Cuadro: Paseando con los niños. (2009). Miguel O. Menassa
Nuevas observaciones
sobre las neuropsicosis de defensa - 1896
En un breve estudio, publicado en 1894, hube de
reunir bajo el nombre de «neuropsicosis de defensa» la histeria, las
representaciones obsesivas y, algunos casos de locura alucinatoria, fundándome
en que los síntomas de todas estas afecciones son un producto del mecanismo
psíquico de la defensa (inconsciente), surgiendo, por tanto, a consecuencia de
la tentativa de reprimir una representación intolerable, penosamente opuesta al
yo del enfermo. En el libro que
sobre la histeria he publicado después en colaboración con el doctor Breuer he
expuesto, con ayuda de varias observaciones clínicas, el sentido en que ha de
interpretarse este proceso psíquico de la «defensa» o la «represión»
describiendo también el método psicoanalítico, penoso pero seguro, de que me
sirvo en estas investigaciones, las cuales constituyen, simultáneamente, una
terapia. Los resultados obtenidos en estos dos últimos años de trabajo han
robustecido mi inclinación a considerar la defensa como el nódulo del mecanismo
psíquico de las mencionadas neurosis y me han permitido, además, proporcionar a
la teoría psicológica una base clínica. Para mi propia sorpresa he tropezado
con algunas soluciones sencillas, pero precisamente determinadas, de los
problemas de las neurosis; soluciones que me propongo exponer en el presente
estudio. No
pudiendo integrar en él, por su forzosa brevedad, las pruebas de mis
afirmaciones, espero darles cabida en una próxima publicación, más amplia.
La etiología «específica» de la histeria
Ya en otras ocasiones anteriores hemos expuesto
Breuer y yo la teoría de que los síntomas de la histeria sólo se nos hacen
comprensibles cuando nos referimos a experiencias de efectos «traumáticos» o
traumas psíquicos de carácter sexual. Lo que hoy me propongo agregar a lo ya expuesto, como resultado uniforme
del análisis de trece casos de histeria, se refiere, por un lado, a la
naturaleza de estos traumas sexuales, y por otro, al período de la vida
individual en el que acaecen. Para la causación de la histeria no basta que en
una época cualquiera de la vida surja un suceso, relacionado en algún modo con
la vida sexual y que llegue a hacerse patógeno por el desarrollo y la represión
de un afecto penoso. Es preciso que tales traumas sexuales sobrevengan en la
temprana infancia del sujeto (la época anterior a la pubertad) y su contenido
ha de consistir en una excitación real de los genitales en procesos análogos al
coito. En todos los casos de histeria por mí analizados (entre ellos dos de
histeria masculina) he hallado cumplida esta condición específica de la
histeria -la pasividad sexual en tiempos presexuales-, condición que, a más de
disminuir considerablemente la significación etiológica de la disposición
hereditaria, explica la frecuencia infinitamente mayor de la histeria en el
sexo femenino, el cual ofrece durante la infancia mayores atractivos a la
agresión sexual.
Contra este resultado se objetará, seguramente, que los atentados
sexuales cometidos en sujetos infantiles aún impúberes son demasiado frecuentes
para poder concederles un serio valor etiológico. O también que, por tratarse
de sujetos cuya sexualidad no está aún desarrollada, no pueden tener tales
sucesos efecto alguno. Por último, se alegará la posibilidad de ser nosotros mismos
los que sugerimos al paciente tales recuerdos durante el tratamiento y se nos
prevendrá contra una aceptación demasiado crédula de las manifestaciones de
estos enfermos, tan dados a fantasear. Y a estas dos últimas objeciones he de
contestar que para poder emitir algún juicio sobre este oscuro sector es
necesario haberse servido alguna vez del único método susceptible de arrojar
alguna luz sobre él; esto es, del psicoanálisis, por medio del cual logramos
hacer consciente lo inconsciente . Las
dos primeras quedarán contestadas en lo esencial con la observación de que no
son los sucesos mismos los que actúan traumáticamente, sino su recuerdo,
emergente cuando el individuo ha llegado ya a la madurez sexual. Mis trece
casos de histeria eran todos graves y databan ya de muchos años, algunos de
ellos a pesar de un largo tratamiento médico ineficaz. Los traumas infantiles
que en ellos descubrió el análisis eran todos de orden sexual y en ocasiones de
un carácter extraordinariamente repugnante. Entre los culpables de estos abusos
de tan graves consecuencias figuraban, en primer lugar, niñeras nurses y otras
personas del servicio, a las cuales se abandona imprudentemente el cuidado de
los niños, y luego, con lamentable frecuencia, personas dedicadas a la enseñanza
infantil. En siete de los trece casos indicados se trataba, en cambio, de
inocentes agresores infantiles, casi siempre hermanos, que habían mantenido
durante años enteros relaciones sexuales con sus hermanas, poco menores que
ellos.
Por lo común, el origen de estas relaciones era uno mismo: el hermano
había sido objeto de un abuso sexual por parte de una persona perteneciente al
sexo femenino, y despertaba así, prematuramente, su libido, había repetido años
después, con su hermana, exactamente las mismas prácticas a las que antes le
habían sometido. La masturbación activa debe ser excluida de la lista de las
influencias sexuales patógenas productoras de la histeria. El hecho de aparecer
tan frecuentemente asociada a esta enfermedad depende de ser, con mayor
frecuencia de lo que se cree, una secuela del abuso o la seducción. No es raro
que los dos miembros de la pareja infantil enfermen ulteriormente de neurosis
de defensa, mostrando el hermano representaciones obsesivas y la hermana una
histeria, lo cual da al caso una apariencia de disposición neurótica familiar.
