Cuadro: La gruta del conocimiento. Miguel Óscar Menassa. 2003
Más allá del principio del placer. Sigmund Freud.1920.
I
En la teoría psicoanalítica suponemos que el curso de los procesos anímicos es
regulado automáticamente por el principio del placer; esto es, creemos que
dicho curso tiene su origen en una tensión displaciente y emprende luego una
dirección tal, que su último resultado coincide con una minoración de dicha
tensión y, por tanto, con un ahorro de displacer a una producción de placer. Al
aplicar esta hipótesis al examen de los procesos anímicos por nosotros
estudiados introducimos en nuestra labor el punto de vista económico. Una
exposición que, al lado de los factores tópico y dinámico, intente incluir
asimismo el económico, ha de ser la más completa que por el momento pueda
presentarse y merece la calificación de metapsicología. No presenta interés
alguno para nosotros investigar hasta qué punto nos hemos aproximado o
agregado, con la fijación del principio del placer, a un sistema filosófico
determinado e históricamente definido. Lo que a estas hipótesis especulativas
nos hace llegar es el deseo de describir y comunicar los hechos que diariamente
observamos en nuestra labor. La prioridad y la originalidad no pertenecen a los
fines hacia los que tiende la labor psicoanalítica, y los datos en los que se
basa el establecimiento del mencionado principio son tan visibles, que apenas
si es posible dejarlos pasar inadvertidos. En cambio, nos agregaríamos gustosos
a una teoría filosófica o psicológica que supiera decirnos cuál es la
significación de las sensaciones de placer y displacer, para nosotros tan
imperativas; pero, desgraciadamente, no existe ninguna teoría de este género
que sea totalmente admisible.
Trátase
del sector más oscuro e impenetrable de la vida anímica, y ya que no podemos
eludir su investigación, opino que debe dejársenos en completa libertad para
construir sobre él aquellas hipótesis que nuestra experiencia nos presente como
más probables. Hemos resuelto relacionar el placer y el displacer con la
cantidad de excitación existente en la vida anímica, excitación no ligada a
factor alguno determinado, correspondiendo el displacer a una elevación y el
placer a una disminución de tal cantidad. No pensamos con ello en una simple
relación entre la fuerza de las sensaciones y las transformaciones a las que
son atribuidas y, mucho menos -conforme a toda la experiencia de la
Psicofisiología-, en una proporcionalidad directa; probablemente, el factor
decisivo, en cuanto a la sensación, es la medida del aumento o la disminución
en el tiempo. Esto sería, quizá, comprobable experimentalmente; mas para
nosotros, analíticos, no es aceptable el internarnos más en estos problemas
mientras no puedan guiarnos observaciones perfectamente definidas.
Sin
embargo, no puede sernos indiferente ver que un investigador tan penetrante
como G. Th. Fechner adopta una concepción del placer y el displacer coincidente
en esencia con la que nosotros hemos deducido de nuestra labor psicoanalítica.
Las manifestaciones de Fechner sobre esta materia se hallan contenidas en un
fascículo titulado Algunas ideas sobre la historia de la creación y evolución
de los organismos (1873), y su texto es el siguiente: «En cuanto los impulsos
conscientes se hallan siempre en relación con placer o displacer, puede también
suponerse a estos últimos en una relación psicofísica con estados de estabilidad
e inestabilidad, pudiendo fundarse sobre esta base la hipótesis, que más
adelante desarrollaré detalladamente, de que cada movimiento psicofísico que
traspasa el umbral de la conciencia se halla tanto más revestido de placer
cuanto más se acerca a la completa estabilidad, a partir de determinado límite,
o de displacer cuanto más se aleja de la misma, partiendo de otro límite
distinto.
Entre
ambos límites, y como umbral cualitativo de las fronteras del placer y el
displacer, existe cierta extensión de indiferencia estética...» Los hechos que
nos han movido a opinar que la vida psíquica es regida por el principio del
placer hallan también su expresión en la hipótesis de que una de las tendencias
del aparato anímico es la de conservar lo más baja posible o, por lo menos,
constante la cantidad de excitación en él existente. Esta hipótesis viene a
expresar en una forma distinta la misma cosa, pues si la labor del aparato
anímico se dirige a mantener baja la cantidad de excitación, todo lo apropiado
para elevarla tiene que ser sentido como antifuncional; esto es, como
displaciente. El principio del placer se deriva del principio de la constancia,
el cual, en realidad, fue deducido de los mismos hechos que nos obligaron a la
aceptación del primero. Profundizando en la materia hallaremos que esta
tendencia, por nosotros supuesta, del aparato anímico cae, como un caso
especial, dentro del principio de Fechner de la tendencia a la estabilidad, con
el cual ha relacionado este investigador las sensaciones de placer y displacer.
Mas
fuérzanos el decir ahora que es inexacto hablar de un dominio del principio del
placer sobre el curso de los procesos psíquicos. Si tal dominio existiese, la
mayor parte de nuestros procesos psíquicos tendría que presentarse acompañada
de placer o conducir a él, lo cual queda enérgicamente contradicho por la
experiencia general. Existe, efectivamente, en el alma fuerte tendencia al
principio del placer; pero a esta tendencia se oponen, en cambio, otras fuerzas
o estados determinados, y de tal manera, que el resultado final no puede
corresponder siempre a ella. Comparemos aquí otra observación de Fechner sobre
este mismo punto (l. c., página 90): «Dado que la tendencia hacia el fin no
supone todavía el alcance del mismo, y dado que el fin no es, en realidad,
alcanzable sino aproximadamente...» Si ahora dirigimos nuestra atención al
problema de cuáles son las circunstancias que pueden frustrar la victoria del
principio del placer, nos hallaremos de nuevo en terreno conocido y seguro y
podremos utilizar, para su solución, nuestra experiencia analítica, que nos
proporciona rico acervo de datos. El primer caso de tal inhibición del
principio del placer nos es conocido como normal. Sabemos que el principio del
placer corresponde a un funcionamiento primario del aparato anímico y que es
inútil, y hasta peligroso en alto grado, para la autoafirmación del organismo
frente a las dificultades del mundo exterior. Bajo el influjo del instinto de
conservación del yo queda sustituido el principio del placer por el principio
de la realidad, que, sin abandonar el propósito de una final consecución del
placer, exige y logra el aplazamiento de la satisfacción y el renunciamiento a
algunas de las posibilidades de alcanzarla, y nos fuerza a aceptar
pacientemente el displacer durante el largo rodeo necesario para llegar al
placer. El principio del placer continua aún, por largo tiempo, rigiendo el
funcionamiento del instinto sexual, más difícilmente «educable», y partiendo de
este último o en el mismo yo, llega a dominar al principio de la realidad, para
daño del organismo entero.
No
puede, sin embargo, hacerse responsable a la sustitución del principio del
placer por el principio de la realidad más que de una pequeña parte, y no la
más intensa, ciertamente, de las sensaciones de displacer. Otra fuente no menos
normal de la génesis del displacer surge de los conflictos y disociaciones que
tienen lugar en el aparato psíquico mientras el yo verifica su evolución hasta
organizaciones de superior complejidad. Casi toda la energía que llena el
aparato procede de los impulsos instintivos que le son inherentes, mas no todos
ellos son admitidos a las mismas fases evolutivas.
Algunos
instintos o parte de ellos demuestran ser incompatibles, por sus fines o
aspiraciones, con los demás, los cuales pueden reunirse formando la unidad del
yo. Dichos instintos incompatibles son separados de esta unidad por el proceso
de la represión, retenidos en grados más bajos del desarrollo psíquico y
privados, al principio, de la posibilidad de una satisfacción. Si entonces
consiguen -cosa en extremo fácil para los instintos sexuales reprimidos- llegar
por caminos indirectos a una satisfacción directa o sustitutiva, este éxito,
que en otras condiciones hubiese constituido una posibilidad de placer, es
sentido por el yo como displacer. A consecuencia del primitivo conflicto, al
que puso término la represión, experimenta el principio del placer una nueva
fractura, que tiene lugar, precisamente, mientras determinados instintos se
hallan dedicados, conforme al principio mismo, a la consecución de nuevo
placer. Los detalles del proceso por medio del cual transforma la represión una
posibilidad de placer en una fuente de displacer no han sido aún bien
comprendidos o no pueden describirse claramente; pero, con seguridad, todo
displacer neurótico es de esta naturaleza: placer que no puede ser sentido como
tal.
No
todas nuestras sensaciones de displacer, ni siquiera la mayoría, pueden ser
atribuidas a las dos fuentes de displacer antes consignadas; pero de aquellas
cuyo origen es distinto podemos, desde luego, afirmar con cierta justificación
que no contradicen la vigencia del principio del placer. La mayoría del
displacer que experimentamos es, ciertamente, displacer de percepción,
percepción del esfuerzo de instintos insatisfechos o percepción exterior, ya
por ser esta última penosa en sí o por excitar en el aparato anímico
expectaciones llenas de displacer y ser reconocida como un «peligro» por el
mismo. La reacción a estas aspiraciones instintivas y a estas amenazas de
peligro, reacción en la que se manifiesta la verdadera actividad del aparato
psíquico, puede ser entonces dirigida en una forma correcta por el principio
del placer o por el principio de la realidad, que lo modifica. Con esto no
parece necesario reconocer mayor limitación del principio del placer, y, sin
embargo precisamente la investigación de la reacción anímica al peligro
exterior puede proporcionar nueva materia y nuevas interrogaciones al problema
aquí tratado.
II
Después de graves conmociones mecánicas, tales como choques de trenes y otros
accidentes en los que existe peligro de muerte, suele aparecer una
perturbación, ha largo tiempo conocida y descrita, a la que se ha dado el
nombre de «neurosis traumática». La espantosa guerra que acaba de llegar a su
fin ha hecho surgir una gran cantidad de estos casos y ha puesto término a los
intentos de atribuir dicha enfermedad a una lesión del sistema nervioso
producida por una violencia mecánica. El cuadro de la neurosis traumática se
acerca al de la histeria por su riqueza en análogos síntomas motores, más lo
supera en general por los acusados signos de padecimiento subjetivo, semejantes
a los que presentan los melancólicos o hipocondríacos, y por las pruebas de más
amplia astenia general y mayor quebranto de las funciones anímicas. No se ha
llegado todavía a una completa inteligencia de las neurosis de guerra, ni
tampoco de las neurosis traumáticas de los tiempos de paz. En las primeras
parecía aclarar en parte la cuestión, complicándola en cambio por otro lado el
hecho de que el mismo cuadro patológico aparecía en ocasiones sin que hubiera
tenido lugar violencia mecánica alguna. En la neurosis traumática corriente
resaltan dos rasgos, que se pueden tomar como puntos de partida de la reflexión:
primeramente, el hecho de que el factor capital de la motivación parece ser la
sorpresa; esto es, el sobresalto o susto experimentado, y en segundo lugar, que
una contusión o herida recibida simultáneamente actúa en contra de la formación
de la neurosis. Susto, miedo y angustia son términos que se usan erróneamente
como sinónimos, pues pueden diferenciarse muy precisamente según su relación al
peligro.
La
angustia constituye un estado semejante a la expectación del peligro y
preparación para el mismo, aunque nos sea desconocido. El miedo reclama un
objeto determinado que nos lo inspire. En cambio, el susto constituye aquel
estado que nos invade bruscamente cuando se nos presenta un peligro que no
esperamos y para el que no estamos preparados; acentúa, pues, el factor
sorpresa. No creo que la angustia pueda originar una neurosis traumática; en
ella hay algo que protege contra el susto y, por tanto, también contra la
neurosis de sobresalto. Más adelante volveremos sobre esta cuestión. El estudio
del sueño debe ser considerado como el camino más seguro para la investigación
de los más profundos procesos anímicos. Y la vida onírica de la neurosis
traumática muestra el carácter de reintegrar de continuo al enfermo a la
situación del accidente sufrido, haciéndole despertar con nuevo sobresalto.
Este singular carácter posee mayor importancia de la que se le concede
generalmente, suponiéndolo tan sólo una prueba de la violencia de la impresión
producida por el suceso traumático, la cual perseguiría al enfermo hasta sus
mismos sueños. El enfermo hallaríase, pues, por decirlo así, psíquicamente
fijado al trauma. Tales fijaciones al suceso que ha desencadenado la enfermedad
nos son ha largo tiempo conocidas en la histeria.
Ya
en 1893 hacíamos observar Breuer y yo en nuestro libro sobre esta neurosis que
los histéricos sufren de reminiscencias. Ultimamente, investigadores como
Ferenczi y Simmel han podido también explicar algunos síntomas motores de las
neurosis de guerra por la fijación del trauma. Mas por mi parte no he podido
comprobar que los enfermos de neurosis traumática se ocupen mucho en su vida
despierta del accidente sufrido. Quizá más bien se esfuerzan en no pensar en
él. El aceptar como cosa natural que el sueño nocturno les reintegre a la
situación patógena supone desconocer la verdadera naturaleza del sueño,
conforme a la cual lo que el mismo habría de presentar al paciente serían
imágenes de la esperada curación o de la época en que gozaba de salud. Si los
sueños de los enfermos de neurosis traumática no nos han de hacer negar la
tendencia realizadora de deseos de la vida onírica, deberemos acogernos a la
hipótesis de que, como tantas otras funciones, también la de los sueños ha sido
conmocionada por el trauma y apartada de sus intenciones, o, en último caso,
recordar las misteriosas tendencias masoquistas del yo. Abandonemos por ahora
el oscuro y sombrío tema de la neurosis traumática para dedicarnos a estudiar
el funcionamiento del aparato anímico en una de sus más tempranas actividades
normales. Me refiero a los juegos infantiles.
