de
aquellos procesos mentales que son regla habitual en lo inconsciente, pero que
la conciencia tiene que calificar de «errores intelectuales», constituye el
medio técnico de muchos chistes, cuyo carácter chistoso aparecía tan inseguro
que hasta nos inclinábamos a considerarlos simplemente como historietas
cómicas. No pudimos entonces resolver esta duda por no sernos conocido aún el
carácter esencial del chiste. Más tarde, dirigidos por nuestro conocimiento de
la elaboración de los sueños, hallamos que dicho carácter consistía en la
función transaccional de la elaboración del chiste entre las exigencias de la
razón crítica y el instinto de no renunciar al antiguo placer producido por el
juego verbal o por el disparate. Lo que en calidad de transacción nacía de este
modo, cuando la parte preconsciente del pensamiento era abandonada por un
momento a la elaboración inconsciente, satisfacía en todos los casos a las dos
encontradas exigencias, pero se presentaba a la crítica en formas distintas y
tenía que permitir que la misma hiciera recaer sobre ellas diversos juicios. El
chiste conseguía unas veces introducirse sigilosamente bajo la forma de una
frase falta de significación, pero que podía eludir la censura, y otras, como
expresión de un valioso pensamiento. En el caso límite de la función
transaccional había, sin embargo, renunciado a satisfacer a la crítica y se
presentaba desafiador ante ella sin temor de despertar su repulsa, pues podía
contar con que el oyente rectificaría la transformación que la forma expresiva
había sufrido en lo inconsciente, y restablecería así el verdadero sentido.
¿En
qué caso aparece entonces el chiste como disparate entre la crítica?
Especialmente cuando se sirve de aquellos procedimientos mentales peculiares a
lo inconsciente, pero prohibidos a la conciencia; esto es, de los errores
intelectuales. Algunos procesos mentales de lo inconsciente han sido, sin
embargo, aceptados por la conciencia. Así, determinadas clases de
representación indirecta, alusión, etc., aunque su empleo consciente tiene que
mantenerse dentro de ciertos límites. Con estas técnicas no despertará el
chiste repulsa alguna por parte de la crítica, pues esta repulsa no tiene lugar
más que cuando aquél utiliza como técnica los medios rechazados por el
pensamiento consciente. Sin embargo, el chiste puede aún evitar la repulsa,
ocultando el error intelectual empleado, o sea disfrazándose con una apariencia
de lógica, como en la historieta del pastel y la copa de licor.
Mas,
si el error intelectual aparece al descubierto, es segura la repulsa crítica.
En este último caso acude aún un factor en auxilio del chiste. Los errores
intelectuales que como procedimientos mentales de lo inconsciente emplean su
técnica son juzgados por la crítica -aunque no regularmente- como cómicos. La
aceptación consciente de los defectuosos procedimientos de lo inconsciente es un
medio para la producción de placer cómico, cosa fácil de comprender, pues para
la constitución de un revestimiento preconsciente es preciso desde luego una
mayor catexis que para la aceptación del inconsciente. Comparando el
pensamiento que parece creado en lo inconsciente con su rectificación, nace
para nosotros la diferencia de gasto de la que surge el placer cómico. Un
chiste que se sirve de este procedimiento intelectual como técnica y aparezca,
por tanto, desatinado, puede, pues, actuar simultáneamente como cómico. De este
modo, si no logramos hallar las huellas del chiste, siempre nos quedará la
historia cómica.
Recordemos
una de las historietas que expusimos en la primera parte de nuestra
investigación: un individuo ha pedido prestado un caldero y lo devuelve
agujereado. El propietario le reclama una indemnización, pero él se defiende,
alegando: «Primeramente, nadie me ha prestado ningún caldero; en segundo lugar,
el caldero estaba ya agujereado, y, por último, yo he devuelto el caldero a su
dueño completamente intacto.» Es éste un excelente ejemplo de efecto puramente
cómico por aceptación de un método intelectual inconsciente, pues en lo
inconsciente no existe la exclusión recíproca de pensamientos incompatibles,
aunque aisladamente bien motivados. El sueño, en el que se patentizan los
procedimientos intelectuales inconscientes, no conoce, por tanto, alternativas
(esto o aquello), sino tan sólo yuxtaposiciones. Uno de mis sueños que, a pesar
de su complicación, elegí en mi obra sobre los mismos, para presentar un
ejemplo del arte interpretativo, me ofrecía simultáneamente y para desvanecer
el reproche que en él me hacía de no haber sabido hacer desaparecer, por medio
del tratamiento psíquico, la enfermedad de una de mis pacientes, las razones
que siguen: lª, la paciente misma tenía la culpa de seguir enferma por no haber
aceptado mis consejos; 2ª, su enfermedad era de origen orgánico y, por tanto,
se hallaba fuera de mi especialidad; 3ª, su enfermedad era una consecuencia de
su viudez, de la que yo no tenía la culpa, y 4ª, su enfermedad procedía de que
alguien le había dado una inyección con una jeringuilla sucia. Todas estas
razones aparecían en el sueño consecutivamente, como si cada una de ellas no
excluyera a las demás. Para no caer en el disparate, habría, pues, que
sustituir la agregación por una alternativa.
La
siguiente historieta cómica es totalmente análoga. Un herrero de un pueblo
húngaro cometió un sangriento crimen y fue sentenciado a morir en horca. Pero
el alcalde, fundándose en que en el pueblo no había más que aquel herrero y, en
cambio, dos sastres, mandó ahorcar a uno de éstos para que el delito no quedara
impune. Tal desplazamiento de la pena contradice todas las leyes de la lógica
consciente, pero se halla de completo acuerdo con la disciplina intelectual de
lo inconsciente. No nos atrevemos a calificar de cómica esta historieta, a
pesar de haber incluido entre los chistes la del caldero. Pero tenemos que
conceder que también esta última es más propiamente «cómica» que chistosa.
Comprendemos ahora cómo aquella sensación, tan segura otras veces, que nos
indicaba si una cosa debía ser calificada de cómica o de chistosa, nos deja
aquí en la duda. Sucede que nos hallamos precisamente ante el caso en el que no
podemos decidir fundándonos en la sensación; esto es, cuando la comicidad nace
por el descubrimiento de los procedimientos intelectuales exclusivamente
peculiares a lo inconsciente. Tal historia puede ser al mismo tiempo cómica y
chistosa, pero hará impresión de chiste aunque sea exclusivamente cómica pues
el empleo de los errores intelectuales de lo inconsciente no recuerda al chiste
como antes lo hacían los procedimientos encaminados al descubrimiento de la
comicidad.
Tenemos
que esforzarnos en esclarecer este importantísimo punto de nuestra
investigación, o sea la relación del chiste con la comicidad, y para
conseguirlo añadiremos a lo antes expuesto algunas otras consideraciones.
Haremos observar, ante todo, que el caso que ahora examinaremos, de unión del
chiste con la comicidad, no es el mismo del que nos ocupamos en páginas
anteriores. Es ésta, sin duda, una sutil diferenciación, pero puede hacerse sin
peligro de incurrir en error. En el caso anterior la comicidad provenía del
descubrimiento del automatismo psíquico, el cual no es, en ningún modo,
privilegio de lo inconsciente y no desempeña tampoco papel alguno de
importancia entre las técnicas del chiste. El descubrimiento no entra sino
casualmente en relación con el chiste, poniéndose al servicio de otra técnica
del mismo, por ejemplo, de la representación antinómica. En el caso de la aceptación
de métodos intelectuales inconscientes es, en cambio, necesaria la reunión del
chiste y la comicidad, porque el mismo medio empleado en la primera persona del
chiste para la técnica de la consecución de placer crea, conforme a su
naturaleza, placer cómico en la tercera persona.
Pudiera
caerse en la tentación de generalizar este último caso y buscar la relación
entre el chiste y la comicidad en la circunstancia de que el efecto del chiste
en la tercera persona se verifica siguiendo el mecanismo de la comicidad. Pero
esto sería totalmente erróneo; la relación con lo cómico no aparece en todos
los chistes, ni siquiera en la mayoría de ellos; por el contrario, puede casi
siempre separarse muy definitivamente el chiste de la comicidad. Siempre que el
chiste consigue eludir la apariencia de desatino, esto es, en la mayor parte de
los chistes de doble sentido y alusivos, resulta imposible descubrir en el
oyente efecto ninguno análogo a la comicidad. Puede hacerse la prueba en los
ejemplos hasta aquí expuestos y en estos otros que ahora agregamos: Un
telegrama de felicitación dirigido a un jugador el día en que cumple setenta
años: «Treinta y cuarenta.» (Fragmentación con alusión.) Madame de Maintenon
era llamada madame de Maintenant. (Modificación de nombre.) El conde Andrássy,
ministro del Exterior, era denominado el ministro del bello exterior.