Pero esta seudoherencia revela en seguida su inexactitud. En uno de mis casos
se hallaban enfermos el hermano, la hermana y un primo algo mayor. El análisis
del hermano me descubrió que se reprochaba obsesivamente ser la causa de la
enfermedad de su hermana. Por su parte, él había sido pervertido por su primo,
y éste, a su vez, según me comunicó la familia, había sido víctima de la
sexualidad de su niñera.
No me es posible indicar con seguridad el límite de edad hasta el cual
una influencia sexual puede constituirse en factor etiológico de la histeria,
pero dudo mucho de que la pasividad sexual pueda ya suscitar una represión
después de los ocho o los diez años, a menos que la capaciten para ello sucesos
anteriores. El límite inferior alcanza tanto como la facultad de recordar, o
sea, hasta la tierna edad de año y medio o dos años (dos casos). En un cierto
número de los casos analizados el trauma sexual (o serie de traumas) había
sobrevivido entre los tres y los cuatro años. Yo mismo me resistía a creer
estos extraños descubrimientos, si el desarrollo de la neurosis ulterior no
impusiera su aceptación. En todos los casos hallamos una serie de costumbres
patológicas, síntomas y fobias que sólo por medio de su referencia a tales
experiencias infantiles resultan explicables, y el enlace lógico de las
manifestaciones neuróticas hace imposible rechazar dichos recuerdos de la
niñez, fielmente conservados. Claro está que sería inútil querer interrogar a
un histérico sobre estos traumas infantiles fuera del psicoanálisis, pues su
huella no se encuentra jamás en la memoria consciente y sí sólo en los síntomas
patológicos.
Las experiencias y las excitaciones que preparan o motivan, en el
período posterior a la pubertad, la explosión de la histeria no hacen sino
despertar la huella mnémica de aquellos traumas infantiles, huella que tampoco
se hace entonces consciente, pero provoca el desarrollo de afectos y la
represión. Con este papel de los traumas ulteriores, armoniza el hecho de que
no aparecen sometidos a la estricta condicionalidad de los traumas infantiles,
sino que pueden variar en intensidad y constitución, desde la verdadera
violación sexual hasta la simple aproximación de igual orden, la percepción de actos
sexuales realizados por otras personas o la audición de relatos de procesos
sexuales. En mi primera comunicación sobre las neurosis de defensa quedó
inexplicado cómo la tendencia del sujeto hasta entonces sano a olvidar una tal
experiencia traumática podía producir realmente la represión propuesta y abrir
con ellos las puertas a la neurosis. Este resultado no podía depender de la
naturaleza de la experiencia, puesto que otras personas permanecían sanas, no
obstante haber sufrido idéntico trauma. Así, pues, la histeria no quedaba
totalmente explicada por la acción del trauma, debiéndose aceptar que ya antes
del mismo existía en el sujeto una capacidad para la reacción histérica.
En el lugar de esta indeterminada disposición histérica podemos situar
ahora, total o fragmentariamente, el efecto póstumo del trauma sexual infantil.
La «represión» del recuerdo de una experiencia sexual penosa de los años de
madurez sólo es alcanzada por personas en las que tal experiencia pueda activar
la acción de un trauma infantil . Las
representaciones obsesivas tienen también como premisa una experiencia infantil
de un orden distinto al de las descubiertas en los histéricos. La etiología de
ambas neurosis de defensa ofrece la siguiente relación con la etiología de las
dos neurosis simples: la neurastenia y la neurosis de angustia. Estas dos
últimas afecciones son efectos inmediatos de las prácticas sexuales nocivas
(caso que ya explicamos en un estudio sobre la neurosis de angustia, publicado
en 1895) En cambio, las dos neurosis de defensa son consecuencias mediatas de
influencias sexuales nocivas, que han actuado antes de la madurez sexual; esto
es, consecuencias de las huellas mnémicas psíquicas de tales influencias. Las
causas actuales que producen la neurastenia y la neurosis de angustia
desempeñan muchas veces al mismo tiempo el papel de causas despertadoras de las
neurosis de defensa Por otro lado, las causas específicas de las neurosis de
defensa pueden constituir la base de una neurastenia ulterior, no siendo tampoco
raro que una neurastenia o una neurosis de angustia sean mantenidas, en lugar
de por prácticas sexuales nocivas actuales, sólo por el recuerdo perdurable de
traumas infantiles.
Esencia y mecanismo de
la neurosis obsesiva
En la etiología de la neurosis obsesiva tienen las
experiencias sexuales de la temprana infancia la misma significación que en la
histeria; pero no se trata ya de la pasividad sexual, sino de agresiones de
este orden, llevadas a cabo con placer o de una gozosa participación en actos
sexuales; esto es, de actividad sexual. De esta diferencia en las circunstancia etiológicas
depende la mayor frecuencia de la neurosis obsesiva en el sexo masculino. Por
otra parte, en el fondo de todos mis casos de neurosis obsesiva he hallado síntomas
histéricos, que el análisis demostraba dependientes de una escena de pasividad
sexual anterior a la intervención sexual activa. A mi juicio, esta coincidencia
es regular, y la agresión sexual prematura supone siempre una experiencia
pasiva anterior. No me es posible presentar aún una exposición definitiva de la
etiología de la neurosis obsesiva. Pero tengo la impresión de que el factor que
decide si de los traumas infantiles ha de surgir una histeria o una neurosis
obsesiva se halla relacionado con las circunstancias temporales de la libido.
