"Enamorados de la Plaza de Toros". Miguel O. Menassa. 2008
El
problema económico del masoquismo - 1924
La aparición de la tendencia masoquista en la
vida instintiva humana plantea, desde el punto de vista económico, un singular
enigma. En efecto, si el principio del placer rige los procesos psíquicos de
tal manera que el fin inmediato de los mismos es la evitación de displacer y la
consecución de placer, el masoquismo ha de resultar verdaderamente
incomprensible. El hecho de que el dolor y el displacer puedan dejar de ser una
mera señal de alarma y constituir un fin, supone una paralización del principio
del placer: el guardián de nuestra vida anímica habría sido narcotizado. El
masoquismo se nos demuestra así como un gran peligro, condición ajena al
sadismo, su contrapartida. En el principio del placer nos inclinamos a ver el
guardián de nuestra existencia misma, y no sólo el de nuestra vida anímica. Se
nos plantea, pues, la labor de investigar la relación del principio del placer
con los dos órdenes de instintos por nosotros diferenciados -los instintos de
muerte y los instintos de vida eróticos (libidinosos)-, y no nos será posible
avanzar en el estudio del problema masoquista antes de haber llevado a cabo tal
investigación.
En otro lugar hemos presentado el principio
que rige todos los procesos anímicos como un caso especial de la tendencia a la
estabilidad (Fechner), adscribiendo así al aparato anímico la intención de
anular la magnitud de excitación a él afluyente o, por lo menos, la de
mantenerla en un nivel poco clavado. Bárbara Low ha dado a esta supuesta
tendencia el nombre de principio del nirvana, denominación que nosotros
aceptamos. De momento identificaremos este principio del nirvana con el
principio del placer-displacer. Todo displacer habría, pues, de coincidir con
una elevación; todo placer, con una disminución de la excitación existente en lo
anímico y, por tanto, el principio del nirvana (y el principio del placer que
suponemos idéntico) actuaría por completo al servicio de los instintos de
muerte, cuyo fin es conducir la vida inestable a la estabilidad del estado
inorgánico, y su función sería la de prevenir contra las exigencias de los
instintos de vida de la libido de intentar perturbar tal recurso de la vida.
Pero esta hipótesis no puede ser exacta. Ha de suponerse que en la serie
gradual de las sensaciones de tensión sentimos directamente el aumento y la
disminución de las magnitudes de estímulo, y es indudable que existen tensiones
placientes y distensiones displacientes. El estado de excitación sexual nos
ofrece un acabado ejemplo de tal incremento placiente del estímulo y
seguramente no es el único. El placer y el displacer no pueden ser referidos,
por tanto, al aumento y la disminución de una cantidad a la que denominamos
tensión del estímulo, aunque, desde luego, presenten una estrecha relación con
este factor. Mas no parecen enlazarse a este factor cuantitativo, sino a cierto
carácter del mismo, de indudable naturaleza cualitativa. Habríamos avanzado
mucho en psicología si pudiéramos indicar cuál es este carácter cualitativo.
Quizá sea el ritmo, el orden temporal de las modificaciones, de los aumentos y
disminuciones de la cantidad de estímulo. Pero no lo sabemos.
De todos modos, hemos de reparar que el
principio del nirvana adscrito al instinto de muerte ha experimentado en los
seres animados una modificación que lo convirtió en el principio del placer, y
en adelante evitaremos confundir en uno solo ambos principios. No es difícil
adivinar, siguiendo la orientación que nos marcan estas reflexiones, el poder
que impuso tal modificación. No pudo ser sino el instinto de la vida, la libido,
el cual conquistó de este modo supuesto al lado del instinto de muerte en la
regulación de los procesos de la vida. Se nos ofrece así una serie de
relaciones muy interesantes: el principio del nirvana expresa la tendencia del
instinto de muerte; el principio del placer representa la aspiración de la
libido; y la modificación de este último principio, el principio de la
realidad, corresponde a la influencia del mundo exterior. Ninguno de estos
principios queda propiamente anulado por los demás, y en general coexisten los
tres armónicamente, aunque en ocasiones hayan de surgir conflictos provocados
por la diversidad de sus fines respectivos, la disminución cuantitativa de la
carga de estímulo, la constitución de un carácter cualitativo de la misma o el
aplazamiento temporal de la descarga de estímulos y la aceptación provisional
de la tensión displaciente.