Pudiera
creerse que por lo menos los chistes de fachada disparatada muestran una
apariencia cómica y tienen que producir un efecto de dicho género. Pero debemos
recordar aquí que tales chistes producen en el oyente, con gran frecuencia, muy
distinto efecto, despertando en él el desconcierto y la tendencia a la repulsa.
Dependerá, pues, el efecto de que el disparate del chiste se muestre
francamente cómico o aparezca como un simple desatino corriente, circunstancia
cuyas condiciones no hemos investigado aún. Por tanto, nos limitamos a dejar
establecida la conclusión de que el chiste y la comicidad poseen naturaleza muy
distinta, coincidiendo únicamente en casos especiales y en la tendencia a
extraer placer de las fuentes intelectuales. En el curso de esta investigación
de las relaciones del chiste con la comicidad se nos ha revelado una diferencia
entre ambos, a la que debemos atribuir una máxima importancia y que nos señala
uno de los principales caracteres de la comicidad. La fuente del placer del
chiste tuvimos que situarla en lo inconsciente; en cambio, en la comicidad no
encontramos motivo alguno para tal localización. Mas bien indican todos los
análisis hasta ahora efectuados que la fuente del placer cómico es la
comparación de dos gastos, localizados ambos en lo preconsciente. El chiste y
la comicidad se diferencian, pues, ante todo en su localización psíquica, y el
primero es, por decirlo así, la aportación que lo inconsciente procura a la
comicidad.
(3)
No puede acusársenos de habernos desviado, con las consideraciones que
anteceden, del fin principal de nuestra labor, pues precisamente la relación
del chiste con la comicidad es lo que nos ha obligado a emprender la
investigación de esta última. Mas es tiempo ya de que volvamos al tema con que
inauguramos dicha investigación; esto es, al examen de los medios de que nos
servimos para hacer surgir artificialmente la comicidad. Hemos llevado a cabo,
en primer lugar, la investigación de la caricatura y del desenmascaramiento
porque ella podía proporcionarnos preciosos datos para el análisis de la
comicidad de la imitación. Esta última se halla mezclada casi siempre con algo
de caricatura -exageración de ciertos rasgos que normalmente pasan
inadvertidos- y constituye también una degradación. Pero tales caracteres no
parecen constituir toda su esencia, pues la hilaridad que despierta cuando es
acertada demuestra que es en sí y por sí sola una de las más ricas fuentes del
placer cómico, circunstancia cuya explicación resulta harto difícil, a menos de
aceptar la hipótesis bergsoniana que
aproxima la comicidad de la imitación a la producida por el descubrimiento del
automatismo.
Opina
Bergson que todo aquello que en una persona nos hace pensar en un mecanismo
inanimado produce un efecto cómico y encierra esta hipótesis en la fórmula
mecanisation de la vie. Para su esclarecimiento de la comicidad de la imitación
elige, como punto de partida, el problema que Pascal plantea en sus
Pensamientos: de por qué nos hace reír la comparación de dos fisonomías
semejantes, que consideradas separadamente no producen efecto cómico alguno.
«Nunca esperamos que lo animado se repita idénticamente, y allí donde
encontramos tal repetición sospechamos, detrás de lo animado, la existencia de
un mecanismo.» Viendo dos caras de marcada semejanza pensamos en dos copias
sacadas del mismo molde o en el producto de cualquier procedimiento mecánico
análogo. La causa de la risa será, pues, en estos casos la desviación de lo
animado hacia lo inanimado o, como nosotros diríamos, la degradación de lo
animado hasta lo inanimado. Al aceptar esta concepción bergsoniana vemos que,
sin violencia alguna, podemos someterla a nuestra propia fórmula.
Sabiendo
por experiencia que lo animado no se repite, y que cada una de sus
manifestaciones exige de nuestra comprensión un gasto especial, nos encontramos
decepcionados cuando a consecuencia de una total identidad o una engañadora
imitación resulta superfluo el nuevo gasto que nos disponíamos a realizar. Pero
esta decepción trae consigo una minoración de la carga psíquica y el gasto de
expectación, devenido superfluo, es descargado por medio de la risa. Esta misma
fórmula será asimismo aplicable a todos los casos examinados por Bergson de la
cómica rigidez (raideur) de los hábitos profesionales, las ideas fijas y las
muletillas verbales. En todos estos casos se produciría la comparación del
gasto de expectación con el necesario para la inteligencia de lo idéntico, siendo
debida la superior magnitud del primero a nuestra experiencia de la diversidad
y plasticidad individual de lo animado. Así, pues, en la imitación no sería la
comicidad de la situación, sino la de la expectación la fuente del placer
cómico.
Derivado,
como lo hacemos, el placer cómico, en general, de una comparación, deberemos
investigar también la comicidad de la comparación misma, que constituye de por
sí uno de los medios de hacer surgir la comicidad. El interés que este problema
nos inspira se hará más intenso recordando que al tratar de la metáfora nos
dejó con gran frecuencia en la estacada aquella «sensación» que nos orientaba
para decidir si algo podía ser calificado de chistoso o simplemente de cómico.
Merece ciertamente este tema un más minucioso examen del que aquí podemos
dedicarle. La principal cualidad que en una metáfora buscamos es la de su
eficacia; esto es, que llame realmente la atención sobre una coincidencia de
dos objetos heterogéneos. El placer primitivo del reencuentro de lo conocido
(Groos) no es el único factor que favorece el empleo de la metáfora; agrégase a
él el hecho de ser ésta susceptible de un empleo que nos preocupa una
minoración del trabajo intelectual. Nos referimos a la habitual comparación de
lo desconocido y de lo abstracto con lo concreto, por medio de la cual
esclarecemos lo que nos parece difícil o extraño.
Cada
una de estas comparaciones, y especialmente la de lo abstracto con lo objetivo,
trae consigo cierta degradación y cierto ahorro de gasto de abstracción (en el
sentido de una mínima representativa); pero, como es natural, esta minoración
no es suficiente para producir la comicidad, la cual no surge de improviso,
sino poco a poco, del placer de minoración resultante del proceso comparativo.
Existen numerosos casos que no hacen sino rozar la comicidad y a los que
vacilamos en atribuir el carácter cómico. La comparación sólo resulta
indudablemente cómica cuando el gasto de abstracción exigido por cada uno de
los dos términos comparados presenta una gran diferencia de nivel; esto es,
cuando algo importante y singular, especialmente de naturaleza intelectual o
moral, es comparado con algo trivial y bajo. Quizá el placer de minoración y
las particulares condiciones de la mímica de representación expliquen el paso
paulatino, determinado por circunstancias cuantitativas, que de lo placiente en
general a lo cómico se efectúa en la comparación. Para evitar probables errores
en la inteligencia de esta hipótesis, haremos de nuevo resaltar que no
derivamos el placer cómico producido por la metáfora del constraste de los dos
términos comparados, sino de la diferencia existente entre los dos gastos de
abstracción correspondientes uno a cada uno de dichos términos. Aquello que por
su calidad de extraño, abstracto o intelectualmente elevado nos resulta difícil
de comprender, lo aproximamos a nuestra inteligencia afirmándolo coincidente
con algo trivial y bajo que nos es familiar y para cuya representación no
precisamos de gasto de abstracción ninguno. Resulta, pues que la comicidad de
la comparación se reduce a un caso de degradación.
Como
anteriormente observamos, la comparación puede también ser chistosa sin mezcla
de comicidad alguna, caso que se nos presenta cuando la misma elude toda
degradación. Así, la comparación de la verdad con una antorcha que no se puede
llevar a través de una multitud sin chamuscar a alguien las barbas, es
puramente chistosa, pues da un valor vivo a una expresión que, al convertirse
en lugar común, ha perdido su verdadero significado -«la antorcha de la
verdad»- y no tiene nada de cómica, por ser la antorcha un objeto que, aunque
concreto, no carece de cierta dignidad. Pero, de todos modos, una comparación
puede ser al mismo tiempo cómica y chistosa, presentando ambos caracteres con
absoluta independencia uno de otro, pues puede constituir un medio auxiliar de
determinadas técnicas del chiste, por ejemplo, de la unificación o de la
alusión. Un ejemplo de este género es la frase antes citada (pág. 1075), en
que un personaje de Nestroy compara la
memoria con un «almacén», comparación que resulta cómica y chistosa
simultáneamente, lo primero por la extraordinaria degradación que sufre el
concepto psicológico al ser comparado con un almacén, y lo segundo porque,
siendo un hortera quien la establece, queda constituida una inesperada
unificación entre la Psicología y la actividad comercial del sujeto. La frase
de Heine: «Hasta que, por fin, me estallaron todos los botones del pantalón de
la paciencia», se nos muestra al principio tan sólo como un excelente ejemplo
de una comparación cómicamente degradada; pero, a poco que reflexionemos
tenemos que concederle el carácter de chiste, pues poniéndose al servicio de la
alusión roza los dominios de la obscenidad que la misma produce. Resulta, pues,
que de un mismo material nacen simultáneamente para nosotros, por una
coincidencia no del todo casual, consecuciones de placer cómico y chistoso y
aunque observamos que las condiciones de uno de estos caracteres favorecen la
génesis de otro, siempre ejercerá esta coincidencia un influjo desorientador
sobre la «sensación» que ha de indicarnos si nos hallamos ante un caso de
chiste o de comicidad, y sólo podemos decidirlo por medio de una cuidadosa
investigación independiente de la disposición del placer.