La esencia de la neurosis obsesiva puede encerrarse en una breve
fórmula: las representaciones obsesivas son reproches transformados, retornados
de la represión, y referentes siempre a un acto sexual de la niñez ejecutado
con placer. Para explicar esta fórmula será necesario describir el curso típico
de una neurosis obsesiva. Los sucesos que contienen el germen de la neurosis se
desarrollan en un primer período, al que podemos dar el nombre de «la
inmoralidad infantil». Primero, en la más temprana infancia, tienen efecto las
experiencias pasivas, que más tarde hacen posible la represión, sobreviniendo
luego los actos de agresión sexual contra el sexo contrario, los cuales motivan
ulteriormente los reproches. A este período pone fin la iniciación -a veces
también adelantada- de la «maduración» sexual. Al recuerdo de aquellos actos
placenteros se enlaza entonces un reproche, y la conexión en que se hallan con
las experiencias iniciales de pasividad hace posible -con frecuencia después de
un esfuerzo consciente-, recordando luego su represión y sustitución por un
síntoma primario de defensa. Los escrúpulos, la vergüenza, la desconfianza en
sí mismo son síntomas de este orden, con los cuales comienza el tercer período:
el de la salud aparente y, en realidad, de la defensa conseguida.
El período siguiente -el de la enfermedad- se caracteriza por el retorno
de los recuerdos reprimidos, o sea, por el fracaso de la defensa, siendo aún
indeciso si el despertar de dichos recuerdos es con mayor frecuencia casual y
espontáneo, o consecuencia y efecto secundario de perturbaciones sexuales
actuales. Los recuerdos reanimados y los reproches de ellos surgidos no pasan
nunca a la conciencia sin sufrir grandes alteraciones, y así, aquello que se
hace consciente como representaciones y afectos obsesivos, sustituyendo para la
vida consciente el recuerdo patógeno, son transacciones entre las
representaciones reprimidas y las represoras. Para describir precisa y
exactamente los procesos de la represión y de la formación de representaciones
transaccionales habríamos de decidirnos a admitir hipótesis muy definidas sobre
el substrato del suceder psíquico y de la conciencia. Mientras queramos evitar
tales hipótesis habremos de contentarnos con las siguientes observaciones:
existen dos formas de neurosis obsesiva, según que el paso a la conciencia sea
forzado tan sólo por el contenido mnémico de la acción, base del reproche, o
también por el afecto concomitante. El primer caso es el de las representaciones
obsesivas típicas, en las cuales el contenido atrae toda la atención del
enfermo, no sintiendo éste como afecto sino un vago displacer en lugar del
correspondiente al reproche, único que armonizaría con el contenido de la
representación. Este contenido de la representación obsesiva aparece doblemente
deformado con relación al acto infantil motivador, mostrándose sustituido lo
pasado por algo actual, y reemplazado lo sexual por algo análogo no sexual.
Estas dos transformaciones son obra de la tendencia a la represión, aún
perdurante; tendencia que hemos de atribuir al yo. La influencia del recuerdo
patógeno reanimado se muestra en el hecho de que el contenido de la
representación obsesiva es todavía fragmentariamente idéntico al reprimido, o
se deduce de él de un modo lógico. Si con ayuda del método psicoanalítico
reconstruimos la génesis de una representación obsesiva, hallamos que de una
impresión actual parten dos procesos mentales, uno de los cuales, el que
integra el recuerdo reprimido, se demuestra tan correctamente lógico como el
otro, a pesar de no ser capaz de conciencia ni susceptible de rectificación.
Cuando los resultados de estas dos operaciones psíquicas no coinciden, no tiene
lugar la supresión lógica de la contradicción existente entre ambas, sino que
al lado del resultado mental normal entra en la conciencia, a título de
transacción entre la resistencia y el resultado mental patológico, una
representación obsesiva aparentemente absurda. Cuando ambos procesos mentales
dan el mismo resultado, se robustecen mutuamente resultando así que un
resultado mental normal se conduce como una representación obsesiva. Toda
obsesión neurótica, emergente en lo psíquico, tiene su origen en la represión.
Las representaciones obsesivas tienen, digámoslo así, curso psíquico forzoso,
no por su propio valor, sino por la fuente de la que emanan o que las ha
intensificado.