Todas estas reflexiones culminan en la
conclusión de que no es posible dejar de considerar el principio del placer
como guardián de la vida. Volvamos ahora al masoquismo, el cual se ofrece a
nuestra observación en tres formas distintas: como condicionante de la
excitación sexual, como una manifestación de la femineidad y como una norma de
la conducta vital. Correlativamente podemos distinguir un masoquismo erógeno,
femenino y moral. El primero, el masoquismo erógeno, o sea el placer en el
dolor, constituye también la base de las dos formas restantes; hemos de
atribuirle causas biológicas y constitucionales y permanece inexplicable si no
nos arriesgamos a formular algunas hipótesis sobre ciertos extremos harto
oscuros. La tercera forma del masoquismo, y en cierto sentido la más
importante, ha sido explicada recientemente por el psicoanálisis como una
conciencia de culpabilidad, inconsciente en la mayor parte de los casos,
quedando plenamente aclarada y adscrita a los restantes descubrimientos
analíticos. Pero la forma más fácilmente asequible a nuestra observación es el
masoquismo femenino, que no plantea grandes problemas y de cuyas relaciones
obtenemos pronto una clara visión total. Comenzaremos, pues, por él nuestra
exposición.
Esta forma del masoquismo en el hombre (al
que por razones dependientes de nuestro material de observación nos
limitaremos) nos es suficientemente conocida por las fantasías de sujetos
masoquistas (e impotentes muchas veces a causa de ello), las cuales fantasías
culminan en actos onanistas o representan por sí solas una satisfacción sexual.
Con estas fantasías coinciden luego por completo las situaciones reales creadas
por los perversos masoquistas bien como fin en sí, bien como medio de conseguir
la erección y como introducción al acto sexual. En ambos casos -las situaciones
creadas no son sino la representación plástica de las fantasías- el contenido
manifiesto consiste en que el sujeto es amordazado, maniatado, golpeado,
fustigado, maltratado en una forma cualquiera, obligado a una obediencia
incondicional, ensuciado o humillado. Mucho más raramente, y sólo con grandes
restricciones, es incluida en este contenido una mutilación. La interpretación
más próxima y fácil es la de que el masoquista quiere ser tratado como un niño
pequeño, inerme y falto de toda independencia, pero especialmente como un niño
malo. Creo innecesaria una exposición casuística; el material es muy homogéneo
y accesible a todo observador, incluso a los no analíticos.
Ahora bien: cuando tenemos ocasión de
estudiar algunos casos en los cuales las fantasías masoquistas han pasado por
una elaboración especialmente amplia, descubrimos fácilmente que el sujeto se
transfiere en ellas a una situación característica de la femineidad: ser
castrado, soportar el coito o parir. Por esta razón he calificado a posteriori
de femenina esta forma del masoquismo, aunque muchos de sus elementos nos
orientan hacia la vida infantil. Más adelante hallaremos una sencilla
explicación de esta superestructuración de lo infantil y lo femenino. La
castración o la pérdida del sentido de la vista, que puede representarla
simbólicamente, deja muchas veces su huella negativa en dichas fantasías,
estableciendo en ellas la condición de que ni los genitales ni los ojos han de
sufrir daño alguno. (De todas formas, los tormentos masoquistas no son nunca
tan impresionantes como las crueldades fantaseadas o escenificadas del
sadismo.) En el contenido manifiesto de las fantasías masoquistas se manifiesta
también un sentimiento de culpabilidad al suponerse que el individuo
correspondiente ha cometido algún hecho punible (sin determinar cuál) que ha de
ser castigado con dolorosos tormentos. Se nos muestra aquí algo como una
racionalización superficial del contenido masoquista; pero detrás de ella se
oculta una relación con la masturbación infantil. Este factor de la
culpabilidad conduce, por otro lado, a la tercera forma, o forma moral del
masoquismo.