Las
diversas teorías sobre el juego infantil han sido reunidas y estudiadas
analíticamente por vez primera en un ensayo de S. Pfeifer, publicado en la
revista Imago (vol. IV); ensayo que recomiendo a los que por la materia en él
tratada se interesen. Dichas teorías se esfuerzan en adivinar los motivos de:
jugar infantil, sin tener en cuenta en primer término el punto de vista
económico, la consecución de placer. Aunque sin propósito de abarcar la
totalidad de estos fenómenos, he aprovechado una ocasión que se me ofreció de
esclarecer el primer juego, de propia creación, de un niño de año y medio. Fue
ésta una observación harto detenida, pues viví durante algunas semanas con el
niño y sus padres bajo el mismo techo, y pasaron muchos días hasta que el
misterioso manejo del pequeño, incansablemente repetido durante largo tiempo,
me descubriera su sentido. No presentaba este niño un precoz desarrollo
intelectual; al año y medio apenas si pronunciaba algunas palabras
comprensibles, y fuera de ellas disponía de varios sonidos significativos que
eran comprendidos por las personas que le rodeaban. Pero, en cambio, se hallaba
en excelentes relaciones con sus padre y con la única criada que tenía a su
servicio, y era muy elogiado su juicioso carácter. No perturbaba por las noches
el sueño de sus padres, obedecía concienzudamente a las prohibiciones de tocar
determinados objetos o entrar en ciertas habitaciones y sobre todo no lloraba
nunca cuando su madre le abandonaba por varias horas a pesar de la gran ternura
que le demostraba. La madre no sólo le había criado, sino que continuaba
ocupándose constantemente de él casi sin auxilio ninguno ajeno. El excelente
chiquillo mostraba tan sólo la perturbadora costumbre de arrojar lejos de sí, a
un rincón del cuarto, bajo una cama o en sitios análogos, todos aquellos
pequeños objetos de que podía apoderarse, de manera que el hallazgo de sus
juguetes no resultaba a veces nada fácil.
Mientras
ejecutaba el manejo descrito solía producir, con expresión interesada y
satisfecha, un agudo y largo sonido, o-o-o-o, que, a juicio de la madre y mío,
no correspondía a una interjección, sino que significaba fuera (fort). Observé,
por último, que todo aquello era un juego inventado por el niño y que éste no
utilizaba sus juguetes más que para jugar con ellos a estar fuera. Más tarde
presencié algo que confirmó mi suposición. El niño tenía un carrete de madera
atado a una cuerdecita, y no se le ocurrió jamás llevarlo arrastrando por el
suelo, esto es, jugar al coche, sino que, teniéndolo sujeto por el extremo de
la cuerda, lo arrojaba con gran habilidad por encima de la barandilla de su
cuna, forrada de tela, haciéndolo desaparecer detrás de la misma. Lanzaba
entonces su significativo o-o-o-o, y tiraba luego de la cuerda hasta sacar el
carrete de la cuna, saludando su reaparición con un alegre «aquí». Este era,
pues, el juego completo: desaparición y reaparición, juego del cual no se
llevaba casi nunca a cabo más que la primera parte, la cual era incansablemente
repetida por sí sola, a pesar de que el mayor placer estaba indudablemente
ligado al segundo acto.
La
interpretación del juego quedaba así facilitada. Hallábase el mismo en conexión
con la más importante función de cultura del niño, esto es, con la renuncia al
instinto (renuncia a la satisfacción del instinto) por él llevada a cabo al
permitir sin resistencia alguna la marcha de la madre. El niño se resarcía en
el acto poniendo en escena la misma desaparición y retorno con los objetos que
a su alcance encontraba. Para la valoración afectiva de este juego es
indiferente que el niño lo inventara por sí mismo o se lo apropiara a
consecuencia de un estímulo exterior. Nuestro interés se dirigirá ahora hacia
otro punto. La marcha de la madre no puede ser de ningún modo agradable, ni
siquiera indiferente, para el niño. ¿Cómo, pues, está de acuerdo con el
principio del placer el hecho de que el niño repita como un juego el suceso
penoso para él? Se querrá quizá responder que la marcha tenía que ser
representada como condición preliminar de la alegre reaparición y que en esta
última se hallaba la verdadera intención del juego; pero esto queda contradicho
por la observación de que la primera parte, la marcha, era representada por sí
sola como juego y, además, con mucha mayor frecuencia que la totalidad llevada
hasta su regocijado final.
El
análisis de un solo caso de este género no autoriza para establecer conclusión
alguna. Considerándola imparcialmente, se experimenta la impresión de que ha
sido otro el motivo por el cual el niño ha convertido en juego el suceso
desagradable. En este representaba el niño un papel pasivo, era el objeto del
suceso, papel que trueca por el activo repitiendo el suceso, a pesar de ser
penoso para él como juego. Este impulso podría atribuirse a un instinto de
dominio, que se hace independiente de que el recuerdo fuera o no penoso en sí.
Puede intentarse también otra interpretación diferente. El arrojar el objeto de
modo que desapareciese o quedase fuera podía ser asimismo la satisfacción de un
reprimido impulso vengativo contra la madre por haberse separado del niño y
significar el enfado de este: «Te puedes ir, no te necesito. Soy yo mismo el
que te echa.» Este mismo niño, cuyo primer juego observé yo cuando tenía año y
medio, acostumbraba un año después, al enfadarse contra alguno de sus juguetes,
arrojarlo contra el suelo, diciendo: «¡Vete a la gue(rr)a!» Le habían dicho que
el padre, ausente, se hallaba en la guerra, y el niño no le echaba de menos,
sino que, por el contrario, manifestaba claros signos de que no quería ser
estorbado en la exclusiva posesión de la madre. Sabemos también de otros niños
que suelen expresar análogos sentimientos hostiles arrojando al suelo objetos
que para ellos representan a las personas odiadas, Llegase así a sospechar que
el impulso a elaborar psíquicamente algo impresionante, consiguiendo de este
modo su total dominio, puede llegar a manifestarse primariamente y con
independencia del principio del placer. En el caso aquí discutido, la única
razón de que el niño repitiera como juego una impresión desagradable era la de
que a dicha repetición se enlazaba una consecución de placer de distinto
género, pero más directa.
Una
más amplia observación de los juegos infantiles no hace tampoco cesar nuestra
vacilación entre tales dos hipótesis. Se ve que los niños repiten en sus juegos
todo aquello que en la vida les ha causado una intensa impresión y que de este
modo procuran un exutorio a la energía de la misma, haciéndose, por decirlo
así, dueños de la situación. Pero, por otro lado, vemos con suficiente claridad
que todo juego infantil se halla bajo la influencia del deseo dominante en esta
edad: el de ser grandes y poder hacer lo que los mayores. Obsérvese asimismo
que el carácter desagradable del suceso no siempre hace a éste utilizable como
juego. Cuando el médico ha reconocido la garganta del niño o le ha hecho sufrir
alguna pequeña operación, es seguro que este suceso aterrorizante se convertirá
en seguida en el contenido de un juego. Mas no debemos dejar de tener en cuenta
otra fuente de placer muy distinta de la anteriormente señalada. Al pasar el
niño de la pasividad del suceso a la actividad el juego hace sufrir a
cualquiera de sus camaradas la sensación desagradable por él experimentada,
vengándose así en aquél de la persona que se la infirió. De toda esta discusión
resulta que es innecesaria la hipótesis de un especial instinto de imitación
como motivo del juego. Agregaremos tan sólo la indicación de que la imitación y
el juego artístico de los adultos, que, a diferencia de los infantiles, van
dirigidos ya hacia espectadores, no ahorran a éstos las impresiones más
dolorosas -así en la tragedia-, las cuales, sin embargo, pueden ser sentidas
por ellos como un elevado placer. De este modo llegamos a la convicción de que
también bajo el dominio del principio del placer existen medios y caminos
suficientes para convertir en objeto del recuerdo y de la elaboración psíquica
lo desagradable en sí. Quizá con estos casos y situaciones, que tienden a una
final consecución de placer, pueda construirse una estética económicamente
orientada; más para nuestras intenciones no nos son nada útiles, pues
presuponen la existencia y el régimen del principio del placer y no testimonian
nada en favor de la actuación de tendencias más allá del mismo, esto es, de
tendencias más primitivas que él e independientes de él en absoluto.
III
Resultado de veinticinco años de intensa labor ha sido que los fines próximos
de la técnica psicoanalítica sean hoy muy otros que los de su principio. En los
albores de nuestra técnica el médico analítico no podía aspirar a otra cosa que
a adivinar lo inconsciente oculto para el enfermo, reunirlo y comunicárselo en
el momento debido. El psicoanálisis era ante todo una ciencia de
interpretación. Más dado que la cuestión terapéutica no quedaba así por
completo resuelta, apareció un nuevo propósito: el de forzar al enfermo a
confirmar la construcción por medio de su propio recuerdo. En esta labor la
cuestión principal se hallaba en vencer las resistencias del enfermo, y el arte
consistía en descubrirlas lo antes posible, mostrárselas al paciente y moverle
por un influjo personal -sugestión actuante como transferencia- a hacer cesar
las resistencias. Hízose entonces cada vez más claro que el fin propuesto, el
de hacer consciente lo inconsciente, no podía tampoco ser totalmente alcanzado
por este camino. El enfermo puede no recordar todo lo en él reprimido, puede no
recordar precisamente lo más importante y de este modo no llegar a convencerse
de la exactitud de la construcción que se le comunica, quedando obligado a
repetir lo reprimido, como un suceso actual, en vez de -según el médico
desearía- recordarlo cual un trozo del pasado
. Esta reproducción, que aparece con fidelidad indeseada, entraña
siempre como contenido un fragmento de la vida sexual infantil y, por tanto,
del complejo de Edipo y de sus ramificaciones y tiene lugar siempre dentro de
la transferencia; esto es, de la relación con el médico. Llegando a este punto
el tratamiento, puede decirse que la neurosis primitiva ha sido sustituida por
una nueva neurosis de transferencia. El médico se ha esforzado en limitar la
extensión de esta segunda neurosis, hacer entrar lo más posible en el recuerdo
y permitir lo menos posible la repetición.
La
relación que se establece entre el recuerdo y la reproducción es distinta para
cada caso. Generalmente no puede el médico ahorrar al analizado esta fase de la
cura y tiene que dejarle que viva de nuevo un cierto trozo de su olvidada vida,
cuidando de que conserve una cierta superioridad, mediante la cual la aparente
realidad sea siempre reconocida como reflejo de un olvidado pretérito.
Conseguido esto queda logrado el convencimiento del enfermo y el éxito
terapéutico que del mismo depende. Para hallar más comprensible esta obsesión
de repetición (Wiederholungszwang) que se manifiesta en el tratamiento
psicoanalítico de los neuróticos, hay que libertarse ante todo del error que
supone creer que en la lucha contra las resistencias se combate contra una
resistencia de lo inconsciente. Lo inconsciente, esto es, lo reprimido, no
presenta resistencia alguna a la labor curativa; no tiende por sí mismo a otra
cosa que a abrirse paso hasta la conciencia o a hallar un exutorio por medio
del acto real, venciendo la coerción a que se halla sometido. La resistencia
procede en la cura de los mismos estratos y sistemas superiores de la vida
psíquica que llevaron a cabo anteriormente la represión. Más como los motivos de
las resistencias y hasta estas mismas son -según nos demuestra la experiencia-
inconscientes al principio de la cura, tenemos que modificar y perfeccionar un
defecto de nuestro modo de expresarnos. Escaparemos a la falta de claridad
oponiendo uno a otro, en lugar de lo consciente y lo inconsciente, el yo
coherente y el reprimido.
Mucha
parte del yo es seguramente inconsciente, sobre todo aquella que puede
denominarse el nódulo del yo, y de la cual sólo un escaso sector queda
comprendido en lo que denominamos preconsciente. Tras de esta sustitución de
una expresión puramente descriptiva por otra sistemática o dinámica, podemos
decir que la resistencia del analizado parte de su yo, y entonces vemos en
seguida que la compulsión de repetición debe atribuirse a lo reprimido
inconsciente, material que no puede probablemente exteriorizarse hasta que la
labor terapéutica hubiera debilitado la represión. Es indudablemente que la
resistencia del yo consciente e inconsciente se halla al servicio del principio
del placer, pues se trata de ahorrar el displacer que sería causado por la
libertad de lo reprimido. Así, nuestra labor será la de conseguir la admisión
de tal displacer haciendo una llamada al principio de la realidad. Más ¿en qué
relación con el principio del placer se halla la obsesión de repetición en la
que se manifiesta la energía de lo reprimido? Es incontestable que la mayor
parte de lo que la obsesión de repetición hace vivir de nuevo tiene que
producir disgustos al yo, pues saca a la superficie funciones de los
sentimientos reprimidos; más es éste un displacer que, como ya hemos visto, no
contradice al principio del placer: displacer para un sistema y al mismo tiempo
satisfacción para otro. Un nuevo hecho singular es el de que la obsesión de
repetición reproduce también sucesos del pasado que no traen consigo
posibilidad alguna de placer y que cuando tuvieron lugar no constituyeron una
satisfacción ni siquiera fueron desde entonces sentimientos instintivos
reprimidos.
La
primera flor de la vida sexual infantil se hallaba destinada a sucumbir a
consecuencia de la incompatibilidad de sus deseos con la realidad y de la
insuficiencia del grado de evolución infantil, y, en efecto, sucumbió entre las
más dolorosas sensaciones. La pérdida de amor y el fracaso dejaron tras sí una
duradera influencia del sentido del yo, como una cicatriz narcisista que, a mi
juicio, conforme en un todo con los estudios de Marcinowski , constituye la mayor aportación al frecuente
sentimiento de inferioridad (Minderwertigkeitsgefühl) de los neuróticos. La
investigación sexual, limitada por el incompleto desarrollo físico del niño, no
consiguió llegar a conclusión alguna satisfactoria. De aquí el lamento
posterior: «No puedo conseguir nada; todo me sale mal.» La tierna adhesión a
uno de los progenitores, casi siempre al de sexo contrario, sucumbió al
desengaño, a la inútil espera de satisfacción y a los celos provocados por el
nacimiento de un hermanito, que demostró inequívocamente la infidelidad de la
persona amada; el intento emprendido con trágica gravedad de crear por sí mismo
un niño semejante, fracasó de un modo vergonzoso; la minoración de la ternura
que antes rodeaba al niño, las más elevadas exigencias de la educación, las
palabras severas y algún castigo, le descubrieron, por último, el desprecio de
que era víctima. Existen aquí algunos tipos, que retornan regularmente, de cómo
queda puesto fin al amor típico de esta época infantil.