La neurosis obsesiva toma una segunda forma cuando lo que alcanza una
representación en la vida psíquica consciente no es el contenido mnémico
reprimido, sino el reproche, reprimido también. El afecto correspondiente al
reproche puede transformarse por medio de un incremento psíquico en cualquier
otro afecto displaciente. Sucedido esto, nada hay ya que se oponga a que el
afecto sustitutivo se haga consciente. De este modo el reproche (de haber
realizado en la niñez el acto sexual de que se trate) se transforma fácilmente
en vergüenza (de que otra persona lo sepa), en miedo hipocondríaco (de las
consecuencias físicas de aquel acto), en miedo social (a la condenación social
del delito cometido), en miedo a la tentación (desconfianza justificada en la
propia fuerza moral de resistencia), en miedo religioso, etc. En todos estos
casos, el contenido mnémico del acto motivo del reproche puede también hallarse
representado en la conciencia o quedar completamente desvanecido; circunstancia
esta última que dificulta extraordinariamente el diagnóstico. Muchos casos que
después de una investigación superficial se consideran como de hipocondría
vulgar (neurasténica) pertenecen a este grupo de los afectos obsesivos. Así, la
llamada «neurastenia periódica» o «melancolía periódica» resulta ser, con
insospechada frecuencia, una neurosis obsesiva de esta segunda forma;
descubrimiento de no escasa importancia terapéutica.
Al lado de estos síntomas transaccionales, que significan el retorno de
lo reprimido, y con ello el fracaso de la defensa primitivamente conseguida,
forma la neurosis obsesiva otros, de un origen totalmente distinto. El yo
intenta, en efecto, defenderse de las ramificaciones del recuerdo, inicialmente
reprimido, y crea en esta lucha defensiva síntomas que podríamos reunir bajo el
nombre de «defensa secundaria». Son estos síntomas, en su totalidad, «medidas
preventivas», que prestan buenos servicios en la lucha contra las
representaciones y los afectos obsesivos. Si estos elementos auxiliares
consiguen efectivamente en la lucha defensiva reprimir de nuevo los síntomas
del retorno, impuestos al yo, la obsesión se transferirá a las medidas preventivas
mismas, y creará una tercera forma de la «neurosis obsesiva»: los actos
obsesivos. Estos actos no son nunca primarios ni contienen otra cosa que una
defensa, y jamás una agresión. El análisis psíquico demuestra que, no obstante
su singularidad, resultan siempre explicables refiriéndolos al recuerdo
obsesivo, contra el cual combaten . La defensa secundaria contra las
representaciones obsesivas puede consistir en una violenta desviación del
pensamiento hacia otras ideas, lo más opuestas posible.
Así, en el caso de la especulación obsesiva recae ésta sobre temas
abstractos, contrapuestos al carácter, siempre concreto, de las
representaciones reprimidas. En otras ocasiones intenta el enfermo dominar cada
una de sus ideas obsesivas por medio de un proceso mental lógico, y acogiéndose
a sus recuerdos conscientes; conducta que le lleva al examen y a la duda
obsesivos. La preferencia que en este examen obsesivo da el enfermo a la
percepción sobre el recuerdo le impulsa primero y le fuerza después a
coleccionar y conservar todos los objetos con los que entra en contacto. La
defensa secundaria contra los afectos obsesivos da origen a una gran serie de
medidas preventivas, susceptibles de transformarse en actos obsesivos. Tales
medidas preventivas pueden clasificarse, según su tendencia, en los siguientes
grupos: medidas de penitencia (ceremoniales molestos, observaciones de los
números); de preservación (fobias de todas clases, superstición, minuciosidad,
incremento del síntoma primario de los escrúpulos); del miedo a delatarse
(colección cuidadosa de todo papel escrito, misantropía), de aturdimiento
(dipsomanía). Entre todos estos actos e impulsos obsesivos, corresponde a las
fobias el lugar más importante.
Hay casos en los que se puede observar cómo la obsesión se transfiere
desde la representación o el afecto a la medida preventiva; en otros oscila
periódicamente la obsesión entre el síntoma del retorno y el de la defensa
secundaria. Por último, hay también casos en los que no se forma ninguna
representación obsesiva, quedando inmediatamente representado el recuerdo
reprimido por la medida de defensa, aparentemente primaria. En estos casos es
alcanzado de un salto el estadio final de la neurosis, ulterior a la lucha
defensiva. Los casos graves de esta afección culminan en la fijación de los
actos ceremoniales y la emergencia de la locura de duda, o en una existencia
extravagante del enfermo, condicionada por las fobias. El hecho de no encontrar
crédito la representación obsesiva ni ninguno de sus derivados procede quizá de
que en la primera represión quedó ya constituido el síntoma de la
escrupulosidad, que ha adquirido también un carácter obsesivo. La seguridad de
haber vivido moralmente durante todo el período de la defensa conseguida hace
imposible dar crédito al reproche que la representación obsesiva envuelve. Sólo
esporádicamente, al emerger una nueva representación obsesiva, o en estados
melancólicos de agotamiento del yo, logran crédito los síntomas patológicos del
retorno. El carácter «obsesivo» de los productos psíquicos aquí descritos no
tiene, en general, nada que ver con su aceptación como verdaderos, ni debe
tampoco confundirse con aquel factor, al que damos el nombre de «fuerza» o
«intensidad» de una representación. Su carácter esencial es más bien la imposibilidad
de hacerlos desaparecer por medio de la actividad psíquica, capaz de
conciencia: carácter que no varía por el hecho de que la representación
obsesiva aparezca más o menos clara e intensa. La causa de esta condición inatacable de la
representación obsesiva o de sus derivados es su conexión con el recuerdo
infantil reprimido, pues una vez que conseguimos hacer consciente tal recuerdo
para lo cual parecen bastar los métodos psicoterápicos, se desvanece la
obsesión.