El masoquismo femenino descrito reposa por
completo en el masoquismo primario erógeno, el placer en el dolor, para cuya
explicación habremos de llevar mucho más atrás nuestras reflexiones. En mis
Tres ensayos sobre una teoría sexual, y en el capítulo dedicado a las fuentes
de la sexualidad infantil, afirmé que la excitación sexual nace, como efecto
secundario, de toda una serie de procesos internos en cuanto la intensidad de
los mismos sobrepasa determinados límites cuantitativos. Puede incluso decirse
que todo proceso algo importante aporta algún componente a la excitación del
instinto sexual. En consecuencia, también la excitación provocada por el dolor
y el displacer ha de tener tal consecuencia. Esta coexcitación libidinosa en la
tensión correspondiente al dolor o al displacer sería un mecanismo fisiológico
infantil que desaparecería luego. Variable en importancia, según la
constitución sexual del sujeto, suministraría en todo caso la base sobre la
cual puede alzarse más tarde, como superestructura psíquica, el masoquismo
erógeno.
Esta explicación nos resulta ya insuficiente,
pues no arroja luz ninguna sobre las relaciones íntimas y regulares del
masoquismo con el sadismo, su contrapartida en la vida instintiva. Si
retrocedemos aún más, hasta la hipótesis de los dos órdenes de instintos que
suponemos actúan en los seres animados, descubrimos una distinta derivación,
que no contradice, sin embargo, la anterior. La libido tropieza en los seres
animados (pluricelulares) con el instinto de muerte o de destrucción en ellos
dominantes, que tiende a descomponer estos seres celulares, y a conducir cada
organismo elemental al estado de estabilidad anorgánica (aun cuando tal
estabilidad sólo sea relativa). Se le plantea, pues, la labor de hacer
inofensivo este instinto destructor, y la lleva a cabo orientándose en su mayor
parte, y con ayuda de un sistema orgánico especial, el sistema muscular, hacia
fuera, contra los objetos del mundo exterior. Tomaría entonces el nombre de
instinto de destrucción, instinto de aprehensión o voluntad de poderío. Una
parte de este instinto queda puesta directamente al servicio de la función
sexual, cometido en el que realizará una importantísima labor. Este es el
sadismo propiamente dicho. Otra parte no colabora a esta transposición hacia lo
exterior, pervive en el organismo y queda fijada allí libidinosamente con ayuda
de la coexcitación sexual antes mencionada. En ella hemos de ver el masoquismo
primitivo erógeno.
Carecemos por completo de un conocimiento
psicológico de los caminos y los medios empleados en esta doma del instinto de
muerte por la libido. Analíticamente, sólo podemos suponer que ambos instintos
se mezclan formando una amalgama de proporciones muy variables. No esperaremos,
pues, encontrar instintos de muerte o instintos de vida puros, sino distintas
combinaciones de los mismos. A esta mezcla de los instintos puede corresponder,
en determinadas circunstancias, su separación. Por ahora no es posible adivinar
qué parte de los instintos de muerte es la que escapa a tal doma, ligándose a
elementos libidinosos. Aunque no con toda exactitud, puede decirse que el
instinto de muerte que actúa en el organismo -el sadismo primitivo- es idéntico
al masoquismo. Una vez que su parte principal queda orientada hacia el exterior
y dirigida sobre los objetos, perdura en lo interior, como residuo suyo, el
masoquismo erógeno propiamente dicho, el cual ha llegado a ser, por un lado, un
componente de la libido; pero continúa, por otro, teniendo como objeto el
propio individuo. Así, pues, este masoquismo sería un testimonio y una
supervivencia de aquella fase de la formación en la que se formó la amalgama
entre el instinto de muerte y el Eros, suceso de importancia esencial para la
vida.
