EL YO Y EL ELLO
Las
consideraciones que van a continuación prosiguen desarrollando las ideas
iniciadas por mí en mi trabajo titulado Más allá del principio del placer
(1920), ideas que, como ya lo indiqué entonces, me inspiran una benévola
curiosidad. El presente estudio las recoge, las enlaza con diversos hechos de
la observación analítica e intenta deducir de esta unión nuevas conclusiones,
pero no toma ya nada de la biología, y se halla, por tanto, más cerca del
psicoanálisis que del «más allá». Constituye más bien una síntesis que una
especulación y parece tender hacia un elevado fin. Sé perfectamente que hace
alto en seguida, apenas emprendido el camino hacia dicho fin, y estoy conforme
con esta limitación. Con todo ello entra en cuestiones que hasta ahora no han
sido objeto de la elaboración psicoanalítica y no puede evitar rozar algunas
teorías establecidas por investigadores no analíticos o que han dejado de
serlo. Siempre he estado dispuesto a reconocer lo que debo a otros
investigadores, pero en este caso no me encuentro obligado por ninguna tal
deuda de gratitud. Si el psicoanálisis no ha estudiado hasta ahora determinados
objetos, ello no ha sido por inadvertencia ni porque los considerara faltos de
importancia, sino porque sigue un camino determinado, que aún no le había
conducido hasta ellos. Pero, además, cuando llega a ellos se le muestran en forma
distinta que a las demás.
Lo consciente y lo
inconsciente
Nada
nuevo habremos de decir en este capítulo de introducción; tampoco evitaremos
repetir lo ya expuesto en otros lugares. La diferenciación de lo psíquico en
consciente e inconsciente es la premisa fundamental del psicoanálisis. Le
permite, en efecto, llegar a la inteligencia de los procesos patológicos de la
vida anímica, tan frecuentes como importantes, y subordinados a la
investigación científica. O dicho de otro modo: el psicoanálisis no ve en la
conciencia la esencia de lo psíquico, sino tan sólo una cualidad de lo
psíquico, que puede sumarse a otras o faltar en absoluto. Si supiera que el
presente estudio iba a ser leído por todos aquellos a quienes interesan las
cuestiones psicológicas, no me extrañaría ver cómo una parte de mis lectores se
detenía al llegar aquí y se negaba a seguir leyendo. En efecto, para la mayoría
de las personas de cultura filosófica, la idea de un psiquismo no consciente
resulta inconcebible y la rechazan, tachándola de absurda e ilógica. Procede
esto, a mi juicio, de que tales personas no han estudiado nunca aquellos
fenómenos de la hipnosis y del sueño que, aparte de otros muchos de naturaleza
patológica, nos impone tal concepción. En cambio, la psicología de nuestros
contradictores es absolutamente incapaz de solucionar los problemas que tales
fenómenos nos plantean.
Ser
consciente es, en primer lugar, un término puramente descriptivo que se basa en
la percepción mas inmediata y segura. La experiencia nos muestra luego que un
elemento psíquico (por ejemplo, una percepción) no es, por lo general,
duraderamente consciente. Por el contrario, la conciencia es un estado
eminentemente transitorio. Una representación consciente en un momento dado no
lo es ya en el inmediatamente ulterior, aunque pueda volver a serlo bajo
condiciones fácilmente dadas. Pero en el intervalo hubo de ser algo que
ignoramos. Podemos decir que era latente, significando con ello que era en todo
momento de tal intervalo capaz de conciencia. Mas también cuando decimos que
era inconsciente damos una descripción correcta. Los términos «inconsciente» y
«latente», «capaz de conciencia», son, en este caso, coincidentes. Los
filósofos nos objetarían que el término «inconsciente» carece aquí de
aplicación, pues mientras que la representación permanece latente no es nada
psíquico. Si comenzásemos ya aquí a oponer nuestros argumentos a esta objeción,
entraríamos en una discusión meramente verbal e infructuosa por completo.
Mas,
por nuestra parte, hemos llegado al concepto de lo inconsciente por un camino
muy distinto; esto es, por la elaboración de cierta experiencia en la que
interviene la dinámica psíquica. Nos hemos visto obligados a aceptar que
existen procesos o representaciones anímicas de gran energía que, sin llegar a
ser conscientes, pueden provocar en la vida anímica las más diversas
consecuencias, algunas de las cuales llegan a hacerse conscientes como nuevas
representaciones. No creemos necesario repetir aquí detalladamente lo que ya
tantas veces hemos expuesto. Bastaría recordar que en este punto comienza la
teoría psicoanalítica, afirmando que tales representaciones no pueden llegar a
ser conscientes por oponerse a ello cierta energía, sin la cual adquirirían
completa conciencia, y se vería entonces cuán poco se diferenciaban de otros
elementos reconocidos como psíquicos. Esta teoría queda irrebatiblemente
demostrada por la técnica psicoanalítica, con cuyo auxilio resulta posible
suprimir tal energía y hacer conscientes dichas representaciones. El estado en
el que estas representaciones se hallaban antes de hacerse conscientes es el
que conocemos con el nombre de represión, y afirmamos advertir durante la labor
psicoanalítica la energía que ha llevado a cabo la represión y la ha mantenido
luego.
Así
pues, nuestro concepto de lo inconsciente tiene como punto de partida la teoría
de la represión. Lo reprimido es para nosotros el prototipo de lo inconsciente.
Pero vemos que se nos presentan dos clases de inconsciente: lo inconsciente
latente, capaz de conciencia, y lo reprimido, incapaz de conciencia. Nuestro mayor
conocimiento de la dinámica psíquica ha de influir tanto en nuestra
nomenclatura como en nuestra exposición. A lo latente, que sólo es inconsciente
en un sentido descriptivo y no en un sentido dinámico, lo denominamos
preconsciente, y reservamos el nombre de inconsciente para lo reprimido,
dinámicamente inconsciente. Tenemos, pues, tres términos: consciente (Cc.),
preconsciente (Prec.) e inconsciente (Inc.), cuyo sentido no es ya puramente
descriptivo. Suponemos que lo Prec. se halla más cerca de lo Inc. que de lo Cc.
y como hemos calificado de psíquico a lo Inc., podemos extender sin
inconveniente alguno este calificativo a lo Prec. latente. Se nos preguntará
por qué no preferimos permanecer de acuerdo con los filósofos y separar tanto
lo Prec. como lo Inc. de lo psíquico consciente. Los filósofos nos propondrían
después describir lo Prec. y lo Inc. como dos formas o fases de lo psicoide, y
de este modo quedaría reestablecida la unidad. Pero si tal hiciéramos surgirían
infinitas dificultades para la descripción, y el único hecho importante, o sea,
el de que lo psicoide coincide en casi todo lo demás con lo reconocido como
psíquico, quedaría relegado a un último término, en provecho de un prejuicio
surgido cuando aún se desconocía lo psicoide.
Podemos,
pues, comenzar a manejar nuestros tres términos -Cc., Prec. e Inc.-, aunque sin
olvidar nunca que en sentido descriptivo hay dos clases de inconsciente y sólo
una en sentido dinámico. Para algunos de nuestro fines descriptivos podemos
prescindir de esta diferenciación. En cambio, para otros resulta indispensable.
Por nuestra parte nos hemos acostumbrado ya a este doble sentido y no nos ha
suscitado nunca grandes dificultades. De todos modos resulta imposible
prescindir de él, pues la diferenciación de lo consciente y lo inconsciente es,
en último término, una cuestión de percepción que puede resolverse con un sí o
un no, y el acto de la percepción no da por sí mismo explicación alguna de por
qué razón es percibido o no percibido algo. Nada puede oponerse al hecho de que
lo dinámico sólo encuentre en el fenómeno una expresión equívoca. En el curso
subsiguiente de la labor psicoanalítica resulta que también estas
diferenciaciones son prácticamente insuficientes. Esta insuficiencia resalta
sobre todo en el siguiente caso: suponemos en todo individuo una organización
coherente de sus procesos psíquicos, a la que consideramos como su yo. Este yo
integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad; esto es, la
descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquélla la instancia
psíquica que fiscaliza todos sus procesos parciales, y aun adormecida durante
la noche, ejerce a través de toda ella la censura onírica. Del yo parten
también las represiones por medio de las cuales han de quedar excluidas no sólo
de la conciencia, sino también de las demás formas de eficiencia y actividad de
determinadas tendencias anímicas.
El
conjunto de estos elementos, excluidos por la represión, se sitúa frente al yo
en el análisis, labor a la cual se plantea el problema de suprimir las
resistencias que el yo opone a todo contacto con lo reprimido. Pero durante el
análisis observamos que el enfermo tropieza con dificultades cuando le
invitamos a realizar determinadas labores y que sus asociaciones cesan en
absoluto en cuanto han de aproximarse a lo reprimido. Le decimos entonces que
se halla bajo el dominio de una resistencia, pero él no sabe nada de ella, y
aunque por sus sensaciones displacientes llegase a adivinar que en aquellos
momentos actúa en él una resistencia, no sabría darle nombre ni describirla.
Ahora bien: como tal resistencia parte seguramente de su yo y pertenece al
mismo, nos encontramos ante una situación imprevista. Comprobamos, en efecto,
que en el yo hay también algo inconsciente, algo que se conduce idénticamente a
lo reprimido, o sea, exteriorizando intensos efectos sin hacerse consciente por
sí mismo, y cuya percatación consciente precisa de una especial labor. La
consecuencia de este descubrimiento para la práctica analítica es la de que
tropezamos con infinitas dificultades e imprecisiones si queremos mantener
nuestra habitual forma de expresión y reducir, por ejemplo, la neurosis a un
conflicto entre lo consciente y lo inconsciente. Fundándonos en nuestro
conocimiento de la estructura de la vida anímica, habremos, pues, de sustituir
esta antítesis por otra; esto es, por la existente entre el yo coherente y lo
reprimido disociado de él.
Pero
aún son más importantes las consecuencias que dicho descubrimiento trae consigo
para nuestra concepción de lo inconsciente. El punto de vista dinámico nos
obligó a una primera rectificación; ahora, el conocimiento de la estructura
anímica nos impone otra nueva. Reconoceremos, pues, que lo Inc. no coincide con
lo reprimido. Todo lo reprimido es inconsciente, pero no todo lo inconsciente
es reprimido. También una parte del yo, cuya amplitud nos es imposible fijar,
puede ser inconsciente, y lo es seguramente. Y este Inc. del yo no es latente
en el sentido de lo Prec., pues si lo fuera no podría ser activado sin hacerse
consciente, y su atracción a la conciencia no opondría tan grandes
dificultades. Viéndonos así obligados a admitir un tercer Inc. no reprimido,
hemos de confesar que la inconsciencia pierde importancia a nuestros ojos,
convirtiéndose en una cualidad de múltiples sentidos que no permite deducir las
amplias y exclusivas conclusiones que esperábamos. Sin embargo, no deberemos
desatenderla, pues en último término, la cualidad de consciente o no consciente
es la única luz que nos guía en las tinieblas de la psicología de las
profundidades.