Análisis de un caso de paranoia
crónica
Desde hace mucho tiempo vengo sospechando que
también la paranoia -o algún grupo de casos pertenecientes a la paranoia- es
una neurosis de defensa, surgiendo, como la histeria y las representaciones
obsesivas, de la represión de recuerdos penosos, y siendo determinada la forma
de sus síntomas por el contenido de lo reprimido. Peculiar a la paranoia sería un mecanismo especial
de la represión, como lo es la represión en la histeria por el proceso de la
conversión en inervación somática, y en la neurosis obsesiva la sustitución (el
desplazamiento a lo largo de ciertas categorías asociativas). Varios casos por
mí observados se mostraban favorables a esta observación, pero no había
encontrado ninguna que la demostrara totalmente, hasta que hace unos meses la
bondad del doctor Breuer me permitió someter al psicoanálisis, con un fin
terapéutico, el caso de una mujer de treinta y dos años, muy inteligente, cuya
enfermedad había de diagnosticarse de paranoia crónica. Me apresuro a exponer
en este trabajo los datos adquiridos en tal análisis por no tener
probabilidades de estudiar la paranoia sino en casos aislados, y esperar que
estas observaciones aisladas muevan a algún psiquíatra a incorporar la teoría
de la «defensa» a la viva discusión actual sobre la naturaleza y el mecanismo
de la paranoia. Por mi parte, con la observación única aquí expuesta no
pretendo sino demostrar que se trata de un caso de psicosis de defensa, e
indicar la posibilidad de que en el grupo de la «paranoia» existan otros de igual
naturaleza.
La sujeto de este caso es una señora de treinta y dos años, casada hace
tres, y madre de un niño de dos. Sus padres no padecieron enfermedad alguna
nerviosa; en cambio, sus dos hermanas son neuróticas. Parece ser que hacia los
veinte años padeció una depresión pasajera, con obnubilación del juicio; pero
posteriormente gozó de salud y capacidad normales, hasta que seis meses después
del nacimiento de su hijo se iniciaron en ella los primeros signos de su
enfermedad actual. Comenzó por hacerse reservada y desconfiada, rehuyendo el
trato con las hermanas de su marido, y lamentándose de que los habitantes de la
pequeña población de su residencia habían variado de conducta para con ella,
mostrándose descorteses y negándole toda consideración. Poco a poco fueron
ganando estas quejas en intensidad, aunque no en precisión. Se tenía contra
ella algo que no podía adivinar. Pero no le cabía la menor duda de que todos
-parientes y amigos- la desconsideraban y hacían lo posible por irritarla. Por
más que se rompía la cabeza para averiguar el porqué de aquella mudanza, no lo
conseguía. Algún tiempo después empezó a quejarse de ser observada de continuo
por los vecinos, que adivinaban sus pensamientos y sabían todo lo que en su
casa pasaba. Una tarde se le ocurrió de repente que la espiaban por la noche,
mientras se desnudaba, y desde entonces este momento inició al acostarse toda
una serie de complicadas medidas preventivas, no desnudándose sino a oscuras y
después de meterse en la cama. Viendo que rehuía todo trato, aparecía
constantemente deprimida y casi no se alimentaba, decidió la familia llevarla a
un balneario durante el verano de 1895; pero el efecto de la cura de aguas fue
desastroso, pues se intensificaron los síntomas ya existentes y aparecieron
otros nuevos.
Ya en la primavera anterior, hallándose un día la sujeto sola con su
doncella, había experimentado una singular sensación en el regazo, pensando al
sentirla que la muchacha que la acompañaba tenía en aquel momento un
pensamiento indecoroso. Esta sensación se hizo durante el verano casi continua.
«Sentía sus genitales como si sobre ellos gravitase el peso de una mano.»
Después comenzó a ver imágenes que la espantaban: alucinaciones de desnudos
femeninos, especialmente el regazo femenino de una mujer adulta, y a veces
también genitales masculinos. La imagen del regazo femenino y la sensación de
peso sobre sus propios genitales aparecían casi siempre unidas. Estas
alucinaciones le eran especialmente penosas, pues surgían siempre que se hallaba
con otra mujer, y las interpretaba suponiendo que las desnudeces que veía
pertenecían a la persona con quien se hallaba, la cual a su vez, la veía a ella
en igual forma. Simultáneamente a estas alucinaciones visuales -que después de
surgir durante la estancia en el balneario desaparecieron por espacio de varios
meses- comenzó a oír voces desconocidas, cuya procedencia no podía explicarse.
Cuando iba por la calle oía: «Esa es Fulana. Ahí va. ¿Dónde iría?». Se
comentaban todos sus actos y ademanes, y a veces oía amenazas y reproches.
Todos estos síntomas se intensificaban cuando se hallaba en sociedad o salía a
la calle: todo lo cual la hizo encerrarse en su casa.