Por
muy atractivo que me parezca el examen de esta condicionalidad íntima de la
consecución de placer cómico, tengo aquí que renunciar a él, pues ni mi
preparación científica ni mi actividad profesional me dan derecho a llevar mis
investigaciones mucho más allá de la esfera del chiste, y, además, debo
confesar que precisamente el tema de la comparación cómica me hace sentir más
que otro ninguno mi incompetencia. Veamos, pues, lo que sobre estos problemas
opinan otros investigadores. Lo primero que hallamos es que muchos de ellos no
reconocen la definida separación, conceptual y objetiva, que entre el chiste y
la comicidad nos hemos visto llevados a establecer, y consideran simplemente el
chiste como «lo cómico del discurso» o «de las palabras». Para examinar estas opiniones
elegiremos un ejemplo de comicidad voluntaria y otro de comicidad involuntaria
del discurso, y los compararemos con el chiste. Ya anteriormente hemos hecho
constar que creemos poder distinguir fácilmente el discurso cómico del discurso
chistoso. Así, el dicho «Con un tenedor y con esfuerzo le sacó su madre del
estofado» es simplemente cómico, y, en cambio, la frase de Heine sobre las
cuatro castas en que se dividía la población de Gotinga, «profesores,
estudiantes, filisteos y ganado», es exquisitamente chistosa.
Como
ejemplo de comicidad voluntaria del discurso escogeremos el Wippchen, de
Stettenheim, autor que posee una destreza poco común para hacer surgir la
comicidad. Es innegable que las cartas de Wippchen son, a más de cómicas,
chistosas, pues contienen numerosos chistes de toda clase, y entre ellos
algunos de extraordinaria bondad. Pero lo que presta a esta obra su singular
carácter no son estos chistes aislados, sino la continuada e inagotable
comicidad del discurso. Wippchen fue seguramente concebido al principio como
una figura satírica, análoga al Schmock, de G. Freytag; esto es, como uno de
aquellos individuos pocos cultivados que manejan a ciegas e incurriendo en las
mayores equivocaciones el tesoro de la cultura; pero la satisfacción que el
autor fue hallando, conforme avanzaba su obra, en los cómicos efectos que con
su protagonista obtenía, le hicieron ir relegando poco a poco a un segundo
término la tendencia satírica. Las ocurrencias de Wippchen son, en su mayoría,
«disparates cómicos», y el autor se ha servido del placiente estado de ánimo
producido en el autor por la acumulación de tales producciones para introducir
otras cosas, harto insulsas, que por sí solas hubieran resultado
intolerables.
Una
técnica especial da a los desatinos de Wippchen un carácter específico.
Examinando con cierta detención sus «chistes», hallamos algunos que atraen
preferentemente nuestra atención y resultan pertenecer todos a un mismo género,
que imprimen su sello a los restantes. Wippchen se sirve, sobre todo, de las
fusiones, de la modificación de lugares comunes y conocidas citas literarias y
de la sustitución de triviales elementos de las mismas por expresiones más
altisonantes, técnicas que no se apartan mucho de las del chiste. Un ejemplo de
fusión: los turcos tienen dinero Wie Heu am Meere. Que proviene de dos
expresiones: Dinero wie Heu (como heno, es decir, como suciedad); y, Dinero wie
Sand am Meere (como arena en el mar, océanos de dinero). Otro ejemplo: «No soy
ya más que una seca columna que testimonia de antiguas grandezas», frase
resultante de la condensación de otras dos, «un seco árbol» y «una columna
que...», etc., conocidísimas ambas como lugares comunes de la literatura
pedestre. En otro ejemplo de este mismo género: «¿Dónde está el hilo de Ariadna
que me guíe fuera de la peligrosa Escila de este establo de Augías?»,
contribuyen a la formación de la frase, con un elemento cada una, tres
distintas leyendas griegas.
Las
modificaciones y las sustituciones podemos considerarlas conjuntamente sin gran
violencia. Su carácter aparece con toda claridad en el siguiente ejemplo,
característico de Wippchen: «Desde muy temprana edad alentaba en mí un Pegaso.»
Sustituyendo «poeta» a «Pegaso» quedará una frase que constituye un lugar común
por lo muy empleada que ha sido en las autografías. «Pegaso» no es una
apropiada sustitución de «poeta», pero se halla en una relación ideológica con
este concepto y es, además, una palabra altisonante. Del cúmulo de ocurrencias
de Wippchen pueden también extraerse algunos ejemplos de pura comicidad. Así,
en calidad de decepción cómica, la siguiente frase: «La victoria osciló mucho
tiempo entre ambos bandos, y por fin, quedó indecisa», o como
desenmascaramiento cómico (de la ignorancia), esta otra: «Clío, la Medusa de la
Historia», y citas como la siguiente: Habent sua fata morgana. Pero nuestro
interés se dirige preferentemente hacia las fusiones y modificaciones, por
recordarnos estas conocidas técnicas del chiste. Compárense, por ejemplo, con
las modificaciones, chistes como el de «Ese hombre tiene un gran porvenir
detrás de él», o los chistes, por modificación, de Lichtenberg: «Baños nuevos
curan bien», etc. ¿Deberemos, pues, calificar de chistes las creaciones -de
idénticas técnicas- de Wippchen? Y en caso negativo, ¿en qué se diferencian
éstas del chiste? No es, ciertamente, muy difícil contestar a estas
interrogaciones.
Recordemos
que el chiste muestra al oyente una doble fisonomía y le obliga a dos diversas
interpretaciones. En los chistes disparatados, como los últimamente expuestos,
una de estas interpretaciones, basándose exclusivamente en el sonido verbal,
concluye que se trata de un disparate, y, en cambio, la otra, guiada por
determinados indicios, halla el sentido del chiste recorriendo, en lo
inconsciente de la persona receptora, el mismo camino que aquél ha seguido
antes, para constituirse en lo inconsciente de su autor. En las ocurrencias de
Wippchen, que a primera vista nos parecen chistosas, falta, como si hubiese
quedado atrofiada, una de las dos fisonomías que forman la doble faz
característica del chiste. Creemos ver la cabeza de Jano; pero al examinarla observamos
que sólo una de sus dos caras ha llegado a desarrollarse. De este modo, si
engañados por la técnica de estas ocurrencias recorremos los caminos de lo
inconsciente, no hallaremos en ellos cosa alguna. Tampoco entre las fusiones
encontramos ningún caso en el que los dos elementos fundidos den realmente un
nuevo sentido y en cuanto llevamos a cabo un intento de análisis se separan por
completo. Las modificaciones y sustituciones conducen, como en el chiste, a una
expresión conocida y usual, pero carecen de todo sentido propio. No pueden
considerarse, por tanto, estos «chistes» más que como disparatados, y lo único
que depende de nuestra voluntad es decidir si tales creaciones, que se han
separado de uno de los caracteres más esenciales del chiste, pueden calificarse
de chistes «malos» o hemos de negarles en redondo la cualidad chistosa.
Lo
que sí es indudable es que estos chistes imperfectos producen un efecto cómico
diversamente explicable. Su comicidad puede nacer del descubrimiento de los
procedimientos intelectuales de lo inconsciente, como en los casos antes
examinados, y puede también ser el resultado de su comparación con el chiste
perfecto. Nada nos impide suponer que ambas formas de la génesis del placer
cómico obran en este caso conjuntamente, pues no puede negarse que el apoyo que
buscan estas ocurrencias, aproximándose al chiste, es lo que al demostrarse
insuficiente convierte al disparate en disparate cómico. Existen, en efecto,
casos harto transparentes, en los cuales tal insuficiencia hace
irresistiblemente cómico al disparate, por su comparación con el rendimiento
que hubiera debido producir. La adivinanza puede darnos aquí mejores ejemplos
que el chiste mismo. Una de estas adivinanzas chistosas es la siguiente: «¿Qué
es una cosa que se cuelga de la pared y con la que podemos secarnos las manos?»