El «Yo» y el «Ello»
La
investigación patológica ha orientado demasiado exclusivamente nuestro interés
hacia lo reprimido. Quisiéramos averiguar más del yo desde que sabemos que
también puede ser inconsciente, en el verdadero sentido de este término. El
único punto de apoyo de nuestras investigaciones ha sido hasta ahora el
carácter de consciencia o inconsciencia. Pero hemos acabado por ver cuán
múltiples sentidos puede presentar este carácter. Todo nuestro conocimiento se
halla ligado a la conciencia. Tampoco lo inconsciente puede sernos conocido si
antes no lo hacemos consciente. Pero, deteniéndonos aquí, nos preguntaremos
cómo es esto posible y qué quiere decir hacer consciente algo. Sabemos ya dónde
hemos de buscar aquí un enlace. Hemos dicho que la conciencia es la superficie
del aparato anímico; esto es, la hemos adscrito como función a un sistema que,
espacialmente considerado, y no sólo en el sentido de la función, sino en el de
la disección anatómica, es el primero a partir del mundo exterior. También
nuestra investigación tiene que tomar, como punto de partida, esta superficie
perceptora.
Todas
las percepciones procedentes del exterior (percepciones sensoriales) y aquellas
otras procedentes del interior, a las que damos el nombre de sensaciones y
sentimientos, son conscientes. Pero ¿y aquellos procesos internos que podemos
reunir, aunque sin gran exactitud, bajo el concepto de procesos mentales, y que
se desarrollan en el interior del aparato como desplazamiento de energía
psíquica a lo largo del camino que conduce a la acción? ¿Llegan acaso a la
superficie en la que nace la conciencia? ¿O es la conciencia la que llega hasta
ellos? Es ésta una de las dificultades que surgen cuando nos decidimos a utilizar
la representación espacial, tópica, de la vida anímica. Ambas posibilidades son
igualmente inconcebibles y habrán, por tanto, de dejar paso a una tercera. En
otro lugar hemos expuesto ya la hipótesis de que la verdadera diferencia entre
una idea inconsciente y una idea preconsciente (un pensamiento) consiste en que
el material de la primera permanece oculto, mientras que la segunda se muestra
enlazada con representaciones verbales. Emprenderemos aquí, por vez primera, la
tentativa de indicar caracteres de los sistemas Prec. e Inc., distintos de su
relación con la conciencia. Así pues, la pregunta de cómo se hace algo
consciente deberá ser sustituida por la de cómo se hace algo preconsciente, y
la respuesta sería que por su enlace con las representaciones verbales
correspondientes.
Estas
representaciones verbales son restos mnémicos. Fueron en un momento dado
percepciones, y pueden volver a ser conscientes, como todos los restos
mnémicos. Antes de seguir tratando de su naturaleza, dejaremos consignado que
sólo puede hacerse consciente lo que ya fue alguna vez una percepción
consciente; aquello que no siendo un sentimiento quiere devenir consciente, y
desde el interior tiene que intentar transformarse en percepciones exteriores,
transformación que consigue por medio de las huellas mnémicas. Suponemos
contenidos los restos mnémicos en sistemas inmediatos al sistema P.-Cc., de
manera que sus cargas pueden extenderse fácilmente a los elementos del mismo.
Pensamos aquí inmediatamente en la alucinación y en el hecho de que todo
recuerdo, aun el más vivo, puede ser distinguido siempre, tanto de la
alucinación como de la percepción exterior; pero también recordamos que, al ser
reavivado un recuerdo, permanece conservada la carga en el sistema mnémico,
mientras que la alucinación, no diferenciable de la percepción, sólo surge
cuando la carga no se limita a extenderse desde la huella mnémica al elemento
del sistema P., sino que pasa por completo a él.
Los
restos verbales proceden esencialmente de percepciones acústicas, circunstancia
que adscribe al sistema Prec. un origen sensorial especial. Al principio
podemos dejar a un lado, como secundarios, los componentes visuales de la
representación verbal adquiridos en la lectura, e igualmente, sus componentes
de movimiento, los cuales desempeñan tan sólo -salvo para el sordomudo- el
papel de signos auxiliares. La palabra es, pues, esencialmente el resto mnémico
de la palabra oída. No debemos, sin embargo, olvidar o negar, llevados por una
tendencia a la simplificación, la importancia de los restos mnémicos ópticos
-de las cosas-, ni tampoco la posibilidad de un acceso a la conciencia de los
procesos mentales por retorno a los restos visuales, posibilidad que parece
predominar en muchas personas. El estudio de los sueños y el de las fantasías
preconscientes observadas por J. Varendonck puede darnos una idea de la
peculiaridad de este pensamiento visual. En él sólo se hace consciente el
material concreto de las ideas, y, en cambio, no puede darse expresión alguna
visual a las relaciones que las caracterizan especialmente. No constituye,
pues, sino un acceso muy imperfecto a la conciencia, se halla más cerca de los
procesos inconscientes que el pensamiento verbal y es, sin duda, más antigua
que éste, tanto ontogénica como filogénicamente.
Así
pues, para volver a nuestro argumento, si es éste el camino por el que lo
inconsciente se hace preconsciente, la interrogación que antes nos dirigimos
sobre la forma en que hacemos (pre) consciente algo reprimido, recibirá la
respuesta siguiente: Hacemos (pre) consciente lo reprimido, interpolando, por
medio de la labor analítica, miembros intermedios preconscientes. Por tanto ni
la conciencia abandona su lugar ni tampoco lo Inc. se eleva hasta lo Cc. La
relación de la percepción exterior con el yo es evidente. No así la de la
percepción interior. Sigue, pues, la duda de si es o no acertado situar
exclusivamente la conciencia en el sistema superficial P.-Cc. La percepción
interna rinde sensaciones de procesos que se desarrollan en los diversos
estratos del aparato anímico, incluso en los más profundos. La serie
«placer-displacer» nos ofrece el mejor ejemplo de estas sensaciones, aún poco
conocidas, más primitivas y elementales que las procedentes del exterior y
susceptibles de emerger aun en estados de disminución de la conciencia. Sobre
su gran importancia y su base metapsicológica hemos hablado ya en otro
contexto. Pueden proceder de distintos lugares y poseer así cualidades diversas
y hasta contrarias.
Las
sensaciones de carácter placiente no presentan de por sí ningún carácter
perentorio. No así las displacientes, que aspiran a una modificación y a una
descarga, razón por la cual interpretamos el displacer como una elevación y el
placer como una disminución de la carga de energía. Si en el curso de los
procesos anímicos consideramos aquello que se hace consciente en calidad de
placer y displacer como un «algo» cualitativa y cuantitativamente especial,
surge la cuestión de si este «algo» puede hacerse consciente permaneciendo en
su propio lugar o, por el contrario, tiene que ser llevado antes al sistema P.
La experiencia clínica testimonia en favor de esto último y nos muestra que
dicho «algo» se comporta como un impulso reprimido. Puede desarrollar energías
sin que el yo advierta la coerción, y sólo una resistencia contra tal coerción
o una interrupción de la reacción de descarga lo hacen consciente en el acto
como displacer. Lo mismo que las tensiones provocadas por la necesidad, puede
también permanecer inconsciente el dolor, término medio entre la percepción
externa y la interna, que se conduce como una percepción interna aun en
aquellos casos en los que tiene su causa en el mundo exterior. Resulta, pues,
que también las sensaciones y los sentimientos tienen que llegar al sistema P.
para hacerse conscientes, y cuando encuentran cerrado el camino de dicho
sistema, no logran emerger como tales sensaciones o sentimientos.
Sintéticamente y en forma no del todo correcta, hablamos entonces de
sensaciones inconscientes, equiparándolas, sin una completa justificación, a
las representaciones inconscientes. Existe, en efecto, la diferencia de que
para llevar a la conciencia una representación inconsciente es preciso crear
antes miembros de enlace, cosa innecesaria en las sensaciones, las cuales
progresan directamente hacia ella. O dicho de otro modo: la diferenciación de
Cc. y Prec. carece de sentido por lo que respecta a las sensaciones, que no
pueden ser sino conscientes o inconscientes. Incluso cuando se hallan enlazadas
a representaciones verbales no deben a éstas su acceso a la conciencia, sino
que llegan a ella directamente.
Vemos
ahora claramente el papel que desempeñan las representaciones verbales. Por
medio de ellas quedan convertidos los procesos mentales interiores en
percepciones. Es como si hubiera de demostrar el principio de que todo
conocimiento procede de la percepción externa. Dada una sobrecarga del
pensamiento, son realmente percibidos los pensamientos -como desde fuera- y
tenidos así por verdaderos. Después de esta aclaración de las relaciones entre
la percepción externa e interna y el sistema superficial P.-Cc., podemos pasar
a formarnos una idea del yo. Lo vemos emanar, como de su nódulo, del sistema P.
y comprender primeramente lo Prec., inmediato a los restos mnémicos. Pero el yo
es también, como ya sabemos, inconsciente. Ha de sernos muy provechoso, a mi
juicio, seguir la invitación de un autor, que por motivos personales declara en
vano no tener nada que ver con la ciencia, rigurosa y elevada. Me refiero a G.
Groddeck, el cual afirma siempre que aquello que llamamos nuestro yo se conduce
en la vida pasivamente y que, en vez de vivir, somos «vividos» por poderes
ignotos e invencibles. Todos hemos experimentado alguna vez esta sensación,
aunque no nos haya dominado hasta el punto de hacernos excluir todas las demás,
y no vacilamos en asignar a la opinión de Groddeck un lugar en los dominios de
la ciencia. Por mi parte, propongo tenerla en la cuenta, dando el nombre de yo
al ente que emana del sistema P., y es primero preconsciente, y el de Ello,
según lo hace Groddeck, a lo psíquico restante -inco\nsciente-, en lo que dicho
yo se continúa.
