Cuadro: Navegar por navegar. (2002). Miguel O. Menassa.
El Fetichismo
En el curso de los últimos años tuve la
oportunidad de estudiar analíticamente a cierto número de hombres cuya elección
de objeto estaba determinada por un fetiche. No se ha de suponer que dichas
personas hubiesen acudido al análisis debido a esa particularidad, pues los
adeptos del fetichismo, aunque lo reconocen como anormal, sólo raramente lo
consideran como un síntoma patológico. Por lo común están muy conformes con el
mismo y aun elogian las ventajas que ofrece a su satisfacción erótica.
Generalmente, pues, el fetiche aparecía en mis casos como una mera comprobación
accesoria. Razones obvias me impiden publicar detalladamente las
particularidades de estos casos, de modo que tampoco podré demostrar de qué
manera la selección individual de los fetiches estaba condicionada en parte por
circunstancias accidentales. El caso más extraordinario era el de un joven que
había exaltado cierto «brillo sobre la nariz» a la categoría de fetiche. Esta
singular elección pudo ser sorprendentemente explicada por el hecho de que
había sido criado primero en Inglaterra, pasando luego a Alemania, donde había
olvidado casi por completo su lengua materna. El fetiche, derivado de su más
temprana infancia, debía descifrarse en inglés y no en alemán: el Glanz auf der
Nase («brillo sobre la nariz» en alemán) era, en realidad, una «mirada sobre la
nariz» (glance = «mirada» en inglés), o sea, que el fetiche era la nariz, a la
cual, por otra parte, podía atribuir a su antojo ese brillo particular que los
demás no alcanzaban a percibir.
La explicación analítica del sentido y el propósito del fetiche demostró ser una y la misma en todos los casos. Se reveló de manera tan inequívoca y me pareció tan categórica que estoy dispuesto a admitir su vigencia general para todos los casos de fetichismo. Sin duda despertaré decepción si anuncio ahora que considero el fetiche como un sustituto del pene, de modo que me apresuro a agregar que no es el sustituto de un pene cualquiera, sino de uno determinado y muy particular, que tuvo suma importancia en los primeros años de la niñez, pero que luego fue perdido. En otros términos: normalmente ese pene hubo de ser abandonado, pero precisamente el fetiche está destinado a preservarlo de la desaparición. Para decirlo con mayor claridad todavía: el fetiche es el sustituto del falo de la mujer (de la madre), en cuya existencia el niño pequeño creyó otrora y al cual -bien sabemos por qué- no quiere renunciar. El proceso transcurrido consiste, pues, en que el niño rehúsa tomar conocimiento del hecho percibido por él de que la mujer no tiene pene. No; eso no puede ser cierto, pues si la mujer esta castrada, su propia posesión de un pene corre peligro, y contra ello se rebela esa porción de narcisismo con que la previsora Naturaleza ha dotado justamente a dicho órgano. En épocas posteriores de su vida, el adulto quizá experimente una similar sensación de pánico cuando cunde el clamor de que «trono y altar están en peligro», y es probable que aquél conduzca también entonces a consecuencias no menos ilógicas. Si no me equivoco, Laforgue diría en este caso que el niño «escotomiza» la percepción de la falta de pene en la mujer. Un nuevo término sólo está justificado cuando describe o resalta un hecho nuevo. Nada de esto, sin embargo, existe aquí: la pieza más antigua de nuestra terminología psicoanalítica, la palabra «represión», se refiere ya a este proceso patológico. Si en dicho concepto queremos diferenciar más agudamente el destino que sufre la idea de la vicisitud que sigue el afecto, bien podemos reservar para este último el término «represión», y en tal caso la palabra que más cuadra al destino de la idea o representación sería «denegación» o «repudiación».
La explicación analítica del sentido y el propósito del fetiche demostró ser una y la misma en todos los casos. Se reveló de manera tan inequívoca y me pareció tan categórica que estoy dispuesto a admitir su vigencia general para todos los casos de fetichismo. Sin duda despertaré decepción si anuncio ahora que considero el fetiche como un sustituto del pene, de modo que me apresuro a agregar que no es el sustituto de un pene cualquiera, sino de uno determinado y muy particular, que tuvo suma importancia en los primeros años de la niñez, pero que luego fue perdido. En otros términos: normalmente ese pene hubo de ser abandonado, pero precisamente el fetiche está destinado a preservarlo de la desaparición. Para decirlo con mayor claridad todavía: el fetiche es el sustituto del falo de la mujer (de la madre), en cuya existencia el niño pequeño creyó otrora y al cual -bien sabemos por qué- no quiere renunciar. El proceso transcurrido consiste, pues, en que el niño rehúsa tomar conocimiento del hecho percibido por él de que la mujer no tiene pene. No; eso no puede ser cierto, pues si la mujer esta castrada, su propia posesión de un pene corre peligro, y contra ello se rebela esa porción de narcisismo con que la previsora Naturaleza ha dotado justamente a dicho órgano. En épocas posteriores de su vida, el adulto quizá experimente una similar sensación de pánico cuando cunde el clamor de que «trono y altar están en peligro», y es probable que aquél conduzca también entonces a consecuencias no menos ilógicas. Si no me equivoco, Laforgue diría en este caso que el niño «escotomiza» la percepción de la falta de pene en la mujer. Un nuevo término sólo está justificado cuando describe o resalta un hecho nuevo. Nada de esto, sin embargo, existe aquí: la pieza más antigua de nuestra terminología psicoanalítica, la palabra «represión», se refiere ya a este proceso patológico. Si en dicho concepto queremos diferenciar más agudamente el destino que sufre la idea de la vicisitud que sigue el afecto, bien podemos reservar para este último el término «represión», y en tal caso la palabra que más cuadra al destino de la idea o representación sería «denegación» o «repudiación».