Todas
estas dolorosas situaciones afectivas y todos estos sucesos indeseados son
resucitados con gran habilidad y repetidos por los neuróticos en la
transferencia. El enfermo tiende entonces a la interrupción de la cura, aún no
terminada y sabe crearse de nuevo la impresión de desprecio, obligando al
médico a dirigirle duras palabras y a tratarle con frialdad; halla los objetos
apropiados para sus celos y sustituye el ansiado niño de la época primitiva por
el propósito o la promesa de un gran regalo, que en la mayoría de los casos
llega a ser tan real como aquél. Nada de esto podía ser anteriormente portador
de placer; más surgiendo luego como recuerdo, hay que suponer que debería traer
consigo un menor displacer que cuando constituyó un suceso presente. Trátase,
naturalmente, de la acción de instintos que debían llevar a la satisfacción;
pero la experiencia de que en lugar de esto llevaron anteriormente tan sólo el
displacer, no ha servido de nada, y su acción es repetida por imposición
obsesiva.
Lo
mismo que el psicoanálisis nos muestra en los fenómenos de transferencia de los
neuróticos, puede hallarse de nuevo en la vida de personas no neuróticas, y
hace en las mismas la impresión de un destino que las persigue de una
influencia demoníaca que rige su vida. El psicoanálisis ha considerado desde un
principio tal destino como preparado, en su mayor parte, por la persona misma y
determinado por tempranas influencias infantiles. La obsesión que en ello se
muestra no se diferencia de la de repetición de los neuróticos, aunque tales
personas no hayan ofrecido nunca señales de un conflicto neurótico resuelto por
la formación de síntomas. De este modo conocemos individuos en los que toda
relación humana llega a igual desenlace: filántropos a los que todos sus
protegidos, por diferente que sea su carácter, abandonan irremisiblemente, con
enfado, al cabo de cierto tiempo, pareciendo así destinados a saborear todas
las amarguras de la ingratitud: hombres en los que toda amistad termina por la
traición del amigo; personas que repiten varias veces en su vida el hecho de
elevar como autoridad sobre sí mismas, o públicamente, a otra persona, a la que
tras algún tiempo derrocan para elegir a otra nueva; amantes cuya relación con
las mujeres pasa siempre por las mismas fases y llega al mismo desenlace.
No
nos maravilla en exceso este «perpetuo retorno de lo mismo» cuando se trata de
una conducta activa del sujeto y cuando hallamos el rasgo característico
permanente de su ser, que tiene que manifestarse en la repetición de los mismos
actos. Más, en cambio, sí nos extrañamos en aquellos casos en que los sucesos
parecen hallarse fuera de toda posible influencia del sujeto y éste pasa una y
otra vez pasivamente por la repetición del mismo destino. Piénsese, por
ejemplo, en la historia de aquella mujer que, casada tres veces, vio al poco
tiempo y sucesivamente enfermar a sus tres maridos y tuvo que cuidarlos hasta
su muerte. La exposición poética más emocionante de tal destino ha sido
compuesta por el Tasso en su epopeya romántica La Jerusalén libertada. El héroe
Tancredo ha dado muerte, sin saberlo, a su amada Clorinda, que combatió con él
revestida con la armadura de un caballero enemigo. Después de su entierro
penetra Tancredo en un inquietante bosque encantado que infunde temor al
ejército de los cruzados, y abate en él con su espada un alto árbol de cuya
herida mana sangre, y surge la voz de Clorinda, acusándole de haber dañado de
nuevo a la amada.
Estos
datos, que en la observación del destino de los hombres y de su conducta en la
transferencia hemos hallado, nos hacen suponer que en la vida anímica existe
realmente una obsesión de repetición que va más allá del principio del placer y
a la cual nos inclinamos ahora a atribuir los sueños de los enfermos de
neurosis traumáticas y los juegos de los niños. Más, de todos modos, debemos
decirnos que sólo en raros casos podemos observar los efectos de la obsesión de
repetición por sí solos y sin la ayuda de otros motivos. En los juegos
infantiles hemos hecho ya resaltar qué otras interpretaciones permite su
génesis. La obsesión de repetición y la satisfacción instintiva directa y
acompañada de placer parecen confundirse aquí en una íntima comunidad. Los
fenómenos de la transferencia se hallan claramente al servicio de la
resistencia por parte del yo, que, obstinado en la represión y deseo de no
quebrantar el principio del placer, llama en su auxilio a la obsesión de
repetición.
De
lo que pudiéramos llamar fuerza del destino nos parece gran parte comprensible
por la reflexión racional, de manera que no se siente la necesidad de
establecer un nuevo y misterioso motivo. Los menos sospechosos son los casos de
los sueños de trauma; pero una más detenida reflexión nos hace confesar que
tampoco en los otros ejemplos queda explicado el estado de cosas por la función
de los motivos que conocemos. Queda suficiente resto que justifica nuestras
hipótesis de la obsesión de repetición, la cual parece ser más primitiva,
elemental e instintiva que el principio del placer al que se sustituye. Más si
en la vida anímica existe tal obsesión de repetición, quisiéramos saber algo de
ella, a qué función corresponde, bajo qué condiciones puede surgir y en qué
relación se halla con el principio del placer, al que hasta ahora habíamos
atribuido el dominio sobre el curso de los procesos de excitación en la vida
psíquica.
IV
Lo que sigue es pura especulación y a veces harto extremada, que el lector
aceptará o rechazará según su posición particular en estas materias.
Constituye, además, un intento de perseguir y agotar una idea, por curiosidad
de ver hasta dónde nos llevará. La especulación psicoanalítica deduce de las
impresiones experimentadas en la investigación de los procesos inconscientes el
hecho de que la conciencia no puede ser un carácter general de los procesos
anímicos, sino tan sólo una función especial de los mismos. Así, afirma, usando
un tecnicismo metapsicológico, que la conciencia es la función de un sistema
especial al que denomina sistema Cc. Dado que la conciencia procura
esencialmente percepciones de estímulos procedentes del mundo exterior y
sensaciones de placer y displacer que no pueden provenir más que del interior
del aparato anímico, podemos atribuir al sistema P-Cc. una localización. Tiene
que hallarse situado en la frontera entre el exterior y el interior, estar
vuelto hacia el mundo exterior y envolver a los otros sistemas psíquicos.
Observamos entonces que con estas afirmaciones no hemos expuesto nada nuevo,
sino que nos hemos agregado a la anatomía localizante del cerebro, que coloca
la «sede» de la conciencia en la corteza cerebral, en la capa exterior
envolvente del órgano central. La anatomía del cerebro no necesita preocuparse
de por qué -anatómicamente hablando- se halla situada la conciencia
precisamente en la superficie del cerebro, en lugar de morar, cuidadosamente
preservada, en lo más íntimo del mismo. Quizá con nuestra hipótesis de tal
situación de nuestro sistema P-Cc. logremos un mayor esclarecimiento.
La
conciencia no es la única peculiaridad que atribuimos a los procesos que tienen
lugar en este sistema. Basándonos en las impresiones de nuestra experiencia
psicoanalítica, suponemos que todos los procesos excitantes que se desarrollan
en los demás sistemas dejan en éste huellas duraderas como fundamento de la
memoria, esto es, restos mnémicos que no tienen nada que ver con la conciencia
y que son con frecuencia más fuertes y permanentes cuando el proceso del que
han nacido no ha llegado jamás a la conciencia. Pero nos es difícil creer que
tales huellas duraderas de la excitación se produzcan también en el sistema
P-Cc. Si permanecieran siempre conscientes, limitarían pronto la actitud del
sistema para la recepción de nuevas excitaciones; en el caso contrario, esto
es, siendo inconscientes, nos plantearían el problema de explicar la existencia
de procesos inconscientes en un sistema cuyo funcionamiento va en todo lo demás
acompañado del fenómeno de la conciencia. No habríamos, pues, transformado la
situación ni ganado nada con la hipótesis que sitúa el devenir consciente en un
sistema especial. Aunque no como consecuencia obligada, podemos, pues, suponer
que la conciencia y la impresión de una huella mnémica son incompatibles para
el mismo sistema. Podríamos, por tanto, decir que en el sistema Cc. se hace
consciente el proceso excitante, más no deja huella duradera alguna. Todas las
huellas de dicho proceso, en las cuales se apoya el recuerdo, se producirían en
los vecinos sistemas internos al propagarse a ellos la excitación. En este
sentido se halla inspirado el esquema incluido por mí en la parte especulativa
de mi Interpretación de los sueños. Si se piensa cuán poco hemos logrado
averiguar, por otros caminos, sobre la génesis de la conciencia, tendremos que
atribuir al principio de que la conciencia se forma en lugar de la huella
mnémica, por lo menos, la significación de una afirmación determinada de un
modo cualquiera.
El
sistema Cc. se caracterizaría, pues, por la peculiaridad de que el proceso de
la excitación no deja en él, como en todos los demás sistemas psíquicos, una
transformación duradera de sus elementos, sino que se gasta, desde luego, en el
fenómeno del devenir consciente. Tal desviación de la regla general tiene que
ser motivada por un factor privativo de este sistema y que puede ser muy bien
la situación ya expuesta del sistema Cc., esto es, su inmediata proximidad al mundo
exterior. Representémonos, pues, el organismo viviente en su máxima
simplificación posible, como una vesícula indiferenciada de sustancia
excitable. Entonces su superficie, vuelta hacia el mundo exterior, quedará
diferenciada por su situación misma y servirá de órgano receptor de las
excitaciones. La embriología, como repetición de la historia evolutiva, muestra
también que el sistema nervioso central surge del ectodermo, y como la corteza
cerebral gris es una modificación de la superficie primitiva, podremos suponer
que haya adquirido, por herencia, esenciales caracteres de la misma. Sería
entonces fácilmente imaginable que por el incesante ataque de las excitaciones
exteriores sobre la superficie de la vesícula quedase modificada su sustancia
duraderamente hasta cierta profundidad, de manera que su proceso de excitación
se verificaría en ella de distinto modo que en las capas más profundas.
Formaríase así una corteza tan calcinada finalmente por el efecto de las
excitaciones, que presentaría las condiciones más favorables para la recepción
de las mismas y no sería ya susceptible de nuevas modificaciones. Aplicado esto
al sistema Cc., supondría que sus elementos no pueden experimentar cambio
alguno duradero al ser atravesados por la excitación, pues se hallan
modificados en tal sentido hasta el último límite. Más, llegados a tal punto,
se hallarían ya capacitados para dejar constituirse a la conciencia. Muy
diversas concepciones podemos formarnos de qué es en lo que consiste esta
modificación de la sustancia y del proceso de excitación que en ella se
verifica; pero ninguna de nuestras hipótesis es por ahora demostrable.
Puede
aceptarse que la excitación tiene que vencer una resistencia en su paso de un
elemento a otro, y este vencimiento de la resistencia dejaría precisamente la
huella temporal de la excitación. En el sistema Cc. no existiría ya tal
resistencia al paso de un elemento a otro. Con esta concepción puede hacerse
coincidir la diferenciación de Breuer de carga psíquica (Besetzungsenergie) en
reposo (ligada) y carga psíquica libremente móvil en los elementos de los
sistemas psíquicos. Entonces los elementos del sistema Cc. poseerían tan sólo
energía capaz de un libre curso y no energía ligada. Más creo que, por lo
pronto, es mejor dejar indeterminadas tales circunstancias. De todos modos,
habremos establecido en estas especulaciones una cierta conexión entre la
génesis de la conciencia y la situación del sistema Cc. y las peculiaridades
del proceso de excitación a él atribuibles.
Aún
nos queda algo por explicar en la vesícula viviente y su capa cortical
receptora de estímulos. Este trocito de sustancia viva flota en medio de un
mundo exterior cargado de las más fuertes energías, y sería destruido por los
efectos excitados del mismo si no estuviese provisto de un dispositivo
protector contra las excitaciones (Reizschutz). Este dispositivo queda
constituido por el hecho de que la superficie exterior de la vesícula pierde la
estructura propia de lo viviente, se hace hasta cierto punto anorgánica y actúa
entonces como una especial envoltura o membrana que detiene las excitaciones,
esto es, hace que las energías del mundo exterior no puedan propagarse sino con
sólo una mínima parte de su intensidad hasta las vecinas capas que han
conservado su vitalidad. Sólo detrás de tal protección pueden dichas capas
consagrarse a la recepción de las cantidades de energía restantes. La capa
exterior ha protegido con su propia muerte a todas las demás, más profundas, de
un análogo destino, por lo menos hasta tanto que aparezcan excitaciones de tal
energía que destruyan la protección. Para el organismo vivo, la defensa contra
las excitaciones es una labor casi más importante que la recepción de las
mismas. El organismo posee una provisión de energía propia y tiene que tender,
sobre todo, a preservar las formas especiales de la transformación de energía
que en él tienen lugar contra el influjo nivelador y, por tanto, destructor de
las energías excesivamente fuertes que laboran en el exterior. La recepción de
excitaciones sirve, ante todo, a la intención de averiguar la dirección y
naturaleza de las excitaciones exteriores, y para ello le basta con tomar
pequeñas muestras del mundo exterior como prueba.
