martes, 17 de febrero de 2015

MÁS ALLÁ DEL PRINCIPIO DEL PLACER. SIGMUND FREUD. 1920



Cuadro: La gruta del conocimiento. Miguel Óscar Menassa. 2003

Más allá del principio del placer. Sigmund Freud.1920.

I En la teoría psicoanalítica suponemos que el curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio del placer; esto es, creemos que dicho curso tiene su origen en una tensión displaciente y emprende luego una dirección tal, que su último resultado coincide con una minoración de dicha tensión y, por tanto, con un ahorro de displacer a una producción de placer. Al aplicar esta hipótesis al examen de los procesos anímicos por nosotros estudiados introducimos en nuestra labor el punto de vista económico. Una exposición que, al lado de los factores tópico y dinámico, intente incluir asimismo el económico, ha de ser la más completa que por el momento pueda presentarse y merece la calificación de metapsicología. No presenta interés alguno para nosotros investigar hasta qué punto nos hemos aproximado o agregado, con la fijación del principio del placer, a un sistema filosófico determinado e históricamente definido. Lo que a estas hipótesis especulativas nos hace llegar es el deseo de describir y comunicar los hechos que diariamente observamos en nuestra labor. La prioridad y la originalidad no pertenecen a los fines hacia los que tiende la labor psicoanalítica, y los datos en los que se basa el establecimiento del mencionado principio son tan visibles, que apenas si es posible dejarlos pasar inadvertidos. En cambio, nos agregaríamos gustosos a una teoría filosófica o psicológica que supiera decirnos cuál es la significación de las sensaciones de placer y displacer, para nosotros tan imperativas; pero, desgraciadamente, no existe ninguna teoría de este género que sea totalmente admisible.

Trátase del sector más oscuro e impenetrable de la vida anímica, y ya que no podemos eludir su investigación, opino que debe dejársenos en completa libertad para construir sobre él aquellas hipótesis que nuestra experiencia nos presente como más probables. Hemos resuelto relacionar el placer y el displacer con la cantidad de excitación existente en la vida anímica, excitación no ligada a factor alguno determinado, correspondiendo el displacer a una elevación y el placer a una disminución de tal cantidad. No pensamos con ello en una simple relación entre la fuerza de las sensaciones y las transformaciones a las que son atribuidas y, mucho menos -conforme a toda la experiencia de la Psicofisiología-, en una proporcionalidad directa; probablemente, el factor decisivo, en cuanto a la sensación, es la medida del aumento o la disminución en el tiempo. Esto sería, quizá, comprobable experimentalmente; mas para nosotros, analíticos, no es aceptable el internarnos más en estos problemas mientras no puedan guiarnos observaciones perfectamente definidas.

Sin embargo, no puede sernos indiferente ver que un investigador tan penetrante como G. Th. Fechner adopta una concepción del placer y el displacer coincidente en esencia con la que nosotros hemos deducido de nuestra labor psicoanalítica. Las manifestaciones de Fechner sobre esta materia se hallan contenidas en un fascículo titulado Algunas ideas sobre la historia de la creación y evolución de los organismos (1873), y su texto es el siguiente: «En cuanto los impulsos conscientes se hallan siempre en relación con placer o displacer, puede también suponerse a estos últimos en una relación psicofísica con estados de estabilidad e inestabilidad, pudiendo fundarse sobre esta base la hipótesis, que más adelante desarrollaré detalladamente, de que cada movimiento psicofísico que traspasa el umbral de la conciencia se halla tanto más revestido de placer cuanto más se acerca a la completa estabilidad, a partir de determinado límite, o de displacer cuanto más se aleja de la misma, partiendo de otro límite distinto.

Entre ambos límites, y como umbral cualitativo de las fronteras del placer y el displacer, existe cierta extensión de indiferencia estética...» Los hechos que nos han movido a opinar que la vida psíquica es regida por el principio del placer hallan también su expresión en la hipótesis de que una de las tendencias del aparato anímico es la de conservar lo más baja posible o, por lo menos, constante la cantidad de excitación en él existente. Esta hipótesis viene a expresar en una forma distinta la misma cosa, pues si la labor del aparato anímico se dirige a mantener baja la cantidad de excitación, todo lo apropiado para elevarla tiene que ser sentido como antifuncional; esto es, como displaciente. El principio del placer se deriva del principio de la constancia, el cual, en realidad, fue deducido de los mismos hechos que nos obligaron a la aceptación del primero. Profundizando en la materia hallaremos que esta tendencia, por nosotros supuesta, del aparato anímico cae, como un caso especial, dentro del principio de Fechner de la tendencia a la estabilidad, con el cual ha relacionado este investigador las sensaciones de placer y displacer.

Mas fuérzanos el decir ahora que es inexacto hablar de un dominio del principio del placer sobre el curso de los procesos psíquicos. Si tal dominio existiese, la mayor parte de nuestros procesos psíquicos tendría que presentarse acompañada de placer o conducir a él, lo cual queda enérgicamente contradicho por la experiencia general. Existe, efectivamente, en el alma fuerte tendencia al principio del placer; pero a esta tendencia se oponen, en cambio, otras fuerzas o estados determinados, y de tal manera, que el resultado final no puede corresponder siempre a ella. Comparemos aquí otra observación de Fechner sobre este mismo punto (l. c., página 90): «Dado que la tendencia hacia el fin no supone todavía el alcance del mismo, y dado que el fin no es, en realidad, alcanzable sino aproximadamente...» Si ahora dirigimos nuestra atención al problema de cuáles son las circunstancias que pueden frustrar la victoria del principio del placer, nos hallaremos de nuevo en terreno conocido y seguro y podremos utilizar, para su solución, nuestra experiencia analítica, que nos proporciona rico acervo de datos. El primer caso de tal inhibición del principio del placer nos es conocido como normal. Sabemos que el principio del placer corresponde a un funcionamiento primario del aparato anímico y que es inútil, y hasta peligroso en alto grado, para la autoafirmación del organismo frente a las dificultades del mundo exterior. Bajo el influjo del instinto de conservación del yo queda sustituido el principio del placer por el principio de la realidad, que, sin abandonar el propósito de una final consecución del placer, exige y logra el aplazamiento de la satisfacción y el renunciamiento a algunas de las posibilidades de alcanzarla, y nos fuerza a aceptar pacientemente el displacer durante el largo rodeo necesario para llegar al placer. El principio del placer continua aún, por largo tiempo, rigiendo el funcionamiento del instinto sexual, más difícilmente «educable», y partiendo de este último o en el mismo yo, llega a dominar al principio de la realidad, para daño del organismo entero.

No puede, sin embargo, hacerse responsable a la sustitución del principio del placer por el principio de la realidad más que de una pequeña parte, y no la más intensa, ciertamente, de las sensaciones de displacer. Otra fuente no menos normal de la génesis del displacer surge de los conflictos y disociaciones que tienen lugar en el aparato psíquico mientras el yo verifica su evolución hasta organizaciones de superior complejidad. Casi toda la energía que llena el aparato procede de los impulsos instintivos que le son inherentes, mas no todos ellos son admitidos a las mismas fases evolutivas.

Algunos instintos o parte de ellos demuestran ser incompatibles, por sus fines o aspiraciones, con los demás, los cuales pueden reunirse formando la unidad del yo. Dichos instintos incompatibles son separados de esta unidad por el proceso de la represión, retenidos en grados más bajos del desarrollo psíquico y privados, al principio, de la posibilidad de una satisfacción. Si entonces consiguen -cosa en extremo fácil para los instintos sexuales reprimidos- llegar por caminos indirectos a una satisfacción directa o sustitutiva, este éxito, que en otras condiciones hubiese constituido una posibilidad de placer, es sentido por el yo como displacer. A consecuencia del primitivo conflicto, al que puso término la represión, experimenta el principio del placer una nueva fractura, que tiene lugar, precisamente, mientras determinados instintos se hallan dedicados, conforme al principio mismo, a la consecución de nuevo placer. Los detalles del proceso por medio del cual transforma la represión una posibilidad de placer en una fuente de displacer no han sido aún bien comprendidos o no pueden describirse claramente; pero, con seguridad, todo displacer neurótico es de esta naturaleza: placer que no puede ser sentido como tal.

No todas nuestras sensaciones de displacer, ni siquiera la mayoría, pueden ser atribuidas a las dos fuentes de displacer antes consignadas; pero de aquellas cuyo origen es distinto podemos, desde luego, afirmar con cierta justificación que no contradicen la vigencia del principio del placer. La mayoría del displacer que experimentamos es, ciertamente, displacer de percepción, percepción del esfuerzo de instintos insatisfechos o percepción exterior, ya por ser esta última penosa en sí o por excitar en el aparato anímico expectaciones llenas de displacer y ser reconocida como un «peligro» por el mismo. La reacción a estas aspiraciones instintivas y a estas amenazas de peligro, reacción en la que se manifiesta la verdadera actividad del aparato psíquico, puede ser entonces dirigida en una forma correcta por el principio del placer o por el principio de la realidad, que lo modifica. Con esto no parece necesario reconocer mayor limitación del principio del placer, y, sin embargo precisamente la investigación de la reacción anímica al peligro exterior puede proporcionar nueva materia y nuevas interrogaciones al problema aquí tratado.


II Después de graves conmociones mecánicas, tales como choques de trenes y otros accidentes en los que existe peligro de muerte, suele aparecer una perturbación, ha largo tiempo conocida y descrita, a la que se ha dado el nombre de «neurosis traumática». La espantosa guerra que acaba de llegar a su fin ha hecho surgir una gran cantidad de estos casos y ha puesto término a los intentos de atribuir dicha enfermedad a una lesión del sistema nervioso producida por una violencia mecánica. El cuadro de la neurosis traumática se acerca al de la histeria por su riqueza en análogos síntomas motores, más lo supera en general por los acusados signos de padecimiento subjetivo, semejantes a los que presentan los melancólicos o hipocondríacos, y por las pruebas de más amplia astenia general y mayor quebranto de las funciones anímicas. No se ha llegado todavía a una completa inteligencia de las neurosis de guerra, ni tampoco de las neurosis traumáticas de los tiempos de paz. En las primeras parecía aclarar en parte la cuestión, complicándola en cambio por otro lado el hecho de que el mismo cuadro patológico aparecía en ocasiones sin que hubiera tenido lugar violencia mecánica alguna. En la neurosis traumática corriente resaltan dos rasgos, que se pueden tomar como puntos de partida de la reflexión: primeramente, el hecho de que el factor capital de la motivación parece ser la sorpresa; esto es, el sobresalto o susto experimentado, y en segundo lugar, que una contusión o herida recibida simultáneamente actúa en contra de la formación de la neurosis. Susto, miedo y angustia son términos que se usan erróneamente como sinónimos, pues pueden diferenciarse muy precisamente según su relación al peligro.