«Escotomización» me parece un término
particularmente inapto, porque sugiere que la percepción habría sido
simplemente borrada de modo que el resultado sería el mismo que si una
impresión visual cayera sobre la mancha ciega de la retina. La situación que consideramos
revela, por el contrario, que la percepción se ha conservado y que se ha puesto
en juego una acción sumamente enérgica para mantenerla repudiada (denegada). No
es cierto que el niño, después de la observación que hace en la mujer, mantenga
incólume la creencia en el falo femenino. La conserva, pero también la
abandona; en el conflicto entre el peso de la percepción ingrata y el poderío
del deseo opuesto llega a una transacción tal como sólo es posible bajo el
dominio de las leyes del pensamiento inconsciente, o sea, de los procesos
primarios. En el mundo de la realidad psíquica la mujer conserva, en efecto, un
pene, a pesar de todo, pero este pene ya no es el mismo que era antes. Otra
cosa ha venido a ocupar su plaza, ha sido declarada, en cierto modo, su
sucedánea, y es ahora heredera del interés que antes había estado dedicado al
pene. Este interés, empero, experimenta todavía un extraordinario
reforzamiento, porque el horror a la castración se erige a sí mismo una especie
de monumento al crear dicho sustituto.
Como estigma indeleble de la represión
operada consérvase también la aversión contra todo órgano genital femenino
real, que no falta en ningún fetichista. Adviértase ahora qué función cumple el
fetiche y qué fuerza lo mantiene: subsiste como un emblema del triunfo sobre la
amenaza de castración y como salvaguardia contra ésta; además, le evita al
fetichista convertirse en homosexual, pues confiere a la mujer precisamente
aquel atributo que la torna aceptable como objeto sexual. En el curso de la
vida ulterior, el fetichista halla aún otras ventajas en su sustituto de los
genitales. Los demás no reconocen el significado del fetiche y, por
consiguiente, tampoco se lo prohíben; le queda fácilmente accesible, y la
gratificación sexual que le proporciona es así cómodamente alcanzada. El
fetichista no halla dificultad alguna en lograr lo que otros hombres deben
conquistar con arduos esfuerzos. Probablemente ningún ser humano del sexo
masculino pueda eludir el terrorífico impacto de la amenaza de castración al
contemplar los genitales femeninos. No atinamos a explicar por qué algunos se
tornan homosexuales a consecuencia de dicha impresión, mientras que otros la
rechazan, creando un fetiche, y la inmensa mayoría lo superan. Es posible que
entre los múltiples factores coadyuvantes aún no hayamos reconocido aquellos
que determinan los raros desenlaces patológicos; por lo demás, debemos darnos
por satisfechos si logramos explicar qué ha sucedido, y bien podemos dejar por
ahora a un lado la tarea de explicar por qué algo no ha sucedido.
Cabría esperar que los órganos y los objetos
elegidos como sustitutos del falo femenino ausente fuesen aquellos que también
en otras circunstancias simbolizan el pene. Es posible que así sea con
frecuencia, pero éste no es, por cierto, su factor determinante. Parece más
bien que el establecimiento de un fetiche se ajusta a cierto proceso que nos
recuerda la abrupta detención de la memoria en las amnesias traumáticas.
También en el caso del fetiche el interés se detiene, por así decirlo, en
determinado punto del camino: consérvase como fetiche, por ejemplo, la última
impresión percibida antes de la que tuvo carácter siniestro y traumático. Así,
el pie o el zapato deben su preferencia -total o parcialmente- como fetiches a la
circunstancia de que el niño curioso suele espiar los genitales femeninos desde
abajo, desde las piernas hacia arriba. Como hace ya tiempo se presumía, la piel
y el terciopelo reproducen la visión de la vellosidad púbica que hubo de ser
seguida por la vista del anhelado falo femenino; la ropa interior, tan
frecuentemente adoptada como fetiche, reproduce el momento de desvestirse, el
último en el cual la mujer podía ser considerada todavía como fálica. No
pretendo afirmar, empero, que siempre sea posible establecer la determinación
de cada fetiche.