En
los organismos más elevados se ha retraído ha mucho tiempo a las profundidades
del cuerpo la capa cortical, receptora de excitaciones, de la célula primitiva;
pero partes de ella han quedado en la superficie, inmediatamente debajo del
general dispositivo protector. Son estas partes los órganos de los sentidos,
que contienen dispositivos para la recepción de excitaciones específicas, pero
que además poseen otros dispositivos especiales destinados a una nueva
protección contra cantidades excesivas de excitación y a detener los estímulos
de naturaleza desmesurada. Constituye una característica de estos órganos el
hecho de no elaborar más que escasas cantidades del mundo exterior, no tomando
de él sino pequeñas pruebas. Quizá pudieran compararse a tentáculos que palpan
el mundo exterior y se retiran después siempre de él. Me permitiré, al llegar a
este punto, rozar rápidamente un tema que merecería ser fundamentalmente
tratado. El principio kantiano de que el tiempo y el espacio son dos formas
necesarias de nuestro pensamiento, hoy puede ser sometido a discusión como
consecuencia de ciertos descubrimientos psicoanalíticos. Hemos visto que los
procesos anímicos inconscientes se hallan en sí «fuera del tiempo». Esto quiere
decir, en primer lugar que no pueden ser ordenados temporalmente, que el tiempo
no cambia nada en ellos y que no se les puede aplicar la idea de tiempo.
Tales
caracteres negativos aparecen con toda claridad al comparar los procesos
anímicos inconscientes con los conscientes. Nuestra abstracta idea del tiempo
parece más bien basada en el funcionamiento del sistema P-Cc. y correspondiente
a una autopercepción del mismo. En este funcionamiento del sistema aparecería
otro medio de protección contra las excitaciones. Sé que todas estas
afirmaciones parecerán harto oscuras; más por ahora nos es imposible
acompañarlas de explicación alguna. Hasta aquí hemos expuesto que la vesícula
viva se halla provista de un dispositivo protector contra el mundo exterior.
Antes habíamos fijado que la primera capa cortical de la misma tiene que
hallarse diferenciada, como órgano destinado a la recepción de excitaciones
procedentes del exterior. Esta capa cortical sensible, que después constituye
el sistema Cc., recibe también excitaciones procedentes del interior; la
situación del sistema entre el exterior y el interior y la diversidad de las
condiciones para la actuación desde uno y otro lado es lo que regula la función
del sistema y de todo el aparato anímico. Contra el exterior existe una
protección, pues las cantidades de excitación que a ella llegan no actuarán
sino disminuidas. Más contra las excitaciones procedentes del interior no
existe defensa alguna; las excitaciones de las capas más profundas se propagan
directamente al sistema sin sufrir la menor disminución, y determinados
caracteres de su curso crean en él la serie de sensaciones de placer y
displacer. De todos modos, las excitaciones procedentes del interior son, por
lo que respecta a su intensidad y a otros caracteres cualitativos -y
eventualmente su amplitud-, más adecuadas al funcionamiento del sistema que las
que provienen del exterior. Pero dos cosas quedan decisivamente determinadas
por estas circunstancias. En primer lugar, la prevalencia de las sensaciones de
placer y displacer sobre todas las excitaciones exteriores, y en segundo, la
orientación de la conducta contra aquellas excitaciones interiores que traen
consigo un aumento demasiado grande de displacer. Tales excitaciones son
tratadas como si no actuasen desde dentro, sino desde fuera, empleándose así
contra ellas los medios de defensa de la protección. Es éste el origen de la
proyección, a la que tan importante papel está reservado en la causación de
procesos patológicos.
Se
me figura que con las últimas reflexiones nos hemos acercado a la comprensión
del dominio del principio del placer. En cambio, no hemos alcanzado una
explicación de aquellos casos que a él se oponen. Prosigamos, pues, nuestro
camino. Aquellas excitaciones procedentes del exterior que poseen suficiente
energía para atravesar la protección son las que denominamos traumáticas. Opino
que el concepto de trauma exige tal relación a una defensa contra las
excitaciones, eficaz en todo otro caso. Un suceso como el trauma exterior
producirá seguramente una gran perturbación en el intercambio de energía del
organismo y pondrá en movimiento todos los medios de defensa. Más el principio
del placer queda aquí fuera de juego. No siendo ya evitable la inundación del
aparato anímico por grandes masas de excitación, habrá que emprender la labor
de dominarlas, esto es, de ligar psíquicamente las cantidades de excitación
invasoras y procurar su descarga.
Probablemente,
el displacer específico del dolor físico es el resultado de haber sido rota la
protección en un área limitada. Desde el punto de la periferia en que la
ruptura ha tenido efecto, afluyen entonces al aparato anímico central
excitaciones continuas, tales como antes sólo podían llegar a él partiendo del
interior del aparato . ¿Y qué podemos
esperar como reacción de la vida anímica ante esta invasión? Desde todas partes
acude la energía de carga para crear, en los alrededores de la brecha
producida, grandes acopios de energía. Fórmase así una «contracarga»
(Gegenbesetzung), en favor de la cual se empobrecen todos los demás sistemas
psíquicos, resultando una extensa parálisis o minoración del resto de la función
psíquica. De este proceso deducimos la conclusión de que un sistema
intensamente cargado se halla en estado de acoger nueva energía que a él afluya
y transformarla en carga de reposo, esto es, ligada psíquicamente. Cuanto mayor
es la propia carga en reposo, tanto más intensa sería la fuerza ligadora. A la
inversa, cuanto menor es dicha carga, tanto menos capacitado estará el sistema
para la recepción de energía afluyente y tanto más violentas serán las
consecuencias de tal ruptura de la protección contra las excitaciones. Contra
esta hipótesis no está justificada la objeción de que la intensificación de la
carga en derredor de la brecha de entrada queda explicada más sencillamente por
la directa derivación de las masas de excitación afluyentes. Si así fuera, el
aparato psíquico no experimentaría más que un aumento de sus cargas psíquicas,
y el carácter paralizante del dolor, el empobrecimiento de todos los demás
sistemas, quedaría inexplicado.
Tampoco
los violentos efectos de descarga del dolor contradicen nuestra explicación,
pues se verifican reflejamente; esto es, sin participación alguna del aparato
anímico. Lo impreciso de nuestra exposición, que denominamos metapsicología,
proviene, naturalmente, de que nada sabemos de la naturaleza del proceso de
excitación en los elementos de los sistemas psíquicos y no nos sentimos
autorizados para arriesgar hipótesis ninguna sobre tal materia. De este modo
operamos siempre con una x, que entra obligadamente en cada nueva fórmula.
Parece admisible que este proceso se verifique con diversas energías
cuantitativas, y es probable que posea también más de una cualidad. Como algo
nuevo, hemos examinado la hipótesis de Breuer de que se trata de dos formas
diversas de la carga de energía, debiendo diferenciarse en los sistemas
psíquicos una carga libre, que tiende a hallar un exutorio, y una carga en
reposo. Quizá concedamos también un puente a la hipótesis de que la «ligadura»
de la energía que afluye al aparato anímico consiste en un paso del estado de
libre curso al estado de reposo.
A
mi juicio, puede intentarse considerar la neurosis traumática común como el
resultado de una extensa rotura de la protección contra las excitaciones. Con
ello quedaría restaurada la antigua e ingenua teoría del shock, opuesta aparentemente
a otra, más moderna y psicológica, que atribuye la significación etiológica no
al efecto de violencia, sino al susto y al peligro de muerte. Más estas
antítesis no son en ningún modo inconciliables, y la concepción psicoanalítica
de la neurosis traumática no es idéntica a la forma más simplista de la teoría
del shock. Está considerada como esencia del mismo el daño directo de la
estructura molecular o hasta de la estructura histológica de los elementos
nerviosos, y nosotros, en cambio, intentamos explicar su efecto por la ruptura
de la protección, que defiende al órgano anímico contra las excitaciones.
También para nosotros conserva el susto su importancia. Su condición es la
falta de la disposición a la angustia (Angsbereitschft), disposición que hubiera
traído consigo una «sobrecarga» del sistema, que recibe en primer lugar la
excitación. A causa de tal insuficiencia de la carga no se hallan luego los
sistemas en buena disposición influyentes, y las consecuencias de la rotura de
la protección se hacen sentir con mayor facilidad.
Hallamos
de este modo que la disposición a la angustia representa, con la sobrecarga de
los sistemas receptores, la última línea de defensa de la protección contra las
excitaciones. En una gran cantidad de traumas puede ser el factor decisivo para
el resultado final la diferencia entre el sistema no preparado y el preparado
por sobrecarga. Más esta diferencia carecerá de toda eficacia cuando el trauma
supere cierto límite de energía. Si los sueños de los enfermos de neurosis
traumática reintegran tan regularmente a los pacientes a la situación del
accidente, no sirve con ello a la realización de deseos, cuya aportación
alucinatoria ha llegado a constituir, bajo el dominio del principio del placer,
su función peculiar. Pero nos es dado suponer que actuando así se ponen a
disposición de otra labor, que tiene que ser llevada a cabo antes que el
principio del placer pueda comenzar su reinado. Estos sueños intentan
conseguirlo desarrollando la angustia, el dominio de la excitación, cuya
negligencia ha llegado a ser la causa de la neurosis traumática. Nos dan de
este modo una visión de una de las funciones del aparato anímico, que, sin
contradecir al principio del placer, es, sin embargo, independiente de él, y
parece más primitiva que la intención de conseguir placer y evitar displacer.
Sería
ésta la ocasión de conceder por vez primera la existencia de una excepción a la
regla de que los sueños son realizaciones de deseos. Los sueños de angustia no
son tal excepción, como ya he demostrado repetidamente y con todo detenimiento,
ni tampoco los de «castigo», pues lo que hacen estos últimos es sustituir a la
realización de deseos, prohibida, el castigo correspondiente, siendo, por
tanto, la realización del deseo de la conciencia de la culpa, que reacciona
contra el instinto rechazado. Mas los sueños antes mencionados de los enfermos
de neurosis traumática no pueden incluirse en el punto de vista de la
realización de deseos, y mucho menos los que aparecen en el psicoanálisis, que
nos vuelven a traer el recuerdo de los traumas psíquicos de la niñez. Obedecen
más bien a la obsesión de repetición, que en el análisis es apoyada por el
deseo -no inconsciente- de hacer surgir lo olvidado y reprimido. Así, pues,
tampoco la función del sueño de suprimir por medio de la realización de deseos
los motivos de interrupción del reposo sería su función primitiva, no pudiendo
apoderarse de ella hasta después que la total vida anímica ha reconocido el
dominio del principio del placer. Si existe un «más allá del principio del
placer», será lógico admitir también una prehistoria para la tendencia
realizadora de deseos del sueño, cosa que no contradice nada su posterior
función. Un vez surgida esta tendencia, aparece un nuevo problema; aquellos
sueños qué, en interés de la ligadura psíquica de la impresión traumática,
obedecen a la obsesión de repetición, ¿son o no posibles fuera del análisis? La
respuesta es, desde luego, afirmativa.
Sobre
la «neurosis de guerra», en cuanto esta calificación va más allá de marcar la
relación con la causa de la enfermedad, he expuesto en otro lado que podían ser muy bien neurosis
traumáticas, facilitadas por un conflicto del yo. El hecho, mencionado en
páginas anteriores, de que una grave herida simultánea, producida por el trauma,
disminuye las probabilidades de la génesis de una neurosis, no es ya
incomprensible, teniendo en cuenta dos de las circunstancias que la
investigación psicoanalítica hace resaltar. La primera es que la conmoción
mecánica tiene que ser reconocida como una de las fuentes de la excitación
sexual (compárense las observaciones sobre el efecto del columpiarse y del
viaje en ferrocarril: «Tres ensayos para una teoría sexual»). La segunda es que
al estado de dolor y fiebre de la enfermedad corresponde mientras ésta dura un
poderoso influjo en la distribución de la libido. De este modo, la violencia
mecánica del trauma libertaría el quantum de excitación sexual, el cual, a
consecuencia de la diferencia de preparación a la angustia, actuaría
traumáticamente: la herida simultánea ligaría por la intervención de una
sobrecarga narcisista del órgano herido el exceso de excitación. Es también
conocido, pero no ha sido suficientemente empleado para la teoría de la libido,
que perturbaciones tan graves de la distribución de la libido como la de una
melancolía son interrumpidas temporalmente por una enfermedad orgánica
intercurrente, y que hasta una dementia praecox en su total desarrollo puede
experimentar en tales casos una pasajera mejoría.
V
La carencia de un dispositivo protector contra las excitaciones procedentes del
interior de la capa cortical receptora de las mismas tiene por consecuencia que
tales excitaciones entrañen máxima importancia económica y den frecuente
ocasión a perturbaciones económicas, equivalentes a las neurosis traumáticas.
Las más ricas fuentes de tal excitación interior son los llamados instintos del
organismo, que son los representantes de todas las actuaciones de energía
procedentes del interior del cuerpo y transferidas al aparato psíquico, y
constituyen el elemento más importante y oscuro de la investigación
psicológica. Quizá no sea excesivamente osada la hipótesis de que los impulsos
emanados de los instintos pertenecen al tipo de proceso nervioso libremente móvil
y que tiende a hallar un exutorio. Nuestro mejor conocimiento de estos procesos
lo adquirimos en el estudio de la elaboración de los sueños. Hallamos entonces
que los procesos que se desarrollan en los sistemas inconscientes son distintos
por completo de los que tienen lugar en los (pre)-conscientes, y que en lo
inconsciente puede ser fácil y totalmente transferidas, desplazadas y
condensadas las cargas, cosa qué, teniendo lugar en material preconsciente, no
puede dar sino defectuosos resultados.
Ejemplo
de ello son las conocidas singularidades del sueño manifiesto, que surgen al
ser sometidos los restos diurnos preconscientes a una elaboración conforme a
las leyes de lo inconsciente. Estos procesos fueron denominados por mí
«procesos psíquicos primarios» para diferenciarlos de los procesos secundarios,
que tienen lugar en nuestra normal vida despierta. Dado que todos los impulsos
instintivos parten del sistema inconsciente, apenas si constituye una
innovación decir que siguen el proceso primario, y por otro lado, no es
necesario esfuerzo alguno para identificar el proceso psíquico primario con la
carga, libremente móvil, y el secundario, con las modificaciones de la carga,
fija o tónica, de Breuer. Correspondería entonces a las capas superiores del
aparato anímico la labor de ligar la excitación de los instintos,
característica del proceso primario. El fracaso de esta ligadura haría surgir
una perturbación análoga a las neurosis traumáticas. Sólo después de efectuada
con éxito la ligadura podría imponerse sin obstáculos el reinado del principio
del placer o de su modificación; el principio de la realidad. Más hasta tal
punto sería obligada como labor preliminar del aparato psíquico la de dominar o
ligar la excitación, no en oposición al principio del placer, más sí
independientemente de él, y en parte sin tenerlo en cuenta para nada.