Pronto
hemos de ver si esta nueva concepción ha de sernos útil para nuestros fines
descriptivos. Un individuo es ahora, para nosotros, un Ello psíquico
desconocido e inconsciente, en cuya superficie aparece el yo, que se ha
desarrollado partiendo del sistema P., su nódulo. El yo no envuelve por
completo al Ello sino que se limita a ocupar una parte de su superficie, esto
es, la constituida por el sistema P., y tampoco se halla precisamente separado
de él, pues confluye con él en su parte inferior. Pero también lo reprimido
concluye con el Ello hasta el punto de no constituir sino una parte de él. En
cambio, se halla separado del yo por las resistencias de la represión, y sólo
comunica con él a través del Ello. Reconocemos en el acto que todas las
diferenciaciones que la Patología nos ha inducido a establecer se refieren tan
sólo a los estratos superficiales del aparato anímico, únicos que conocemos.
Todas estas circunstancias quedan gráficamente representadas en el dibujo
siguiente, cuya significación es puramente descriptiva. Como puede verse en él,
y según el testimonio de la anatomía del cerebro, lleva el yo, en uno solo de
sus lados, un «receptor acústico».
Fácilmente
se ve que el yo es una parte del Ello modificada por la influencia del mundo
exterior, transmitido por el P.-Cc., o sea, en cierto modo, una continuación de
la diferenciación de las superficies. El yo se esfuerza en transmitir a su vez
al Ello dicha influencia del mundo exterior y aspira a sustituir el principio
del placer, que reina sin restricciones en el Ello, por el principio de la
realidad. La percepción es para el yo lo que para el Ello el instinto. El yo
representa lo que pudiéramos llamar la razón o la reflexión, opuestamente al
Ello, que contiene las pasiones. La importancia funcional del yo reside en el
hecho de regir normalmente los accesos a la motilidad. Podemos, pues,
compararlo, en su relación con el Ello, al jinete que rige y refrena la fuerza
de su cabalgadura, superior a la suya, con la diferencia de que el jinete lleva
esto a cabo con sus propias energías, y el yo, con energías prestadas. Pero así
como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir a donde su
cabalgadura quiere, también el yo se nos muestra forzado en ocasiones a
transformar en acción la voluntad del Ello, como si fuera la suya propia.
En
la génesis del yo, y en su diferenciación del Ello, parece haber actuado aún
otro factor distinto de la influencia del sistema P. El propio cuerpo, y, sobre
todo, la superficie del mismo, es un lugar del cual pueden partir
simultáneamente percepciones, externas e internas. Es objeto de la visión, como
otro cuerpo cualquiera; pero produce al tacto dos sensaciones, una de las
cuales puede equipararse a una percepción interna. La Psicofisiología ha
aclarado ya suficientemente la forma en la que el propio cuerpo se destaca del
mundo de las percepciones. También el dolor parece desempeñar en esta cuestión
un importante papel, y la forma en que adquirimos un nuevo conocimiento de
nuestros órganos cuando padecemos una dolorosa enfermedad constituye quizá el
prototipo de aquella en la que llegamos a la representación de nuestro propio
cuerpo. El yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no sólo un ser superficial,
sino incluso la proyección de una superficie. Si queremos encontrarle una
analogía anatómica, habremos de identificarlo con el «homúnculo cerebral» de
los anatómicos, que se halla cabeza abajo sobre la corteza cerebral, tiene los
pies hacia arriba, mira hacia atrás y ostenta, a la izquierda, la zona de la
palabra.
La
relación del yo con la conciencia ha sido ya estudiada por nosotros repetidas
veces, pero aún hemos de describir aquí algunos hechos importantes.
Acostumbrados a no abandonar nunca el punto de vista de una valoración ética y
social, no nos sorprende oír que la actividad de las pasiones más bajas se
desarrolla en lo inconsciente, y esperamos que las funciones anímicas
encuentren tanto más seguramente acceso a la conciencia cuanto más elevado sea
el lugar que ocupen en dicha escala de valores. Pero la experiencia
psicoanalítica nos demuestra que la esperanza es infundada. Por un lado tenemos
pruebas de que incluso una labor intelectual sutil y complicada, que exige, en
general, intensa reflexión, puede ser también realizada preconscientemente sin
llegar a la conciencia. Este fenómeno se da, por ejemplo, durante el estado de
reposo y se manifiesta en que el sujeto despierta sabiendo la solución de un
problema matemático o de otro género cualquiera vanamente buscada durante el
día anterior. Pero hallamos aún otro caso más singular. En nuestro análisis
averiguamos que hay personas en las cuales la autocrítica y la conciencia moral
-o sea, funciones anímicas-, a las que se concede un elevado valor, son
inconscientes y producen, como tales, importantísimos efectos. Así pues, la
inconsciencia de la resistencia en el análisis no es en ningún modo la única
situación de este género. Pero el nuevo descubrimiento, que nos obliga, a pesar
de nuestro mejor conocimiento crítico, a hablar de un sentimiento inconsciente
de culpabilidad, nos desorienta mucho más, planteándonos nuevos enigmas, sobre
todo cuando observamos que en un gran número de neuróticos desempeña dicho
sentimiento un papel económicamente decisivo y opone considerables obstáculos a
la curación. Si queremos ahora volver a nuestra escala de valores, habremos de
decir que no sólo lo más bajo, sino también lo más elevado, puede permanecer
inconsciente. De este modo parece demostrársenos lo que antes dijimos del yo, o
sea, que es ante todo un ser corpóreo.
El «Yo» y el «Super-Yo»
(ideal del «Yo»)
Si
el yo no fuera sino una parte del Ello, modificada por la influencia del
sistema de percepciones, o sea, el representante del mundo exterior, real en lo
anímico, nos encontraríamos ante un estado de cosas harto sencillo. Pero hay
aún algo más. Los motivos que nos han llevado a suponer la existencia de una
fase especial del yo, o sea, una diferenciación dentro del mismo yo, a la que
damos el nombre de superyó o ideal del yo, han quedado ya expuestos en otros
lugares. Estos motivos continúan en pie. La novedad que precisa una aclaración
es la de que esta parte del yo presenta una conexión menos firme con la
conciencia. Para llegar a tal aclaración hemos de volver antes sobre nuestros
pasos. Explicamos el doloroso sufrimiento de la melancolía, estableciendo la
hipótesis de una reconstrucción en el yo del objeto perdido; esto es, la
sustitución de una carga de objeto por una identificación. Pero no llegamos a
darnos cuenta de toda la importancia de este proceso ni de lo frecuente y
típico que era. Ulteriormente hemos comprendido que tal sustitución participa
considerablemente en la estructuración del yo y contribuye, sobre todo, a la
formación de aquello que denominamos su carácter.
Originariamente,
en la fase primitiva oral del individuo, no es posible diferenciar la carga de
objeto de la identificación. Más tarde sólo podemos suponer que las cargas de
objeto parten del yo, el cual siente como necesidades las aspiraciones
eróticas. El yo, débil aún al principio, recibe noticia de las cargas de
objeto, y las aprueba o intenta rechazarlas por medio del proceso de la
represión. Cuando tal objeto sexual ha de ser abandonado, surge frecuentemente
en su lugar aquella modificación del yo que hemos hallado en la melancolía y
descrito como una reconstrucción del objeto en el yo. Ignoramos aún las
circunstancias detalladas de esta sustitución. Es muy posible que el yo
facilite o haga posible, por medio de esta introyección -que es una especie de
regresión al mecanismo de la fase oral- el abandono del objeto. O quizá constituya
esta identificación la condición precisa para que el Ello abandone sus objetos.
De todos modos, es éste un proceso muy frecuente en las primeras fases del
desarrollo, y puede llevarnos a la concepción de que el carácter del yo es un
residuo de las cargas de objeto abandonadas y contiene la historia de tales
elecciones de objeto. Desde luego, habremos de reconocer que la capacidad de
resistencia a las influencias emanadas de la historia de las elecciones
eróticas de objeto varía mucho de unos individuos a otros, constituyendo una
escala, dentro de la cual el carácter del sujeto admitirá o rechazará más o
menos tales influencias. En las mujeres de gran experiencia erótica creemos
poder indicar fácilmente los residuos que sus cargas de objeto han dejado en su
carácter. También puede existir una simultaneidad de la carga de objeto y la
identificación, o sea, una modificación del carácter antes del abandono del
objeto. En este caso, la modificación del carácter puede sobrevivir a la
relación con el objeto y conservarla en cierto sentido.
Desde
otro punto de vista, observamos también que esta transmutación de una elección
erótica de objeto en una modificación del yo es para el yo un medio de dominar
al Ello y hacer más profundas sus relaciones con él, si bien a costa de una
mayor docilidad por su parte. Cuando el yo toma los rasgos del objeto, se
ofrece, por decirlo así, como tal al Ello e intenta compensarle la pérdida
experimentada, diciéndole: «Puedes amarme, pues soy parecido al objeto
perdido.» La transformación de la libido objetal en libido narcisista, que aquí
tiene efecto, trae consigo un abandono de los fines sexuales, una
desexualización, o sea, una especie de sublimación, e incluso nos plantea la
cuestión, digna de un penetrante estudio, de si no será acaso éste el camino
general conducente a la sublimación, realizándose siempre todo proceso de este
género por la mediación del yo, que transforma primero la libido objetal sexual
en libido narcisista, para proponerle luego un nuevo fin. Mas adelante nos
preguntaremos asimismo si esta modificación no puede también tener por
consecuencia otros diversos destinos de los instintos, por ejemplo, una
disociación de los diferentes instintos fundidos unos con otros.
No
podemos eludir una digresión, consistente en fijar nuestra atención por algunos
momentos en las identificaciones objetales del yo. Cuando tales
identificaciones llegan a ser muy numerosas, intensas e incompatibles entre sí,
se produce fácilmente un resultado patológico. Puede surgir, en efecto, una
disociación del yo, excluyéndose las identificaciones unas a otras por medio de
resistencias. El secreto de los casos llamados de personalidad múltiple reside,
quizá, en que cada una de tales identificaciones atrae a sí alternativamente la
conciencia. Pero aún sin llegar a este extremo surgen entre las diversas
identificaciones, en las que el yo queda disociado, conflictos que no pueden
ser siempre calificados de patológicos. Cualquiera que sea la estructura de la
ulterior resistencia del carácter contra las influencias de las cargas de
objeto abandonadas, los efectos de las primeras identificaciones, realizadas en
la más temprana edad, son siempre generales y duraderos. Esto nos lleva a la
génesis del ideal del yo, pues detrás de él se oculta la primera y más
importante identificación del individuo, o sea, la identificación con el padre.