Si la solución fuese: «Una toalla», la adivinanza sería bien tonta. Pero esta
solución es rechazada: «No, no es una toalla, es un arenque.» «Pero ¡si un
arenque no se cuelga nunca de la pared !», será la asombrada respuesta. «Lo
puedes colgar si quieres.» «Además, a nadie se le ocurre secarse las manos con
un arenque.» «En efecto, no es lo más a propósito, pero también se puede
hacer.» Estas explicaciones, que reposan en dos típicos desplazamientos,
muestran lo lejos que esta pregunta se halla de ser una verdadera adivinanza, y
a causa de esta absoluta insuficiencia se nos muestra, en lugar de simplemente
disparatada, irresistiblemente cómica. De este modo, por la transgresión de
ciertas condiciones esenciales, pueden convertirse aquellos chistes,
adivinanzas, etc., que no producen de por sí placer cómico, en abundantes
fuentes del mismo.
Aún
más fácilmente comprensibles resultan los casos de comicidad involuntaria del
discurso, de la cual podemos hallar numerosísimos ejemplos en las poesías de
Friederike Kempner. Así, la siguiente cuarteta, titulada «Contra la
vivisección»:
Un
desconocido lazo de las almas
une
al hombre con los pobres animales.
El
animal tiene una voluntad -ergo un alma-,
aunque
más pequeña que la nuestra.
O
esta otra, que figura un diálogo entre dos tiernos esposos (El contraste):
«¡Qué
feliz soy!», murmura ella.
«También
yo -exclama el esposo-.
Tu
manera de ser me enorgullece,
mostrándome
el acierto de mi elección.»
No
hay aquí nada que nos recuerde al chiste. La insuficiencia de estas poesías, lo
pedestre de su estilo, la simpleza de las ideas expresadas y la falta de toda
huella poética es, indudablemente lo que las hace resultar cómicas. Mas no es
cosa tan natural que así nos lo parezca, pues muchas creaciones análogas no nos
hacen tal impresión, sino que las calificamos únicamente de malas y nos irritan
en lugar de causarnos risa.
Precisamente,
lo mucho que se apartan de las cualidades que exigimos a la poesía es lo que
nos inclina a considerarlas como cómicas; si tal distancia fuese menor, en
lugar de reír de ellas las criticaríamos. Además, este efecto cómico de las
poesías de la Kempner depende de varias circunstancias accesorias, entre ellas
la innegable buena intención de la autora y cierta sensibilidad que descubrimos
tras de sus torpes frases y que desarma nuestra burla. Todo esto dirige ahora
nuestra atención sobre un problema cuyo examen hemos eludido hasta el momento.
La diferencia de gasto es seguramente la condición fundamental del placer
cómico, pero la observación nos muestra que no siempre surge el placer de tal
diferencia. ¿Qué condiciones tendrán entonces que cumplirse o qué
perturbaciones tendrán que ser evitadas para que pueda surgir realmente placer
de la diferencia de gasto? Antes de dedicarnos a esclarecer esta cuestión,
dejaremos establecido el resultado de la labor investigadora que antecede. El
chiste no coincide con lo cómico del discurso; tiene, por tanto, que ser algo
distinto de esta comicidad.
(4)
Al disponernos a contestar la interrogación antes expuesta, relativa a las
condiciones de la génesis del placer cómico derivado de la diferencia de gasto,
observamos que la exacta solución del problema que dicha interrogación plantea
equivaldría a una total exposición de la naturaleza de lo cómico. Mas como esta
labor sobrepasa nuestra competencia, nos contentaremos con esclarecer el
problema de la comicidad hasta lograr que sus contornos se destaquen con toda
precisión, independientemente de los del problema del chiste. Todas las teorías
de lo cómico han incurrido, según los críticos, en un mismo defecto: el de
olvidar en su definición aquello que constituye precisamente la esencia de la
comicidad. Lo cómico -dicen estas teorías- reposa en un contraste de
representación: sí, pero sólo cuando este contraste produce un efecto cómico y
no de otro género.
El
sentimiento de lo cómico procede de la decepción que nos causa algo que
esperábamos; desde luego, pero sólo cuando la decepción no es dolorosa. Estas
objeciones están, ciertamente, justificadas, pero se les concede un valor
exagerado al deducir de ellas que la esencial característica de lo cómico ha
escapado hasta ahora a toda investigación. Si las definiciones citadas no
poseen una validez general, ello se debe a determinadas condiciones que
resultan indispensables para la génesis del placer cómico, pero en las que no
hemos de ver obligadamente la esencia de la comicidad. Sin embargo, sólo
aceptando nuestra teoría de que el placer cómico nace de la diferencia
resultante de la comparación de dos gastos resulta fácil rebatir las objeciones
antes consignadas. El placer cómico y el efecto en que el mismo se manifiesta
-o sea la risa- no pueden surgir sino cuando tal diferencia deviene inútil y,
por tanto, susceptible de descarga.
Cuando,
por el contrario, recibe inmediatamente después de su aparición cualquier otro
empleo no experimentamos ningún efecto de placer, sino, a lo más, una fugitiva
sensación placentera exenta de todo carácter cómico. Así como en el chiste
tiene que constituirse determinados dispositivos para evitar el aprovechamiento
del gasto reconocido como superfluo, también el placer cómico tiene que contar,
para producirse, con circunstancias favorables que llenen igual cometido. De
este modo, siendo innumerables los casos en los que en nuestra vida ideológica
nacen tales diferencias de gasto, son, en cambio, comparativamente raros
aquellos en que las mismas producen comicidad. Dos circunstancias principales
surgen a los ojos de todo observador que dedique alguna atención a la
generación de lo cómico por la diferencia de gasto. En primer lugar verá que
existen casos en los que la comicidad surge de un modo regular y como
necesariamente, y, por lo contrario, otros, en los que su aparición se muestra
independiente en absoluto de las condiciones particulares de cada caso y del
punto de vista del observador. En segundo lugar descubrirá que cuando las
diferencias alcanzan una considerable magnitud, logran con gran frecuencia
vencer el obstáculo opuesto a la génesis de la comicidad por condiciones
desfavorables, de manera que el sentimiento cómico surge, a pesar de las
mismas. Con relación a la primera de estas observaciones, podríamos establecer
dos clases de comicidad: la comicidad forzosa y la comicidad ocasional, aunque
ya al establecerlas sepamos que en la primera de ellas tenemos que admitir
numerosas excepciones. Resultará muy interesante perseguir ahora las
condiciones que regulan ambas clases de lo cómico.
Para
la segunda, las condiciones esenciales son aquellas mismas que en gran parte
reunimos bajo la calificación de «aislamiento» del caso cómico. Un más
minucioso análisis nos da a conocer las siguientes circunstancias: a) La
condición más favorable para la génesis del placer cómico es aquel sereno
estado de ánimo en el que nos hallamos «dispuestos a reír». Cuando tal estado
de ánimo ha sido producido tóxicamente en nosotros, nos parece cómico casi
todo, probablemente por comparación con el gasto necesario en estado normal. El
chiste, la comicidad y todos los demás métodos de conseguir placer extrayéndolo
de nuestra propia actividad anímica no son sino medios de restablecer, con un
pretexto cualquiera, este buen estado de ánimo -la euforia- cuando el mismo no
aparece como una disposición general de la psiquis.
b)
En un análogo sentido favorable actúa la expectación de lo cómico, o sea
nuestra disposición a experimentar placer de este género, circunstancia a la
que se debe que para conseguir el propósito de hacer resultar cómica a una
persona basten, cuando dicho propósito no halla obstáculo en los espectadores,
diferencias tan pequeñas, que habrían pasado inadvertidas si hubiera surgido en
un proceso inintencionado. Aquel que emprende una lectura cómica o va al teatro
a ver una farsa de este género debe a esta intención el que le causen risa
cosas que en su vida normal apenas si hubiera considerado cómicas. Por último,
llegamos a reír ante el recuerdo de haber reído, o en expectación de reír, en
cuanto aparece en escena el actor cómico y antes que éste pueda intentar
provocar nuestra hilaridad. A tal punto llega esta influencia de la
expectación, que muchas veces nos avergonzamos de haber podido reír, en el
teatro, de verdaderas insulseces.
c)
Del género de actividad espiritual que en el momento ocupe al individuo pueden
surgir condiciones desfavorables para la comicidad. Un trabajo intelectual
dirigido a fines interesantes perturba la capacidad de descarga de los
revestimientos, de los cuales precisa para los desplazamientos que ha de
efectuar, y de este modo, solo grandes e inesperadas diferencias de gasto
pueden llegar a imponer el placer cómico. Especialmente desfavorables a la
comicidad son todas aquellas formas de los procesos mentales que se alejan de
lo plástico lo suficiente para hacer cesar toda mímica de representación. Así,
la reflexión abstracta no deja lugar alguno a la comicidad, salvo cuando es
interrumpida repentinamente.