Aquellas
manifestaciones de una obsesión de repetición que hemos hallado en las
tempranas actividades de la vida anímica infantil y en los incidentes de la
cura psicoanalítica muestran en alto grado un carácter instintivo, y cuando se
halla en oposición al principio del placer, un carácter demoníaco. En los
juegos infantiles creemos comprender que el niño repite también el suceso
desagradable, porque con ello consigue dominar la violenta impresión,
experimentada mucho más completamente de lo que le fue posible al recibirla.
Cada nueva repetición parece perfeccionar el deseado dominio. También en los
sucesos placenteros muestra el niño su ansia de repetición, y permanecerá inflexible
en lo que respecta a la identidad de la impresión. Este rasgo del carácter está
destinado, más tarde, a desaparecer. Un chiste oído por segunda vez no
producirá apenas efecto. Una obra teatral no alcanzará jamás por segunda vez la
impresión que en el espectador dejó la vez primera. Rara vez comenzará el
adulto la relectura de un libro que le ha gustado mucho inmediatamente después
de concluido. La novedad será siempre la condición del goce. En cambio, el niño
no se cansa nunca de demandar la repetición de un juego al adulto que se lo ha
enseñado o que en él ha tomado parte, y cuando se le cuenta una historia,
quiere oír siempre la misma, se muestra implacable en lo que respecta a la
identidad de la repetición y corrige toda variante introducida por el cuentista,
aunque éste crea con ella mejorar su cuento.
Nada
de esto se opone al principio del placer; es indudable que la repetición, el
reencuentro de la identidad constituye una fuente de placer. En cambio, en el
analizado se ve claramente que la obsesión de repetir, en la transferencia, los
sucesos de su infancia, se sobrepone en absoluto al principio del placer. El
enfermo se conduce en estos casos por completo infantilmente, y nos muestra de
este modo que las reprimidas huellas mnémicas de sus experiencias primeras no
se hallan en él en estado de ligadura, ni son hasta cierto punto capaces del
proceso secundario. A esta libertad deben también su capacidad de formar por
adherencia a los restos diurnos una fantasía onírica optativa. La misma
obsesión de repetición nos aparece con gran frecuencia como un obstáculo
terapéutico cuando al final de la cura queremos llevar a efecto la total
separación del médico, y hay que aceptar que el oscuro temor que siente el
sujeto poco familiarizado con el análisis de despertar algo que, a su juicio,
sería mejor dejar en reposo, revela que en el fondo presiente la aparición de
esta obsesión demoníaca. ¿De qué modo se halla en conexión lo instintivo con la
obsesión de repetición? Se nos impone la idea de que hemos descubierto la pista
de un carácter general no reconocido claramente hasta ahora - o que por lo
menos no se ha hecho resaltar expresamente- de los instintos y quizá de toda
vida orgánica. Un instinto sería, pues, una tendencia propia de lo orgánico
vivo a la reconstrucción de un estado anterior, que lo animado tuvo que
abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores, perturbadoras; una especie de
elasticidad orgánica, o, si se quiere, la manifestación de la inercia en la
vida orgánica.
Esta
concepción del instinto nos parece extraña por habernos acostumbrado a ver en
él el factor que impulsa a la modificación y evolución, y tener ahora que
reconocer en él todo lo contrario: la manifestación de la Naturaleza,
conservadora de lo animado. Por otro lado, recordamos en seguida aquellos
ejemplos de la vida animal que parecen confirmar la condicionalidad histórica
de los instintos. Las penosas emigraciones que ciertos peces emprenden en la
época del desove con objeto de dejar la fuerza en determinadas aguas, muy
lejanas de los sitios en que de costumbre viven, débense tan sólo, según la
opinión de muchos biólogos, a que buscan los lugares en que su especie residió
primitivamente. Igual explicación puede aplicarse a las migraciones de las aves
de paso; pero la rebusca de nuevos ejemplos nos hace pronto observar que en los
fenómenos de la herencia y en los hechos de la Embriología tenemos las más
magníficas pruebas de la obsesión orgánica de repetición. Vemos que el germen
de un animal vivo se halla forzado a repetir en su evolución - aunque muy
abreviadamente- todas las formas de las que el animal desciende, en lugar de
marchar rápidamente y por el camino más corto a su definitiva estructura. No
pudiendo explicarnos mecánicamente más que una mínima parte de esta conducta, no
debemos desechar la explicación histórica. De la misma manera se extiende por
la serie animal una capacidad de reproducción que sustituye un órgano perdido
por la nueva formación de otro idéntico a él.
La
objeción de que además de los instintos conservadores, que fuerzan a la
repetición, existen otros, que impulsan a la nueva formación y al progreso,
merece ciertamente ser tenida en cuenta, y más adelante trataremos de ella.
Pero, por lo pronto, nos atrae la idea de perseguir hasta sus últimas consecuencias
la hipótesis de que todos los instintos quieren reconstruir algo anterior. Si
lo que de ello resulte parece demasiado «ingenioso» o muestra apariencia del
místico, sabemos que no se nos podrá reprochar el haber tendido a ello.
Buscamos modestos resultados de la investigación o de la reflexión en ella
fundada, y nuestro deseo sería que no presentaran dichos resultados otro
carácter que el de una total certeza. Si, por tanto, todos los instintos
orgánicos son conservadores e históricamente adquiridos, y tienden a una
regresión o a una reconstrucción de lo pasado, deberemos atribuir todos los
éxitos de la evolución orgánica a influencias exteriores, perturbadoras y
desviantes. El ser animado elemental no habría querido transformarse desde su
principio y habría repetido siempre, bajo condiciones idénticas, un solo y
mismo camino vital. Pero en último término estaría siempre la historia
evolutiva de nuestra Tierra y de su relación al Sol, que nos ha dejado su
huella en la evolución de los organismos. Los instintos orgánicos conservadores
han recibido cada una de estas forzadas transformaciones del curso vital,
conservándolas para la repetición, y tienen que producir de este modo la
engañadora impresión de fuerzas que tienden hacia la transformación y el progreso,
siendo así que no se proponen más que alcanzar un antiguo fin por caminos tanto
antiguos como nuevos. Este último fin de toda la tendencia orgánica podría
también ser indicado. El que el fin de la vida fuera un estado no alcanzado
nunca anteriormente, estaría en contradicción con la Naturaleza, conservadora
de los instintos.
Dicho
fin tiene más bien que ser un estado antiguo, un estado de partida, que lo
animado abandonó alguna vez y hacia lo que tiende por todos los rodeos de la
evolución. Si como experiencia, sin excepción alguna, tenemos que aceptar que
todo lo viviente muere por fundamentos internos, volviendo a lo anorgánico,
podremos decir: La meta de toda vida es la muerte. Y con igual fundamento: Lo
inanimado era antes que lo animado. En una época indeterminada fueron
despertados en la materia inanimada, por la actuación de fuerzas inimaginables,
las cualidades de lo viviente. Quizá fue éste el proceso que sirvió de modelo a
aquel otro que después hizo surgir la conciencia en determinado estado de la
materia animada. La tensión, entonces generada en la antes inanimada materia,
intentó nivelarse, apareciendo así el primer instinto: el de volver a lo
inanimado. Para la sustancia entonces viviente era aún fácil morir; no tenía
que recorrer más que un corto curso vital, cuya dirección se hallaba
determinada por la composición química de la joven vida. Durante largo tiempo
sucumbió fácilmente la sustancia viva, y fue creada incesantemente de nuevo
hasta que las influencias reguladoras exteriores se transformaron de tal
manera, que obligaron a la sustancia aún superviviente a desviaciones cada vez
más considerables del primitivo curso vital y a rodeos cada vez más complicados
hasta alcanzar el fin de la muerte. Estos rodeos hacia la muerte, fielmente conservados
por los instintos conservadores, constituirían hoy el cuadro de los fenómenos
vitales. Si se quiere seguir afirmando la naturaleza, exclusivamente
conservadora, de los instintos, no se puede llegar a otras hipótesis sobre el
origen y el fin de la vida.
Igual
extrañeza que estas consecuencias nos produce todo lo relativo a los grandes
grupos de instintos, que estatuimos tras los fenómenos vitales de los
organismos. El instinto de conservación, que reconocemos en todo ser viviente
se halla en curiosa contradicción con la hipótesis de que la total vida
instintiva sirve para llevar al ser viviente hacia la muerte. La importancia
teórica de los instintos de conservación y poder se hace más pequeña vista a
esta luz; son instintos parciales, destinados a asegurar al organismo su
peculiar camino hacia la muerte y a mantener alejadas todas las posibilidades
no inmanentes del retorno a lo anorgánico. Pero la misteriosa e inexplicable
tendencia del organismo a afirmarse en contra del mundo entero desaparece, y
sólo queda el hecho de que el organismo no quiere morir sino a su manera.
También estos guardianes de la vida fueron primitivamente escolta de la muerte.
De este modo surge la paradoja de que el organismo viviente se rebela
enérgicamente contra actuaciones (peligros) que podían ayudarle a alcanzar por
un corto camino (por cortocircuito, pudiéramos decir) su fin vital; pero esta
conducta es lo que caracteriza precisamente a las tendencias puramente
instintivas, diferenciándolas de las tendencias inteligentes .
Más
hemos de reflexionar que esto no puede ser así. A otra luz muy distinta nos
parecen los instintos sexuales, para los cuales admite la teoría de las
neurosis una posición particular. No todos los organismos han sucumbido a la
imposición exterior, que les impulsó a una ininterrumpida evolución. Muchos
consiguieron mantenerse hasta la época actual en un grado poco elevado. Aún
viven hoy en día muchos seres animados análogos a los grados primitivos de los
animales superiores y de las plantas. Asimismo, tampoco todos los organismos
elementales que componen el complicado cuerpo de un ser animado superior
recorren con él todo el camino evolutivo hasta la muerte natural. Algunos de
ellos -las células germinativas- conservan probablemente la estructura primitiva
de la sustancia viva, y al cabo de algún tiempo se separan del organismo total,
cargados con todos los dispositivos instintivos heredados y adquiridos. Quizá
son precisamente estas dos cualidades las que hacen posible su existencia
independiente. Puestas en condiciones favorables, comienzan estas células a
desarrollarse; esto es, a repetir el mecanismo al que deben su existencia,
proceso que termina llegando de nuevo hasta el final del desarrollo una parte
de su sustancia, mientras que otra parte retorna, en calidad de nuevo resto
germinativo, al comienzo de la evolución. De este modo se oponen estas células
germinativas a la muerte de la sustancia viva y saben conseguir para ella
aquello que nos tiene que aparecer como inmortalidad potencial, aunque quizá no
signifique más que una prolongación del camino hacia la muerte. De
extraordinaria importancia para nosotros es el hecho de que la célula
germinativa es fortificada o hasta capacitada para esta función por su fusión
con otra análoga a ella y, sin embargo, diferente.
Los
instintos que cuidan de los destinos de estos organismos elementales
supervivientes al ser unitario, procurándoles un refugio durante todo el tiempo
que permanecen indefensos contra las excitaciones del mundo exterior y
facilitando su encuentro con las otras células germinativas, constituyen el
grupo de los instintos sexuales. Son conservadores en el mismo sentido que los
otros, dado que reproducen anteriores estados de la sustancia animada; pero lo
son en mayor grado, pues se muestran más resistentes contra las actuaciones
exteriores y, además, en su más amplio sentido, pues conservan la vida misma
para más largo tiempo. Son los verdaderos instintos de vida. Por el hecho de
actuar en contra de la tendencia de los otros instintos, que por medio de la
función llevan a la muerte, aparece una contradicción entre ellos y los demás,
oposición que la teoría de las neurosis ha reconocido como importantísima. Esto
es como un ritardando en la vida de los organismos; uno de los grupos de instintos
se precipita hacia adelante para alcanzar, lo antes posible, el fin último de
la vida, y el otro retrocede, al llegar a un determinado lugar de dicho camino,
para volverlo a emprender de nuevo desde un punto anterior y prolongar así su
duración. Más aun cuando la sexualidad y la diferencia de sexos no existían
seguramente al comienzo de la vida, no deja de ser posible que los instintos
que posteriormente han de ser calificados de sexuales aparecieran y entraran en
actividad desde un principio y emprendieran entonces, y no en épocas
posteriores, su labor contra los instintos del yo .
Volvamos
ahora sobre nuestros pasos para preguntarnos si toda esta especulación no
carece, quizá, de fundamento. ¿No existen realmente, aparte de los sexuales,
más instintos que aquellos que quieren reconstruir un estado anterior? ¿No
habrá otros que aspiren a un estado no alcanzado aún? Sea como quiera la
cuestión es que hasta ahora no se ha descubierto en el mundo orgánico nada que
contradiga nuestras hipótesis. Nadie ha podido demostrar aún la existencia de
un instinto general de superevolución en el mundo animal y vegetal, a pesar de
que tal dirección evolutiva parece indiscutible. Más, por un lado, es quizá tan
sólo un juicio personal al declarar que un grado evolutivo es superior a otro,
y, además, la Biología nos muestra que la superevolución en un punto se
consigue con frecuencia por regresión de otro. Existen también muchas formas
animales cuyos estados juveniles nos dejan reconocer que su desarrollo ha
tomado más bien un carácter regresivo.