Esta identificación no parece constituir el resultado o desenlace de una carga
de objeto, pues es directa e inmediata y anterior a toda carga de objeto.
Pero
las elecciones de objeto pertenecientes al primer período sexual, y que recaen
sobre el padre y la madre, parecen tener como desenlace normal tal
identificación e intensificar así la identificación primaria. De todos modos,
son tan complicadas estas relaciones, que se nos hace preciso describirlas más
detalladamente. Esta complicación depende de dos factores: de la disposición
triangular de la relación de Edipo y de la bisexualidad constitucional del
individuo. El caso más sencillo toma en el niño la siguiente forma: el niño
lleva a cabo muy tempranamente una carga de objeto, que recae sobre la madre y
tiene su punto de partida en el seno materno. Del padre se apodera el niño por
identificación. Ambas relaciones marchan paralelamente durante algún tiempo,
hasta que, por la intensificación de los deseos sexuales orientados hacia la
madre, y por la percepción de que el padre es un obstáculo opuesto a la
realización de tales deseos, surge el complejo de Edipo. La identificación con
el padre toma entonces un matiz hostil y se transforma en el deseo de suprimir
al padre para sustituirle cerca de la madre. A partir de aquí se hace
ambivalente la relación del niño con su padre, como si la ambivalencia,
existente desde un principio en la identificación, se exteriorizara en este
momento. La conducta ambivalente con respecto al padre y la tierna aspiración
hacia la madre considerada como objeto integran para el niño el contenido del
complejo de Edipo simple, positivo.
Al
llegar a la destrucción del complejo de Edipo tiene que ser abandonada la carga
de objeto de la madre, y en su lugar surge una identificación con la madre o
queda intensificada la identificación con el padre. Este último resultado es el
que consideramos como normal y permite la conservación de la relación cariñosa
con la madre. El naufragio del complejo de Edipo afirmaría así la masculinidad
en el carácter del niño. En forma totalmente análoga puede terminar el complejo
de Edipo en la niña por una intensificación de su identificación con la madre
(o por el establecimiento de tal identificación), que afirma el carácter
femenino del sujeto. Estas identificaciones no corresponden a nuestras
esperanzas, pues no introducen en el yo al objeto abandonado; pero también este
último desenlace es frecuente, y puede observarse con mayor facilidad en la
niña que en el niño. El análisis nos muestra muchas voces que la niña, después
de haberse visto obligada a renunciar al padre como objeto erótico, exterioriza
los componentes masculinos de su bisexualidad constitucional y se identifica no
ya con la madre, sino con el padre, o sea, con el objeto perdido. Esta
identificación depende, naturalmente, de la necesidad de sus disposiciones
masculinas, cualquiera que sea la naturaleza de éstas.
El
desenlace del complejo de Edipo en una identificación con el padre o con la
madre parece, pues, depender en ambos sexos de la energía relativa de las dos
disposiciones sexuales. Esta es una de las formas en las que la bisexualidad
interviene en los destinos del complejo de Edipo. La otra forma es aún más
importante. Experimentamos la impresión de que el complejo de Edipo simple no
es, ni con mucho, el más frecuente, y, en efecto, una investigación más
penetrante nos descubre casi siempre el complejo de Edipo completo, que es un
complejo doble, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad originaria
del sujeto infantil. Quiere esto decir que el niño no presenta tan sólo una
actitud ambivalente con respecto al padre y una elección tierna de objeto con
respecto a la madre, sino que se conduce al mismo tiempo como una niña,
presentando la actitud cariñosa femenina para con su padre y la actitud
correlativa, hostil y celosa para con su madre. Esta intervención de la
bisexualidad es la que hace tan difícil llegar al conocimiento de las elecciones
de objeto e identificaciones primitivas y tan complicada su descripción.
Pudiera suceder también que la ambivalencia, comprobada en la relación del
sujeto infantil con los padres, dependiera exclusivamente de la bisexualidad,
no siendo desarrollada de la identificación, como antes expusimos, por la
rivalidad.
A
mi juicio, obraremos acertadamente aceptando, en general, y sobre todo en los
neuróticos, la existencia del complejo de Edipo completo. La investigación
psicoanalítica nos muestra que en un gran número de casos desaparece uno de los
componentes de dicho complejo, quedando sólo huellas apenas visibles. Queda así
establecida una serie, en uno de cuyos extremos se halla el complejo de Edipo
normal, positivo, y en el otro, el invertido, negativo, mientras que los
miembros intermedios nos revelan la forma completa de dicho complejo, con
distinta participación de sus dos componentes. En el naufragio del complejo de
Edipo se combinan de tal modo sus cuatro tendencias integrantes, que dan
nacimiento a una identificación con el padre y a una identificación con la
madre. La identificación con el padre conservará el objeto materno del complejo
positivo y sustituirá simultáneamente al objeto paterno del complejo invertido.
Lo mismo sucederá, mutatis mutandis, con la identificación con la madre. En la
distinta intensidad de tales identificaciones se reflejará la desigualdad de
las dos disposiciones sexuales. De este modo podemos admitir como resultado
general de la fase sexual, dominada por el complejo de Edipo, la presencia en
el «yo» de un residuo, consistente en el establecimiento de estas dos
identificaciones enlazadas entre sí. Esta modificación del «yo» conserva su
significación especial y se opone al contenido restante del «yo» en calidad
ideal del «yo» o «superyó».
Pero
el superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones de objeto
del Ello, sino también una enérgica formación reactiva contra las mismas. Su
relación con el yo no se limita a la advertencia: «Así -como el padre- debes
ser», sino que comprende también la prohibición: «Así -como el padre- no debes
ser: no debes hacer todo lo que él hace, pues hay algo que le está
exclusivamente reservado.» Esta doble faz del ideal del yo depende de su
anterior participación en la represión del complejo de Edipo, e incluso debe su
génesis a tal represión. Este proceso represivo no fue nada sencillo. Habiendo
reconocido en los padres, especialmente en el padre, el obstáculo opuesto a la
realización de los deseos integrados en dicho complejo, tuvo que robustecerse
el yo para llevar a cabo su represión, creando en sí mismo tal obstáculo. La
energía necesaria para ello hubo de tomarla prestada del padre, préstamo que
trae consigo importantísimas consecuencias. El superyó conservará el carácter
del padre, y cuanto mayores fueron la intensidad del complejo de Edipo y la
rapidez de su represión (bajo las influencias de la autoridad, la religión, la
enseñanza y las lecturas), más severamente reinará después sobre el yo como
conciencia moral, o quizá como sentimiento inconsciente de culpabilidad. En
páginas ulteriores expondremos de dónde sospechamos que extrae el superyó la
fuerza necesaria para ejercer tal dominio, o sea, el carácter coercitivo que se
manifiesta como imperativo categórico.
Esta
génesis del superyó constituye el resultado de dos importantísimos factores:
biológico uno y de naturaleza histórica el otro: de la larga indefensión y
dependencia infantil del hombre y de su complejo de Edipo, al que hemos
relacionado ya con la interrupción del desarrollo de la libido por el período
de latencia, o sea, con la división en dos fases de la vida sexual humana. Esta
última particularidad, que creemos específicamente humana, ha sido definida por
una hipótesis psicoanalítica como una herencia correspondiente a la evolución
hacia la cultura impuesta por la época glacial. La génesis del superyó, por su
diferenciación del yo, no es, ciertamente, nada casual, pues representa los
rasgos más importantes del desarrollo individual y de la especie. Creando una
expresión duradera de la influencia de los padres eterniza la existencia de
aquellos momentos a los que la misma debe su origen. Se ha acusado infinitas
veces al psicoanálisis de desatender la parte moral, elevada y suprapersonal
del hombre. Pero este reproche es injusto, tanto desde el punto de vista
histórico como desde el punto de vista metodológico. Lo primero, porque se
olvida que nuestra disciplina adscribió desde el primer momento a las
tendencias morales y estéticas del yo el impulso a la represión. Lo segundo,
porque no se quiere reconocer que la investigación psicoanalítica no podía
aparecer, desde el primer momento, como un sistema filosófico provisto de una
completa y acabada construcción teórica, sino que tenía que abrirse camino paso
a paso por medio de la descomposición analítica de los fenómenos, tanto
normales como anormales, hacia la inteligencia de las complicaciones anímicas.
Mientras nos hallábamos entregados al estudio de lo reprimido en la vida
psíquica, no necesitábamos compartir la preocupación de conservar intacta la
parte más elevada del hombre. Ahora que osamos aproximarnos al análisis del yo,
podemos volvernos a aquellos que sintiéndose heridos en su conciencia moral han
propugnado la existencia de algo más elevado en el hombre y responderles:
«Ciertamente, y este elevado ser es el ideal del yo o superyó, representación
de la relación del sujeto con sus progenitores.» Cuando niños hemos conocido,
admirado y temido a tales seres elevados, y luego los hemos acogido en nosotros
mismos.
El
ideal del yo es, por tanto, el heredero del complejo de Edipo, y con ello, la
expresión de los impulsos más poderosos del Ello y de los más importantes
destinos de su libido. Por medio de su creación se ha apoderado el yo del
complejo de Edipo y se ha sometido simultáneamente al Ello. El superyó, abogado
del mundo interior, o sea, del Ello, se opone al yo, verdadero representante
del mundo exterior o de la realidad. Los conflictos entre el yo y el ideal
reflejan, pues, en último término, la antítesis de lo real y lo psíquico del
mundo exterior y el interior. Todo lo que la Biología y los destinos de la
especie humana han creado y dejado en el Ello es tomado por el yo en la
formación de su ideal y vivido de nuevo en él individualmente. El ideal del yo
presenta, a consecuencia de la historia de su formación, una amplia relación
con las adquisiciones filogénicas del individuo, o sea, con su herencia
arcaica. Aquello que en la vida psíquica individual ha pertenecido a lo más
bajo es convertido por la formación del ideal en lo más elevado del alma
humana, conforme siempre a nuestra escala de valores. Pero sería un esfuerzo
inútil querer localizar el ideal del yo, aunque sólo fuera de un modo análogo a
como hemos localizado el yo, o adaptarlo a una de las comparaciones por medio
de las cuales hemos intentado reproducir la relación entre el yo y el Ello.