La angustia constituye un estado semejante a la expectación del peligro y preparación para el mismo, aunque nos sea desconocido. El miedo reclama un objeto determinado que nos lo inspire. En cambio, el susto constituye aquel estado que nos invade bruscamente cuando se nos presenta un peligro que no esperamos y para el que no estamos preparados; acentúa, pues, el factor sorpresa. No creo que la angustia pueda originar una neurosis traumática; en ella hay algo que protege contra el susto y, por tanto, también contra la neurosis de sobresalto. Más adelante volveremos sobre esta cuestión. El estudio del sueño debe ser considerado como el camino más seguro para la investigación de los más profundos procesos anímicos. Y la vida onírica de la neurosis traumática muestra el carácter de reintegrar de continuo al enfermo a la situación del accidente sufrido, haciéndole despertar con nuevo sobresalto. Este singular carácter posee mayor importancia de la que se le concede generalmente, suponiéndolo tan sólo una prueba de la violencia de la impresión producida por el suceso traumático, la cual perseguiría al enfermo hasta sus mismos sueños. El enfermo hallaríase, pues, por decirlo así, psíquicamente fijado al trauma. Tales fijaciones al suceso que ha desencadenado la enfermedad nos son ha largo tiempo conocidas en la histeria.

Ya en 1893 hacíamos observar Breuer y yo en nuestro libro sobre esta neurosis que los histéricos sufren de reminiscencias. Ultimamente, investigadores como Ferenczi y Simmel han podido también explicar algunos síntomas motores de las neurosis de guerra por la fijación del trauma. Mas por mi parte no he podido comprobar que los enfermos de neurosis traumática se ocupen mucho en su vida despierta del accidente sufrido. Quizá más bien se esfuerzan en no pensar en él. El aceptar como cosa natural que el sueño nocturno les reintegre a la situación patógena supone desconocer la verdadera naturaleza del sueño, conforme a la cual lo que el mismo habría de presentar al paciente serían imágenes de la esperada curación o de la época en que gozaba de salud. Si los sueños de los enfermos de neurosis traumática no nos han de hacer negar la tendencia realizadora de deseos de la vida onírica, deberemos acogernos a la hipótesis de que, como tantas otras funciones, también la de los sueños ha sido conmocionada por el trauma y apartada de sus intenciones, o, en último caso, recordar las misteriosas tendencias masoquistas del yo. Abandonemos por ahora el oscuro y sombrío tema de la neurosis traumática para dedicarnos a estudiar el funcionamiento del aparato anímico en una de sus más tempranas actividades normales. Me refiero a los juegos infantiles.

Las diversas teorías sobre el juego infantil han sido reunidas y estudiadas analíticamente por vez primera en un ensayo de S. Pfeifer, publicado en la revista Imago (vol. IV); ensayo que recomiendo a los que por la materia en él tratada se interesen. Dichas teorías se esfuerzan en adivinar los motivos de: jugar infantil, sin tener en cuenta en primer término el punto de vista económico, la consecución de placer. Aunque sin propósito de abarcar la totalidad de estos fenómenos, he aprovechado una ocasión que se me ofreció de esclarecer el primer juego, de propia creación, de un niño de año y medio. Fue ésta una observación harto detenida, pues viví durante algunas semanas con el niño y sus padres bajo el mismo techo, y pasaron muchos días hasta que el misterioso manejo del pequeño, incansablemente repetido durante largo tiempo, me descubriera su sentido. No presentaba este niño un precoz desarrollo intelectual; al año y medio apenas si pronunciaba algunas palabras comprensibles, y fuera de ellas disponía de varios sonidos significativos que eran comprendidos por las personas que le rodeaban. Pero, en cambio, se hallaba en excelentes relaciones con sus padre y con la única criada que tenía a su servicio, y era muy elogiado su juicioso carácter. No perturbaba por las noches el sueño de sus padres, obedecía concienzudamente a las prohibiciones de tocar determinados objetos o entrar en ciertas habitaciones y sobre todo no lloraba nunca cuando su madre le abandonaba por varias horas a pesar de la gran ternura que le demostraba. La madre no sólo le había criado, sino que continuaba ocupándose constantemente de él casi sin auxilio ninguno ajeno. El excelente chiquillo mostraba tan sólo la perturbadora costumbre de arrojar lejos de sí, a un rincón del cuarto, bajo una cama o en sitios análogos, todos aquellos pequeños objetos de que podía apoderarse, de manera que el hallazgo de sus juguetes no resultaba a veces nada fácil.

Mientras ejecutaba el manejo descrito solía producir, con expresión interesada y satisfecha, un agudo y largo sonido, o-o-o-o, que, a juicio de la madre y mío, no correspondía a una interjección, sino que significaba fuera (fort). Observé, por último, que todo aquello era un juego inventado por el niño y que éste no utilizaba sus juguetes más que para jugar con ellos a estar fuera. Más tarde presencié algo que confirmó mi suposición. El niño tenía un carrete de madera atado a una cuerdecita, y no se le ocurrió jamás llevarlo arrastrando por el suelo, esto es, jugar al coche, sino que, teniéndolo sujeto por el extremo de la cuerda, lo arrojaba con gran habilidad por encima de la barandilla de su cuna, forrada de tela, haciéndolo desaparecer detrás de la misma. Lanzaba entonces su significativo o-o-o-o, y tiraba luego de la cuerda hasta sacar el carrete de la cuna, saludando su reaparición con un alegre «aquí». Este era, pues, el juego completo: desaparición y reaparición, juego del cual no se llevaba casi nunca a cabo más que la primera parte, la cual era incansablemente repetida por sí sola, a pesar de que el mayor placer estaba indudablemente ligado al segundo acto.

La interpretación del juego quedaba así facilitada. Hallábase el mismo en conexión con la más importante función de cultura del niño, esto es, con la renuncia al instinto (renuncia a la satisfacción del instinto) por él llevada a cabo al permitir sin resistencia alguna la marcha de la madre. El niño se resarcía en el acto poniendo en escena la misma desaparición y retorno con los objetos que a su alcance encontraba. Para la valoración afectiva de este juego es indiferente que el niño lo inventara por sí mismo o se lo apropiara a consecuencia de un estímulo exterior. Nuestro interés se dirigirá ahora hacia otro punto. La marcha de la madre no puede ser de ningún modo agradable, ni siquiera indiferente, para el niño. ¿Cómo, pues, está de acuerdo con el principio del placer el hecho de que el niño repita como un juego el suceso penoso para él? Se querrá quizá responder que la marcha tenía que ser representada como condición preliminar de la alegre reaparición y que en esta última se hallaba la verdadera intención del juego; pero esto queda contradicho por la observación de que la primera parte, la marcha, era representada por sí sola como juego y, además, con mucha mayor frecuencia que la totalidad llevada hasta su regocijado final.

El análisis de un solo caso de este género no autoriza para establecer conclusión alguna. Considerándola imparcialmente, se experimenta la impresión de que ha sido otro el motivo por el cual el niño ha convertido en juego el suceso desagradable. En este representaba el niño un papel pasivo, era el objeto del suceso, papel que trueca por el activo repitiendo el suceso, a pesar de ser penoso para él como juego. Este impulso podría atribuirse a un instinto de dominio, que se hace independiente de que el recuerdo fuera o no penoso en sí. Puede intentarse también otra interpretación diferente. El arrojar el objeto de modo que desapareciese o quedase fuera podía ser asimismo la satisfacción de un reprimido impulso vengativo contra la madre por haberse separado del niño y significar el enfado de este: «Te puedes ir, no te necesito. Soy yo mismo el que te echa.» Este mismo niño, cuyo primer juego observé yo cuando tenía año y medio, acostumbraba un año después, al enfadarse contra alguno de sus juguetes, arrojarlo contra el suelo, diciendo: «¡Vete a la gue(rr)a!» Le habían dicho que el padre, ausente, se hallaba en la guerra, y el niño no le echaba de menos, sino que, por el contrario, manifestaba claros signos de que no quería ser estorbado en la exclusiva posesión de la madre. Sabemos también de otros niños que suelen expresar análogos sentimientos hostiles arrojando al suelo objetos que para ellos representan a las personas odiadas, Llegase así a sospechar que el impulso a elaborar psíquicamente algo impresionante, consiguiendo de este modo su total dominio, puede llegar a manifestarse primariamente y con independencia del principio del placer. En el caso aquí discutido, la única razón de que el niño repitiera como juego una impresión desagradable era la de que a dicha repetición se enlazaba una consecución de placer de distinto género, pero más directa.

Una más amplia observación de los juegos infantiles no hace tampoco cesar nuestra vacilación entre tales dos hipótesis. Se ve que los niños repiten en sus juegos todo aquello que en la vida les ha causado una intensa impresión y que de este modo procuran un exutorio a la energía de la misma, haciéndose, por decirlo así, dueños de la situación. Pero, por otro lado, vemos con suficiente claridad que todo juego infantil se halla bajo la influencia del deseo dominante en esta edad: el de ser grandes y poder hacer lo que los mayores. Obsérvese asimismo que el carácter desagradable del suceso no siempre hace a éste utilizable como juego. Cuando el médico ha reconocido la garganta del niño o le ha hecho sufrir alguna pequeña operación, es seguro que este suceso aterrorizante se convertirá en seguida en el contenido de un juego. Mas no debemos dejar de tener en cuenta otra fuente de placer muy distinta de la anteriormente señalada. Al pasar el niño de la pasividad del suceso a la actividad el juego hace sufrir a cualquiera de sus camaradas la sensación desagradable por él experimentada, vengándose así en aquél de la persona que se la infirió. De toda esta discusión resulta que es innecesaria la hipótesis de un especial instinto de imitación como motivo del juego. Agregaremos tan sólo la indicación de que la imitación y el juego artístico de los adultos, que, a diferencia de los infantiles, van dirigidos ya hacia espectadores, no ahorran a éstos las impresiones más dolorosas -así en la tragedia-, las cuales, sin embargo, pueden ser sentidas por ellos como un elevado placer. De este modo llegamos a la convicción de que también bajo el dominio del principio del placer existen medios y caminos suficientes para convertir en objeto del recuerdo y de la elaboración psíquica lo desagradable en sí. Quizá con estos casos y situaciones, que tienden a una final consecución de placer, pueda construirse una estética económicamente orientada; más para nuestras intenciones no nos son nada útiles, pues presuponen la existencia y el régimen del principio del placer y no testimonian nada en favor de la actuación de tendencias más allá del mismo, esto es, de tendencias más primitivas que él e independientes de él en absoluto.