d)
La posibilidad de producción de placer cómico desaparece también cuando la
atención se halla fija precisamente en la comparación de la que la comicidad
puede surgir. En tales circunstancias pierde su fuerza cómica incluso aquello
que con toda regularidad produce un efecto de este género. Un movimiento o una
producción anímica no pueden resultar cómicos para aquel cuyo interés se
dirige, en el mismo momento en que se producen, a compararlos con una medida de
la que tiene clara y perfecta conciencia. De este modo, el examinador no
encuentra cómicos, sino irritantes, los disparates de un alumno ignorante,
mientras que los colegas del examinado, a los que interesa más la habilidad que
éste pueda mostrar en sortear las dificultades del examen que la amplitud de
sus conocimientos, ríen de todo corazón a cada desatino. Sólo raras veces
observará un profesor de gimnasia o de baile la comicidad de los movimientos de
sus alumnos, y el predicador no verá jamás el lado cómico de las debilidades
humanas, que, en cambio, el comediógrafo sabrá explotar con gran destreza. El
proceso cómico no soporta la sobrecarga producida por la atención: análogamente
al del chiste, tiene, para llegar a su fin... que poder pasar totalmente
inadvertido en su desarrollo. Pero sería contrario a la calificación de
«procesos de la conciencia», que justificadamente di a este género de procesos
en mi Interpretación de los sueños, el considerar al que ahora nos ocupa como
inconsciente. Pertenece más bien a lo preconsciente, y a estos procesos que se
desarrollan en lo preconsciente y carecen de la carga o revestimiento de
atención inherente a la conciencia podemos calificarlos, con toda propiedad, de
«automáticos». Así, pues, el proceso de la comparación de los gastos tendrá que
ser automático si ha de crear placer cómico.
e)
La génesis de la comicidad resulta perturbada cuando el caso de que ha de
surgir da simultáneamente ocasión al nacimiento de intensos afectos, pues queda
entonces excluida la descarga de la diferencia productora de placer. Los
afectos individuales y la diversa disposición espiritual explican, en cada caso
particular, la génesis o la ausencia de la comicidad. De este modo, sólo en
casos excepcionales puede existir una comicidad absoluta, y esta dependencia o
relatividad de lo cómico resulta mucho mayor que la del chiste, el cual no se
rinde nunca y es «hecho» siempre, pues en su formación pueden tenerse en cuenta
las circunstancias en que se produce. El desarrollo de afectos es, en cambio,
la más intensa de todas las circunstancias perturbadoras de la comicidad, y ha
sido reconocida como tal sin excepción alguna. Por esta razón se dice que el
sentimiento cómico nace con mayor facilidad que nunca en los casos
indiferentes, allí donde no existen intensos sentimientos ni grandes intereses.
Sin embargo, podemos observar que diferencias de gasto muy considerables suelen
crear, precisamente en casos de gran desarrollo afectivo, el automatismo de la
descarga. Cuando el coronel Butler contesta, riendo despechadamente a las
advertencias de Octavio, con la exclamación ¡La gratitud de la casa de
Austria!, su despecho no le impide reír, y lo que provoca su risa es el
recuerdo de la decepción que cree haber sufrido. Por otra parte, el poeta no
podía describir más impresionantemente la magnitud de la decepción que
mostrándola capaz de imponer la risa en medio de la tempestad de los afectos
desencadenados. A mi juicio, esta explicación es aplicable a todos aquellos
casos en los que la risa aparece en ocasiones distintas de las placientes y se
une a intensos sentimientos dolorosos o a un estado cualquiera de tensión
espiritual.
f)
si a todo lo que antecede añadimos que el desarrollo del placer cómico puede
ser facilitado por cualquier otra agregación placiente como por una especie de
afecto de contacto -a semejanza de como lo hace el placer preliminar en el
chiste tendencioso-, no habremos agotado la investigación de las condiciones
del placer cómico, pero sí conseguido el fin que nos proponíamos, pues vemos
ahora con toda claridad que tales condiciones, así como la inconstancia y
dependencia del efecto cómico, se adaptan, mejor que a otra hipótesis ninguna,
a la que deriva el placer cómico de la descarga de una diferencia que hubiera
podido recibir un empleo distinto.
(5)
La comicidad de lo sexual y de lo obsceno merecería un examen más detenido que
el que aquí podemos dedicarle y cuyo punto de partida sería de nuevo el
desnudamiento. Un desnudamiento casual nos produce un efecto cómico porque
comparamos la facilidad con que gozamos del espectáculo de la desnudez con el
gran gasto que hubiera sido necesario para conseguir por otro camino el mismo
fin. Aproxímanse así estos casos a los de ingenuidad cómica, aunque son mucho
menos complicados. Todo desnudamiento del que se nos hace testigos por un
tercero equivale a hacer resultar cómica a la persona desnudada. Hemos visto
antes que una de las funciones del chiste era la de sustituir al dicho obsceno
y hacer accesibles de este modo perdidas fuentes de placer cómico. En cambio,
el espiar a escondidas una desnudez no es, para el que lo hace, un caso de
comicidad, pues el esfuerzo que realiza es por completo contrario a la condición
del placer cómico, y no pudiendo éste producirse, el espectador de la desnudez
no gozará sino del placer puramente sexual que lo contemplado produzca. Mas, en
el relato que el mismo hace luego de su aventura, vuelve a resultar cómica la
persona espiada, pues predomina entonces de nuevo el punto de vista de que
aquélla ha dejado de realizar el gasto necesario para ocultar sus intimidades a
ojos extraños. Fuera de estos casos, lo sexual y lo obsceno ofrecen las más
numerosas ocasiones para la producción de placer cómico al mismo tiempo que
para la de excitación sexual, sea mostrado al hombre dependiente de sus
necesidades corporales (degradación), o sea descubriendo detrás del amor
espiritual las exigencias carnales (desenmascaramiento).
(6)
De la obra de Bergson, tan bellamente sugestiva, sobre estos problemas (Le
rire), ha surgido para nosotros, en forma inesperada, el deseo de buscar
también la comprensión de lo cómico por la investigación de su psicogénesis.
Bergson, cuya teoría del carácter cómico puede encerrarse en las fórmulas
mécanisation de la vie y substitution quelconque de l'artificiel au naturel,
pasa, por medio de una natural asociación de ideas, del automatismo al autómata
e intenta explicar una serie de efectos cómicos por nuestro ya empalidecido
recuerdo de juguete infantil. Persiguiendo esta idea, la lleva hasta el punto
de intentar derivar lo cómico del efecto a larga distancia de las alegrías
infantiles, pero la abandona antes de llegar a conclusión definitiva alguna.
Peut-être même devrions-nous pousser la simplification plus loin encore,
remonter à nos souvenirs les plus anciens, chercher dans les jeux qui amusèrent
l'enfant, la première ébauche des combinaisons qui font rire nous méconnaissons
ce qu'il y a encore d'enfantin, pour ainsi dire, dans la plupart de nos
émotions joyeuses. Habiendo nosotros perseguido el chiste hasta hallarlo como
un juego infantil con palabras e ideas, tiene necesariamente que atraernos la
labor de investigar estas raíces infantiles de la comicidad, cuya existencia
sospecha Bergson.
En
realidad, al investigar la relación de la comicidad con el niño tropezamos con
toda una serie de conexiones que nos parecen harto significativas. El niño
mismo no nos resulta cómico, aunque muestra cumplidas en su persona todas
aquellas condiciones que, comparadas con las nuestras, producen una diferencia
cómica, o sea, entre otras, el excesivo gasto de movimiento y el insuficiente
gasto espiritual y la sumisión de las funciones anímicas o las somáticas. Sin
embargo, no hallamos cómico al sujeto infantil cuando se comporta como tal,
sino únicamente cuando se disfraza con la gravedad del adulto, y entonces el
efecto cómico que produce es idéntico al que hallamos en el disfraz de
cualquier otra persona. En cambio, mientras permanece fiel a su esencia
infantil, su percepción nos produce un placer puro, que quizá -y solamente
quizá- recuerde algo al placer cómico. De este modo, calificamos de ingenuo al
niño cuando nos muestra su carencia de coerciones y aceptamos en calidad de
ingenuocómicas aquellas de sus manifestaciones que en otra persona hubiéramos
juzgado obscenas o chistosas. El niño carece, además, del sentido de la
comicidad. Esto parece al principio significar únicamente que dicho sentido no
se constituye sino en un estadio algo más avanzado del desarrollo anímico, cosa
que, de todos modos, no tendría nada de singular, tanto más cuanto que el mismo
surge todavía con toda claridad en años que aún tenemos que contar entre los
infantiles. Pero puede demostrarse que la afirmación de que el niño carece del
sentido de la comicidad va más allá de ser algo que cae por su propio peso. En
primer lugar, resulta fácilmente visible que ello no puede ser de otro modo si
no es equivocada nuestra teoría que deriva el sentido cómico de la diferencia
de gasto que resulta al querer comprender alguna cosa.