Poco después comenzó a negarse a comer, alegando repugnancia y náuseas,
desmejorandose así rápidamente. Todo esto lo supe cuando en el invierno de 1895
me fue confiada la enferma para su tratamiento. Lo he expuesto al detalle para
hacer presente que se trata de una forma muy frecuente de paranoia crónica,
diagnóstico con el cual armonizan otros detalles sintomáticos, que más adelante
expondré. Al principio no pude comprobar la existencia de delirios,
interpretadores de las alucinaciones, bien porque la enferma me los ocultase,
bien porque no hubiesen surgido todavía. La sujeto conservaba intacta su inteligencia,
siéndome únicamente referida como detalle singular, la circunstancia de haber
hecho venir a su casa repetidas veces a su hermano, alegando tener que
confiarle algo, pero sin llegar nunca a la anunciada confidencia. No hablaba
nunca de sus alucinaciones, y en la última época tampoco se refería sino muy
raras veces a las persecuciones de que era objeto. Lo que sobre esta enferma me
propongo exponer se refiere principalmente a la etiología del caso y al
mecanismo de las alucinaciones. La etiología se me reveló al aplicar a la
enferma, como si se tratase de una histérica, el método de Breuer para la
investigación y supresión de las alucinaciones.
Al obrar así partí del supuesto de que en esta paranoia debían existir,
como en las otras dos neurosis de defensa por mí estudiadas, pensamientos
inconscientes y recuerdos reprimidos, susceptibles de ser atraídos a la
conciencia venciendo una determinada resistencia. La enferma confirmó en
seguida esta hipótesis, comportándose en el análisis exactamente como, por
ejemplo, una histérica, y produciendo bajo la presión de mis manos (véanse mis
estudios sobre la histeria) ideas que no recordaba haber tenido, que no
comprendía en un principio y que contradecían sus esperanzas. Quedaba, pues,
demostrado que también en un caso de paranoia existían importantes ideas
inconscientes, dándose así la posibilidad de referir también a la represión la
obsesión de la paranoia. Unicamente resultaba singular el hecho de que la
enferma oía interiormente, a modo de alucinación, los datos procedentes de su
inconsciente. Con respecto al origen de las alucinaciones visuales descubrí que
la imagen del regazo femenino coincidía casi siempre con la sensación de peso
sobre sus propios genitales; pero que esta última vez era casi constante, y se
presentaba muy frecuentemente sola.
Las primeras imágenes de desnudos femeninos habían surgido en el
balneario pocas horas después de haber visto efectivamente la sujeto a otras
bañistas desnudas en la piscina general. Eran, pues, simples reproducciones de
una impresión real, habiendo de suponerse que si tales impresiones se
reproducían era porque la paciente había enlazado a ellas un intenso interés.
Como explicación manifestó la sujeto que había sentido vergüenza por aquellas
mujeres que se mostraban en tal forma, y que desde entonces se avergonzaba de
desnudarse ante cualquier persona. Habiendo de considerar este pudor como algo
obsesivo, deducí, conforme al mecanismo de la defensa, que la paciente debía de
mantener reprimido el recuerdo de un suceso en el que no se había avergonzado,
y la invité a dejar de emerger todas aquellas reminiscencias relacionadas con
el tema del pudor. Rápidamente reprodujo entonces una serie de escenas
cronológicamente descendentes desde los diecisiete a los ocho años, en las que
se había avergonzado de hallarse desnuda ante su madre, su hermano o el médico.
Por último, esta serie de recuerdos culminó con el de haberse desnudado una
noche, teniendo seis años, ante su hermano, sin haber sentido vergüenza
ninguna. A mis preguntas confesó que tal escena se había repetido muchas veces,
pues durante varios años habían tenido ella y su hermano la costumbre de
mostrarse mutuamente sus desnudeces al ir a acostarse. Esta confesión me
explicó su repentina idea obsesiva de que la espiaban mientras se desnudaba
para acostarse. Tratábase de un fragmento inmodificado del antiguo recuerdo
reprochable, y la sujeto sentía ahora la vergüenza que antes no había
experimentado.
La sospecha de que también en este caso se trataba de relaciones
sexuales infantiles, tan frecuentes en la etiología de la histeria, quedó
confirmada por los progresos del análisis, los cuales proporcionaron al mismo
tiempo la solución de ciertos detalles, muy frecuentes en el cuadro de la
paranoia. El principio de la enfermedad coincidió con un disgusto entre su
marido y su hermano, el cual se vio obligado a no volver a casa. La sujeto, que
había querido siempre mucho a su hermano, le echó extraordinariamente de menos
durante este tiempo. Además hablaba de un momento de su enfermedad en que «se
lo explicó todo»; esto es, en el que llegó al convencimiento de que sus
sospechas de que todos la despreciaban y la herían intencionadamente eran una
realidad. Esta convicción se le impuso un día en que, hablando con su cuñada,
oyó decir a ésta: «Si a mí me pasara algo semejante, no me preocuparía en modo
alguno.» Al principio no paró mientes la sujeto en estas palabras; pero después
de irse su cuñada le pareció que contenía un reproche, como si la hubiera
querido tachar de despreocupada, y a partir de este momento tuvo por seguro que
todo el mundo la criticaba. Interrogada por mí sobre el motivo que había tenido
para suponer que su cuñada se refería a ella con aquellas palabras, me
respondió que el tono con que las había pronunciado le había convencido de
ello, si bien este convencimiento no surgió en el momento de oírlas, sino algún
tiempo después, detalle característico de la paranoia.