III Resultado de veinticinco años de intensa labor ha sido que los fines próximos de la técnica psicoanalítica sean hoy muy otros que los de su principio. En los albores de nuestra técnica el médico analítico no podía aspirar a otra cosa que a adivinar lo inconsciente oculto para el enfermo, reunirlo y comunicárselo en el momento debido. El psicoanálisis era ante todo una ciencia de interpretación. Más dado que la cuestión terapéutica no quedaba así por completo resuelta, apareció un nuevo propósito: el de forzar al enfermo a confirmar la construcción por medio de su propio recuerdo. En esta labor la cuestión principal se hallaba en vencer las resistencias del enfermo, y el arte consistía en descubrirlas lo antes posible, mostrárselas al paciente y moverle por un influjo personal -sugestión actuante como transferencia- a hacer cesar las resistencias. Hízose entonces cada vez más claro que el fin propuesto, el de hacer consciente lo inconsciente, no podía tampoco ser totalmente alcanzado por este camino. El enfermo puede no recordar todo lo en él reprimido, puede no recordar precisamente lo más importante y de este modo no llegar a convencerse de la exactitud de la construcción que se le comunica, quedando obligado a repetir lo reprimido, como un suceso actual, en vez de -según el médico desearía- recordarlo cual un trozo del pasado  . Esta reproducción, que aparece con fidelidad indeseada, entraña siempre como contenido un fragmento de la vida sexual infantil y, por tanto, del complejo de Edipo y de sus ramificaciones y tiene lugar siempre dentro de la transferencia; esto es, de la relación con el médico. Llegando a este punto el tratamiento, puede decirse que la neurosis primitiva ha sido sustituida por una nueva neurosis de transferencia. El médico se ha esforzado en limitar la extensión de esta segunda neurosis, hacer entrar lo más posible en el recuerdo y permitir lo menos posible la repetición.

La relación que se establece entre el recuerdo y la reproducción es distinta para cada caso. Generalmente no puede el médico ahorrar al analizado esta fase de la cura y tiene que dejarle que viva de nuevo un cierto trozo de su olvidada vida, cuidando de que conserve una cierta superioridad, mediante la cual la aparente realidad sea siempre reconocida como reflejo de un olvidado pretérito. Conseguido esto queda logrado el convencimiento del enfermo y el éxito terapéutico que del mismo depende. Para hallar más comprensible esta obsesión de repetición (Wiederholungszwang) que se manifiesta en el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos, hay que libertarse ante todo del error que supone creer que en la lucha contra las resistencias se combate contra una resistencia de lo inconsciente. Lo inconsciente, esto es, lo reprimido, no presenta resistencia alguna a la labor curativa; no tiende por sí mismo a otra cosa que a abrirse paso hasta la conciencia o a hallar un exutorio por medio del acto real, venciendo la coerción a que se halla sometido. La resistencia procede en la cura de los mismos estratos y sistemas superiores de la vida psíquica que llevaron a cabo anteriormente la represión. Más como los motivos de las resistencias y hasta estas mismas son -según nos demuestra la experiencia- inconscientes al principio de la cura, tenemos que modificar y perfeccionar un defecto de nuestro modo de expresarnos. Escaparemos a la falta de claridad oponiendo uno a otro, en lugar de lo consciente y lo inconsciente, el yo coherente y el reprimido.

Mucha parte del yo es seguramente inconsciente, sobre todo aquella que puede denominarse el nódulo del yo, y de la cual sólo un escaso sector queda comprendido en lo que denominamos preconsciente. Tras de esta sustitución de una expresión puramente descriptiva por otra sistemática o dinámica, podemos decir que la resistencia del analizado parte de su yo, y entonces vemos en seguida que la compulsión de repetición debe atribuirse a lo reprimido inconsciente, material que no puede probablemente exteriorizarse hasta que la labor terapéutica hubiera debilitado la represión. Es indudablemente que la resistencia del yo consciente e inconsciente se halla al servicio del principio del placer, pues se trata de ahorrar el displacer que sería causado por la libertad de lo reprimido. Así, nuestra labor será la de conseguir la admisión de tal displacer haciendo una llamada al principio de la realidad. Más ¿en qué relación con el principio del placer se halla la obsesión de repetición en la que se manifiesta la energía de lo reprimido? Es incontestable que la mayor parte de lo que la obsesión de repetición hace vivir de nuevo tiene que producir disgustos al yo, pues saca a la superficie funciones de los sentimientos reprimidos; más es éste un displacer que, como ya hemos visto, no contradice al principio del placer: displacer para un sistema y al mismo tiempo satisfacción para otro. Un nuevo hecho singular es el de que la obsesión de repetición reproduce también sucesos del pasado que no traen consigo posibilidad alguna de placer y que cuando tuvieron lugar no constituyeron una satisfacción ni siquiera fueron desde entonces sentimientos instintivos reprimidos.

La primera flor de la vida sexual infantil se hallaba destinada a sucumbir a consecuencia de la incompatibilidad de sus deseos con la realidad y de la insuficiencia del grado de evolución infantil, y, en efecto, sucumbió entre las más dolorosas sensaciones. La pérdida de amor y el fracaso dejaron tras sí una duradera influencia del sentido del yo, como una cicatriz narcisista que, a mi juicio, conforme en un todo con los estudios de Marcinowski  , constituye la mayor aportación al frecuente sentimiento de inferioridad (Minderwertigkeitsgefühl) de los neuróticos. La investigación sexual, limitada por el incompleto desarrollo físico del niño, no consiguió llegar a conclusión alguna satisfactoria. De aquí el lamento posterior: «No puedo conseguir nada; todo me sale mal.» La tierna adhesión a uno de los progenitores, casi siempre al de sexo contrario, sucumbió al desengaño, a la inútil espera de satisfacción y a los celos provocados por el nacimiento de un hermanito, que demostró inequívocamente la infidelidad de la persona amada; el intento emprendido con trágica gravedad de crear por sí mismo un niño semejante, fracasó de un modo vergonzoso; la minoración de la ternura que antes rodeaba al niño, las más elevadas exigencias de la educación, las palabras severas y algún castigo, le descubrieron, por último, el desprecio de que era víctima. Existen aquí algunos tipos, que retornan regularmente, de cómo queda puesto fin al amor típico de esta época infantil.

Todas estas dolorosas situaciones afectivas y todos estos sucesos indeseados son resucitados con gran habilidad y repetidos por los neuróticos en la transferencia. El enfermo tiende entonces a la interrupción de la cura, aún no terminada y sabe crearse de nuevo la impresión de desprecio, obligando al médico a dirigirle duras palabras y a tratarle con frialdad; halla los objetos apropiados para sus celos y sustituye el ansiado niño de la época primitiva por el propósito o la promesa de un gran regalo, que en la mayoría de los casos llega a ser tan real como aquél. Nada de esto podía ser anteriormente portador de placer; más surgiendo luego como recuerdo, hay que suponer que debería traer consigo un menor displacer que cuando constituyó un suceso presente. Trátase, naturalmente, de la acción de instintos que debían llevar a la satisfacción; pero la experiencia de que en lugar de esto llevaron anteriormente tan sólo el displacer, no ha servido de nada, y su acción es repetida por imposición obsesiva.

Lo mismo que el psicoanálisis nos muestra en los fenómenos de transferencia de los neuróticos, puede hallarse de nuevo en la vida de personas no neuróticas, y hace en las mismas la impresión de un destino que las persigue de una influencia demoníaca que rige su vida. El psicoanálisis ha considerado desde un principio tal destino como preparado, en su mayor parte, por la persona misma y determinado por tempranas influencias infantiles. La obsesión que en ello se muestra no se diferencia de la de repetición de los neuróticos, aunque tales personas no hayan ofrecido nunca señales de un conflicto neurótico resuelto por la formación de síntomas. De este modo conocemos individuos en los que toda relación humana llega a igual desenlace: filántropos a los que todos sus protegidos, por diferente que sea su carácter, abandonan irremisiblemente, con enfado, al cabo de cierto tiempo, pareciendo así destinados a saborear todas las amarguras de la ingratitud: hombres en los que toda amistad termina por la traición del amigo; personas que repiten varias veces en su vida el hecho de elevar como autoridad sobre sí mismas, o públicamente, a otra persona, a la que tras algún tiempo derrocan para elegir a otra nueva; amantes cuya relación con las mujeres pasa siempre por las mismas fases y llega al mismo desenlace.

No nos maravilla en exceso este «perpetuo retorno de lo mismo» cuando se trata de una conducta activa del sujeto y cuando hallamos el rasgo característico permanente de su ser, que tiene que manifestarse en la repetición de los mismos actos. Más, en cambio, sí nos extrañamos en aquellos casos en que los sucesos parecen hallarse fuera de toda posible influencia del sujeto y éste pasa una y otra vez pasivamente por la repetición del mismo destino. Piénsese, por ejemplo, en la historia de aquella mujer que, casada tres veces, vio al poco tiempo y sucesivamente enfermar a sus tres maridos y tuvo que cuidarlos hasta su muerte. La exposición poética más emocionante de tal destino ha sido compuesta por el Tasso en su epopeya romántica La Jerusalén libertada. El héroe Tancredo ha dado muerte, sin saberlo, a su amada Clorinda, que combatió con él revestida con la armadura de un caballero enemigo. Después de su entierro penetra Tancredo en un inquietante bosque encantado que infunde temor al ejército de los cruzados, y abate en él con su espada un alto árbol de cuya herida mana sangre, y surge la voz de Clorinda, acusándole de haber dañado de nuevo a la amada.

Estos datos, que en la observación del destino de los hombres y de su conducta en la transferencia hemos hallado, nos hacen suponer que en la vida anímica existe realmente una obsesión de repetición que va más allá del principio del placer y a la cual nos inclinamos ahora a atribuir los sueños de los enfermos de neurosis traumáticas y los juegos de los niños. Más, de todos modos, debemos decirnos que sólo en raros casos podemos observar los efectos de la obsesión de repetición por sí solos y sin la ayuda de otros motivos. En los juegos infantiles hemos hecho ya resaltar qué otras interpretaciones permite su génesis. La obsesión de repetición y la satisfacción instintiva directa y acompañada de placer parecen confundirse aquí en una íntima comunidad. Los fenómenos de la transferencia se hallan claramente al servicio de la resistencia por parte del yo, que, obstinado en la represión y deseo de no quebrantar el principio del placer, llama en su auxilio a la obsesión de repetición.