Superrevolución
y regresión podían ser ambas consecuencias de fuerzas exteriores que impulsan a
la adaptación, y el papel de los instintos quedaría entonces limitado a
mantener fija la obligada transformación como fuente de placer interior. Para
muchos de nosotros es difícil prescindir de la creencia de que en el hombre
mismo reside un instinto de perfeccionamiento que le ha llevado hasta su actual
grado elevado de función espiritual y sublimación ética y del que debe
esperarse que cuidará de su desarrollo hasta el superhombre. Más, por mí parte,
no creo en tal instinto interior y no veo medio de mantener viva esta benéfica
ilusión. El desarrollo humano hasta el presente me parece no necesitar
explicación distinta del de los animales, y lo que de impulso incansable a una
mayor perfección se observa en una minoría de individuos humanos puede
comprenderse sin dificultad como consecuencia de la represión de los instintos,
proceso al que se debe lo más valioso de la civilización humana. El instinto
reprimido no cesa nunca de aspirar a su total satisfacción, que consistiría en
la repetición de un satisfactorio suceso primario. Todas las formaciones
sustitutivas o reactivas, y las sublimaciones, son insuficientes para hacer
cesar su permanente tensión. De la diferencia entre el placer de satisfacción
hallado y el exigido surge el factor impulsor, que no permite la detención en
ninguna de las situaciones presentes, sino qué, como dijo el poeta, «tiende,
indomado, siempre hacia adelante» (Fausto, I). El camino hacia atrás, hacia la
total satisfacción, es siempre desplazado por las resistencias que mantienen la
represión, y de este modo no queda otro remedio sino avanzar en la dirección
evolutiva que permanece libre, aunque sin esperanza de dar fin al proceso y
poder alcanzar la meta. Los procesos que tienen lugar en el desarrollo de una
fobia neurótica, perturbación que no es más que un intento de fuga ante una
satisfacción instintiva, nos dan el modelo de la génesis de este aparente
«instinto de perfeccionamiento»; instinto qué, sin embargo, no podemos atribuir
a todos los individuos humanos. Las condiciones dinámicas para su existencia se
dan ciertamente en general; pero las circunstancias económicas parecen no
favorecer el fenómeno más que en muy raros casos.
Vl
Los resultados hasta ahora obtenidos, que establecen una franca oposición,
entre los «instintos del yo» y los instintos sexuales, haciendo que los
primeros tiendan a la muerte y los segundos a la conservación de la vida, no
llegan a satisfacernos en muchos puntos. A ello se agrega que no pudimos
atribuir el carácter conservador, mejor dicho, regresivo, del instinto,
correspondiente a una obsesión de repetición, más que a los primeros, pues
según nuestra hipótesis, los instintos del yo proceden de la vivificación de la
materia inanimada y quieren establecer de nuevo el estado inanimado. En cambio,
es innegable que los instintos sexuales reproducen estados primitivos del ser
animado; pero su fin -al que tienden con todos sus medios- es la fusión de dos
células germinativas determinadamente diferenciadas. Cuando esta unión no se
verifica, muere la célula germinativa, como todos los demás elementos del
organismo multicelular. Sólo bajo esta condición puede la función sexual
prolongar la vida y prestarle la apariencia de inmortalidad. Más ¿qué
importante suceso de la evolución de la sustancia viva es repetido por la
procreación sexual o por su antecedente, la copulación de dos protozoarios?
Siéndonos imposible responder a esta interrogación, veríamos con gusto que toda
nuestra construcción especulativa demostrase ser equivocada, pues de este modo
cesaría la oposición entre instintos del yo o de muerte e instintos sexuales o
de vida, y con ello perdería la obsesión de repetición la importancia que le
hemos atribuido.
Volvamos,
por tanto, a una de las hipótesis antes establecidas por nosotros y tratemos de
rebatirla. Hemos fundado amplias conclusiones sobre la suposición de que todo
lo animado tiene que morir por causas internas. Esta hipótesis ha sido,
naturalmente, aceptada por nosotros, porque más bien se nos aparece como una
certeza. Estamos acostumbrados a pensar así, y nuestros poetas refuerzan
nuestras creencias. Además quizá nos haya decidido a adoptarla el hecho de que
no teniendo más remedio que morir y sufrir que antes nos arrebate la muerte a
las personas que más amamos, preferimos ser vencidos por una implacable ley
natural, por la soberana A, que por una casualidad que quizá hubiera sido
evitable. Más quizá esta creencia en la interior regularidad del morir no sea
tampoco más que una de las ilusiones que nos hemos creado «para soportar la
pesadumbre del vivir». Lo que sí podemos asegurar es que no se trata de una
creencia primitiva: la idea de «muerte natural» es extraña a los pueblos
primitivos, los cuales atribuyen cada fallecimiento de uno de los suyos a la
influencia de un enemigo o de un mal espíritu. No debemos, por tanto, dejar de
examinar esta creencia a la luz de la ciencia biológica.
Al
hacerlo así quedaremos maravillados de la falta de acuerdo que reina entre los
biólogos sobre la cuestión de la muerte natural, y veremos que hasta se les
escapa de entre las manos el concepto mismo de la muerte. El hecho de que la
vida tenga una determinada duración media, por lo menos entre los animales
superiores, habla en favor de la muerte motivada por causas internas; más la
circunstancia de que algunos grandes animales y varios árboles gigantescos
alcancen una avanzadísima edad, hasta ahora no determinada, contradice de nuevo
esta impresión. Según la magna concepción de W. Fliess, todos los fenómenos
vitales de los organismos -y con seguridad también la muerte- se hallan ligados
al cumplimiento de determinados plazos, en los cuales se manifiesta la
dependencia de dos sustancias vivas, una masculina y otra femenina, del año
solar. Pero la facilidad con la que fuerzas externas logran modificar
ampliamente la aparición temporal de las manifestaciones de la vida, sobre todo
en el mundo vegetal, adelantándolas o retrasándolas, contradice la rigidez de
la fórmula de Fliess y hace dudar, por lo menos, de la exclusiva vigencia de
las leyes por él establecidas.
La
forma en la que A. Weismann ha tratado el tema de la duración de la vida de los
organismos y de su muerte es para nosotros del mayor interés . De este investigador
procede la diferenciación de la sustancia viva en una mitad mortal y otra
inmortal; la mitad mortal es el cuerpo en su más estrecho sentido, el soma;
sólo ella está sujeta a la muerte natural. En cambio, las células germinativas
son potencia inmortal, en cuanto se hallan capacitadas, bajo determinadas
condiciones favorables, para formar un nuevo individuo, o, dicho de otro modo,
para rodearse de un nuevo soma. Lo que de esta concepción nos sugestiona es su
inesperada analogía con la nuestra, conseguida por tan diversos caminos.
Weismann, que considera morfológicamente la sustancia viva, reconoce en ella un
componente destinado a la muerte, el soma, o sea el cuerpo despojado de la
materia sexual y hereditaria, y otro componente inmortal, constituido precisamente
por aquel plasma germinativo que sirve a la conservación de la especie, a la
procreación. Nosotros no hemos partido de la materia animada, sino de las
fuerzas que en ella actúan, y hemos llegado a distinguir dos especies de
instintos: aquellos que quieren llevar la vida hacia la muerte, y otros, los
instintos sexuales, que aspiran de continuo a la renovación de la vida y la
imponen siempre de nuevo. Este nuestro resultado semeja un corolario dinámico a
la teoría morfológica de Weismann.
Más
la esperanza de tan importante coincidencia desaparece rápidamente al observar
la solución que da Weismann al problema de la muerte, pues no considera válida
la diferenciación de soma mortal y plasma germinativo imperecedero más que para
los organismos multicelulares, y admite que en los animales unicelulares son
todavía el individuo y la célula procreativa una y la misma cosa. De este modo,
declara Weismann potencialmente inmortales a los unicelulares. La muerte no
aparecería hasta los metazoarios, ya multicelulares. Esta muerte de los seres
animados superiores es, ciertamente, natural, muerte por causas interiores;
pero no se debe a una cualidad primitiva de la sustancia viva , ni puede ser concebida una necesidad absoluta,
fundada en la esencia de la vida . La
muerte es más bien un dispositivo de acomodación, un fenómeno de adaptación a
las condiciones vitales exteriores, pues, desde la separación de las células
del cuerpo en soma y plasma germinativo, la duración ilimitada de la vida
hubiera sido un lujo totalmente inútil. Con la aparición de esta diferenciación
en los multicelulares se hizo posible y adecuada la muerte. Desde entonces
muere por causas internas, y al cabo de un tiempo determinado, el soma de los
seres animados superiores; en cambio, los protozoarios continúan gozando de
inmortalidad.
En
oposición a lo anteriormente expuesto, la procreación no ha sido introducida
con la muerte, sino qué, como el crecimiento, del cual surgió, es una cualidad
primitiva de la materia animada. Así pues, la vida ha sido siempre, desde su
aparición en la Tierra, susceptible de ser continuada. Fácilmente se ve que la
aceptación de una muerte natural para las organizaciones superiores ayuda muy
poco a nuestra causa. Si la muerte es una tardía adquisición del ser viviente,
no tendrá objeto ninguno suponer la existencia de instintos de muerte
aparecidos desde el comienzo de la vida sobre la Tierra. Los multicelulares
pueden seguir muriendo por causas internas, por defectos de su diferenciación o
imperfecciones de su metabolismo. Sea como sea, ello carece de interés para la
cuestión que nos ocupa. Tal concepción y derivación de la muerte se halla
seguramente más cercana al acostumbrado pensamiento de los hombres que la
hipótesis de los instintos de muerte. La discusión motivada por las teorías de
Weismann no ha producido, a mí juicio, nada decisivo. Algunos autores han
vuelto a la posición de Goethe (1883), que veía en la muerte una consecuencia
directa de la procreación. Hartmann no caracteriza a la muerte por la aparición
de un «cadáver», de una parte muerta de la sustancia animada, sino que la
define como «término de la evolución individual». En este sentido, también los
protozoarios son mortales; la muerte coincide en ellos con la procreación; pero
es encubierta por ésta en cierto modo, puesto que toda la sustancia del animal
padre puede ser traspasada directamente a los jóvenes individuos filiales.
El
interés de la investigación se ha dirigido en seguida a comprobar
experimentalmente en los unicelulares la afirmada inmortalidad de la sustancia
viva. Un americano, Woodruff, puso en observación a un infusorio, de los que se
reproducen por escisiparidad, y lo estudió, aislando cada vez uno de los
productos de la división y sumergiéndolo en agua nueva, hasta la generación 3.029.
El último descendiente del primer infusorio poseía igual vitalidad que éste y
no mostraba señal alguna de vejez o degeneración. De este modo pareció
experimentalmente demostrable -si es que tales cifras poseen fuerza
demostrativa- la inmortalidad de los protozoarios. Más otros investigadores han
llegado a resultados diferentes. Maupas y Calkins, entre ellos, han hallado, en
contraposición a Woodruff, que también estos infusorios se debilitan tras
cierto número de divisiones, disminuyendo de tamaño, perdiendo una parte de su
organización y muriendo al fin, cuando no experimentan determinadas influencias
reanimadoras. Según esto, los protozoarios morirían después de una fase de
decadencia senil, exactamente como los animales superiores, y sería errónea la
teoría de Weismann, que considera la muerte como una tardía adquisición de los
organismos animados.
Del
conjunto de estas investigaciones haremos resaltar dos hechos que nos parecen
ofrecer un firme punto de apoyo. Primero: cuando los pequeños seres animales
pueden aparearse fundiéndose, o sea, «copular», antes de haber sufrido
modificación alguna debida a la edad, quedan al separarse después de la cópula
rejuvenecidos y preservados de la vejez. Esta cópula es, con seguridad, un
antecedente de la procreación sexual de los seres superiores; pero no tiene aún
nada que ver con la multiplicación y se limita a la mezcla de las sustancias de
ambos individuos (la amphimixis, de Weismann). El influjo rejuvenecedor de la
cópula puede también ser sustituido por determinados excitables, modificación
de la composición del líquido alimenticio, elevación de la temperatura o
agitación. Recuérdese el famoso experimento de J. Loeb, que provocó en los
huevos de los equínidos, por medio de ciertas excitaciones químicas, procesos
de división que no aparecen normalmente sino después de la fecundación.
Segundo: es muy probable que los infusorios sean conducidos por su proceso
vital a una muerte natural, pues la contradicción entre los resultados de
Woodruff y los de otros investigadores obedece a que el primero ponía a cada
nueva generación un nuevo líquido alimenticio. Al dejar de efectuar esta
operación observó, en las generaciones sucesivas, aquellas mismas
modificaciones que otros hombres de ciencia habían señalado, y su conclusión
fue, por tanto, que los pequeños animales son dañados por los productos del
metabolismo, que devuelven al líquido que los rodea.
Prosiguiendo
sus trabajos, logró demostrar convincentemente que sólo los productos del
propio metabolismo poseen este efecto conducente a la muerte de la generación,
pues en una solución saturada con los detritos de una especie análoga lejana
vivieron perfectamente aquellos mismos pequeños seres que, hacinados en su
propio líquido alimenticio, sucumbían sin salvación posible. Así pues, el
infusorio, abandonado a sí mismo, sucumbe de muerte natural producida por
insuficiente alejamiento de los productos de su propio metabolismo. Aunque
quizá también todos los animales superiores mueren, en el fondo, a causa de la
misma impotencia. Puede asaltarnos ahora la duda de si sería realmente útil
para nuestro fin buscar en el estudio de los protozoarios la solución del
problema de la muerte natural. La primitiva organización de estos seres
animados nos puede muy bien encubrir importantísimos procesos que también se
desarrollan en ellos, pero que sólo aparecen visibles a los animales
superiores, en los cuales se han procurado una expresión morfológica. Si
abandonamos el punto de vista morfológico para adoptar el dinámico, nos será indiferente
que pueda o no demostrarse la muerte natural de los protozoarios. En ellos no
se ha separado aún la sustancia posteriormente reconocida como inmortal de la
mortal. Las fuerzas instintivas que quieren llevar la vida a la muerte podían
actuar también en ellos desde un principio, aunque su efecto quede encubierto
de tal manera por las fuerzas conservadoras de la vida que sea muy difícil su
descubrimiento directo.