En el curso del análisis la obligué a recordar la conversación que había
precedido a aquellas manifestaciones de su cuñada, resultando que esta última
se había referido a los disgustos que sus hermanos habían originado en la
familia, añadiendo la observación siguiente: «En toda familia pasan cosas que
deben ocultarse. Pero si a mí me sucediera algo semejante, me tendría sin
cuidado.» La sujeto hubo de confesarse entonces que la causa verdadera de sus
ideas de persecución había sido la primera frase. «En toda familia pasan cosas
que deben ocultarse.» Ahora bien, habiendo reprimido esta frase, que podía
despertar en ella el recuerdo de sus relaciones infantiles con su hermano y
recordando tan solo la segunda, carente de significación, tenía que enlazar a
esta última la impresión de que su cuñada la hacía objeto de un reproche, y
como el contenido mismo de la frase no ofrecía punto alguno de apoyo que
justificase tal idea, hubo de fundamentarla en el tono con que había sido
pronunciada. Hallamos aquí una prueba probablemente típica de que los errores
de interpretación de la paranoia reposan sobre una represión.
En el curso ulterior del análisis quedó también explicada la siguiente
conducta de la sujeto al hacer venir repetidamente a su hermano, alegando la
necesidad de comunicarle algo para luego no cumplir tal anuncio. Según la
propia enferma, obró así porque creía que sólo con verle comprendería su
hermano sus padecimientos. Siendo su hermano realmente la única persona que
podía saber la etiología de su enfermedad, resultaba que la sujeto había obrado
a impulsos de un motivo que no comprendía desde luego conscientemente, pero que
se demostraba plenamente justificada en cuanto se la adscribía un sentido
inconsciente. Conseguí después llevar a la sujeto a la reproducción de las
diversas escenas en las que habían culminado sus relaciones sexuales con su
hermano (desde los seis a los diez años). Durante esta labor de reproducción se
presentó la sensación de peso en el regazo, como sucede regularmente en el
análisis de restos mnémicos histéricos. La visión de un regazo femenino desnudo
(pero reducido ahora a proporciones infantiles y sin los caracteres propios de
la madurez sexual) acompañaba o no a la sensación de peso, según que la escena
correspondiente se había desarrollado con luz o en la oscuridad. También la
aversión a los alimentos halló su explicación en un detalle repugnante de estos
sucesos. Después de la reproducción de toda esta serie de escenas
desaparecieron la sensación de peso y las alucinaciones visuales, para no
volver a surgir por lo menos hasta el día.
Todo esto me descubrió que las alucinaciones descritas no eran sino
fragmentos del contenido de los sucesos infantiles reprimidos, o sea, síntomas
del retorno de lo reprimido. Pasé entonces al análisis de las voces. Tratábase
ante todo de aclarar por qué frases tan inocentes como las de «Ahí va Fulana»,
«Está buscando casa», etc., podían causar a la sujeto una impresión tan penosa,
hallando luego la razón de que estas frases indiferentes hubiesen llegado a
recibir una intensificación alucinatoria. Desde luego, aparecía claro que tales
«voces» no podían ser recuerdos alucinatoriamente reproducidos, como las
imágenes y las sensaciones, sino más bien pensamientos que se habían hecho
audibles. La primera vez que oyó voces fue en las siguientes circunstancias:
había leído con gran interés la bella narración de O. Ludwig titulada Die
Heiterethei, lectura que la había sugerido infinidad de pensamientos.
Inmediatamente había salido a pasear por la carretera, y al pasar ante la
casita de unos labradores había oído unas voces que le decían: «Así era la
casita de la Heiterethei. Mira la fuente y el matorral. ¡Qué feliz era en su
pobreza!» Luego le repitieron las voces pasajes enteros de su reciente lectura,
pero sin que pudiera explicar por qué la casa, el matorral y la fuente de la
Heiterethei y los trozos menos importantes de toda la obra eran lo que
precisamente se imponía a su atención con energía patológica.
Sin embargo, no era difícil la solución del enigma. El análisis mostró
que durante la lectura habían surgido en ella otros distintos pensamientos,
siendo también otros pasajes de la obra los que más le habían interesado. Pero
contra todo este material -analogías entre la pareja de la narración y la que
ella formaba con su marido, recuerdos de intimidades de su vida conyugal y de
secretos de familia-; contra todo este material, repito, se había trazado una
resistencia represora, pues él mismo se enlazaba por una serie de asociaciones
fácilmente evidenciables a su repugnancia sexual, y así, en último término, al
despertar de los antiguos sucesos infantiles. A consecuencia de esta censura
ejercida por la represión recibieron los preferidos pasajes inocentes e
idílicos, enlazados también con los rechazados por el contraste y la vecindad,
la intensificación que les permitió hacerse audibles. La primera de las
circunstancias reprimidas se refería, por ejemplo, a las críticas que la vida
solitaria de la heroína de la narración inspiraba a sus vecinos. No era difícil
para la paciente establecer aquí una analogía entre el personaje novelesco y su
propia persona También ella vivía en un pueblo sin tratarse casi con nadie y
también se creía criticada por sus vecinos. Esta desconfianza hacia sus vecinos
tenía un fundamento real. Al casarse había ido a vivir con su marido a una casa
de varios pisos, instalando su alcoba en un cuarto colindante al de otros
inquilinos. En los primeros días de su matrimonio -sin duda por el despertar
inconsciente del recuerdo de sus relaciones infantiles en las que había jugado
con su hermano a ser marido y mujer- surgió en ella un gran pudor sexual que la
hacia preocuparse constantemente de que los vecinos pudieran oir alguna palabra
o algún ruido a través del tabique, preocupación que acabó transformándose en
desconfianza hacia los vecinos.