Cabe recomendar el estudio del fetichismo a
todos aquellos que dudan aún de la existencia del complejo de castración o que
creen todavía que el horror a los genitales femeninos tendría algún otro
motivo, derivándose, por ejemplo, del supuesto recuerdo del trauma del
nacimiento. Para mí la explicación del fetichismo tuvo aún otro motivo de
particular interés teórico. No hace mucho descubrí, por conducto puramente
especulativo, la regla de que la diferencia esencial entre neurosis y psicosis
radica en que en la primera el yo, al servicio de la realidad, somete una parte
del ello, mientras que en la psicosis se deja arrastrar por el ello a
desprenderse de una parte de la realidad. Al poco tiempo el mismo tema me ocupó
una vez más. Sin embargo, no tardé en hallar motivos para lamentar el haberme
aventurado tanto. El análisis de dos jóvenes me reveló que ambos -uno a los dos
y el otro a los diez años de edad- habían rehusado reconocer, es decir, habían
«escotomizado» la muerte del padre amado, y, sin embargo, ninguno de ellos
había desarrollado una psicosis. He aquí, pues, que una parte ciertamente
considerable de la realidad había sido repudiada por el yo, de la misma manera
en que el fetichista repudia el hecho ingrato de la castración de la mujer.
Comencé asimismo a sospechar que en la infancia no son nada raros los fenómenos
similares, y pensé que me había equivocado al caracterizar las neurosis y las
psicosis de la manera antedicha. Quedábame, sin embargo, un expediente: podría
ser que mi fórmula se confirmase únicamente en presencia de un grado más alto
de diferenciación en el aparato psíquico, de modo que en el niño fuesen
tolerables ciertas reacciones que inevitablemente deberían causar grave daño al
adulto. Nuevas investigaciones, empero, me condujeron a otra salida de esta
contradicción.
Demostróse, en efecto, que los dos jóvenes no
habían «escotomizado» la muerte del padre mas de lo que el fetichista
«escotomiza» la castración de la mujer. Sólo una corriente de su vida psíquica
no había reconocido la muerte del padre, pero existía también otra que se
percataba plenamente de ese hecho; una y otra actitud, la consistente con la
realidad y la conformada al deseo, subsistían paralelamente. En uno de mis dos
casos esta decisión había dado origen a una neurosis obsesiva de mediana
gravedad; en todas las situaciones de su existencia fluctuaba entre dos
presunciones: una, la de que su padre vivía aún e impedía su actividad; la
otra, la opuesta, de que tenía derecho a considerarse como sucesor del padre
muerto. Por consiguiente, puedo seguir manteniendo la suposición de que en el
caso de la psicosis debe faltar efectivamente una de las dos corrientes, la
concorde con la realidad. Retornando ahora a la descripción del fetichismo,
cabe agregar que existen todavía abundantes y sólidas pruebas de la doble
actitud del fetichista frente a la cuestión de la castración femenina. En los
casos muy estilizados, el fetiche mismo aloja en su estructura la repudiación
tanto como la afirmación de la castración. Sucedía así en un hombre que había
adoptado por fetiche un suspensorio de esos que también pueden ser empleados
como pantaloncitos de baño. Esta prenda cubría los genitales en general y
ocultaba así la diferencia entre los mismos. El análisis demostró que podía
significar que la mujer estaría castrada, como también que no lo estaría, y
permitía aun la suposición de que también el hombre podría estar castrado, pues
todas estas posibilidades eran igualmente susceptibles de ocultarse tras el
suspensorio, cuyo primer precursor infantil había sido la hoja de parra de una
estatua. Naturalmente, un fetiche como éste, doblemente sostenido por
corrientes opuestas, posee particular tenacidad. En otros casos la doble
actitud se traduce por lo que el fetichista hace con su fetiche, sea en la
realidad o en la fantasía.
No basta destacar que el fetichista adora su
fetiche; con suma frecuencia lo trata de una manera que equivale evidentemente
a una castración, como ocurre en particular cuando se ha desarrollado una
fuerte identificación paterna, adoptando entonces el sujeto el papel del padre,
pues a éste había atribuido el niño la castración de la mujer. La ternura y la
hostilidad en el trato del fetiche, equivalentes a la repudiación y a la aceptación
de la castración, se combinan en proporciones variables en los diferentes
casos, de modo que ora la una, ora la otra puede expresarse con mayor
evidencia. Desde aquí logramos cierta comprensión, aunque a distancia, de la
conducta del cortador de trenzas, en el cual se ha impuesto la necesidad de
ejecutar la castración repudiada. Su acción combina en sí las dos proposiciones
incompatibles: la mujer conserva todavía su pene y el padre ha castrado a la
mujer. Otra variante del mismo tema, que constituye al mismo tiempo un ejemplo
etnopsicológico del fetichismo, la hallamos en la costumbre china de mutilar
primero el pie de la mujer para adorarlo luego como fetiche. Parecería que el
hombre chino quisiera agradecer a la mujer por haberse sometido a la castración.
Expresemos, finalmente, que el prototipo normal de todo fetiche es el pene del
hombre, tal como el prototipo normal de un órgano desvalorizado es el pequeño
pene real de la mujer, el clítoris.
S. Freud
Traducción: Luis López Ballesteros
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