No nos asombrará oír, por tanto, que en
determinadas circunstancias el sadismo o instinto de destrucción orientado
hacia el exterior o proyectado puede ser vuelto hacia el interior, o sea
introyectado de nuevo, retornando así por regresión a su situación anterior. En
este caso producirá el masoquismo secundario que se adiciona al primitivo. El
masoquismo primitivo pasa por todas las fases evolutivas de la libido y toma de
ellas sus distintos aspectos psíquicos. El miedo a ser devorado por el animal
totémico (el padre) procede de la primitiva organización oral; el deseo de ser
maltratado por el padre, de la fase sádico-anal inmediata; la fase fálica de la
organización introduce en el contenido de las fantasías masoquistas la
castración ; más tarde, excluida de
ellas y de la organización genital definitiva, se derivan naturalmente las
situaciones femeninas, características de ser sujeto pasivo del coito y parir.
También nos explicamos fácilmente el importante papel desempeñado por el
masoquismo por una cierta parte del cuerpo humano (las nalgas), pues es la
parte del cuerpo erógenamente preferida en la fase anal-sádica, como lo es el
pecho en la fase oral y el pene en la fase genital.
La tercera forma del masoquismo, el
masoquismo moral, resulta, sobre todo, singular, por mostrar una relación mucho
menos estrecha con la sexualidad. A todos los demás tormentos masoquistas se
enlaza la condición de que provengan de la persona amada y sean sufridos por
orden suya, limitación que falta en el masoquismo moral. Lo que importa es el
sufrimiento mismo, aunque no provenga del ser amado, sino de personas
indiferentes o incluso de poderes o circunstancias impersonales. El verdadero
masoquismo ofrece la mejilla a toda posibilidad de recibir un golpe. Nos
inclinaríamos, quizá a prescindir de la libido en la explicación de esta conducta,
limitándonos a suponer que el instinto de destrucción ha sido nuevamente
orientado hacia el interior y actúa contra el propio yo; pero hemos de tener en
cuenta que los usos del lenguaje han debido de hallar algún fundamento para no
haber abandonado la relación de esta norma de conducta con el erotismo y dar
también a estos individuos que se martirizan a sí mismos el nombre de
masoquistas.
Fieles a una costumbre técnica, nos
ocuparemos primeramente de la forma externa, indudablemente patológica, de este
masoquismo. Ya en otro lugar expusimos que el tratamiento analítico nos
presenta pacientes cuyaconducta contra el influjo terapéutico nos obliga a
adscribirles un sentimiento «inconsciente» de culpabilidad. En este mismo
trabajo indicamos en qué nos es posible reconocer a tales personas («la
reacción terapéutica negativa»), y no ocultamos tampoco que la energía de tales
impulsos constituye una de las más graves resistencias del sujeto y el máximo
peligro para el buen resultado de nuestros propósitos médicos o pedagógicos. La
satisfacción de este sentimiento inconsciente de culpabilidad es quizá la
posición más fuerte de la «ventaja de la enfermedad», o sea de la suma de
energías que se rebela contra la curación y no quiere abandonar la enfermedad.
Los padecimientos que la neurosis trae consigo constituyen precisamente el
factor que da a esta enfermedad un alto valor para la tendencia masoquista.
Resulta también muy instructivo comprobar que una neurosis que ha desafiado
todos los esfuerzos terapéuticos puede desaparecer, contra todos los principios
teóricos y contra todo lo que era de esperar, una vez que el sujeto contrae un
matrimonio que le hace desgraciado, pierde su fortuna o contrae una peligrosa
enfermedad orgánica. Un padecimiento queda entonces sustituido por otro y vemos
que de lo que se trataba era tan sólo de poder conservar cierta medida de
dolor.