No
es difícil mostrar que el ideal del yo satisface todas aquellas exigencias que
se plantean en la parte más elevada del hombre. Contiene, en calidad de
sustitución de la aspiración hacia el padre, el nódulo del que han partido
todas las religiones. La convicción de la comparación del yo con su ideal da
origen a la religiosa humildad de los creyentes. En el curso sucesivo del
desarrollo queda transferido a los maestros y a aquellas otras personas que
ejercen autoridad sobre el sujeto el papel de padre, cuyos mandatos y
prohibiciones conservan su eficiencia en el yo ideal y ejercen ahora, en
calidad de conciencia, la censura moral. La tensión entre las aspiraciones de
la conciencia y los rendimientos del yo es percibida como sentimiento de
culpabilidad. Los sentimientos sociales reposan en identificaciones con otros
individuos basados en el, mismo ideal del yo. La religión, la moral y el
sentimiento social -contenidos principales de la parte más elevada del hombre-
constituyeron primitivamente una sola cosa. Según la hipótesis que expusimos en
Totem y tabú, fueron desarrollados filogénicamente del complejo paterno la
religión y la moral, por el sojuzgamiento del complejo de Edipo propiamente
dicho, y los sentimientos sociales, por el obligado vencimiento de la rivalidad
ulterior entre los miembros de la joven generación. En todas estas
adquisiciones morales parece haberse adelantado el sexo masculino, siendo
transmitido después, por herencia cruzada, al femenino. Todavía actualmente
nacen en el individuo los sentimientos sociales por superposición a los
sentimientos de rivalidad del sujeto con sus hermanos.
La
imposibilidad de satisfacer estos sentimientos hostiles hace surgir una
identificación con los rivales. Observaciones realizadas en sujetos
homosexuales justifican la sospecha de que también esta identificación es un
sustitutivo de la elección cariñosa de objeto, que reemplaza a la disposición
agresiva hostil. Al hacer intervenir la filogénesis se nos plantean nuevos
problemas, cuya solución quisiéramos eludir; pero hemos de intentarla, aunque
tememos que tal tentativa ha de revelar la insuficiencia de nuestros esfuerzos.
¿Fue el yo o el Ello de los primitivos lo que adquirió la moral y la religión,
derivándolas del complejo paterno? Si fue el yo, ¿por qué no hablamos
sencillamente de una herencia dentro de él? Y si fuese el Ello, ¿cómo conciliar
tal hecho con su carácter? ¿Será, quizá, equivocado extender la diferenciación
antes realizada en yo, Ello y superyó a épocas tan tempranas? Por último, ¿no
sería acaso mejor confesar honradamente que toda nuestra concepción de los
procesos del yo no aclara en nada la inteligencia de la filogénesis ni puede
ser aplicada a este fin? Daremos primero respuesta a lo más fácil. No sólo en
los hombres primitivos, sino en organismos aún más sencillos nos es preciso
reconocer la existencia de un yo y un Ello, pues esta diferenciación es la
obligada manifestación de la influencia del mundo exterior. Hemos derivado
precisamente el superyó de aquellos sucesos que dieron origen al totemismo. La
interrogación de si fue el yo o el Ello lo que llegó a hacer las adquisiciones
citadas queda, pues, resuelta en cuanto reflexionamos que ningún suceso
exterior puede llegar al Ello sino por mediación del yo, que representa en él
al mundo exterior. Pero no podemos hablar de una herencia directa dentro del
yo. Se abre aquí el abismo entre el individuo real y el concepto de la especie.
Tampoco debemos suponer demasiado rígida la diferencia entre el yo y el Ello,
olvidando que el yo no es sino una parte del Ello, especialmente diferenciada.
Los sucesos del yo parecen, al principio, no ser susceptibles de constituir una
herencia; pero cuando se repiten con frecuencia e intensidad suficientes en
individuos de generaciones sucesivas, se transforman, por decirlo así, en
sucesos del Ello, cuyas impresiones quedan conservadas hereditariamente. De
este modo abriga el Ello en sí innumerables existencias del yo, y cuando el yo
extrae del Ello su superyó, no hace, quizá, sino resucitar antiguas formas del
yo.
La
historia de la génesis del superyó nos muestra que los conflictos antiguos del
yo, con las cargas objeto del Ello, pueden continuar transformados en conflictos
con el superyó, heredero del Ello. Cuando el yo no ha conseguido por completo
el sojuzgamiento del complejo de Edipo, entra de nuevo en actividad su energía
de carga, procedente del Ello, actividad que se manifestará en la formación
reactiva del ideal del yo. La amplia comunicación del ideal del yo con los
sentimientos instintivos inconscientes nos explica el enigma de que el ideal
pueda permanecer en gran parte inconsciente e inaccesible al yo. El combate que
hubo de desarrollarse en los estratos más profundos del aparato anímico -y al
que la rápida sublimación e identificación impidieron llegar a su desenlace- se
continúa ahora en una región más elevada como en la batalla contra los Hunos
pintada por Kaulbach.
Las dos clases de
instintos
Dijimos
ya que si nuestra división del ser anímico en un Ello, un yo o un superyó
significaba un progreso de nuestro conocimiento, habría de llevarnos a más
profunda inteligencia y a más exacta descripción de las relaciones dinámicas de
la vida anímica. Hemos visto ya que el yo se halla bajo la influencia especial
de la percepción y que puede decirse, en general, que las percepciones tienen
para el yo la misma significación que los instintos para el Ello. Pero el yo
también queda sometido, como el Ello, a la influencia de los instintos pues
sabemos que no es más que una parte especialmente modificada del Ello. En
nuestro reciente estudio Más allá del principio del placer desarrollamos una
teoría, que sostendremos y continuaremos en el presente trabajo. Era esta
teoría la de que es necesario distinguir dos clases de instintos, una de las
cuales, los instintos sexuales, o el Eros, era la más visible y accesible al
conocimiento, e integraba no sólo el instinto sexual propiamente dicho, no
coartado, sino también los impulsos instintivos coartados en su fin y
sublimados derivados de él, y el instinto de conservación, que hemos de
adscribir al yo, y el que opusimos justificadamente, al principio de la labor
psicoanalítica, a los instintos objetales sexuales. La determinación de la
segunda clase de instintos nos opuso grandes dificultades, pero acabamos por
hallar en el sadismo su representante. Basándonos en reflexiones teóricas,
apoyadas en la Biología, supusimos la existencia de un instinto de muerte, cuya
misión es hacer retornar todo lo orgánico animado al estado inanimado, en
contraposición al Eros, cuyo fin es complicar la vida y conservarla así, por
medio de una síntesis cada vez más amplia de la sustancia viva, dividida en
partículas. Ambos instintos se conducen en una forma estrictamente
conservadora, tendiendo a la reconstitución de un estado perturbado por la
génesis de la vida; génesis que sería la causa tanto de la continuación de la
vida como de la tendencia a la muerte. A su vez, la vida sería un combate y una
transacción entre ambas tendencias. La cuestión del origen de la vida sería,
pues, de naturaleza cosmológica, y la referente al objeto y fin de la vida
recibirá una respuesta dualista.
A
cada una de estas dos clases de instintos se hallaría subordinado un proceso
fisiológico especial (creación y destrucción), y en cada fragmento de sustancia
viva actuarían, si bien en proporción distinta, instintos de las dos clases,
debiendo así existir una sustancia que constituiría la representación principal
del Eros. No nos es posible determinar todavía de qué manera se enlazan,
mezclan y alían entre sí tales instintos; pero es indudable que su combinación
es un hecho regular. A consecuencia del enlace de los organismos unicelulares
con seres vivos policelulares se habría conseguido neutralizar el instinto de
muerte de la célula aislada y derivar los impulsos destructores hacia el
exterior por mediación de un órgano especial. Este órgano sería el sistema
muscular, y el instinto de muerte se manifestaría entonces, aunque sólo
fragmentariamente, como instinto de destrucción orientado hacia el mundo
exterior y hacia otros seres animados. Una vez admitida la idea de una mezcla
de instintos de ambas clases, surge la posibilidad de una disociación más o
menos completa de los mismos. En el componente sádico del instinto sexual
tendríamos un ejemplo clásico de una mezcla adecuada de instintos, y en el
sadismo, devenido independiente como perversión, el prototipo de una
disociación, aunque no llevada a su último extremo. Se ofrecen después a
nuestra observación numerosos hechos no examinados aún a esta luz. Reconocemos
que el instinto de destrucción entra regularmente al servicio del Eros para los
fines de descargo, y nos damos cuenta de que entre los resultados de algunas neurosis
de carácter grave, por ejemplo, las neurosis obsesivas, merecen un estudio
especial de disociación de los instintos y la aparición del instinto de muerte.
Sospechamos,
por último, que el ataque epiléptico es un producto y un signo de una disociación
de los instintos. Generalizando rápidamente, supondremos que la esencia de una
regresión de la libido (por ejemplo, desde la fase genital a la sádico-anal)
está integrada por una disociación de los instintos. Inversamente, el progreso
desde una fase primitiva hasta la fase genital definitiva tendría por condición
una agregación de componentes eróticos. Surge aquí la cuestión de si la
ambivalencia regular, que con tanta frecuencia hallamos intensificada en la
predisposición constitucional a la neurosis, puede o no ser considerada como el
resultado de una disociación; pero, en caso afirmativo, se trataría de una
disociación tan primitiva, que habríamos de considerarla más bien como una
mezcla imperfecta de instintos. Nuestro interés se orientará ahora hacia la
cuestión de si existen o no relaciones importantes entre el yo, el superyó y el
Ello, por un lado, y las dos clases de instintos por otro, y si habrá de sernos
posible adscribir al principio del placer, que rige los procesos psíquicos, una
situación fija con respecto a ambas clases de instintos y a las citadas
diferenciaciones anímicas. Pero antes de entrar en esta discusión hemos de
resolver una duda que se alza contra su planteamiento mismo. En lo que respecta
al principio del placer, no abrigamos duda alguna, y la división del yo reposa
en pruebas clínicas; pero la existencia de dos clases de instintos no parece
todavía suficientemente demostrada, y es muy posible que determinados hechos
del análisis clínico resulten contrarios a ella.