Creemos,
sin embargo, que las observaciones de los biólogos nos permiten aceptar también
en los procesos internos conductores de la muerte. Más aún en el caso de que
los protozoarios demuestren ser inmortales, en el sentido de Weismann, la
afirmación de que la muerte es una adquisición posterior no es valedera más que
para las exteriorizaciones manifiestas de la muerte, y no hace imposible
ninguna hipótesis sobre los procesos que hacia ella tienden. No se ha
realizado, por tanto, nuestra esperanza de que la Biología rechazase de plano
el reconocimiento de los instintos de la muerte, y si continuamos teniendo
motivos para ello podemos, desde luego, seguir suponiendo su existencia. La
singular analogía de la diferencia de Weismann entre soma y plasma germinativo,
con nuestra separación de instintos de muerte e instintos de vida, permanece
intacta y vuelve a adquirir todo su valor. Detengámonos un momento en esta
concepción exquisitamente dualista de la vida instintiva. Según la teoría de E.
Hering, se verificaban de continuo en la sustancia viva dos clases de procesos
de dirección opuesta: los unos, constructivos (asimilatorios), y destructores
(desimilatorios), los otros. ¿Deberemos atrevernos a reconocer en estas dos
direcciones de los procesos vitales la actuación de nuestros dos impulsos
instintivos, los instintos de vida y los instintos de muerte? Lo que desde
luego no podemos ocultarnos es que hemos arribado inesperadamente al puerto de
la filosofía de Schopenhauer, pensador para el cual la muerte es el «verdadero
resultado» y, por tanto, el objeto de la vida y, en cambio, el instinto sexual la
encarnación de la voluntad de vivir.
Intentemos
avanzar ahora un paso más. Según la opinión general, de la reunión de numerosas
células para formar una unión vital, la multicelularidad de los organismos ha
devenido un medio de prolongar la duración de la vida de los mismos. Una célula
ayuda a conservar la vida de las demás, y el estado celular puede seguir
viviendo, aunque algunas células tengan que sucumbir. Ya hemos visto que
también la cópula, la fusión temporal de dos unicelulares, actúa conservando la
vida de ambos y rejuveneciéndolos. Podemos, pues, intentar aplicar la teoría de
la libido, fruto de nuestra labor psicoanalítica, a la relación recíproca de
las células y suponer que son los instintos vitales o sexuales actuales en cada
célula los que toman las otras células como objeto, neutralizando parcialmente
sus instintos de muerte; esto es, los procesos para ellos incitados, y
conservándolas vivas de este modo, mientras que otras células actúan
análogamente en beneficio de las primeras, y otras, por último, se sacrifican
en el ejercicio de esta función libidinosa. Las células germinativas mismas se
conducirían de un modo «narcisista», calificación que usamos en nuestra teoría
de la neurosis para designar el hecho de que un individuo conserve su libido en
el yo y no destine ninguna parte de ella al revestimiento de objetos. Las
células germinativas precisan para sí mismas su libido, o sea, la actividad de
sus instintos vitales, como provisión para su posterior magna actividad
constructiva. Quizá se deba también considerar como narcisista, en el mismo
sentido, a las células de las neoformaciones malignas que destruyen el
organismo. La Patología se inclina a aceptar el innatismo de los gérmenes de
tales formaciones y a conceder a las mismas cualidades embrionales . De este modo la libido de nuestros
instintos sexuales coincidiría con el «eros» de los poetas y filósofos, que
mantienen unido todo lo animado.
En
este punto hallamos ocasión de revisar la lenta evolución de nuestra teoría de
la libido. El análisis de las neurosis de transferencia nos obligó primero a
aceptar la oposición entre «instintos sexuales» dirigidos sobre el objeto y
otros instintos que no descubríamos sino muy insuficientemente y que
denominamos, por lo pronto, «instintos del yo». Entre estos últimos aparecían,
en primer término, aquellos que se hallan dedicados a la conservación del
individuo. Más no pudimos averiguar qué otras diferenciaciones era preciso
hacer. Ningún otro conocimiento hubiera sido tan importante para la fundación
de una psicología verdadera como una aproximada visión de la naturaleza común y
las eventuales peculiaridades de los instintos. Más en ningún sector de la
Psicología se andaba tan a tientas. Cada investigador establecía tantos
instintos o «instintos fundamentales» (Grundtriebe) como le venía en gana y los
manejaba como manejaban los antiguos filósofos griegos sus cuatro elementos:
aire, agua, tierra y fuego. El psicoanálisis, que no podía prescindir de
establecer alguna hipótesis sobre los instintos, se atuvo al principio a la
diferenciación popular de los mismos, expresada con los términos «hambre» y
«amor». Esta división, que por lo menos no constituía una nueva arbitrariedad,
nos bastó para avanzar considerablemente en el análisis de las psiconeurosis.
El concepto de la sexualidad, y con él el de un instinto sexual, tuvo,
naturalmente, que ser ampliado hasta encerrar en sí mucho más de lo relativo a
la función procreadora, y esto originó grave escándalo en el mundo grave y
distinguido, o simplemente hipócrita.
Nuestros
conocimientos progresaron considerablemente cuando el psicoanálisis pudo
observar más de cerca el yo psicológico, que al principio no le era conocido
más qué como una instancia represora, censora y capacitada para la constitución
de dispositivos protectores y formaciones reaccionales. Espíritus críticos y de
penetrante mirada habían indicado ya hace tiempo el error en que se incurría
limitando el concepto de la libido a la energía del instinto sexual dirigido
hacia el objeto. Más olvidaron comunicar de dónde procedía su mejor
conocimiento y no supieron derivar de él nada útil para el análisis. Un
prudente y reflexivo progreso demostró a la observación psicoanalítica cuán
regularmente es retirada la libido del objeto y vuelta hacia el yo (introversión).
Estudiando el desarrollo de la libido del niño en su fase más temprana,
llegamos al conocimiento de que el yo es el verdadero y primitivo depósito de
la libido, la cual parte luego de él para llegar hasta el objeto. El yo pasó,
por tanto, a ocupar un puesto entre los objetos sexuales y fue reconocido en el
acto como el más significativo de ellos. Cuando la libido permanecía así en el
yo, se la denominó narcisista. Esta libido narcisista era también,
naturalmente, la exteriorización de la energía de los instintos sexuales en el
sentido analítico; instintos que hubimos de identificar con los «instintos de
conservación», reconocidos desde el primer momento.
Estos
descubrimientos demostraron la insuficiencia de la dualidad primitiva de
instintos del yo e instintos sexuales. Una parte de los instintos del yo
quedaba reconocida como libidinosa. En el yo actuaban -al mismo tiempo que
otros- los instintos sexuales; pero tal nuevo descubrimiento no invalidaba en
absoluto nuestra antigua fórmula de que la psiconeurosis reposa en un conflicto
entre los instintos del yo y los instintos sexuales. Más la diferencia entre
ambas especies de instintos, que primitivamente se creía indeterminadamente
cualitativa, debía considerarse ahora de otra manera; esto es, como tópica.
Especialmente la neurosis de transferencia, que constituye el verdadero objeto
de estudio del psicoanálisis, continúa siendo el resultado de un conflicto
entre el yo y el revestimiento libidinoso del objeto. Debemos acentuar tanto
más el carácter libidinoso de los instintos de conservación cuanto que osamos
ahora dar un paso más, reconociendo en el instinto sexual el «eros», que todo
lo conserva, y derivando la libido narcisista del yo de las aportaciones de
libido con los que se mantienen unidas las células del soma. Pero aquí nos
hallamos de repente ante una nueva interrogación: si también los instintos de
conservación son de naturaleza libidinosa, no existirán entonces sino instintos
libidinosos. Por lo menos, no se descubren otros. Más entonces habrá de darse
la razón a los críticos que desde un principio sospecharon que el psicoanálisis
lo explicaba todo por la sexualidad, o a los innovadores como Jung, que
decidieron, sin más ni más, emplear el término «libido» en el sentido de
«fuerza instintiva». ¿Es esto así? No era, ciertamente, este resultado el que
nos habíamos propuesto alcanzar. Partimos más bien de una decidida separación
entre instintos del yo o instintos de muerte, e instintos sexuales o instintos
de vida. Nos hallábamos dispuestos a contar entre los instintos de muerte a los
supuestos instintos de conservación, cosa que después rectificamos.
Nuestra
concepción era dualista desde un principio y lo es ahora aún más desde que
denominamos las antítesis, no ya instintos del yo e instintos sexuales, sino
instintos de vida e instintos de muerte. La teoría de la libido, de Jung, es,
en cambio, monista. El hecho de haber denominado en ella libido a su única
fuerza instintiva tuvo necesariamente que producir confusiones, pero no puede ya
influir para nada en nuestra reflexión. Sospechamos que en el yo actúan
instintos diferentes de los instintos libidinosos de conservación, más no
podemos aportar prueba alguna que apoye nuestra hipótesis. Es de lamentar que
el análisis del yo se halle tan poco avanzado, que tal demostración nos sea
difícil en extremo. Los instintos libidinosos del yo pueden, sin embargo,
hallarse enlazados de un modo especial con los otros instintos del yo aún
desconocidos para nosotros. Antes de haber reconocido claramente el narcisismo
existía ya en el psicoanálisis la sospecha de que los instintos del yo habían
atraído a sí componentes libidinosos. Más son estas posibilidades muy
inseguras, que ni siquiera se dignarán tomar en cuenta nuestros adversarios. De
todos modos, como se nos podría objetar que si el análisis no había logrado
hasta ahora hallar otros instintos que los libidinosos, ello era debido
únicamente a insuficiencia de su fuerza de penetración, no queremos por el
momento arriesgar una conclusión exclusivista.
Dada
la oscuridad en que se halla sumido todavía todo lo referente a los instintos,
no debemos rechazar desde luego ninguna idea que nos parezca prometer algún
esclarecimiento. Hemos partido de la antítesis de instintos de vida e instintos
de muerte. El amor objetal mismo nos muestra una segunda polarización de este
género: la de amor (ternura) y odio (agresión). Sería muy conveniente poder
relacionar entre sí estas dos polarizaciones, reduciéndolas a una sola. Desde
un principio hemos admitido en el instinto sexual un componente sádico, que,
como ya sabemos, puede lograr una total independencia y dominar, en calidad de
perversión, el total impulso sexual de la persona. Este componente sádico
aparece asimismo como instinto parcial, dominante en las por mí denominadas
«organizaciones pregenitales». Más ¿cómo derivar el instinto sádico dirigido al
daño del objeto, del «eros», conservador de la vida? La hipótesis más admisible
es la de que este sadismo es realmente un instinto de muerte, que fue expulsado
del yo por el influjo de la libido naciente; de modo que no aparece sino en el
objeto. Este instinto sádico entraría, pues, al servicio de la fusión sexual,
pasando su actuación por diversos grados. En el estadio oral de la organización
de la libido coincide aún el apoderamiento erótico con la destrucción del
objeto; pasado tal estadio es cuando tiene lugar la expulsión del instinto
sádico, el cual toma por último al sobrevenir la primacía genital, y en interés
de la procreación, la función de dominar al objeto sexual; pero tan sólo hasta
el punto necesario para la ejecución del acto sexual. Pudiera decirse que al
sadismo, expulsado del yo, le ha sido marcado el camino por los componentes
libidinosos del instinto sexual, los cuales tienden luego hacia el objeto. Donde
el sadismo primitivo no experimenta una mitigación y una fusión, queda
establecida la conocida ambivalencia amor-odio de la vida erótica.
Si
tal hipótesis es admisible, habremos conseguido señalar, como se nos exigía, la
existencia de un instinto de muerte, siquiera sea desplazado. Más nuestra
construcción especulativa está muy lejos de toda evidencia, y produce una
impresión mística, haciéndonos sospechosos de haber intentado salir a toda
costa de una embarazosa situación. Sin embargo, podemos oponer que tal
hipótesis no es nueva, y que ya expusimos antes cuando nuestra posición era
totalmente libre. Observaciones clínicas nos forzaron a admitir que el
masoquismo, o sea, el instinto parcial complementario del sadismo, debía
considerarse como un retorno de sadismo contra el propio yo. Un retorno del
instinto desde el objeto al yo no es en principio otra cosa que la vuelta del
yo hacia el objeto, que ahora discutimos. El masoquismo, la vuelta del instinto
contra el propio yo, sería realmente un retorno a una fase anterior del mismo,
una regresión. En un punto necesita ser rectificada la exposición demasiado
exclusiva que entonces hicimos del masoquismo; éste pudiera muy bien ser
primario, cosa que antes discutimos.
Más
retornemos a los instintos sexuales, conservadores de la vida. En la
investigación de los protozoarios hemos visto ya que la difusión de dos
individuos sin división subsiguiente, la cópula actúa sobre ambos; que se
separan poco después, fortificándolos y rejuveneciéndolos (Lispchütz, 1914). En
las siguientes generaciones no muestran fenómenos degenerativos ninguno, y
parecen capacitados para resistir por más tiempo los daños de su propio
metabolismo. A mi juicio, puede esta observación ser tomada como modelo para el
efecto de la cópula sexual. Más ¿de qué modo logra la fusión de dos células
poco diferenciadas tal renovación de la vida? El experimento que sustituye la
cópula de los protozoarios por la actuación de excitaciones químicas, y hasta
mecánicas, permite una segura respuesta: ello sucede por la afluencia de nuevas
magnitudes de excitación. Esto es favorable a la hipótesis de que el proceso de
la vida del individuo conduce, obedeciendo a causas internas, a la nivelación
de las tensiones químicas; esto es, a la muerte, mientras que la unión con una
sustancia animada, individualmente diferente, eleva dichas tensiones y aporta,
por decirlo así, nuevas diferencias vitales, que tienen luego que ser agotadas
viviéndolas. El haber reconocido la tendencia dominante de la vida psíquica, y
quizá también de la vida nerviosa, la aspiración a aminorar, mantener constante
o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas (el principio de nirvana,
según expresión de Bárbara Low), tal y como dicha aspiración se manifiesta en
el principio del placer, es uno de los más importantes motivos para creer en la
existencia de instintos de muerte.