El sentimiento inconsciente de culpabilidad
no es aceptado fácilmente por los enfermos. Saben muy bien en qué tormento
(remordimientos) se manifiesta un sentimiento consciente de culpabilidad, y no
pueden, por tanto, convencerse de que abrigan en su interior movimientos
análogos de los que nada perciben. A mi juicio, satisfacemos en cierto modo su
objeción renunciando al nombre de «sentimiento inconsciente de culpabilidad» y
sustituyéndolo por el de «necesidad de castigo». Pero no podemos prescindir de
juzgar y localizar este sentimiento inconsciente de culpabilidad conforme al
modelo del consciente. Hemos adscrito al superyó la función de la conciencia
moral y hemos reconocido en la conciencia de la culpabilidad una manifestación
de una tensión entre el yo y el superyó. El yo reacciona con sentimientos de
angustia a la percepción de haber permanecido por debajo de las exigencias de
su ideal, el superyó. Querremos saber ahora cómo el superyó ha llegado a tal
categoría y por qué el yo ha de sentir miedo al surgir una diferencia con su
ideal. Después de indicar que el yo encuentra su función en unir y conciliar
las exigencias de las tres instancias a cuyo servicio se halla, añadiremos que
tiene en el superyó un modelo al cual aspirar. Este superyó es tanto el
representante del Ello como el del mundo exterior. Ha nacido por la
introyección en el yo de los primeros objetos de los impulsos libidinosos del Ello
-el padre y la madre-, proceso en el cual quedaron desexualizadas y desviadas
de los fines sexuales directos las relaciones del sujeto con la pareja
parental, haciéndose de este modo posible el vencimiento del complejo de Edipo.
El superyó conservó así caracteres esenciales
de las personas introyectadas: su poder, su rigor y su inclinación a la
vigilancia y al castigo. Como ya hemos indicado en otro lugar ha de suponerse que la separación de los
instintos, provocada por tal introducción en el yo, tuvo que intensificar el
rigor. El superyó, o sea la conciencia moral que actúa en él, puede, pues,
mostrarse dura, cruel e implacable contra el yo por él guardado. El imperativo
categórico de Kant es, por tanto, el heredero directo del complejo de Edipo.
Pero aquellas mismas personas que continúan
actuando en el superyó, como instancia moral después de haber cesado de ser
objeto de los impulsos libidinosos del Ello, pertenecen también al mundo
exterior real. Han sido tomados de este último, y su poder, detrás del cual se
ocultan todas las influencias del pasado y de la tradición, era una de las
manifestaciones más sensibles de la realidad. A causa de esta coincidencia, el
superyó, sustitución del complejo de Edipo, llega a ser también el
representante del mundo exterior real, y de este modo, el prototipo de las
aspiraciones del yo. El complejo de Edipo demuestra ser así, como ya lo
supusimos desde el punto de vista histórico, la fuente de nuestra moral
individual. En el curso de la evolución infantil, que separa paulatinamente al
sujeto de sus padres, va borrándose la importancia personal de los mismos para
el superyó. A las «imágenes» de ellos restantes se agregan luego las
influencias de los maestros del sujeto y de las autoridades por él admiradas,
de los héroes elegidos por él como modelos, personas que no necesitan ya ser
introyectadas por el yo, más resistente ya. La última figura de esta serie
iniciada por los padres es el Destino, oscuro poder que sólo una limitada
minoría humana llega a aprehender impersonalmente.
No encontramos gran cosa que oponer al poeta
holandés Multatuli, cuando sustituye la M oira (Destino), de los griegos por la
pareja divina A ogcoz csi 'A nsgch
(Razón y Necesidad), pero todos aquellos que transfieren la dirección del suceder
universal a Dios, o a Dios y a la Naturaleza, despiertan la sospecha de que
sienten todavía estos poderes tan extremos y lejanos como una pareja parental y
se creen enlazados a ellos por ligámenes libidinosos. En El «yo» y el «Ello» he
intentado derivar el miedo real del hombre a la muerte de tal concepción
parental del Destino. Muy difícil me parece libertarnos de ella. Después de las
consideraciones preparatorias que anteceden podemos retornar al examen del
masoquismo moral. Decíamos que los sujetos correspondientes despiertan por su
conducta en el tratamiento y en la vida la impresión de hallarse excesivamente
coartados moralmente, encontrándose bajo el dominio de una conciencia moral
singularmente susceptible, aunque esta «supermoral» no se haga consciente en
ellos. Un examen más detenido nos descubre la diferencia que separa del
masoquismo a tal continuación inconsciente de la moral. En esta última, el
acento recae sobre el intenso sadismo del superyó, al cual se somete el yo; en
el masoquismo moral, el acento recae sobre el propio masoquismo del yo, que
demanda castigo, sea por parte del superyó, sea por los poderes parentales
externos. Nuestra confusión inicial es, sin embargo, excusable, pues en ambos
casos se trata de una relación entre el yo y el superyó, o poderes equivalentes
a este último, y de una necesidad satisfecha por el castigo y el dolor.