De lo que pudiéramos llamar fuerza del destino nos parece gran parte comprensible por la reflexión racional, de manera que no se siente la necesidad de establecer un nuevo y misterioso motivo. Los menos sospechosos son los casos de los sueños de trauma; pero una más detenida reflexión nos hace confesar que tampoco en los otros ejemplos queda explicado el estado de cosas por la función de los motivos que conocemos. Queda suficiente resto que justifica nuestras hipótesis de la obsesión de repetición, la cual parece ser más primitiva, elemental e instintiva que el principio del placer al que se sustituye. Más si en la vida anímica existe tal obsesión de repetición, quisiéramos saber algo de ella, a qué función corresponde, bajo qué condiciones puede surgir y en qué relación se halla con el principio del placer, al que hasta ahora habíamos atribuido el dominio sobre el curso de los procesos de excitación en la vida psíquica.


IV Lo que sigue es pura especulación y a veces harto extremada, que el lector aceptará o rechazará según su posición particular en estas materias. Constituye, además, un intento de perseguir y agotar una idea, por curiosidad de ver hasta dónde nos llevará. La especulación psicoanalítica deduce de las impresiones experimentadas en la investigación de los procesos inconscientes el hecho de que la conciencia no puede ser un carácter general de los procesos anímicos, sino tan sólo una función especial de los mismos. Así, afirma, usando un tecnicismo metapsicológico, que la conciencia es la función de un sistema especial al que denomina sistema Cc. Dado que la conciencia procura esencialmente percepciones de estímulos procedentes del mundo exterior y sensaciones de placer y displacer que no pueden provenir más que del interior del aparato anímico, podemos atribuir al sistema P-Cc. una localización. Tiene que hallarse situado en la frontera entre el exterior y el interior, estar vuelto hacia el mundo exterior y envolver a los otros sistemas psíquicos. Observamos entonces que con estas afirmaciones no hemos expuesto nada nuevo, sino que nos hemos agregado a la anatomía localizante del cerebro, que coloca la «sede» de la conciencia en la corteza cerebral, en la capa exterior envolvente del órgano central. La anatomía del cerebro no necesita preocuparse de por qué -anatómicamente hablando- se halla situada la conciencia precisamente en la superficie del cerebro, en lugar de morar, cuidadosamente preservada, en lo más íntimo del mismo. Quizá con nuestra hipótesis de tal situación de nuestro sistema P-Cc. logremos un mayor esclarecimiento.

La conciencia no es la única peculiaridad que atribuimos a los procesos que tienen lugar en este sistema. Basándonos en las impresiones de nuestra experiencia psicoanalítica, suponemos que todos los procesos excitantes que se desarrollan en los demás sistemas dejan en éste huellas duraderas como fundamento de la memoria, esto es, restos mnémicos que no tienen nada que ver con la conciencia y que son con frecuencia más fuertes y permanentes cuando el proceso del que han nacido no ha llegado jamás a la conciencia. Pero nos es difícil creer que tales huellas duraderas de la excitación se produzcan también en el sistema P-Cc. Si permanecieran siempre conscientes, limitarían pronto la actitud del sistema para la recepción de nuevas excitaciones; en el caso contrario, esto es, siendo inconscientes, nos plantearían el problema de explicar la existencia de procesos inconscientes en un sistema cuyo funcionamiento va en todo lo demás acompañado del fenómeno de la conciencia. No habríamos, pues, transformado la situación ni ganado nada con la hipótesis que sitúa el devenir consciente en un sistema especial. Aunque no como consecuencia obligada, podemos, pues, suponer que la conciencia y la impresión de una huella mnémica son incompatibles para el mismo sistema. Podríamos, por tanto, decir que en el sistema Cc. se hace consciente el proceso excitante, más no deja huella duradera alguna. Todas las huellas de dicho proceso, en las cuales se apoya el recuerdo, se producirían en los vecinos sistemas internos al propagarse a ellos la excitación. En este sentido se halla inspirado el esquema incluido por mí en la parte especulativa de mi Interpretación de los sueños. Si se piensa cuán poco hemos logrado averiguar, por otros caminos, sobre la génesis de la conciencia, tendremos que atribuir al principio de que la conciencia se forma en lugar de la huella mnémica, por lo menos, la significación de una afirmación determinada de un modo cualquiera.

El sistema Cc. se caracterizaría, pues, por la peculiaridad de que el proceso de la excitación no deja en él, como en todos los demás sistemas psíquicos, una transformación duradera de sus elementos, sino que se gasta, desde luego, en el fenómeno del devenir consciente. Tal desviación de la regla general tiene que ser motivada por un factor privativo de este sistema y que puede ser muy bien la situación ya expuesta del sistema Cc., esto es, su inmediata proximidad al mundo exterior. Representémonos, pues, el organismo viviente en su máxima simplificación posible, como una vesícula indiferenciada de sustancia excitable. Entonces su superficie, vuelta hacia el mundo exterior, quedará diferenciada por su situación misma y servirá de órgano receptor de las excitaciones. La embriología, como repetición de la historia evolutiva, muestra también que el sistema nervioso central surge del ectodermo, y como la corteza cerebral gris es una modificación de la superficie primitiva, podremos suponer que haya adquirido, por herencia, esenciales caracteres de la misma. Sería entonces fácilmente imaginable que por el incesante ataque de las excitaciones exteriores sobre la superficie de la vesícula quedase modificada su sustancia duraderamente hasta cierta profundidad, de manera que su proceso de excitación se verificaría en ella de distinto modo que en las capas más profundas. Formaríase así una corteza tan calcinada finalmente por el efecto de las excitaciones, que presentaría las condiciones más favorables para la recepción de las mismas y no sería ya susceptible de nuevas modificaciones. Aplicado esto al sistema Cc., supondría que sus elementos no pueden experimentar cambio alguno duradero al ser atravesados por la excitación, pues se hallan modificados en tal sentido hasta el último límite. Más, llegados a tal punto, se hallarían ya capacitados para dejar constituirse a la conciencia. Muy diversas concepciones podemos formarnos de qué es en lo que consiste esta modificación de la sustancia y del proceso de excitación que en ella se verifica; pero ninguna de nuestras hipótesis es por ahora demostrable.

Puede aceptarse que la excitación tiene que vencer una resistencia en su paso de un elemento a otro, y este vencimiento de la resistencia dejaría precisamente la huella temporal de la excitación. En el sistema Cc. no existiría ya tal resistencia al paso de un elemento a otro. Con esta concepción puede hacerse coincidir la diferenciación de Breuer de carga psíquica (Besetzungsenergie) en reposo (ligada) y carga psíquica libremente móvil en los elementos de los sistemas psíquicos. Entonces los elementos del sistema Cc. poseerían tan sólo energía capaz de un libre curso y no energía ligada. Más creo que, por lo pronto, es mejor dejar indeterminadas tales circunstancias. De todos modos, habremos establecido en estas especulaciones una cierta conexión entre la génesis de la conciencia y la situación del sistema Cc. y las peculiaridades del proceso de excitación a él atribuibles.

Aún nos queda algo por explicar en la vesícula viviente y su capa cortical receptora de estímulos. Este trocito de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado de las más fuertes energías, y sería destruido por los efectos excitados del mismo si no estuviese provisto de un dispositivo protector contra las excitaciones (Reizschutz). Este dispositivo queda constituido por el hecho de que la superficie exterior de la vesícula pierde la estructura propia de lo viviente, se hace hasta cierto punto anorgánica y actúa entonces como una especial envoltura o membrana que detiene las excitaciones, esto es, hace que las energías del mundo exterior no puedan propagarse sino con sólo una mínima parte de su intensidad hasta las vecinas capas que han conservado su vitalidad. Sólo detrás de tal protección pueden dichas capas consagrarse a la recepción de las cantidades de energía restantes. La capa exterior ha protegido con su propia muerte a todas las demás, más profundas, de un análogo destino, por lo menos hasta tanto que aparezcan excitaciones de tal energía que destruyan la protección. Para el organismo vivo, la defensa contra las excitaciones es una labor casi más importante que la recepción de las mismas. El organismo posee una provisión de energía propia y tiene que tender, sobre todo, a preservar las formas especiales de la transformación de energía que en él tienen lugar contra el influjo nivelador y, por tanto, destructor de las energías excesivamente fuertes que laboran en el exterior. La recepción de excitaciones sirve, ante todo, a la intención de averiguar la dirección y naturaleza de las excitaciones exteriores, y para ello le basta con tomar pequeñas muestras del mundo exterior como prueba.

En los organismos más elevados se ha retraído ha mucho tiempo a las profundidades del cuerpo la capa cortical, receptora de excitaciones, de la célula primitiva; pero partes de ella han quedado en la superficie, inmediatamente debajo del general dispositivo protector. Son estas partes los órganos de los sentidos, que contienen dispositivos para la recepción de excitaciones específicas, pero que además poseen otros dispositivos especiales destinados a una nueva protección contra cantidades excesivas de excitación y a detener los estímulos de naturaleza desmesurada. Constituye una característica de estos órganos el hecho de no elaborar más que escasas cantidades del mundo exterior, no tomando de él sino pequeñas pruebas. Quizá pudieran compararse a tentáculos que palpan el mundo exterior y se retiran después siempre de él. Me permitiré, al llegar a este punto, rozar rápidamente un tema que merecería ser fundamentalmente tratado. El principio kantiano de que el tiempo y el espacio son dos formas necesarias de nuestro pensamiento, hoy puede ser sometido a discusión como consecuencia de ciertos descubrimientos psicoanalíticos. Hemos visto que los procesos anímicos inconscientes se hallan en sí «fuera del tiempo». Esto quiere decir, en primer lugar que no pueden ser ordenados temporalmente, que el tiempo no cambia nada en ellos y que no se les puede aplicar la idea de tiempo.