Parece
existir, por lo menos, uno de tales hechos. La antítesis de las dos clases de
instintos puede ser sustituida por la polarización del amor y el odio. No nos
es difícil hallar representantes del Eros. En cambio, como representantes del
instinto de muerte, difícilmente concebible, sólo podemos indicar el instinto
de destrucción, al cual muestra el odio su camino. Ahora bien: la observación
clínica nos muestra no sólo que el odio es el compañero inesperado y constante
del amor (ambivalencia) y muchas veces su precursor en relaciones humanas, sino
también que, bajo muy diversas condiciones, puede transformarse en amor, y
éste, en odio. Si esta transformación es algo más que una simple sucesión
temporal, faltará toda base para establecer una diferenciación tan fundamental
como la de instintos eróticos e instintos de muerte, diferenciación que supone
la existencia de procesos fisiológicos de curso opuesto. El caso de que una
persona ame a otra y la odie después, o viceversa, habiéndole dado esta última
motivos para ello, cae fuera de los límites de nuestro problema. Igualmente,
aquel en el que un enamoramiento aún no manifiesto se exterioriza en un
principio por hostilidad y tendencia a la agresión, pues lo que en él sucede es
que los componentes destructivos se han adelantado a los eróticos en la carga
de objeto. Pero la psicología de las neurosis nos descubre otros casos en los
que sí puede hablarse de transformación.
En
la paranoia persecutoria se defiende al enfermo contra un ligamen homosexual
intensísimo a una persona determinada, y el resultado es que esta persona
amadísima se convierte, para el enfermo, en su perseguidor, contra el cual
orientará su agresión, tan peligrosa a veces. Hemos de suponer que en una fase
anterior quedó transformado el amor en odio. Tanto en la génesis de la
homosexualidad como en la del sentido social desexualizado nos ha descubierto
la investigación psicoanalítica la existencia de intensos sentimientos de
rivalidad, que conduce a la tendencia a la agresión, y cuyo vencimiento es
condición indispensable para que el objeto antes odiado pase a ser amado o
quede integrado en una identificación Surge aquí el problema de si podemos o no
admitir en estos casos una transformación directa del odio en amor, pues se
trata en ellos de modificaciones puramente interiores, en las que no interviene
para nada un cambio de conducta del objeto.
La
investigación analítica del proceso de la transformación paranoica nos revela
la posibilidad de otro distinto mecanismo. Aparece dada desde un principio una
conducta ambivalente, y la transformación queda llevada a efecto por medio de
un desplazamiento reactivo de la carga psíquica, siendo sustraída energía al
impulso erótico y acumulada a la energía hostil. En el vencimiento de la
rivalidad hostil que conduce a la homosexualidad sucede algo análogo. La
actitud hostil no tiene probabilidad ninguna de conseguir una satisfacción y,
en consecuencia, es decir, por motivos económicos, es sustituida por la actitud
erótica, que ofrece más posibilidades de satisfacción, o sea de descarga. Así,
pues, no necesitamos suponer en ninguno de estos dos casos una transformación
directa del odio en amor, inconciliable con la diferencia cualitativa de las
dos clases de instintos. Pero observamos que al discutir este otro mecanismo de
la transformación del amor en odio hemos introducido calladamente una nueva
hipótesis, que merece ser expresamente acentuada. Hemos obrado como si en la
vida anímica existiese una energía desplazable, indiferente en sí, pero
susceptible de agregarse a un impulso erótico o destructor, cualitativamente
diferenciado, e intensificar su carga general. Sin esta hipótesis nos sería
imposible seguir adelante. Habremos, pues, de preguntarnos de dónde procede tal
energía, a qué pertenece y cuál es su significación.
El
problema de la cualidad de los impulsos instintivos y de su conservación de los
diversos destinos de los instintos permanece muy oscuro, no habiendo sido aún
intentada seriamente su solución. En los instintos sexuales parciales,
especialmente accesibles a la observación, se nos muestran algunos procesos del
mismo género. Vemos, en efecto, que los instintos parciales se comunican entre
sí; que un instinto procedente de una fuente erógena especial puede ceder su
intensidad para incrementar la de otro instinto parcial procedente de una
fuente distinta, que la satisfacción de un instinto puede ser sustituida por la
de otro, etc. El descubrimiento de estos procesos nos anima a construir varias
hipótesis de un género particular. Pero lo que aquí me propongo ofrecer no es
una prueba, sino simplemente una hipótesis. Declararé, pues, que dicha energía,
desplazable e indiferente, que actúa probablemente tanto en el yo como en el
Ello, procede, a mi juicio, de la provisión de libido narcisista, siendo, por
tanto, Eros desexualizado. Los instintos eróticos nos parecen, en general, más
plásticos, desviables y desplazables que los de destrucción. Podemos, pues,
concluir sin dificultad que esta libido desplazable labora al servicio del
principio del placer para evitar los estancamientos y facilitar las descargas.
Reconocemos, además, que en esta labor es el hecho mismo de la descarga lo
principal, siendo indiferente el camino por el cual es llevado a cabo.
Ahora
bien: esta circunstancia es característica, como ya sabemos, de los procesos de
carga que tienen efecto en el Ello, y la encontramos tanto en las cargas
eróticas, en las cuales resulta indiferente el objeto, como en las
transferencias que surgen durante el análisis, transferencias que han de ser
establecidas, obligadamente, siendo indiferente la persona sobre la que
recaigan. Rank ha expuesto hace poco acabados ejemplos de actos neuróticos de
venganza, dirigidos contra personas inocentes. Ante esta conducta de lo
inconsciente no podemos por menos de pensar en la conocida anécdota de aquel
juez aldeano que propuso ahorcar a uno de los tres sastres del pueblo en
sustitución del único herrero en él establecido y verdadero culpable del delito
que de castigar se trataba. El caso es ejecutar el castigo, aunque éste no
recaiga sobre el culpable. Igual laxitud observamos ya en los desplazamientos
del proceso primario de la elaboración onírica. En este caso son los objetos, y
en el nuestro actual los caminos de la acción de descarga, lo que resulta
relegado a un segundo término. Si esta energía desplazable es libido
desexualizada, podremos calificarla también de sublimada, pues mantendrá
siempre la intención principal del Eros. Si en un sentido más alto incluimos en
estos desplazamientos los procesos mentales, quedará proveída la labor
intelectual por sublimación de energía instintiva erótica.
Nos
hallamos aquí nuevamente ante la posibilidad, ya indicada, de que la
sublimación tenga efecto siempre por mediación del yo y recordamos que este yo
pone fin a las primeras cargas de objeto del Ello -y seguramente también a
muchas de las ulteriores-, acogiendo en sí la libido de las mismas y ligándola
a la modificación del yo producida por identificación. Con esta transformación
en libido del yo se enlaza naturalmente un abandono de los fines sexuales, o
sea una desexualización. De todos modos se nos descubre aquí una importante
función del yo en su relación con el Eros. Apoderándose en la forma descrita de
la libido de las cargas de objeto, ofreciéndose como único objeto erótico y
desexualizando o sublimando la libido del Ello, labora en contra de los
propósitos del Eros y se sitúa al servicio de los sentimientos instintivos
contrarios. En cambio, tiene que permitir otra parte de las cargas de objeto
del Ello e incluso contribuir a ellas. Más tarde trataremos de otra posible
consecuencia de esta actividad del yo. Se nos impone aquí una importante
modificación de la teoría del narcisismo. Al principio, toda la libido se halla
acumulada en el Ello, mientras el yo es aún débil y está en período de
formación. El Ello emplea una parte de esta libido en cargas eróticas de
objeto, después de lo cual el yo, robustecido ya, intenta apoderarse de esta
libido del objeto e imponerse al Ello como objeto erótico.
El
narcisismo del yo es de este modo un narcisismo secundario sustraído a los
objetos. Comprobamos nuevamente que todos aquellos impulsos instintivos cuya
investigación nos es posible llevar a cabo se nos revelan como ramificaciones
del Eros. Sin las consideraciones desarrolladas en Mas allá del principio del
placer y el descubrimiento de los elementos sádicos del Eros nos sería difícil
mantener nuestra concepción dualista fundamental. Pero se nos impone la
impresión de que los instintos de muerte son mudos y que todo el fragor de la
vida parte principalmente del Eros. Volvamos ahora a la lucha contra el Eros.
Es indudable que el principio del placer sirve al Ello de brújula en el combate
contra la libido, que introduce perturbaciones en el curso de la vida. Si es
cierto que el principio de la constancia -en el sentido que le da Fechner- rige
la vida, la cual sería entonces un resbalar hacia la muerte, serán las
exigencias del Eros, o sea los instintos sexuales, los que detendrían, a título
de necesidades, la disminución del nivel introduciendo nuevas tensiones. El
Ello defiende contra estas tensiones guiado por el principio del placer; esto
es, por la percepción del displacer en muy diversas formas.
Primeramente,
por una rápida docilidad con respecto a las exigencias de la libido no
desexualizada, o sea procurando la satisfacción de las tendencias directamente
sexuales, y luego más ampliamente, desembarazándose en una de tales
satisfacciones, en la cual se reúnen todas las exigencias parciales de las
sustancias sexuales que integran, por decirlo así, hasta la saturación, las
tensiones eróticas. La expulsión de las materias sexuales en el acto sexual
corresponde en cierto modo a la separación del soma y el plasma germinativo. De
aquí la analogía del estado sexual a la completa satisfacción sexual con la
muerte, y en los animales inferiores, la coincidencia de la muerte con el acto
de la reproducción. Podemos decir que la reproducción causa la muerte de estos
seres, en cuanto al ser separado el Eros queda libre el instinto de muerte para
llevar a cabo sus intenciones. Por último, el yo facilita al Ello la labor de
dominación, sublimando parte de la libido para sus fines propios.
Las servidumbres del
«Yo»
La
complicación de la materia hace que el contenido de estos capítulos no se
limite al tema enunciado en su título, pues siempre que emprendemos el estudio
de nuevas relaciones nos vemos obligados a retornar sobre lo ya expuesto. Así,
hemos dicho ya repetidamente que el yo se halla constituido en gran parte por
identificaciones sustitutivas de cargas abandonadas del Ello, y que las
primeras de estas identificaciones se conducen en el yo como una instancia
especial, oponiéndose a él en calidad de superyó. Posteriormente fortificado el
yo, se muestra más resistente a tales influencias de la identificación. El
superyó debe su especial situación en el yo, o con respecto al yo, a un factor
que hemos de valorar desde dos diversos puntos de vista, por ser, en primer
lugar, la primera identificación que hubo de ser llevada a efecto, siendo aún
débil el yo, y en segundo, el heredero del complejo de Edipo, y haber
introducido así en el yo los objetos más importantes. Con respecto a las
modificaciones ulteriores del yo, es en cierto modo el superyó lo que la fase sexual
primaria de la niñez con respecto a la vida sexual posterior a la pubertad.