Elijamos
de nuevo, como ejemplo, la comicidad del movimiento. La comparación productora
de la diferencia sería, reducida a una fórmula consciente, como sigue: «Así lo
hace ése», y «Así debiera hacerlo, así lo he hecho». Mas en el niño falta la
medida contenida en la segunda de estas frases. Comprende exclusivamente por
medio de la imitación; esto es, haciendo lo mismo que ha visto hacer. Por otro
lado, la educación mantiene siempre ante él el precepto: «Haz esto así», y si
el niño se sirve de él a su vez en la comparación llegará con facilidad a las
conclusiones siguientes: «Ese no lo ha hecho bien» y «Yo puedo hacerlo mejor».
En este caso ríe el niño con burla del otro, sintiéndose superior a él. También
está risa puede ser derivada, sin inconveniente alguno, de la diferencia de
gasto; pero, por analogía con los casos en los que hemos reído a costa de los
otros, tenemos que deducir que en la risa que el sentimiento de superioridad
provoca en el niño no aparece la menor huella del sentido de lo cómico. Es una
risa de puro placer. El adulto que percibe claramente su propia superioridad se
limita a sonreir, o cuando ríe, puede distinguir con toda precisión la
percatación de su superioridad de la comicidad que provoca su risa.
Es
probablemente acertado suponer que el niño ríe de puro placer en diversas
circunstancias que nos dan la sensación de «cómicas», pero cuyos motivos no
encontramos, mientras que los motivos del niño son siempre bien definidos y
patentes. Cuando, por ejemplo, alguien resbala y cae en la calle ante nosotros,
reímos porque la caída nos produce -sin que sepamos la causa- una impresión
cómica. En igual caso, lo que provoca la risa del niño es el sentido de su
superioridad o la alegría del daño ajeno: «Tú te has caído y yo no.» Ciertos
motivos de placer del niño parecen perdidos para el adulto, el cual, como
compensación, goza en las mismas circunstancias del placer cómico. Si
pudiéramos permitirnos una generalización, sería muy atractivo deducir de las
anteriores consideraciones que el carácter específico de la comicidad era
precisamente este renacimiento de lo infantil, y considerar lo cómico como la
«perdida risa infantil» reconquistada. Podríamos entonces decir que reímos de
una diferencia de gasto entre la persona-objeto y nosotros, siempre que en la
primera hallamos de nuevo al niño. De este modo la comparación de la que nace
la comicidad sería la siguiente:
Así
lo hace ése
Yo
lo hago de otra manera
Ese
lo hace como yo lo he hecho de niño.
La
risa surgirá, por tanto, de la comparación entre el yo del adulto y el yo
considerado como niño. La misma dualidad del sentido de la diferencia cómica en
la que tan pronto el exceso como el defecto de gasto nos resultan cómicos, se
halla de acuerdo con las condiciones infantiles, pues en uno y otro caso la
comicidad surge siempre del lado en que aparece lo infantil. A nada de esto
contradice el que el niño mismo no nos produzca, como objeto de la comparación,
una impresión cómica, sino puramente placiente, ni tampoco que esta comparación
con lo infantil no ocasione un efecto cómico más que cuando es evitado un
distinto aprovechamiento de la diferencia, pues de lo que dependen estas
circunstancias es de las condiciones necesarias para la descarga. Todo aquello
que inscribe a un proceso psíquico en una determinada totalidad actúa en contra
de la descarga del revestimiento sobrante y lo conduce a un distinto
aprovechamiento; en cambio, todo lo que contribuye a aislar un acto psíquico
favorece la descarga. Nuestra conciencia de la situación del niño como término
de la comparación hace imposible la descarga necesaria para el placer cómico;
sólo dado un revestimiento o carga preconsciente se produce un aislamiento
aproximado, que es además el que corresponde en general a los procesos anímicos
infantiles. El agregado «así lo he hecho yo también cuando niño», que añadimos
a la comparación y del que parte el efecto cómico, sólo tendrá, por tanto,
eficacia, dada una diferencia media, cuando ninguna otra totalidad pueda
apoderarse del exceso que queda libre.
Si
queremos proseguir nuestro intento de hallar la esencia de lo cómico en la
conexión preconsciente con lo infantil hemos de avanzar más allá de las teorías
bergsonianas y conceder que la comparación productora de lo cómico no tiene
necesidad de despertar todo el antiguo placer y todo el antiguo juego
infantiles, sino que bastará con que toque a la esencia general infantil y
quizá hasta al dolor infantil mismo. Con esto nos apartamos de Bergson, pero
permanecemos de acuerdo con nosotros mismos refiriendo el placer cómico no a
placer recordado, sino, como siempre, a una comparación. Quizá los casos del
primero de estos géneros encubran, ocultándolo, lo regular e irresistiblemente
cómico. Recordaremos aquí el esquema antes detallado de las posibilidades
cómicas. Dijimos que la diferencia cómica era hallada alternativamente: a) Por
medio de una comparación entre el prójimo y el yo. b) Por medio de una
comparación totalmente dentro del prójimo. c) Por medio de una comparación
totalmente dentro del yo.
(a)
En el primer caso, el prójimo se me aparecía como niño; en el segundo,
descendería por sí mismo hasta la categoría infantil, y en el tercero,
encontraríamos el niño en nuestro propio yo. Al primero pertenece la comicidad
del movimiento y de las formas, de la función espiritual, y del carácter. Los
caracteres infantiles correspondientes a estos géneros de lo cómico serían el
impulso al movimiento y el incompleto desarrollo espiritual y moral del niño.
De este modo el individuo simple nos resultaría cómico por recordarnos a un
niño perezoso e ignorante, y el perverso, a su vez, a un niño malo. De un
placer infantil perdido para el adulto no podremos hablar más que en aquellos
casos que muestren una relación con el placer que el movimiento inmotivado causa
al niño.
(b)
El segundo caso, en el cual la comicidad reposa por completo en la «proyección
simpática», es el de más amplio contenido, dando origen a la comicidad de la
situación, de la exageración (caricatura), de la imitación, de la degradación y
del desenmascaramiento. Al mismo tiempo es también el caso a que resulta más
fácilmente aplicable nuestra hipótesis de relación con lo infantil, pues la
comicidad de la situación se funda, la mayor parte de las veces, en una
embarazada conducta del sujeto, tras de la que adivinamos la torpeza infantil.
La más irritante de estas situaciones embarazosas, la perturbación de las
funciones anímicas por las imperiosas exigencias de las necesidades naturales,
encuentra su correspondiente carácter infantil en la falta de dominio del niño
sobre sus funciones somáticas. Del mismo modo aquella comicidad de la situación
que se basa en la continuada repetición corresponde a un carácter infantil: el
afán de repetición (preguntas, cuentos), del que el niño extrae placer y con el
que acaba por aburrir a sus guardadores. La exageración, que produce placer al
adulto cuando el mismo acierta a justificarla ante la crítica, tendrá su raíz
infantil en la peculiar falta de medida del niño y en su ignorancia de todas
las relaciones cuantitativas que el sujeto infantil no llega a conocer, sino
mucho después de las cualitativas. La mesura y la templanza, aun en los
sentimientos lícitos, son frutos posteriores de la educación y quedan
establecidas por la coerción que recíprocamente ejercen entre sí las
actividades anímicas pertenecientes a una sola totalidad. Allí donde esta
cohesión se debilita -en lo inconsciente de los sueños o en la monoideación de
las psiconeurosis- aparece de nuevo la falta de mesura peculiar al niño.
El
esclarecimiento de la comicidad de la imitación hubo de presentar dificultades
relativamente grandes mientras no tuvimos en cuenta en ella el factor infantil,
mas precisamente se nos muestra éste aquí con especial claridad, pues la
imitación es el arte que mejor domina el niño y el motivo ocasional de la mayor
parte de sus juegos. La ambición infantil tiende menos a hacer significarse al
niño entre sus compañeros que a la imitación de los mayores. La relación del
niño con los adultos constituye también la raíz infantil de la comicidad de la
degradación, la cual corresponde a la benevolencia que el adulto suele
demostrar al niño poniéndose a su nivel. Pocas cosas producen al niño un placer
mayor que ver cómo el adulto desciende hasta él, prescindiendo de su abrumadora
superioridad, y se convierte en su compañero de juego. La minoración, que
procura al niño placer puro, se convierte para el adulto, como degradación, en
un medio de hacer resultar cómica a otra persona y en una fuente de placer
cómico. Por último del desenmascaramiento sabemos que, en definitiva, se reduce
a la degradación.