Tales caracteres negativos aparecen con toda claridad al comparar los procesos anímicos inconscientes con los conscientes. Nuestra abstracta idea del tiempo parece más bien basada en el funcionamiento del sistema P-Cc. y correspondiente a una autopercepción del mismo. En este funcionamiento del sistema aparecería otro medio de protección contra las excitaciones. Sé que todas estas afirmaciones parecerán harto oscuras; más por ahora nos es imposible acompañarlas de explicación alguna. Hasta aquí hemos expuesto que la vesícula viva se halla provista de un dispositivo protector contra el mundo exterior. Antes habíamos fijado que la primera capa cortical de la misma tiene que hallarse diferenciada, como órgano destinado a la recepción de excitaciones procedentes del exterior. Esta capa cortical sensible, que después constituye el sistema Cc., recibe también excitaciones procedentes del interior; la situación del sistema entre el exterior y el interior y la diversidad de las condiciones para la actuación desde uno y otro lado es lo que regula la función del sistema y de todo el aparato anímico. Contra el exterior existe una protección, pues las cantidades de excitación que a ella llegan no actuarán sino disminuidas. Más contra las excitaciones procedentes del interior no existe defensa alguna; las excitaciones de las capas más profundas se propagan directamente al sistema sin sufrir la menor disminución, y determinados caracteres de su curso crean en él la serie de sensaciones de placer y displacer. De todos modos, las excitaciones procedentes del interior son, por lo que respecta a su intensidad y a otros caracteres cualitativos -y eventualmente su amplitud-, más adecuadas al funcionamiento del sistema que las que provienen del exterior. Pero dos cosas quedan decisivamente determinadas por estas circunstancias. En primer lugar, la prevalencia de las sensaciones de placer y displacer sobre todas las excitaciones exteriores, y en segundo, la orientación de la conducta contra aquellas excitaciones interiores que traen consigo un aumento demasiado grande de displacer. Tales excitaciones son tratadas como si no actuasen desde dentro, sino desde fuera, empleándose así contra ellas los medios de defensa de la protección. Es éste el origen de la proyección, a la que tan importante papel está reservado en la causación de procesos patológicos.

Se me figura que con las últimas reflexiones nos hemos acercado a la comprensión del dominio del principio del placer. En cambio, no hemos alcanzado una explicación de aquellos casos que a él se oponen. Prosigamos, pues, nuestro camino. Aquellas excitaciones procedentes del exterior que poseen suficiente energía para atravesar la protección son las que denominamos traumáticas. Opino que el concepto de trauma exige tal relación a una defensa contra las excitaciones, eficaz en todo otro caso. Un suceso como el trauma exterior producirá seguramente una gran perturbación en el intercambio de energía del organismo y pondrá en movimiento todos los medios de defensa. Más el principio del placer queda aquí fuera de juego. No siendo ya evitable la inundación del aparato anímico por grandes masas de excitación, habrá que emprender la labor de dominarlas, esto es, de ligar psíquicamente las cantidades de excitación invasoras y procurar su descarga.

Probablemente, el displacer específico del dolor físico es el resultado de haber sido rota la protección en un área limitada. Desde el punto de la periferia en que la ruptura ha tenido efecto, afluyen entonces al aparato anímico central excitaciones continuas, tales como antes sólo podían llegar a él partiendo del interior del aparato  . ¿Y qué podemos esperar como reacción de la vida anímica ante esta invasión? Desde todas partes acude la energía de carga para crear, en los alrededores de la brecha producida, grandes acopios de energía. Fórmase así una «contracarga» (Gegenbesetzung), en favor de la cual se empobrecen todos los demás sistemas psíquicos, resultando una extensa parálisis o minoración del resto de la función psíquica. De este proceso deducimos la conclusión de que un sistema intensamente cargado se halla en estado de acoger nueva energía que a él afluya y transformarla en carga de reposo, esto es, ligada psíquicamente. Cuanto mayor es la propia carga en reposo, tanto más intensa sería la fuerza ligadora. A la inversa, cuanto menor es dicha carga, tanto menos capacitado estará el sistema para la recepción de energía afluyente y tanto más violentas serán las consecuencias de tal ruptura de la protección contra las excitaciones. Contra esta hipótesis no está justificada la objeción de que la intensificación de la carga en derredor de la brecha de entrada queda explicada más sencillamente por la directa derivación de las masas de excitación afluyentes. Si así fuera, el aparato psíquico no experimentaría más que un aumento de sus cargas psíquicas, y el carácter paralizante del dolor, el empobrecimiento de todos los demás sistemas, quedaría inexplicado.

Tampoco los violentos efectos de descarga del dolor contradicen nuestra explicación, pues se verifican reflejamente; esto es, sin participación alguna del aparato anímico. Lo impreciso de nuestra exposición, que denominamos metapsicología, proviene, naturalmente, de que nada sabemos de la naturaleza del proceso de excitación en los elementos de los sistemas psíquicos y no nos sentimos autorizados para arriesgar hipótesis ninguna sobre tal materia. De este modo operamos siempre con una x, que entra obligadamente en cada nueva fórmula. Parece admisible que este proceso se verifique con diversas energías cuantitativas, y es probable que posea también más de una cualidad. Como algo nuevo, hemos examinado la hipótesis de Breuer de que se trata de dos formas diversas de la carga de energía, debiendo diferenciarse en los sistemas psíquicos una carga libre, que tiende a hallar un exutorio, y una carga en reposo. Quizá concedamos también un puente a la hipótesis de que la «ligadura» de la energía que afluye al aparato anímico consiste en un paso del estado de libre curso al estado de reposo.

A mi juicio, puede intentarse considerar la neurosis traumática común como el resultado de una extensa rotura de la protección contra las excitaciones. Con ello quedaría restaurada la antigua e ingenua teoría del shock, opuesta aparentemente a otra, más moderna y psicológica, que atribuye la significación etiológica no al efecto de violencia, sino al susto y al peligro de muerte. Más estas antítesis no son en ningún modo inconciliables, y la concepción psicoanalítica de la neurosis traumática no es idéntica a la forma más simplista de la teoría del shock. Está considerada como esencia del mismo el daño directo de la estructura molecular o hasta de la estructura histológica de los elementos nerviosos, y nosotros, en cambio, intentamos explicar su efecto por la ruptura de la protección, que defiende al órgano anímico contra las excitaciones. También para nosotros conserva el susto su importancia. Su condición es la falta de la disposición a la angustia (Angsbereitschft), disposición que hubiera traído consigo una «sobrecarga» del sistema, que recibe en primer lugar la excitación. A causa de tal insuficiencia de la carga no se hallan luego los sistemas en buena disposición influyentes, y las consecuencias de la rotura de la protección se hacen sentir con mayor facilidad.

Hallamos de este modo que la disposición a la angustia representa, con la sobrecarga de los sistemas receptores, la última línea de defensa de la protección contra las excitaciones. En una gran cantidad de traumas puede ser el factor decisivo para el resultado final la diferencia entre el sistema no preparado y el preparado por sobrecarga. Más esta diferencia carecerá de toda eficacia cuando el trauma supere cierto límite de energía. Si los sueños de los enfermos de neurosis traumática reintegran tan regularmente a los pacientes a la situación del accidente, no sirve con ello a la realización de deseos, cuya aportación alucinatoria ha llegado a constituir, bajo el dominio del principio del placer, su función peculiar. Pero nos es dado suponer que actuando así se ponen a disposición de otra labor, que tiene que ser llevada a cabo antes que el principio del placer pueda comenzar su reinado. Estos sueños intentan conseguirlo desarrollando la angustia, el dominio de la excitación, cuya negligencia ha llegado a ser la causa de la neurosis traumática. Nos dan de este modo una visión de una de las funciones del aparato anímico, que, sin contradecir al principio del placer, es, sin embargo, independiente de él, y parece más primitiva que la intención de conseguir placer y evitar displacer.

Sería ésta la ocasión de conceder por vez primera la existencia de una excepción a la regla de que los sueños son realizaciones de deseos. Los sueños de angustia no son tal excepción, como ya he demostrado repetidamente y con todo detenimiento, ni tampoco los de «castigo», pues lo que hacen estos últimos es sustituir a la realización de deseos, prohibida, el castigo correspondiente, siendo, por tanto, la realización del deseo de la conciencia de la culpa, que reacciona contra el instinto rechazado. Mas los sueños antes mencionados de los enfermos de neurosis traumática no pueden incluirse en el punto de vista de la realización de deseos, y mucho menos los que aparecen en el psicoanálisis, que nos vuelven a traer el recuerdo de los traumas psíquicos de la niñez. Obedecen más bien a la obsesión de repetición, que en el análisis es apoyada por el deseo -no inconsciente- de hacer surgir lo olvidado y reprimido. Así, pues, tampoco la función del sueño de suprimir por medio de la realización de deseos los motivos de interrupción del reposo sería su función primitiva, no pudiendo apoderarse de ella hasta después que la total vida anímica ha reconocido el dominio del principio del placer. Si existe un «más allá del principio del placer», será lógico admitir también una prehistoria para la tendencia realizadora de deseos del sueño, cosa que no contradice nada su posterior función. Un vez surgida esta tendencia, aparece un nuevo problema; aquellos sueños qué, en interés de la ligadura psíquica de la impresión traumática, obedecen a la obsesión de repetición, ¿son o no posibles fuera del análisis? La respuesta es, desde luego, afirmativa.

Sobre la «neurosis de guerra», en cuanto esta calificación va más allá de marcar la relación con la causa de la enfermedad, he expuesto en otro lado   que podían ser muy bien neurosis traumáticas, facilitadas por un conflicto del yo. El hecho, mencionado en páginas anteriores, de que una grave herida simultánea, producida por el trauma, disminuye las probabilidades de la génesis de una neurosis, no es ya incomprensible, teniendo en cuenta dos de las circunstancias que la investigación psicoanalítica hace resaltar. La primera es que la conmoción mecánica tiene que ser reconocida como una de las fuentes de la excitación sexual (compárense las observaciones sobre el efecto del columpiarse y del viaje en ferrocarril: «Tres ensayos para una teoría sexual»). La segunda es que al estado de dolor y fiebre de la enfermedad corresponde mientras ésta dura un poderoso influjo en la distribución de la libido. De este modo, la violencia mecánica del trauma libertaría el quantum de excitación sexual, el cual, a consecuencia de la diferencia de preparación a la angustia, actuaría traumáticamente: la herida simultánea ligaría por la intervención de una sobrecarga narcisista del órgano herido el exceso de excitación. Es también conocido, pero no ha sido suficientemente empleado para la teoría de la libido, que perturbaciones tan graves de la distribución de la libido como la de una melancolía son interrumpidas temporalmente por una enfermedad orgánica intercurrente, y que hasta una dementia praecox en su total desarrollo puede experimentar en tales casos una pasajera mejoría. 