Siendo accesible a todas las influencias ulteriores, conserva, sin embargo,
durante toda la vida el carácter que le imprimió su génesis del complejo
paterno, o sea la capacidad de oponerse al yo y dominarlo. Es el monumento
conmemorativo de la primitiva debilidad y dependencia del yo, y continúa aún
dominándolo en su época de madurez.
Del
mismo modo que el niño se hallaba sometido a sus padres y obligado a
obedecerlos, se somete el yo al imperativo categórico de su superyó. Pero su
descendencia de las primeras cargas de objeto del Ello, esto es, del complejo
de Edipo, entraña aún para el superyó una más amplia significación. Le hace
entrar en relación, como ya hemos expuesto, con las adquisiciones filogénicas
del Ello y lo convierte en una reencarnación de formas anteriores del yo, que
han dejado en el Ello sus residuos. De este modo permanece el superyó
duraderamente próximo al Ello, y puede arrogarse para con el yo la representación
del mismo. Penetra profundamente en el Ello, y, en cambio, se halla más alejado
que el yo de la conciencia. Para el estudio de estas relaciones habremos de
tener en cuenta determinados hechos clínicos que sin constituir ninguna novedad
no han sido todavía objeto de una elaboración teórica. Hay personas que se
conducen muy singularmente en el tratamiento psicoanalítico. Cuando les damos
esperanzas y nos mostramos satisfechos de la marcha del tratamiento, se
muestran descontentas y empeoran marcadamente. Al principio atribuimos este
fenómeno a la rebeldía contra el médico y el deseo de testimoniarle su
superioridad, pero luego llegamos a darle una interpretación más justa.
Descubrimos, en efecto, que tales personas reaccionan en un sentido inverso a los
progresos de la cura. Cada una de las soluciones parciales que habría de traer
consigo un alivio o una desaparición temporal de los síntomas provoca, por el
contrario, en estos sujetos una intensificación momentánea de la enfermedad, y
durante el tratamiento empeoran en lugar de mejorar. Muestran, pues, la llamada
reacción terapéutica negativa.
Es
indudable que en estos enfermos hay algo que se opone a la curación, la cual es
considerada por ellos como un peligro. Decimos, pues, que predomina en ellos la
necesidad de la enfermedad y no la voluntad de curación. Analizada esta
resistencia en la forma de costumbre y sustraída de ella la rebeldía contra el
médico y la fijación a las formas de la enfermedad, conserva sin embargo,
intensidad suficiente para constituir el mayor obstáculo contra la curación;
obstáculo más fuerte aún que la inaccesibilidad narcisista, la conducta
negativa para con el médico y la adherencia a la enfermedad. Acabamos por
descubrir que se trata de un factor de orden moral, de un sentimiento de
culpabilidad, que halla su satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar
al castigo que la misma significa. Pero este sentimiento de culpabilidad
permanece mudo para el enfermo. No le dice que sea culpable, y de este modo el
sujeto no se siente culpable, sino enfermo. Este sentimiento de culpabilidad no
se manifiesta sino como una resistencia difícilmente reducible contra la
curación. Resulta asimismo muy difícil convencer al enfermo de este motivo de
la continuación de su enfermedad, pues preferirá siempre atenerse a la
explicación de que la cura analítica no es eficaz en su caso.
Lo
que antecede corresponde a los casos extremos; pero tiene efecto también
probablemente, aunque en menor escala, en muchos casos graves de neurosis,
quizá en todos. Es incluso posible que precisamente este factor, esto es, la
conducta del ideal del yo, sea el que determine la mayor o menor gravedad de
una enfermedad neurótica. Consignaremos, pues, algunas observaciones más sobre
la manifestación del sentimiento de la culpa en diversas circunstancias. El
sentimiento normal consciente de culpabilidad (conciencia moral) no opone a la
interpretación dificultad ninguna. Reposa en la tensión entre el yo y el ideal
del yo y es la expresión de una condena del yo por su instancia crítica. Los
conocidos sentimientos de inferioridad de los neuróticos dependen también quizá
de esta misma causa. En dos afecciones que nos son ya familiares es
intensamente consciente el sentimiento de culpabilidad. El ideal del yo muestra
entonces una particular severidad y hace al yo objeto de sus iras, a veces
extraordinariamente crueles. Al lado de esta coincidencia surgen entre la
neurosis obsesiva y la melancolía diferencias no menos significativas por lo
que respecta a la conducta del ideal del yo.
En
ciertas formas de la neurosis obsesiva es extraordinariamente intenso el
sentimiento de culpabilidad, sin que por parte del yo exista nada que
justifique tal sentimiento. El yo del enfermo se rebela entonces contra la
supuesta culpabilidad y pide auxilio al médico para rechazar dicho sentimiento.
Pero sería tan equivocado como ineficaz prestarle la ayuda que demanda, pues el
análisis nos revela luego que el superyó es influido por procesos que
permanecen ocultos al yo. Descubrimos, en efecto, los impulsos reprimidos que
constituyen la base del sentimiento de culpabilidad. El superyó ha sabido aquí
del Ello inconsciente algo más que el yo. En la melancolía experimentamos aún
con más intensidad la impresión de que el superyó ha atraído así la conciencia.
Pero aquí no se atreve el yo a iniciar protesta alguna. Se reconoce culpable y
se somete al castigo. Esta diferencia resulta fácilmente comprensible. En la
neurosis obsesiva se trataba de impulsos repulsivos que permanecían exteriores
al yo. En cambio, la melancolía nos muestra que el objeto sobre el cual recaen
las iras del superyó ha sido acogido en el yo.
Es,
desde luego, singular que en estas dos afecciones neuróticas alcance el
sentimiento de culpabilidad tan extraordinaria energía, pero el problema
principal aquí planteado es otro distinto. Creemos conveniente aplazar su
discusión hasta haber examinado otros casos en los que el sentimiento de la
culpa permanece inconsciente. Así sucede, sobre todo, en la histeria y en los
estados de tipo histérico. El mecanismo de la inconsciencia es aquí fácil de
adivinar. El yo histérico se defiende contra la percepción penosa que le
amenaza por parte de la crítica de su superyó, en la misma forma que emplea
acostumbradamente para defenderse contra una carga de objeto transportable, o
sea por medio de la represión. Depende, pues, del yo el que el sentimiento de
culpabilidad permanezca inconsciente. Sabemos que, en general, lleva el yo a
cabo las represiones en provecho y al servicio del superyó; pero en el caso
presente lo que hace es servirse de esta misma arma contra su riguroso señor.
En la neurosis obsesiva predominan los fenómenos de la formación de reacciones.
En la histeria no consigue el yo sino mantener a distancia el material al cual
se refiere el sentimiento de culpabilidad.
Podemos
ir aún más allá y arriesgar la presunción de que gran parte del sentimiento de
culpabilidad tiene que ser, normalmente, inconsciente, por hallarse la génesis
de la conciencia moral íntimamente ligada al complejo de Edipo, integrado en lo
inconsciente. Si alguien sostuviera la paradoja de que el hombre normal no es
tan sólo mucho mas inmoral de lo que cree, sino también mucho más moral de lo
que supone el psicoanálisis, en cuyos descubrimientos se basa la primera parte
de tal afirmación, no tendría tampoco nada que objetar contra su segunda mitad.
Mucho nos ha sorprendido hallar que el incremento de este sentimiento
inconsciente de culpabilidad puede hacer del individuo un criminal. Pero se
trata de un hecho indudable. En muchos criminales, sobre todo en los jóvenes,
hemos descubierto un intenso sentimiento de culpabilidad, que existía ya antes
de la comisión del delito, y no era, por tanto, una consecuencia del mismo,
sino su motivo, como si para el sujeto hubiera constituido un alivio poder
enlazar dicho sentimiento inconsciente de culpabilidad con algo real y actual.
En todas estas circunstancias demuestra el superyó su independencia del yo
consciente y sus íntimas relaciones con el Ello inconsciente. Por lo que respecta
a la significación que hemos adscrito a los restos verbales preconscientes
integrados en el yo, surge ahora la interrogación de si el superyó no se
hallará quizá constituido, cuando es inconsciente, por tales representaciones
verbales y en caso negativo, cuáles serán los elementos que lo integran.
Nuestra respuesta será que tampoco el superyó puede negar su origen de
impresiones auditivas. Es una parte del yo, y dichas representaciones verbales
(conceptos, abstracciones) llegan a él antes que a la conciencia; pero la
energía de carga no es aportada a estos contenidos del superyó por la
percepción auditiva -la enseñanza o la lectura-, sino que afluye a ellos desde
fuentes situadas en el Ello.
Dejamos
antes sin resolver la cuestión de cómo puede el superyó manifestarse
esencialmente en forma de sentimiento de culpabilidad (o, mejor dicho, de
crítica, pues el sentimiento de culpabilidad es la percepción correspondiente a
esta crítica en el yo) y desarrollar como tal tan extraordinario vigor contra
el yo. Volviéndonos primeramente a la melancolía, encontramos que el superyó,
extremadamente enérgico, y que ha atraído a sí la conciencia, se encarniza
implacablemente contra el yo, como si se hubiera apoderado de todo el sadismo
disponible en el individuo. Según nuestra concepción del sadismo, diremos que
el componente destructor se ha instalado en el superyó y vuelto contra el yo.
En el superyó reina entonces el instinto de muerte, que consigue, con
frecuencia, llevar a la muerte al yo, cuando éste no se libra de su tirano
refugiándose en la manía. En determinadas formas de la neurosis obsesiva son
igualmente penosos y atormentadores los reproches de la conciencia moral, pero
la situación resulta mucho menos transparente. Inversamente al melancólico, el
neurótico obsesivo no busca jamás la muerte, parece inmunizado contra el
suicidio y mejor protegido que el histérico de este peligro. La conservación
del objeto garantiza la seguridad del yo. En la neurosis obsesiva, una
regresión a la organización pregenital permite que los impulsos eróticos se
transformen en impulsos agresivos contra el objeto.