Constituye
un obstáculo en nuestra ruta mental el no haber podido demostrar en el instinto
sexual aquel carácter de obsesión de repetición que nos condujo primeramente al
hallazgo de los instintos de muerte. El campo de los procesos evolutivos
embrionarios es ciertamente muy rico en tales fenómenos de repetición; las dos
células germinativas de la procreación sexual, y toda la historia de su vida,
no son sino repeticiones de los comienzos de la vida orgánica; más lo esencial
de los procesos provocados por el instinto sexual continúa siendo la fusión de
los cuerpos de dos células. Por esta fusión es por la que queda asegurada en
los seres animales superiores la inmortalidad de la sustancia viva. Dicho de
otro modo: tenemos que dar luz sobre la génesis de la procreación sexual y, en
general, sobre la procedencia de los instintos sexuales; labor que asustará a
un profano, y que no ha sido llevada aún a cabo por los investigadores
especializados. Daremos aquí una rápida síntesis de aquello qué, entre las
numerosas hipótesis y opiniones contradictorias, puede ayudarnos en nuestra
labor. Una de las teorías despoja de su misterioso atractivo el problema de la
procreación, presentando dicha función como un fenómeno parcial del crecimiento
(multiplicación por escisiparidad y gemación). La génesis de la reproducción
por células germinativas sexualmente diferenciadas podríamos representárnosla
conforme al tímido modo de pensar darwiniano, suponiendo que la ventaja de la
amphimixis, resultante de la cópula casual de dos protozoarios, fue conservada
y utilizada en la evolución subsiguiente. El «sexo» no sería, pues, muy antiguo
y los instintos, extraordinariamente violentos, que impulsan a la unión sexual
repitieron al hacerlo algo que había sucedido una vez casualmente, y que desde
entonces quedó fijado como ventajoso.
Surge
de nuevo aquí, como antes, al tratar de la muerte, la cuestión de si en los
protozoarios no ha de suponerse existente nada más que lo que muestran a
nuestros ojos, o si puede sospecharse que fuerzas y procesos que no se hacen
visibles sino en los animales superiores han surgido por vez primera en los
primeros. Para nuestras intenciones la mencionada concepción de la sexualidad
rinde escasísimo fruto. Se podrá objetar contra ella que presupone la
existencia de instintos vitales, que actúan ya en los más simples seres
animados, pues, sino, habría sido evitada, y no conservada y desarrollada, la
cópula, que actúa en contra de la cesación de la vida y dificulta la muerte. Si
no se quiere abandonar la hipótesis de los instintos de muerte, no hay más
remedio que unir a ellos desde un principio los instintos de vida. Pero tenemos
que confesar que operamos aquí con una ecuación de dos incógnitas. Es tan poco
lo que la ciencia nos dio sobre la génesis de la sexualidad, que puede
compararse este problema con unas profundísimas tinieblas, en las que no ha
penetrado aún el rayo de luz de una hipótesis. En otro sector, totalmente
distinto, hallamos una de tales hipótesis; pero tan fantástica -más bien un
mito que una explicación científica- que no me atrevería a reproducirla aquí si
no llenase precisamente una condición, a cuyo cumplimiento aspiramos. Esta
hipótesis deriva un instinto de la necesidad de reconstituir un estado
anterior.
Me
refiero, naturalmente, a la teoría que Platón hace desarrollar a Aristófanes en
el Symposion, y que no trata sólo de la génesis del instinto sexual, sino
también de su más importante variación con respecto al objeto. «La naturaleza humana era al principio muy
diferente. Primitivamente hubo tres sexos; tres y no dos, como hoy en día;
junto al masculino y al femenino vivía un tercer sexo, que participaba en igual
medida que los otros dos...» Todo en estos seres humanos era doble; tenían
cuatro pies, cuatro manos, dos rostros, genitales dobles, etc. Mas Júpiter se
decidió un día a dividir a cada uno de ellos en dos partes, «como suelen
partirse las peras para cocerlas». «Cuando de este modo quedó dividida en dos
toda la Naturaleza, apareció en cada hombre el deseo de reunirse a su otra
mitad propia, y ambas mitades se abrazaron, entretejieron sus cuerpos y
quisieron formar un solo ser...». ¿Deberemos acaso, siguiendo a los filósofos
poetas, arriesgar la hipótesis de que la sustancia viva sufrió al ser animada
una fragmentación en pequeñas partículas, que desde entonces aspiran a reunirse
de nuevo por medio de los instintos sexuales? ¿Y que estos instintos, en los
cuales se continúa la afinidad química de la materia inanimada, van venciendo
poco a poco, pasando primero por el reino de los protozoarios, aquellas
dificultades que a esta tendencia opone lo circundante, cargado de excitaciones
que ponen en peligro la vida y los obligan a la formación de una capa cortical
protectora? ¿Y que -por último- tales fragmentos de sustancia viva alcanzan de
este modo la multicelularidad y transfieren, en fin, en gran concentración el
instinto de reunión a las células germinativas? Creo que debemos poner aquí término
a esta cuestión.
Más
no lo haremos sin antes añadir algunas palabras de reflexión crítica. Se me
pudiera preguntar si yo mismo estoy -y hasta qué punto- convencido de la
viabilidad de estas hipótesis. Mi respuesta sería que ni abrigo una entera
convicción de su certeza ni trato de inspirar a nadie. O mejor dicho: no sé
hasta qué punto creo en ellas. Me parece que el factor afectivo de la
convicción no debe ser aquí tenido en cuenta. Podemos muy bien entregarnos a
una reflexión y seguirla para ver hasta dónde nos conduce exclusivamente por
una curiosidad científica, o, si se quiere, en calidad de advocatus diavoli,
aunque sin que el aceptar tal cargo signifique parcialidad ni pacto tenebroso
alguno. No niego que el tercer paso que aquí doy en la teoría de los instintos
no puede aspirar a la misma seguridad que los dos que le precedieron: la
extensión del concepto de la sexualidad y el establecimiento del narcisismo.
Estas innovaciones constituían una traducción directa de la observación a la
teoría, traducción en la que no existían más fuentes de errores que las
puramente inevitables en estos casos. La afirmación del carácter regresivo de
los instintos reposa ciertamente en material observado: en los hechos de la
obsesión de repetición. Lo único que puede haber sucedido es que hayamos
concedido excesiva importancia a tales hechos. Más para proseguir esta idea no
hay más remedio que cambiar varias veces sucesivas lo efectivo con lo
simplemente especulado y alejarse de este modo de la observación.
Sabemos
que el resultado final se hace tanto más inseguro cuando mayor sea la
frecuencia con que se lleve a cabo esta operación durante la construcción de
una teoría, pero no es posible fijar el grado a que llega tal inseguridad.
Puede haberse llegado a la verdad y puede haberse errado lamentablemente. La
llamada intuición me merece escasa confianza en esta clase de trabajos: lo que
de ella he visto me ha parecido más bien el resultado de cierta imparcialidad
del intelecto. Pero sucede qué, desgraciadamente, pocas veces se es imparcial
cuando se trata de las últimas causas, de los grandes problemas de la ciencia y
la vida. A mi juicio, todo individuo es dominado en estas cuestiones por
preferencias íntimas, profundamente arraigadas, que influyen, sin que el sujeto
se dé cuenta, en la marcha de su reflexión. Dadas tan buenas razones de
desconfiar, no queda sino atreverse a mirar con fría benevolencia los
resultados de los propios esfuerzos intelectuales. Sólo me apresuraré a añadir
que esta autocrítica no me obliga a una especial tolerancia con las opiniones
distintas de la propia.
Débense
rechazar implacablemente aquellas teorías que el análisis de la observación
contradice desde un principio, aunque se sepa también que la justeza de la
propia teoría no es más que interina. En el juicio de nuestra especulación
sobre los instintos de muerte y los de vida nos estorbaría muy poco que
aparecieran tantos procesos extraños y nada evidentes, tales como el de que un
instinto expulse a otro o se vuelva del yo hacia el objeto, etc. Esto procede
de que nos hallamos obligados a trabajar con los términos científicos; esto es,
con el idioma figurado de la Psicología. Si no, no podríamos descubrir los
procesos correspondientes; ni siquiera los habríamos percibido. Los defectos de
nuestra descripción desaparecerían con seguridad si en lugar de los términos
psicológicos pudiéramos emplear los fisiológicos o los químicos. Estos
pertenecen también ciertamente a un lenguaje figurado, pero que nos es conocido
desde hace mucho más tiempo, y es quizá más sencillo.
Queremos
dejar, en cambio, claramente fijado el hecho de que la inseguridad de nuestra
especulación fue elevada en alto grado por la precisión de tomar datos de la
ciencia biológica, la cual es reálmente un dominio de infinitas posibilidades.
Debemos esperar de ella los más sorprendentes esclarecimientos y no podemos
adivinar qué respuesta dará, dentro de algunos decenios, a los problemas por
nosotros planteados. Quizá sean dichas respuestas tales, que echen por tierra
nuestro artificial edificio de hipótesis. Si ha de ser así, pudiérasenos
preguntar para qué se emprenden trabajos como el expuesto en este capítulo y
por qué se hacen públicos. A esto contestaré que no puedo negar que algunas de
las analogías, conexiones y enlaces que contiene me han parecido dignas de
consideración.
VII
SI realmente es un carácter general de los instintos el querer reconstituir un
estado anterior, no tenemos por qué maravillarnos de que en la vida anímica
tengan lugar tantos procesos independientemente del principio del placer. Este
carácter se comunicaría a cada uno de los instintos parciales y tendería a la
nueva consecución de una estación determinada de la ruta evolutiva. Pero todo
esto que escapa aún al dominio del principio del placer no tendrá que ser
necesariamente contrario a él. Lo que sucede es que todavía no se ha resuelto
el problema de determinar la relación de los procesos de repetición instintivos
con el dominio de dicho principio. Hemos reconocido como una de las más
tempranas e importantes funciones del aparato anímico la de «ligar» los
impulsos instintivos afluyentes, sustituir el proceso primario que los rige por
el proceso secundario y transformar su carga psíquica móvil en carga en reposo
(tónica). Durante esta transformación no puede tenerse en cuenta el desarrollo
del displacer, pero el principio de placer no queda por ello derrocado. La
transformación sucede más bien en su favor, pues la ligadura es un acto
preparatorio que introduce y asegura su dominio.
Separemos
función y tendencia, una de otra, más decisivamente que hasta ahora. El
principio del placer será entonces una tendencia que estará al servicio de una
función encargada de despojar de excitaciones el aparato anímico, mantener en
él constante el montante de la excitación o conservarlo lo más bajo posible. No
podemos decidirnos seguramente por ninguna de estas tres opiniones, pero
observamos que la función así determinada tomaría parte en la aspiración más
general de todo lo animado, la de retornar a la quietud del mundo inorgánico.
Todos hemos experimentado que el máximo placer que nos es concedido, el del
acto sexual, está ligado a la instantánea extinción de una elevadísima
excitación. La ligadura del impulso instintivo sería una función preparatoria
que dispondría a la extinción para su excitación final en el placer de
descarga. Surge aquí mismo el problema de si las sensaciones de placer y
displacer pueden ser producidas en igual forma por los procesos excitantes
ligados que por los desligados. Es evidente que los procesos desligados o
primarios producen sensaciones mucho más intensas que los ligados o
secundarios. Los procesos primarios son temporalmente más tempranos; al
principio de la vida anímica sólo ellos existen, y si el principio del placer
no se hallase ya en actividad en ellos, no podría tampoco establecerse para los
posteriores. Llegamos así al resultado harto complejo en el fondo, de que la
aspiración al placer se manifiesta más intensamente al principio de la vida que
después, aunque no tan limitadamente, pues tiene que tolerar frecuentes
rupturas. En épocas de mayor madurez está más asegurada la vigencia del
principio del placer, pero él mismo no ha escapado a la doma, como no escapa
ninguno de los demás instintos. De todos modos, aquello que hace surgir en el
proceso excitante las sensaciones de placer y displacer tiene que existir tanto
en el proceso secundario como en el primario.
Sería
éste el momento de emprender estudios más amplios. Nuestra conciencia nos
facilita desde el interior no sólo las sensaciones de placer y displacer, sino
también la de una peculiar tensión que puede ser agradable o desagradable. ¿Son
los procesos de energía ligados y desligados los que debemos diferenciar por
medio de estas sensaciones, o debe referirse la sensación de tensión a la
magnitud absoluta o eventualmente al nivel de la carga, mientras que la serie
placer-displacer indica la variación de la magnitud de la misma en la unidad de
tiempo? Es también harto extraño que los instintos de vida sean los que con
mayor intensidad registra nuestra percepción interna, dado que aparecen como
perturbadores y traen incesantemente consigo tensiones cuya descarga es sentida
como placer, mientras que los instintos de muerte parecen efectuar
silenciosamente su labor. El principio del placer parece hallarse al servicio
de los instintos de muerte, aunque también vigile a las excitaciones
exteriores, que son consideradas como un peligro por las dos especies de
instintos, pero especialmente a las elevaciones de excitación procedentes del interior,
que tienden a dificultar la labor vital. Con este punto se enlazan otros
numerosos problemas cuya solución no es por ahora posible. Debemos ser
pacientes y esperar la aparición de nuevos medios y motivos de investigación,
pero permaneciendo siempre dispuestos a abandonar, en el momento en que veamos
que no conduce a nada útil, el camino seguido durante algún tiempo. Tan sólo
aquellos crédulos que piden a la ciencia un sustitutivo del abandonado
catecismo podrán reprochar al investigador el desarrollo o modificación de sus
opiniones. Por lo demás, dejemos que un poeta nos consuele de los lentos
progresos de nuestro conocimiento científico:
“Si no se puede avanzar
volando, bueno es progresar cojeando,
pues está escrito que no
es pecado el cojear”.
Sigmund Freud
Traducción de Luis López Ballesteros
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