V La carencia de un dispositivo protector contra las excitaciones procedentes del interior de la capa cortical receptora de las mismas tiene por consecuencia que tales excitaciones entrañen máxima importancia económica y den frecuente ocasión a perturbaciones económicas, equivalentes a las neurosis traumáticas. Las más ricas fuentes de tal excitación interior son los llamados instintos del organismo, que son los representantes de todas las actuaciones de energía procedentes del interior del cuerpo y transferidas al aparato psíquico, y constituyen el elemento más importante y oscuro de la investigación psicológica. Quizá no sea excesivamente osada la hipótesis de que los impulsos emanados de los instintos pertenecen al tipo de proceso nervioso libremente móvil y que tiende a hallar un exutorio. Nuestro mejor conocimiento de estos procesos lo adquirimos en el estudio de la elaboración de los sueños. Hallamos entonces que los procesos que se desarrollan en los sistemas inconscientes son distintos por completo de los que tienen lugar en los (pre)-conscientes, y que en lo inconsciente puede ser fácil y totalmente transferidas, desplazadas y condensadas las cargas, cosa qué, teniendo lugar en material preconsciente, no puede dar sino defectuosos resultados.

Ejemplo de ello son las conocidas singularidades del sueño manifiesto, que surgen al ser sometidos los restos diurnos preconscientes a una elaboración conforme a las leyes de lo inconsciente. Estos procesos fueron denominados por mí «procesos psíquicos primarios» para diferenciarlos de los procesos secundarios, que tienen lugar en nuestra normal vida despierta. Dado que todos los impulsos instintivos parten del sistema inconsciente, apenas si constituye una innovación decir que siguen el proceso primario, y por otro lado, no es necesario esfuerzo alguno para identificar el proceso psíquico primario con la carga, libremente móvil, y el secundario, con las modificaciones de la carga, fija o tónica, de Breuer. Correspondería entonces a las capas superiores del aparato anímico la labor de ligar la excitación de los instintos, característica del proceso primario. El fracaso de esta ligadura haría surgir una perturbación análoga a las neurosis traumáticas. Sólo después de efectuada con éxito la ligadura podría imponerse sin obstáculos el reinado del principio del placer o de su modificación; el principio de la realidad. Más hasta tal punto sería obligada como labor preliminar del aparato psíquico la de dominar o ligar la excitación, no en oposición al principio del placer, más sí independientemente de él, y en parte sin tenerlo en cuenta para nada.

Aquellas manifestaciones de una obsesión de repetición que hemos hallado en las tempranas actividades de la vida anímica infantil y en los incidentes de la cura psicoanalítica muestran en alto grado un carácter instintivo, y cuando se halla en oposición al principio del placer, un carácter demoníaco. En los juegos infantiles creemos comprender que el niño repite también el suceso desagradable, porque con ello consigue dominar la violenta impresión, experimentada mucho más completamente de lo que le fue posible al recibirla. Cada nueva repetición parece perfeccionar el deseado dominio. También en los sucesos placenteros muestra el niño su ansia de repetición, y permanecerá inflexible en lo que respecta a la identidad de la impresión. Este rasgo del carácter está destinado, más tarde, a desaparecer. Un chiste oído por segunda vez no producirá apenas efecto. Una obra teatral no alcanzará jamás por segunda vez la impresión que en el espectador dejó la vez primera. Rara vez comenzará el adulto la relectura de un libro que le ha gustado mucho inmediatamente después de concluido. La novedad será siempre la condición del goce. En cambio, el niño no se cansa nunca de demandar la repetición de un juego al adulto que se lo ha enseñado o que en él ha tomado parte, y cuando se le cuenta una historia, quiere oír siempre la misma, se muestra implacable en lo que respecta a la identidad de la repetición y corrige toda variante introducida por el cuentista, aunque éste crea con ella mejorar su cuento.

Nada de esto se opone al principio del placer; es indudable que la repetición, el reencuentro de la identidad constituye una fuente de placer. En cambio, en el analizado se ve claramente que la obsesión de repetir, en la transferencia, los sucesos de su infancia, se sobrepone en absoluto al principio del placer. El enfermo se conduce en estos casos por completo infantilmente, y nos muestra de este modo que las reprimidas huellas mnémicas de sus experiencias primeras no se hallan en él en estado de ligadura, ni son hasta cierto punto capaces del proceso secundario. A esta libertad deben también su capacidad de formar por adherencia a los restos diurnos una fantasía onírica optativa. La misma obsesión de repetición nos aparece con gran frecuencia como un obstáculo terapéutico cuando al final de la cura queremos llevar a efecto la total separación del médico, y hay que aceptar que el oscuro temor que siente el sujeto poco familiarizado con el análisis de despertar algo que, a su juicio, sería mejor dejar en reposo, revela que en el fondo presiente la aparición de esta obsesión demoníaca. ¿De qué modo se halla en conexión lo instintivo con la obsesión de repetición? Se nos impone la idea de que hemos descubierto la pista de un carácter general no reconocido claramente hasta ahora - o que por lo menos no se ha hecho resaltar expresamente- de los instintos y quizá de toda vida orgánica. Un instinto sería, pues, una tendencia propia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un estado anterior, que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores, perturbadoras; una especie de elasticidad orgánica, o, si se quiere, la manifestación de la inercia en la vida orgánica.

Esta concepción del instinto nos parece extraña por habernos acostumbrado a ver en él el factor que impulsa a la modificación y evolución, y tener ahora que reconocer en él todo lo contrario: la manifestación de la Naturaleza, conservadora de lo animado. Por otro lado, recordamos en seguida aquellos ejemplos de la vida animal que parecen confirmar la condicionalidad histórica de los instintos. Las penosas emigraciones que ciertos peces emprenden en la época del desove con objeto de dejar la fuerza en determinadas aguas, muy lejanas de los sitios en que de costumbre viven, débense tan sólo, según la opinión de muchos biólogos, a que buscan los lugares en que su especie residió primitivamente. Igual explicación puede aplicarse a las migraciones de las aves de paso; pero la rebusca de nuevos ejemplos nos hace pronto observar que en los fenómenos de la herencia y en los hechos de la Embriología tenemos las más magníficas pruebas de la obsesión orgánica de repetición. Vemos que el germen de un animal vivo se halla forzado a repetir en su evolución - aunque muy abreviadamente- todas las formas de las que el animal desciende, en lugar de marchar rápidamente y por el camino más corto a su definitiva estructura. No pudiendo explicarnos mecánicamente más que una mínima parte de esta conducta, no debemos desechar la explicación histórica. De la misma manera se extiende por la serie animal una capacidad de reproducción que sustituye un órgano perdido por la nueva formación de otro idéntico a él.

La objeción de que además de los instintos conservadores, que fuerzan a la repetición, existen otros, que impulsan a la nueva formación y al progreso, merece ciertamente ser tenida en cuenta, y más adelante trataremos de ella. Pero, por lo pronto, nos atrae la idea de perseguir hasta sus últimas consecuencias la hipótesis de que todos los instintos quieren reconstruir algo anterior. Si lo que de ello resulte parece demasiado «ingenioso» o muestra apariencia del místico, sabemos que no se nos podrá reprochar el haber tendido a ello. Buscamos modestos resultados de la investigación o de la reflexión en ella fundada, y nuestro deseo sería que no presentaran dichos resultados otro carácter que el de una total certeza. Si, por tanto, todos los instintos orgánicos son conservadores e históricamente adquiridos, y tienden a una regresión o a una reconstrucción de lo pasado, deberemos atribuir todos los éxitos de la evolución orgánica a influencias exteriores, perturbadoras y desviantes. El ser animado elemental no habría querido transformarse desde su principio y habría repetido siempre, bajo condiciones idénticas, un solo y mismo camino vital. Pero en último término estaría siempre la historia evolutiva de nuestra Tierra y de su relación al Sol, que nos ha dejado su huella en la evolución de los organismos. Los instintos orgánicos conservadores han recibido cada una de estas forzadas transformaciones del curso vital, conservándolas para la repetición, y tienen que producir de este modo la engañadora impresión de fuerzas que tienden hacia la transformación y el progreso, siendo así que no se proponen más que alcanzar un antiguo fin por caminos tanto antiguos como nuevos. Este último fin de toda la tendencia orgánica podría también ser indicado. El que el fin de la vida fuera un estado no alcanzado nunca anteriormente, estaría en contradicción con la Naturaleza, conservadora de los instintos.

Dicho fin tiene más bien que ser un estado antiguo, un estado de partida, que lo animado abandonó alguna vez y hacia lo que tiende por todos los rodeos de la evolución. Si como experiencia, sin excepción alguna, tenemos que aceptar que todo lo viviente muere por fundamentos internos, volviendo a lo anorgánico, podremos decir: La meta de toda vida es la muerte. Y con igual fundamento: Lo inanimado era antes que lo animado. En una época indeterminada fueron despertados en la materia inanimada, por la actuación de fuerzas inimaginables, las cualidades de lo viviente. Quizá fue éste el proceso que sirvió de modelo a aquel otro que después hizo surgir la conciencia en determinado estado de la materia animada. La tensión, entonces generada en la antes inanimada materia, intentó nivelarse, apareciendo así el primer instinto: el de volver a lo inanimado. Para la sustancia entonces viviente era aún fácil morir; no tenía que recorrer más que un corto curso vital, cuya dirección se hallaba determinada por la composición química de la joven vida. Durante largo tiempo sucumbió fácilmente la sustancia viva, y fue creada incesantemente de nuevo hasta que las influencias reguladoras exteriores se transformaron de tal manera, que obligaron a la sustancia aún superviviente a desviaciones cada vez más considerables del primitivo curso vital y a rodeos cada vez más complicados hasta alcanzar el fin de la muerte. Estos rodeos hacia la muerte, fielmente conservados por los instintos conservadores, constituirían hoy el cuadro de los fenómenos vitales. Si se quiere seguir afirmando la naturaleza, exclusivamente conservadora, de los instintos, no se puede llegar a otras hipótesis sobre el origen y el fin de la vida.

Igual extrañeza que estas consecuencias nos produce todo lo relativo a los grandes grupos de instintos, que estatuimos tras los fenómenos vitales de los organismos. El instinto de conservación, que reconocemos en todo ser viviente se halla en curiosa contradicción con la hipótesis de que la total vida instintiva sirve para llevar al ser viviente hacia la muerte. La importancia teórica de los instintos de conservación y poder se hace más pequeña vista a esta luz; son instintos parciales, destinados a asegurar al organismo su peculiar camino hacia la muerte y a mantener alejadas todas las posibilidades no inmanentes del retorno a lo anorgánico. Pero la misteriosa e inexplicable tendencia del organismo a afirmarse en contra del mundo entero desaparece, y sólo queda el hecho de que el organismo no quiere morir sino a su manera. También estos guardianes de la vida fueron primitivamente escolta de la muerte. De este modo surge la paradoja de que el organismo viviente se rebela enérgicamente contra actuaciones (peligros) que podían ayudarle a alcanzar por un corto camino (por cortocircuito, pudiéramos decir) su fin vital; pero esta conducta es lo que caracteriza precisamente a las tendencias puramente instintivas, diferenciándolas de las tendencias inteligentes .