Constituye, pues, una circunstancia
accesoria, casi indiferente, el que el sadismo del superyó se haga, por lo
general, claramente consciente, mientras que la tendencia masoquista del yo
permanece casi siempre oculta a la persona y ha de ser deducida de su conducta.
La inconsciencia del masoquismo moral nos dirige sobre una pista inmediata.
Pudimos interpretar el «sentimiento inconsciente de culpabilidad» como una
necesidad de castigo por parte de un poder mental. Sabemos ya también que el
deseo de ser maltratado por el padre, tan frecuente en las fantasías, se halla
muy próximo al de entrar en una relación sexual pasiva (femenina) con él,
siendo tan sólo una deformación regresiva del mismo. Aplicando esta explicación
al contenido del masoquismo moral, se nos revelará su sentido oculto. La
conciencia moral y la moral han nacido por la superación y la desexualización
del complejo de Edipo; el masoquismo moral sexualiza de nuevo la moral, reanima
el complejo de Edipo y provoca una regresión desde la moral al complejo de
Edipo. Todo esto no beneficia ni a la moral ni al individuo. Este puede haber
conservado al lado de su masoquismo plena moralidad o cierta medida de
moralidad; pero también puede haber perdido, a causa del masoquismo, gran parte
de su conciencia moral. Por otro lado, el masoquismo crea la tentación de
cometer actos «pecaminosos», que luego habrán de ser castigados con los
reproches de la conciencia moral sádica (así en tantos caracteres de la
literatura rusa) o con las penas impuestas por el gran poder parental del
Destino. Para provocar el castigo por esta última representación parental tiene
el masoquismo que obrar inadecuadamente, laborar contra su propio bien,
destruir los horizontes que se le abren en el mundo real e incluso poner
término a su propia existencia real.
El retorno del sadismo contra la propia
persona se presenta regularmente con ocasión del sojuzgamiento cultural de los
instintos, que impide utilizar al sujeto en la vida una gran parte de sus
componentes instintivos destructores. Podemos representarnos que esta parte
rechazada del instinto de destrucción surge en el yo como una intensificación
del masoquismo. Pero los fenómenos de la conciencia moral dejan adivinar que la
destrucción que retorna al yo desde el mundo exterior es también acogida por el
superyó, aunque no haya tenido efecto la transformación indicada, quedando así
intensificado su sadismo contra el yo. El sadismo del superyó y el masoquismo
del yo se completan mutuamente y se unen para provocar las mismas
consecuencias. A mi juicio, sólo así puede comprenderse que del sojuzgamiento
de los instintos resulte -con frecuencia o en general- un sentimiento de
culpabilidad y que la conciencia moral se haga tanto más rígida y susceptible
cuanto más ampliamente renuncia el sujeto a toda agresión contra otros. Pudiera
esperar que un individuo que se esfuerza en evitar toda agresión culturalmente
indeseable habría de gozar de una conciencia tranquila y vigilar menos
desconfiadamente a su yo. Generalmente, se expone la cuestión como si la
exigencia moral fuese lo primario y la renuncia al instinto una consecuencia
suya: Pero de este modo permanece inexplicado el origen de la moralidad. En
realidad, parece suceder todo lo contrario; la primera renuncia al instinto es
impuesta por poderes exteriores y crea entonces la moralidad, la cual se
manifiesta en la conciencia moral y exige más amplia renuncia a los instintos.
El masoquismo moral resulta así un testimonio
clásico de la existencia de la mezcla o fusión de los instintos. Su peligro
está en proceder del instinto de muerte y corresponder a aquella parte del
mismo que eludió ser proyectada al mundo exterior en calidad de instinto de
destrucción. Pero, como además integra la significación de un componente
erótico, la destrucción del individuo por sí propio no puede tener efecto sin
una satisfacción libidinosa.
Sigmund
Freud
Traducción de Luis López Ballesteros
No hay comentarios:
Publicar un comentario