Así, pues, las voces debían su génesis a la represión de pensamientos,
que en el fondo constituían reproches con ocasión de un suceso análogo al
trauma infantil, siendo, por tanto. síntomas del retorno de lo reprimido y al
mismo tiempo consecuencia de una transacción entre la resistencia del yo y el
poder de dicho retorno, transacción que en este caso había producido una
deformación absoluta de los elementos correspondientes, resultando éstos
irreconocibles. En otras ocasiones en que pude analizar las voces oídas por
esta enferma resultaba menor la deformación, pero las palabras percibidas
presentaban siempre una imprecisión muy diplomática, apareciendo profundamente
escondida la alusión penosa y disfrazada la coherencia de las distintas frases
por la elección de giros desacostumbrados, etc., caracteres todos comunes a las
alucinaciones auditivas de los paranoicos, y en los que veo la huella de la
deformación causada por la transacción. La frase «Ahí va Fulana. Está buscando
casa», integraba la amenaza de que no curaría nunca, pues para someterse al
tratamiento se había instalado provisionalmente en Viena, y yo le había
prometido que al terminar aquél podría volver al pueblo en que residía con su
marido.
En algunos casos percibía también la sujeto amenazas más precisas. Por
lo que en general sé de los paranoicos, me inclino a suponer una paralización
paulatina de la resistencia que debilita los reproches, resultando así que la
defensa acaba por fracasar totalmente y que el reproche primitivo que el
paciente quería ahorrarse retorna sin modificación alguna. De todos modos, no
sé si se trata de un proceso constante, ni si la censura contra los reproches
puede faltar desde un principio o perseverar hasta el fin. Sólo me queda
utilizar los datos adquiridos en el análisis de este caso de paranoia para una
comparación entre tal enfermedad y la neurosis obsesiva. Tanto en una como en
otra se nos muestra la represión como el nódulo del mecanismo psíquico, siendo
en ambos casos lo reprimido un suceso sexual infantil. Todas las obsesiones
proceden también en esta paranoia de la represión. Los síntomas de la paranoia
son susceptibles de una clasificación análoga a la que llevamos a cabo con los
de la neurosis obsesiva. Una parte de los síntomas -las ideas delirantes de
desconfianza y persecución- procede de nuevo de la defensa primaria. En la
neurosis obsesiva, el reproche inicial ha sido reprimido por la formación del
síntoma primario de la defensa, o sea, por la desconfianza en sí mismo.
Con ello queda reconocida la justicia del reproche. En la paranoia, el
reproche es reprimido por un procedimiento al que podemos dar el nombre de
proyección, transfiriéndose la desconfianza sobre otras personas. Otros
síntomas del caso de paranoia descrito deben ser considerados como síntomas de
retorno de lo reprimido, y muestran también, como los de la neurosis obsesiva,
las huellas de la transacción que les ha permitido llegar a la conciencia. Así
sucede con la idea de ser espiada al desnudarse y con las alucinaciones
visuales, táctiles y auditivas. La idea citada entraña un contenido mnémico
casi inmodificado que sólo adolece de imprecisión. El retorno de lo reprimido
en imágenes visuales se acerca más bien al carácter de la histeria que al de la
neurosis obsesiva, si bien la histeria acostumbra repetir sin modificación alguna
sus símbolos mnémicos, mientras que la alucinación mnémica paranoica
experimenta una deformación análoga a la que tiene efecto en la neurosis
obsesiva. Así, en lugar de la imagen reprimida surge una análoga actual (en
nuestro caso, el regazo de una mujer adulta en lugar del de una niña). En
cambio, es absolutamente peculiar a la paranoia el retorno de los reproches
reprimidos en forma de alucinación auditiva, para lo cual tienen tales
reproches que pasar por una doble deformación.
El tercer grupo de los síntomas hallados en la neurosis obsesiva, o sea,
el de los síntomas de la defensa secundaria, no puede existir como tal en la
paranoia, puesto que los síntomas del retorno encuentran crédito sin que se
alce contra ello defensa ninguna. Pero, en cambio, presenta la paranoia una
tercera fuente de la formación de síntomas. Las ideas delirantes que la
transacción lleva a la conciencia plantean a la labor mental del yo la tarea de
hacerlas admisibles sin objeción alguna. Ahora bien: siendo por sí mismas inmodificables,
tiene el yo que adaptarse a ellas, y de este modo corresponde aquí a los
síntomas de la defensa secundaria propia de la neurosis obsesiva la manía de
interpretación que termina en una modificación del yo. Nuestro caso era
incompleto en este punto, pues en la época de su tratamiento no mostró ninguna
de estas tentativas de interpretación, las cuales surgieron más tarde. Pero de
todos modos, creo indudable que la aplicación del psicoanálisis a este estadio
de la paranoia ha de darnos un importante resultado. Hallaremos, en efecto, que
la debilidad de la memoria de los paranoicos es de carácter tendencioso, siendo
motivada por la represión a cuyos fines coadyuva. Son, en efecto, reprimidos y
sustituidos a posteriori aquellos recuerdos en si no patógenos pero que se
hallan en contradicción con la modificación del yo, imperiosamente exigida por
los síntomas del retorno.
S. Freud
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