Más hemos de reflexionar que esto no puede ser así. A otra luz muy distinta nos parecen los instintos sexuales, para los cuales admite la teoría de las neurosis una posición particular. No todos los organismos han sucumbido a la imposición exterior, que les impulsó a una ininterrumpida evolución. Muchos consiguieron mantenerse hasta la época actual en un grado poco elevado. Aún viven hoy en día muchos seres animados análogos a los grados primitivos de los animales superiores y de las plantas. Asimismo, tampoco todos los organismos elementales que componen el complicado cuerpo de un ser animado superior recorren con él todo el camino evolutivo hasta la muerte natural. Algunos de ellos -las células germinativas- conservan probablemente la estructura primitiva de la sustancia viva, y al cabo de algún tiempo se separan del organismo total, cargados con todos los dispositivos instintivos heredados y adquiridos. Quizá son precisamente estas dos cualidades las que hacen posible su existencia independiente. Puestas en condiciones favorables, comienzan estas células a desarrollarse; esto es, a repetir el mecanismo al que deben su existencia, proceso que termina llegando de nuevo hasta el final del desarrollo una parte de su sustancia, mientras que otra parte retorna, en calidad de nuevo resto germinativo, al comienzo de la evolución. De este modo se oponen estas células germinativas a la muerte de la sustancia viva y saben conseguir para ella aquello que nos tiene que aparecer como inmortalidad potencial, aunque quizá no signifique más que una prolongación del camino hacia la muerte. De extraordinaria importancia para nosotros es el hecho de que la célula germinativa es fortificada o hasta capacitada para esta función por su fusión con otra análoga a ella y, sin embargo, diferente.

Los instintos que cuidan de los destinos de estos organismos elementales supervivientes al ser unitario, procurándoles un refugio durante todo el tiempo que permanecen indefensos contra las excitaciones del mundo exterior y facilitando su encuentro con las otras células germinativas, constituyen el grupo de los instintos sexuales. Son conservadores en el mismo sentido que los otros, dado que reproducen anteriores estados de la sustancia animada; pero lo son en mayor grado, pues se muestran más resistentes contra las actuaciones exteriores y, además, en su más amplio sentido, pues conservan la vida misma para más largo tiempo. Son los verdaderos instintos de vida. Por el hecho de actuar en contra de la tendencia de los otros instintos, que por medio de la función llevan a la muerte, aparece una contradicción entre ellos y los demás, oposición que la teoría de las neurosis ha reconocido como importantísima. Esto es como un ritardando en la vida de los organismos; uno de los grupos de instintos se precipita hacia adelante para alcanzar, lo antes posible, el fin último de la vida, y el otro retrocede, al llegar a un determinado lugar de dicho camino, para volverlo a emprender de nuevo desde un punto anterior y prolongar así su duración. Más aun cuando la sexualidad y la diferencia de sexos no existían seguramente al comienzo de la vida, no deja de ser posible que los instintos que posteriormente han de ser calificados de sexuales aparecieran y entraran en actividad desde un principio y emprendieran entonces, y no en épocas posteriores, su labor contra los instintos del yo  .

Volvamos ahora sobre nuestros pasos para preguntarnos si toda esta especulación no carece, quizá, de fundamento. ¿No existen realmente, aparte de los sexuales, más instintos que aquellos que quieren reconstruir un estado anterior? ¿No habrá otros que aspiren a un estado no alcanzado aún? Sea como quiera la cuestión es que hasta ahora no se ha descubierto en el mundo orgánico nada que contradiga nuestras hipótesis. Nadie ha podido demostrar aún la existencia de un instinto general de superevolución en el mundo animal y vegetal, a pesar de que tal dirección evolutiva parece indiscutible. Más, por un lado, es quizá tan sólo un juicio personal al declarar que un grado evolutivo es superior a otro, y, además, la Biología nos muestra que la superevolución en un punto se consigue con frecuencia por regresión de otro. Existen también muchas formas animales cuyos estados juveniles nos dejan reconocer que su desarrollo ha tomado más bien un carácter regresivo.

Superrevolución y regresión podían ser ambas consecuencias de fuerzas exteriores que impulsan a la adaptación, y el papel de los instintos quedaría entonces limitado a mantener fija la obligada transformación como fuente de placer interior. Para muchos de nosotros es difícil prescindir de la creencia de que en el hombre mismo reside un instinto de perfeccionamiento que le ha llevado hasta su actual grado elevado de función espiritual y sublimación ética y del que debe esperarse que cuidará de su desarrollo hasta el superhombre. Más, por mí parte, no creo en tal instinto interior y no veo medio de mantener viva esta benéfica ilusión. El desarrollo humano hasta el presente me parece no necesitar explicación distinta del de los animales, y lo que de impulso incansable a una mayor perfección se observa en una minoría de individuos humanos puede comprenderse sin dificultad como consecuencia de la represión de los instintos, proceso al que se debe lo más valioso de la civilización humana. El instinto reprimido no cesa nunca de aspirar a su total satisfacción, que consistiría en la repetición de un satisfactorio suceso primario. Todas las formaciones sustitutivas o reactivas, y las sublimaciones, son insuficientes para hacer cesar su permanente tensión. De la diferencia entre el placer de satisfacción hallado y el exigido surge el factor impulsor, que no permite la detención en ninguna de las situaciones presentes, sino qué, como dijo el poeta, «tiende, indomado, siempre hacia adelante» (Fausto, I). El camino hacia atrás, hacia la total satisfacción, es siempre desplazado por las resistencias que mantienen la represión, y de este modo no queda otro remedio sino avanzar en la dirección evolutiva que permanece libre, aunque sin esperanza de dar fin al proceso y poder alcanzar la meta. Los procesos que tienen lugar en el desarrollo de una fobia neurótica, perturbación que no es más que un intento de fuga ante una satisfacción instintiva, nos dan el modelo de la génesis de este aparente «instinto de perfeccionamiento»; instinto qué, sin embargo, no podemos atribuir a todos los individuos humanos. Las condiciones dinámicas para su existencia se dan ciertamente en general; pero las circunstancias económicas parecen no favorecer el fenómeno más que en muy raros casos.


Vl Los resultados hasta ahora obtenidos, que establecen una franca oposición, entre los «instintos del yo» y los instintos sexuales, haciendo que los primeros tiendan a la muerte y los segundos a la conservación de la vida, no llegan a satisfacernos en muchos puntos. A ello se agrega que no pudimos atribuir el carácter conservador, mejor dicho, regresivo, del instinto, correspondiente a una obsesión de repetición, más que a los primeros, pues según nuestra hipótesis, los instintos del yo proceden de la vivificación de la materia inanimada y quieren establecer de nuevo el estado inanimado. En cambio, es innegable que los instintos sexuales reproducen estados primitivos del ser animado; pero su fin -al que tienden con todos sus medios- es la fusión de dos células germinativas determinadamente diferenciadas. Cuando esta unión no se verifica, muere la célula germinativa, como todos los demás elementos del organismo multicelular. Sólo bajo esta condición puede la función sexual prolongar la vida y prestarle la apariencia de inmortalidad. Más ¿qué importante suceso de la evolución de la sustancia viva es repetido por la procreación sexual o por su antecedente, la copulación de dos protozoarios? Siéndonos imposible responder a esta interrogación, veríamos con gusto que toda nuestra construcción especulativa demostrase ser equivocada, pues de este modo cesaría la oposición entre instintos del yo o de muerte e instintos sexuales o de vida, y con ello perdería la obsesión de repetición la importancia que le hemos atribuido.

Volvamos, por tanto, a una de las hipótesis antes establecidas por nosotros y tratemos de rebatirla. Hemos fundado amplias conclusiones sobre la suposición de que todo lo animado tiene que morir por causas internas. Esta hipótesis ha sido, naturalmente, aceptada por nosotros, porque más bien se nos aparece como una certeza. Estamos acostumbrados a pensar así, y nuestros poetas refuerzan nuestras creencias. Además quizá nos haya decidido a adoptarla el hecho de que no teniendo más remedio que morir y sufrir que antes nos arrebate la muerte a las personas que más amamos, preferimos ser vencidos por una implacable ley natural, por la soberana A, que por una casualidad que quizá hubiera sido evitable. Más quizá esta creencia en la interior regularidad del morir no sea tampoco más que una de las ilusiones que nos hemos creado «para soportar la pesadumbre del vivir». Lo que sí podemos asegurar es que no se trata de una creencia primitiva: la idea de «muerte natural» es extraña a los pueblos primitivos, los cuales atribuyen cada fallecimiento de uno de los suyos a la influencia de un enemigo o de un mal espíritu. No debemos, por tanto, dejar de examinar esta creencia a la luz de la ciencia biológica.

Al hacerlo así quedaremos maravillados de la falta de acuerdo que reina entre los biólogos sobre la cuestión de la muerte natural, y veremos que hasta se les escapa de entre las manos el concepto mismo de la muerte. El hecho de que la vida tenga una determinada duración media, por lo menos entre los animales superiores, habla en favor de la muerte motivada por causas internas; más la circunstancia de que algunos grandes animales y varios árboles gigantescos alcancen una avanzadísima edad, hasta ahora no determinada, contradice de nuevo esta impresión. Según la magna concepción de W. Fliess, todos los fenómenos vitales de los organismos -y con seguridad también la muerte- se hallan ligados al cumplimiento de determinados plazos, en los cuales se manifiesta la dependencia de dos sustancias vivas, una masculina y otra femenina, del año solar. Pero la facilidad con la que fuerzas externas logran modificar ampliamente la aparición temporal de las manifestaciones de la vida, sobre todo en el mundo vegetal, adelantándolas o retrasándolas, contradice la rigidez de la fórmula de Fliess y hace dudar, por lo menos, de la exclusiva vigencia de las leyes por él establecidas.