(c)
Donde mayores dificultades hallamos para descubrir la conexión con lo infantil
es en el tercer caso, o sea, en la comicidad de la expectación, circunstancia
que nos explica el que los investigadores que han tomado este caso como punto
de partida de un examen de lo cómico no hayan encontrado ocasión de introducir
en la comicidad el factor infantil. La comicidad de la expectación es, en
efecto, la más extraña al niño y la que más tarde aparece en él. En la mayoría
de los casos de este género, que el adulto considera cómicos, no experimenta el
niño sino una decepción. Sin embargo, pudiera establecerse un enlace de estos
casos con la ansiosa expectación del niño y con su credulidad para explicarnos
por qué nos sentimos cómicos, «como niños», cuando sufrimos una decepción
cómica. Si bien es cierto que de todo lo que antecede pudiera deducirse la
posibilidad de una interpretación del sentimiento cómico, que resumiríamos en
la fórmula de que lo cómico es aquello que no resulta propio del adulto, no nos
sentimos, dada nuestra posición total ante el problema de lo cómico, con valor
suficiente para defender esta hipótesis con igual empeño que las anteriores.
Así, pues, dejaremos indeciso si el descenso o degradación al grado infantil es
tan sólo un caso especial de la degradación cómica o si toda comicidad reposa,
en el fondo, en un descenso o degradación a dicho estadio.
(7)
Nuestra investigación de la comicidad, aun siendo tan poco detenida, quedaría
harto incompleta si no contuviese algunas observaciones sobre el humor. El
esencial parentesco entre ambos procesos es tan poco dudoso, que una tentativa
de esclarecer lo cómico tiene que proporcionarnos, por lo menos, algún dato
para la inteligencia del humor. De este modo, y aun sabiendo lo mucho y
acertado que por otros autores se ha escrito sobre el humor, el cual, siendo
uno de los más elevados rendimientos psíquicos, se ha atraído el especial favor
de toda una serie de pensadores, no podemos eludir la labor de establecer una
definición de su esencia por aproximación a las fórmulas antes halladas para el
chiste y la comicidad. Hemos visto que el desarrollo de afectos dolorosos
constituye el obstáculo más importante para el efecto cómico. En cuanto el
movimiento inútil produce un daño, lleva la simpleza a la desgracia o causa
dolor la decepción, desaparece la posibilidad de todo efecto cómico, por lo
menos para aquellos sobre los que recae el displacer resultante o tienen que
participar de él, mientras que las personas extrañas al suceso testimonian, con
su conducta que en el mismo se halla contenido todo lo necesario para un efecto
cómico. El humor es entonces un medio de conseguir placer a pesar de los
afectos dolorosos que a ello se oponen y aparece en sustitución de los mismos.
La condición que regula su génesis queda cumplida cuando se constituye una
situación en la que, hallándonos dispuestos, siguiendo un hábito, a desarrollar
afectos penosos actúen simultáneamente sobre nosotros motivos que nos impulsan
a cohibir tales afectos, in statu nascendi. En estos casos, la persona sobre la
que recae el daño, el dolor, etc., puede conseguir placer humorístico, mientras
que los extraños ríen sintiendo placer cómico. No tenemos, pues, más remedio
que admitir que el placer del humor surge a costa del desarrollo del afecto
cohibido; esto es, del ahorro de un gasto de afecto.
El
humor es la menos complicada de todas las especies de lo cómico. Su proceso se
realiza en una sola persona y la participación de otra no añade a él nada
nuevo. Nada hay tampoco que nos impulse a comunicar el placer humorístico que
en nosotros ha surgido y podamos gozar de él aisladamente. Es harto difícil
descubrir lo que se realiza en el sujeto durante la génesis del placer humorístico
pero podemos aproximarnos algo al conocimiento de este proceso cuando alguna
persona nos comunica un caso propio, y al comprenderlo experimentamos el mismo
placer que antes a ella le produjo. Los casos más sencillos de esta comicidad,
tales como el contenido en la historieta que a continuación reproducimos,
pueden servirnos de guía para la inteligencia de otros más sutiles. «¿Qué día
es hoy?», pregunta un condenado a muerte a quien conducen a la horca. «Lunes.»
«¡Vaya; buen principio de semana!» Nos hallamos aquí, en realidad, ante un
chiste, pues la observación del reo es de por sí muy acertada; mas si tenemos
en cuenta que para su autor ya no ocurrirá nada bueno ni malo en los días
siguientes, la encontraremos desatinadamente fuera de lugar.
De
todos modos, habremos de convenir en el extraordinario humor necesario para
hacer tal chiste; esto es, para echar a un lado aquello en que tal principio de
semana se diferencia de todos los demás y negar esta diferencia de la que
habrían de surgir poderosos motivos para especialísimos sentimientos. El mismo
caso se nos presenta en otra historieta en la que el condenado, camino del
cadalso, pide una bufanda para abrigarse y no pescar un catarro, medida
prudentísima en toda otra circunstancia, pero totalmente superflua y fuera de
lugar en la situación dada. Todos estos casos de humor nos ofrecen algo
semejante a lo que denominamos «grandeza de ánimo» en la energía con la que el
sujeto se aferra a su ser habitual, volviendo la espalda a todo aquello que le
conduce a la muerte y puede antes provocar su desesperación. Esta especie de
superioridad del humor se hace patente en aquellos casos en que nuestra
admiración no se encuentra cohibida por las circunstancias personales del
sujeto humorístico.
En
el Hernani, de Víctor Hugo, cae el protagonista, cabecilla de una conjuración
contra el emperador Carlos I de España y V de Alemania, en manos de su poderoso
enemigo. Reo de alta traición, sabe la suerte que le espera: su cabeza caerá
bajo el hacha del verdugo. Pero esta conciencia de su próximo fin no le impide
darse a conocer como grande de España y declarar que no renunciará a los
derechos inherentes a tal título. Uno de éstos es el de permanecer cubierto
ante rey. Aplicándolo, pues, a su actual situación, dirá:
Nos
têtes ont le droit.
De
tomber couvertes devant toi.
Es
éste un elevado humorismo, y si no nos reímos al oír la frase en que se
manifiesta, ello se debe a que nuestra admiración es más fuerte que el placer
humorístico y lo encubre por completo. En el caso antes expuesto del bribón
que, camino de la muerte, pide una bufanda para no resfriarse, reímos, en
cambio, de todas veras, a pesar de que la situación, que debiera desesperar
dolorosamente al reo, podría hacernos sentir una intensa compasión. Pero esta
compasión queda cohibida en nosotros al comprender que el propio interesado no
se apura grandemente de su próximo fin, y a consecuencia de esta comprensión el
gasto que a la compasión estábamos dispuestos a dedicar deviene de repente
inútil y es descargado en la risa. La indiferencia de que el reo hace gala se
apodera, por contagio, de nosotros, a pesar de darnos cuenta perfecta de que le
ha costado un enorme gasto de labor psíquica.
La
compasión ahorrada es una de las más generosas fuentes del placer humorístico.
El humor de Mark Twain labora habitualmente con este mecanismo. Cuando,
relatando la vida de su hermano, nos cuenta que siendo el mismo capataz de una
gran empresa de construcción de carretera fuera lanzado al aire por la
inesperada explosión de un barreno, yendo a caer muy lejos del puesto que tenía
señalado, surgen inevitablemente en nosotros sentimientos de compasión hacia la
víctima del accidente, y quisiéramos preguntar el daño que éste le produjo.
Pero la continuación de la historia, que nos hace saber cómo el desgraciado
capataz fue multado con un día de haber, «por alejarse de su puesto sin
permiso», nos desvía por completo de todo sentimiento compasivo y nos hace casi
tan duros de corazón como el contratista y tan indiferentes como él al posible
daño corporal del accidentado. En otra ocasión nos describe Mark Twain su árbol
genealógico, que hácele remontarse hasta uno de los compañeros de Cristóbal
Colón. Mas, cuando después, entre las noticias que nos da de este su
antepasado, vemos la de que al desembarcar en América consistía todo su
equipaje en unas cuantas piezas de ropa blanca, cada una con diferentes
iniciales, reímos a costa del grave sentimiento de veneración familiar que
pensábamos iba a despertar en nosotros la historia.
El
mecanismo del placer humorístico no sufre aquí perturbación alguna por nuestra
conciencia de que el relato familiar es fingido y de que esta ficción se halla
al servicio de la tendencia satírica de revelar la mentira de la mayor parte de
los ilustres hechos que se suelen atribuir a antepasados poco brillantes, y
hasta totalmente ficticios, por las personas atacadas de la vanidad de nobleza.
Resulta, pues, dicho mecanismo -como ya sucedía con el de hacer cómica a una
persona- totalmente independiente de la condición de la realidad. Otra historia
de Mark Twain nos relata que su hermano se instaló una vez en un foso capaz
para contener una cama, una mesa y una lámpara, y lo techó tendiendo sobre él
una vela con un agujero en el medio. Pero cuando, terminada su tarea, se acostó
y dormía como un bendito, cayó por el agujero de la vela y sobre la mesa una
vaca, volcando la lámpara y perturbando toda la instalación.