El
instinto de destrucción se ha liberado nuevamente y quiere destruir el objeto
o, por lo menos, aparentar abrigar tal intención. Estas tendencias no son
acogidas por el yo, que se defiende contra ellas por medio de formaciones
reactivas y medidas de precaución, forzándolas a permanecer en el Ello. El
superyó se conduce, en cambio, como si el yo fuera responsable de ellas, y por
la severidad con la que persigue tales propósitos destructores nos demuestra,
al mismo tiempo, que no se trata de una apariencia provocada por la represión,
sino de una verdadera sustitución del amor por el odio. Falto de todo medio de
defensa en ambos sentidos, se rebela inútilmente el yo contra las exigencias
del Ello asesino y contra los reproches de la conciencia moral punitiva. Sólo
consigue estorbar los actos extremos de sus dos atacantes, y el resultado es,
al principio, un infinito «auto-tormento», y más tarde, un sistemático martirio
de objeto cuando éste es accesible. Los peligrosos instintos de muerte son
tratados en el individuo de muy diversos modos. Parte de ellos queda
neutralizada por su mezcla con componentes eróticos, otra parte es derivada
hacia el exterior, como agresión, y una tercera, la más importante, continúa
libremente su labor interior. ¿Cómo sucede, pues, que en la melancolía se
convierta el superyó en una especie de punto de reunión de los instintos de
muerte? Situándose en el punto de vista de la restricción de los instintos, o
sea de la moralidad, podemos decir lo siguiente: el Ello es totalmente amoral; el
yo se esfuerza en ser moral, y el superyó puede ser «hipermoral» y hacerse
entonces tan cruel como el Ello. Es singular que cuanto más se limita el hombre
su agresión hacia el exterior, más severo y agresivo se hace en su ideal del
yo, como por un desplazamiento y un retorno de la agresión hacia el yo. La
moral general y normal tiene ya un carácter severamente restrictivo y
cruelmente prohibitivo, del cual procede la concepción de un ser superior que
castiga implacablemente.
No
nos es posible continuar la explicación de estas circunstancias sin introducir
una nueva hipótesis. El superyó ha nacido de una identificación con el modelo
paterno. Cada una de tales identificaciones tiene el carácter de una
desexualización e incluso de una sublimación. Ahora bien: parece que tal
transformación trae consigo siempre una disociación de instintos. El componente
erótico queda despojado, una vez realizada la sublimación, de la energía
necesaria para encadenar toda la destrucción agregada, y ésta se libera en
calidad de tendencia a la agresión y a la destrucción. De esta disociación
extraería el ideal el deber imperativo, riguroso y cruel. En la neurosis
obsesiva se nos presenta una distinta situación. La disociación productora de
la agresión no sería consecuencia de una función del yo, sino de una regresión
desarrollada en el Ello. Pero este proceso se habría extendido desde el Ello al
superyó, que intensificaría entonces su severidad contra el yo inocente. En
ambos casos sufriría el yo, que ha sojuzgado a la libido por medio de la
identificación, el castigo que por tal acción le impone el superyó, utilizando
la agresión mezclada a la libido.
Nuestra
representación del yo comienza aquí a aclararse, precisándose sus diversas
relaciones. Vemos ahora al yo con todas sus energías y debilidades. Se halla
encargado de importantes funciones; por su relación con el sistema de la
percepción establece el orden temporal de los procesos psíquicos y los somete
al examen de la realidad. Mediante la interpolación de los procesos mentales
consigue un aplazamiento de las descargas motoras y domina los accesos a la
motilidad. Este dominio es, de todos modos, más formal que efectivo. Por lo que
respecta a la acción, se halla el yo en una situación semejante a la de un
monarca constitucional, sin cuya sanción no puede legislarse nada, pero que
reflexionará mucho antes de oponer su veto a una propuesta del Parlamento. El
yo se enriquece con la experiencia del mundo exterior propiamente dicho y tiene
en el Ello otra especie de mundo exterior al que intenta dominar. Sustrae
libido de él y transforma sus cargas de objeto en estructuras yoicas. Con ayuda
del superyó extrae del Ello, en una forma que aún nos es desconocida, la
experiencia histórica en él acumulada. El contenido del Ello puede pasar al yo
por dos caminos distintos. Uno de ellos es directo, y el otro atraviesa el
ideal del yo. La elección entre ambos resulta decisiva para muchas actividades
anímicas. El yo progresa desde la percepción de los instintos hasta su dominio
y desde la obediencia a los instintos hasta su coerción. En esta función
participa ampliamente el ideal del yo, que es, en parte, una formación reactiva
contra los procesos instintivos del Ello. El psicoanálisis es un instrumento
que ha de facilitar al yo la progresiva conquista del Ello.
Mas,
por otra parte, se nos muestra el yo como una pobre cosa sometida a tres
distintas servidumbres y amenazada por tres diversos peligros, emanados,
respectivamente, del mundo exterior, de la libido del yo y del rigor del
superyó. Tres clases de angustia corresponden a estos tres peligros, pues la
angustia es la manifestación de una retirada ante el peligro. En calidad de
instancia fronteriza quiere el yo constituirse en mediador entre el mundo
exterior y el Ello, intentando adaptar el Ello al mundo exterior y alcanzar en
éste los deseos del Ello por medio de su actividad muscular. Se conduce así
como el médico en una cura analítica, ofreciéndose al Ello como objeto de su
libido a la cual procura atraer sobre sí. Para el Ello no es sólo un auxiliar,
sino un sumiso servidor que aspira a lograr el amor de su dueño. Siempre que le
es posible procurar permanecer de acuerdo con el Ello, superpone sus
racionalizaciones preconscientes a los mandatos inconscientes del mismo, simula
una obediencia del Ello a las advertencias de la realidad, aun en aquellos
casos en los que el Ello permanece inflexible, y disimula los conflictos del
Ello con la realidad y con el superyó. Pero su situación de mediador le hace
sucumbir también, a veces, a la tentación de mostrarse oficioso, oportunista y
falso, como el estadista que sacrifica sus principios al deseo de conquistarse
la opinión pública.
El
yo no se conduce imparcialmente con respecto a las dos clases de instintos.
Mediante su labor de identificación y sublimación auxilia a los instintos de
muerte del Ello en el sojuzgamiento de la libido, pero al obrar así se expone
al peligro de ser tomado como objeto de tales instintos y sucumbir víctima de
ellos. Ahora bien: para poder prestar tal auxilio ha tenido que colmarse de
libido, constituyéndose así en representante del Eros, y aspira entonces a
vivir y a ser amado. Pero como su labor de sublimación tiene por consecuencia
una disociación de los instintos y una liberación del instinto de agresión del
yo, se expone en su combate contra la libido al peligro de ser maltratado e
incluso a la muerte. Cuando el yo sufre la agresión del superyó o sucumbe a
ella, ofrece su destino grandes analogías con el de los protozoos que sucumben
a los efectos de los productos de descomposición creados por ellos mismos. La
moral que actúa en el superyó se nos muestra, en sentido económico, como uno de
los tales productos de una descomposición. Entre las servidumbres del yo, la
que le liga al superyó es la más interesante. El yo es la verdadera residencia
de la angustia. Amenazado por tres distintos peligros, desarrolla el yo el
reflejo de fuga, retirando su carga propia de la percepción amenazadora o del
proceso desarrollado en el Ello considerado peligroso y emitiéndola en calidad
de angustia. Esta reacción primitiva es sustituida luego por el establecimiento
de cargas de protección (mecanismos de las fobias). Ignoramos qué es lo que el
yo teme del mundo exterior y de la libido del Ello. Sólo sabemos que es el
sojuzgamiento o la destrucción, pero no podemos precisarlo analíticamente.
El
yo sigue, simplemente, las advertencias del principio del placer. En cambio, sí
podemos determinar qué es lo que se oculta detrás de la angustia del yo ante el
superyó, o sea ante la conciencia moral. Aquel ser superior que luego llegó a
ser el ideal del yo amenazó un día al sujeto con la castración, y este miedo a
la castración es probablemente el nódulo en torno del cual cristaliza luego el
miedo a la conciencia moral. El principio de que todo miedo o angustia es, en
realidad, miedo a la muerte no me parece encerrar sentido alguno. A mi juicio,
es mucho más acertado distinguir la angustia ante la muerte de la angustia real
objetiva y de la angustia neurótica ante la libido. El miedo a la muerte plantea
al psicoanalista un difícil problema, pues la muerte es un concepto abstracto
de contenido negativo, para el cual no nos es posible encontrar nada
correlativo en lo inconsciente. El mecanismo de la angustia ante la muerte no
puede ser sino el de que el yo liberte un amplio caudal de su carga de libido
narcisista; esto es, se abandone a sí mismo, como a cualquier otro objeto, en
caso de angustia. La angustia ante la muerte se desarrolla, pues, a mi juicio,
entre el yo y el superyó.
Conocemos
la génesis de la angustia ante la muerte en dos circunstancias distintas,
análogas, por lo demás, a las de todo desarrollo de angustia; esto es, como
reacción a un peligro exterior y como proceso interior; por ejemplo, en la
melancolía. El caso neurótico nos llevará de nuevo a la inteligencia del caso
real. El miedo a la muerte que surge en la melancolía se explica únicamente
suponiendo que el yo se abandona a sí mismo, porque, en lugar de ser amado por
el superyó, se siente perseguido y odiado por él. Vivir equivale para el yo a
ser amado por el superyó, que aparece aquí también como representante del Ello.
El superyó ejerce la misma función protectora y salvadora que antes el padre y
luego la Providencia o el Destino. Esta misma conclusión es deducida por el yo
cuando se ve amenazado por un grave peligro, del que no cree poder salvarse con
sus propios medios. Se ve abandonado por todos los poderes protectores y se
deja morir. Trátase de la misma situación que constituyó la base del primer
gran estado de angustia del nacimiento y de la angustia infantil; esto es, de
aquella situación en la que el individuo queda separado de su madre y pierde su
protección.
Basándonos
en estas reflexiones podemos considerar la angustia ante la muerte y la
angustia ante la conciencia moral como una elaboración de la angustia ante la
castración. Dada la gran importancia del sentimiento de culpabilidad para las
neurosis, hemos de suponer que la común angustia neurótica experimenta un
incremento en los casos graves, por la génesis de angustia que tiene efecto
entre el yo y el superyó (angustia ante la castración, ante la conciencia moral
y ante la muerte). El Ello carece de medios de testimoniar al yo amor u odio.
No puede expresar lo que quiere ni constituir una voluntad unitaria. En él combaten
el Eros y el instinto de muerte. Ya hemos visto con qué medios se defienden uno
de estos instintos contra los otros. Podemos así representarnos que el Ello se
encuentra bajo el dominio del instinto de muerte, mudo, pero poderoso, y quiere
obtener la paz acallando, conforme a las indicaciones del principio del placer,
al Eros perturbador. Pero con esta hipótesis tememos estimar muy por bajo la
misión del Eros.
Sigmund Freud
Traducción
de Luis López Ballesteros