Pacientemente
ayudó el despertado inquilino a sacar la vaca del foso y se dedicó después a
reorganizar su vivienda. Pero a la noche siguiente se repitió la escena, y
luego, cotidianamente, durante una larga temporada, comportándose siempre el
buen hombre con igual resignación y paciencia. Esta historia se hace, desde
luego, cómica por la repetición. Pero cuando no podemos retener ya nuestro
placer humorístico es cuando Mark Twain nos cuenta que a la noche número ciento
cuarenta y seis observó su hermano que la cosa se iba haciendo ya algo
monótona, pues hace mucho tiempo que esperábamos que el paciente individuo
llegase a irritarse. Los pequeños rasgos humorísticos que producimos a veces en
nuestra vida cotidiana surgen realmente en nosotros a costa de la irritación;
los producimos en lugar de enfadarnos .
El humor comprende numerosísimas especies, cada una de las cuales corresponde a
la naturaleza peculiar del sentimiento emotivo que es ahorrado en favor del
placer humorístico: compasión, disgusto, dolor, enternecimiento, etc. Además,
el número de estas especies parece ilimitado, pues los dominios del humor se
amplían cada vez que el artista o el escritor logran someter al humorismo
emociones que antes reinaban libremente y convertirlas en fuentes de placer
humorístico por medio de procedimientos análogos a los de los casos antes
examinados. Así, los ilustradores y dibujantes del Simplicissimus han llevado
hasta un punto insospechable el arte de extraer humor de lo horrible, cruel o
repugnante.
Hay
que tener también en cuenta que los fenómenos del humor son determinados por
dos circunstancias relacionadas con las condiciones de su génesis. El humor
puede, en primer lugar, aparecer fundido con el chiste o con cualquiera otra
especie de lo cómico, hallándose, en estos casos, encargado de alejar una
posibilidad de desarrollo afectivo contenida en la situación y que constituiría
un obstáculo para el efecto de placer. En segundo lugar, puede también suprimir
este desarrollo afectivo, por completo o sólo parcialmente, caso este último el
más frecuente por su sencillez y del que surgen las diversas formas del humor
«discontinuo»; o sea, de aquel humor que sonríe entre lágrimas y que,
sustrayéndose al afecto una parte de su energía, le da, en cambio, el
acompañamiento humorístico. El placer humorístico que conseguimos al conocer y,
por tanto, sentir a posteriori algo que ha sucedido a otra persona nace, como
pudimos ver en los ejemplos que anteceden, de una técnica especial, comparable
al desplazamiento, por medio de la cual queda hecho superfluo el desarrollo
afectivo que nos hallábamos dispuestos a llevar a cabo y es guiada la carga
psíquica hacia otro elemento con frecuencia accesorio. Pero con esto no ganamos
nada para la comprensión del proceso por medio del cual se realiza en la
persona humorística el desplazamiento que la aleja del desarrollo afectivo. Vemos
que la persona receptora realiza, por imitación, los procesos anímicos que
antes se desarrollaron en el sujeto; pero esta observación no nos proporciona
dato alguno que nos aproxime al conocimiento de las fuerzas que hacen posible
este proceso imitativo.
Podemos
decir únicamente que cuando alguien consigue, por ejemplo, sobreponerse a un
afecto doloroso, comparando la magnitud de los intereses universales con la
propia pequeñez individual, no vemos en ello un rendimiento del humor, sino del
pensamiento filosófico, y no logramos tampoco consecución ninguna de placer al
trasladarnos al proceso mental del sujeto. El desplazamiento humorístico es,
pues, tan imposible cuando nuestra atención vigila como, en igual caso, la
comparación cómica, y se halla, por tanto, ligado como la misma a la condición
de permanecer preconsciente o automático. Sólo considerando el desplazamiento
humorístico como un proceso de defensa podremos establecer algunas conclusiones
sobre él. Los procesos de defensa son los que en lo psíquico corresponden a los
reflejos de fuga, y su misión es la de evitar el nacimiento de displacer
producido por fuentes internas. Constituyen, pues, una especie de regulación de
la vida anímica; pero por su automatismo llegan a resultar perjudiciales y
tienen, por tanto, que ser sometidos al dominio del pensamiento consciente.
Así, de una clase especial de esta defensa, la represión fallida ha demostrado
que constituía el mecanismo de la génesis de las psiconeurosis. Podemos ahora
considerar el humor como la principal de estas funciones de defensa, que -a
diferencia de la represión- desprecia sustraer a la atención el contenido de
representaciones ligado al efecto doloroso, y de este modo domina al
automatismo defensivo. Para conseguirlo encuentra además el medio de despojar
de su energía a la preparada producción de displacer y la convierte en placer
sometiéndola a la descarga. Es también sospechable que sea de nuevo la conexión
con lo infantil lo que le permite llevar a cabo esta función, pues en la vida
del niño se producen intensos efectos dolorosos, de los que el adulto reiría
como ríe el humorista de los de igual género que le asaltan en la edad madura.
Aquella superioridad del propio yo, de la que testimonia el desplazamiento y
cuya interpretación podría muy bien encerrarse en la fórmula: «Soy ya demasiado
grande para que esto pueda causarme disgusto», pudiera muy bien ser el
resultado de la comparación efectuada por el sujeto de su yo presente con su yo
infantil.
Esta
hipótesis parece, hasta cierto punto, robustecida por el papel que desempeña lo
infantil en los procesos neuróticos de represión. En conjunto, se halla el
humor más cerca de la comicidad que del chiste. Con la primera tiene de común
la localización psíquica en lo preconsciente, mientras que el chiste queda
formado, como antes dedujimos, a manera de transacción entre lo inconsciente y
lo preconsciente. En cambio, no tiene el humor participación alguna en un
singular carácter en el que coinciden el chiste y la comicidad y que quizá no
hemos hecho resaltar hasta ahora suficientemente. Es condición de la génesis de
lo cómico que nos veamos impulsados a emplear, simultáneamente o en rápida
sucesión, para la misma función representativa, dos distintas formas de
representación, entre las cuales se realiza luego la «comparación», de la que
resulta la diferencia de gasto. Tales diferencias de gasto nacen entre lo
extraño y lo propio, lo habitual y lo modificado, lo esperado y lo sucedido. En
el chiste, la diferencia entre dos diversas interpretaciones que laboran con
distinto gasto adquiere tan sólo un valor con relación al proceso que se
realiza en el oyente. Una de estas interpretaciones recorre, obedeciendo a las
indicaciones contenidas en el chiste, el camino que el pensamiento ha seguido
antes a través de lo inconsciente, y la otra permanece en la superficie y presenta
al chiste como una expresión verbal preconsciente devenida consciente. No sería
quizá muy equivocado derivar el placer que nos produce el chiste oído de la
diferencia de estas dos formas de representación.
Lo
que aquí decimos del chiste es lo mismo que antes, cuando desconocíamos aún la
relación del mismo con la comicidad, describíamos diciendo que el chiste poseía
una doble faz, como Jano. En el humor pasa a último término el carácter que
aquí aparece en el primero. Experimentamos, ciertamente, el placer humorístico
allí donde es evitado un sentimiento emotivo que esperábamos como inherente a
la situación, y hasta este punto cae también el humor bajo el concepto,
ampliado, de la comicidad de la expectación. Mas en el humor no se trata ya de
dos formas representativas del mismo contenido. El hecho de que la situación es
dominada por los sentimientos emotivos de carácter displaciente que deben ser
evitados pone fin a la posibilidad de comparación con el carácter de lo cómico
o del chiste. El desplazamiento humorístico es, en realidad, un caso de aquel
aprovechamiento de un gasto sobrante que tan peligroso demostró ser para el
efecto cómico.
(8)
Una vez que hemos logrado reducir también el mecanismo del placer humorístico a
una fórmula análoga a las que hallamos para el placer cómico y para el chiste,
tocaremos el término de nuestra labor. El placer del chiste nos pareció surgir
de gasto de inhibición ahorrado; el de la comicidad, del gasto de
representación (de catexis) ahorrado, y el del humor, de gasto de sentimiento
ahorrado. En los tres mecanismos de nuestro aparato anímico proviene, pues, el
placer de un ahorro, y los tres coinciden en constituir métodos de
reconquistar, extrayéndolo de la actividad anímica, un placer que se había
perdido precisamente a causa del desarrollo de esta actividad, pues la euforia
que tendemos a alcanzar por estos caminos no es otra cosa que el estado de
ánimo de una época de nuestra vida en la que podíamos llevar a cabo nuestra
labor psíquica con muy escaso gasto; esto es, el estado de ánimo de nuestra
infancia, en la que no conocíamos lo cómico, no éramos capaces del chiste y no
necesitábamos del humor para sentirnos felices en la vida.
Sigmund Freud
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