La forma en la que A. Weismann ha tratado el tema de la duración de la vida de los organismos y de su muerte es para nosotros del mayor interés . De este investigador procede la diferenciación de la sustancia viva en una mitad mortal y otra inmortal; la mitad mortal es el cuerpo en su más estrecho sentido, el soma; sólo ella está sujeta a la muerte natural. En cambio, las células germinativas son potencia inmortal, en cuanto se hallan capacitadas, bajo determinadas condiciones favorables, para formar un nuevo individuo, o, dicho de otro modo, para rodearse de un nuevo soma. Lo que de esta concepción nos sugestiona es su inesperada analogía con la nuestra, conseguida por tan diversos caminos. Weismann, que considera morfológicamente la sustancia viva, reconoce en ella un componente destinado a la muerte, el soma, o sea el cuerpo despojado de la materia sexual y hereditaria, y otro componente inmortal, constituido precisamente por aquel plasma germinativo que sirve a la conservación de la especie, a la procreación. Nosotros no hemos partido de la materia animada, sino de las fuerzas que en ella actúan, y hemos llegado a distinguir dos especies de instintos: aquellos que quieren llevar la vida hacia la muerte, y otros, los instintos sexuales, que aspiran de continuo a la renovación de la vida y la imponen siempre de nuevo. Este nuestro resultado semeja un corolario dinámico a la teoría morfológica de Weismann.

Más la esperanza de tan importante coincidencia desaparece rápidamente al observar la solución que da Weismann al problema de la muerte, pues no considera válida la diferenciación de soma mortal y plasma germinativo imperecedero más que para los organismos multicelulares, y admite que en los animales unicelulares son todavía el individuo y la célula procreativa una y la misma cosa. De este modo, declara Weismann potencialmente inmortales a los unicelulares. La muerte no aparecería hasta los metazoarios, ya multicelulares. Esta muerte de los seres animados superiores es, ciertamente, natural, muerte por causas interiores; pero no se debe a una cualidad primitiva de la sustancia viva  , ni puede ser concebida una necesidad absoluta, fundada en la esencia de la vida  . La muerte es más bien un dispositivo de acomodación, un fenómeno de adaptación a las condiciones vitales exteriores, pues, desde la separación de las células del cuerpo en soma y plasma germinativo, la duración ilimitada de la vida hubiera sido un lujo totalmente inútil. Con la aparición de esta diferenciación en los multicelulares se hizo posible y adecuada la muerte. Desde entonces muere por causas internas, y al cabo de un tiempo determinado, el soma de los seres animados superiores; en cambio, los protozoarios continúan gozando de inmortalidad.

En oposición a lo anteriormente expuesto, la procreación no ha sido introducida con la muerte, sino qué, como el crecimiento, del cual surgió, es una cualidad primitiva de la materia animada. Así pues, la vida ha sido siempre, desde su aparición en la Tierra, susceptible de ser continuada. Fácilmente se ve que la aceptación de una muerte natural para las organizaciones superiores ayuda muy poco a nuestra causa. Si la muerte es una tardía adquisición del ser viviente, no tendrá objeto ninguno suponer la existencia de instintos de muerte aparecidos desde el comienzo de la vida sobre la Tierra. Los multicelulares pueden seguir muriendo por causas internas, por defectos de su diferenciación o imperfecciones de su metabolismo. Sea como sea, ello carece de interés para la cuestión que nos ocupa. Tal concepción y derivación de la muerte se halla seguramente más cercana al acostumbrado pensamiento de los hombres que la hipótesis de los instintos de muerte. La discusión motivada por las teorías de Weismann no ha producido, a mí juicio, nada decisivo. Algunos autores han vuelto a la posición de Goethe (1883), que veía en la muerte una consecuencia directa de la procreación. Hartmann no caracteriza a la muerte por la aparición de un «cadáver», de una parte muerta de la sustancia animada, sino que la define como «término de la evolución individual». En este sentido, también los protozoarios son mortales; la muerte coincide en ellos con la procreación; pero es encubierta por ésta en cierto modo, puesto que toda la sustancia del animal padre puede ser traspasada directamente a los jóvenes individuos filiales.

El interés de la investigación se ha dirigido en seguida a comprobar experimentalmente en los unicelulares la afirmada inmortalidad de la sustancia viva. Un americano, Woodruff, puso en observación a un infusorio, de los que se reproducen por escisiparidad, y lo estudió, aislando cada vez uno de los productos de la división y sumergiéndolo en agua nueva, hasta la generación 3.029. El último descendiente del primer infusorio poseía igual vitalidad que éste y no mostraba señal alguna de vejez o degeneración. De este modo pareció experimentalmente demostrable -si es que tales cifras poseen fuerza demostrativa- la inmortalidad de los protozoarios. Más otros investigadores han llegado a resultados diferentes. Maupas y Calkins, entre ellos, han hallado, en contraposición a Woodruff, que también estos infusorios se debilitan tras cierto número de divisiones, disminuyendo de tamaño, perdiendo una parte de su organización y muriendo al fin, cuando no experimentan determinadas influencias reanimadoras. Según esto, los protozoarios morirían después de una fase de decadencia senil, exactamente como los animales superiores, y sería errónea la teoría de Weismann, que considera la muerte como una tardía adquisición de los organismos animados.

Del conjunto de estas investigaciones haremos resaltar dos hechos que nos parecen ofrecer un firme punto de apoyo. Primero: cuando los pequeños seres animales pueden aparearse fundiéndose, o sea, «copular», antes de haber sufrido modificación alguna debida a la edad, quedan al separarse después de la cópula rejuvenecidos y preservados de la vejez. Esta cópula es, con seguridad, un antecedente de la procreación sexual de los seres superiores; pero no tiene aún nada que ver con la multiplicación y se limita a la mezcla de las sustancias de ambos individuos (la amphimixis, de Weismann). El influjo rejuvenecedor de la cópula puede también ser sustituido por determinados excitables, modificación de la composición del líquido alimenticio, elevación de la temperatura o agitación. Recuérdese el famoso experimento de J. Loeb, que provocó en los huevos de los equínidos, por medio de ciertas excitaciones químicas, procesos de división que no aparecen normalmente sino después de la fecundación. Segundo: es muy probable que los infusorios sean conducidos por su proceso vital a una muerte natural, pues la contradicción entre los resultados de Woodruff y los de otros investigadores obedece a que el primero ponía a cada nueva generación un nuevo líquido alimenticio. Al dejar de efectuar esta operación observó, en las generaciones sucesivas, aquellas mismas modificaciones que otros hombres de ciencia habían señalado, y su conclusión fue, por tanto, que los pequeños animales son dañados por los productos del metabolismo, que devuelven al líquido que los rodea.

Prosiguiendo sus trabajos, logró demostrar convincentemente que sólo los productos del propio metabolismo poseen este efecto conducente a la muerte de la generación, pues en una solución saturada con los detritos de una especie análoga lejana vivieron perfectamente aquellos mismos pequeños seres que, hacinados en su propio líquido alimenticio, sucumbían sin salvación posible. Así pues, el infusorio, abandonado a sí mismo, sucumbe de muerte natural producida por insuficiente alejamiento de los productos de su propio metabolismo. Aunque quizá también todos los animales superiores mueren, en el fondo, a causa de la misma impotencia. Puede asaltarnos ahora la duda de si sería realmente útil para nuestro fin buscar en el estudio de los protozoarios la solución del problema de la muerte natural. La primitiva organización de estos seres animados nos puede muy bien encubrir importantísimos procesos que también se desarrollan en ellos, pero que sólo aparecen visibles a los animales superiores, en los cuales se han procurado una expresión morfológica. Si abandonamos el punto de vista morfológico para adoptar el dinámico, nos será indiferente que pueda o no demostrarse la muerte natural de los protozoarios. En ellos no se ha separado aún la sustancia posteriormente reconocida como inmortal de la mortal. Las fuerzas instintivas que quieren llevar la vida a la muerte podían actuar también en ellos desde un principio, aunque su efecto quede encubierto de tal manera por las fuerzas conservadoras de la vida que sea muy difícil su descubrimiento directo.

Creemos, sin embargo, que las observaciones de los biólogos nos permiten aceptar también en los procesos internos conductores de la muerte. Más aún en el caso de que los protozoarios demuestren ser inmortales, en el sentido de Weismann, la afirmación de que la muerte es una adquisición posterior no es valedera más que para las exteriorizaciones manifiestas de la muerte, y no hace imposible ninguna hipótesis sobre los procesos que hacia ella tienden. No se ha realizado, por tanto, nuestra esperanza de que la Biología rechazase de plano el reconocimiento de los instintos de la muerte, y si continuamos teniendo motivos para ello podemos, desde luego, seguir suponiendo su existencia. La singular analogía de la diferencia de Weismann entre soma y plasma germinativo, con nuestra separación de instintos de muerte e instintos de vida, permanece intacta y vuelve a adquirir todo su valor. Detengámonos un momento en esta concepción exquisitamente dualista de la vida instintiva. Según la teoría de E. Hering, se verificaban de continuo en la sustancia viva dos clases de procesos de dirección opuesta: los unos, constructivos (asimilatorios), y destructores (desimilatorios), los otros. ¿Deberemos atrevernos a reconocer en estas dos direcciones de los procesos vitales la actuación de nuestros dos impulsos instintivos, los instintos de vida y los instintos de muerte? Lo que desde luego no podemos ocultarnos es que hemos arribado inesperadamente al puerto de la filosofía de Schopenhauer, pensador para el cual la muerte es el «verdadero resultado» y, por tanto, el objeto de la vida y, en cambio, el instinto sexual la encarnación de la voluntad de vivir.

Intentemos avanzar ahora un paso más. Según la opinión general, de la reunión de numerosas células para formar una unión vital, la multicelularidad de los organismos ha devenido un medio de prolongar la duración de la vida de los mismos. Una célula ayuda a conservar la vida de las demás, y el estado celular puede seguir viviendo, aunque algunas células tengan que sucumbir. Ya hemos visto que también la cópula, la fusión temporal de dos unicelulares, actúa conservando la vida de ambos y rejuveneciéndolos. Podemos, pues, intentar aplicar la teoría de la libido, fruto de nuestra labor psicoanalítica, a la relación recíproca de las células y suponer que son los instintos vitales o sexuales actuales en cada célula los que toman las otras células como objeto, neutralizando parcialmente sus instintos de muerte; esto es, los procesos para ellos incitados, y conservándolas vivas de este modo, mientras que otras células actúan análogamente en beneficio de las primeras, y otras, por último, se sacrifican en el ejercicio de esta función libidinosa. Las células germinativas mismas se conducirían de un modo «narcisista», calificación que usamos en nuestra teoría de la neurosis para designar el hecho de que un individuo conserve su libido en el yo y no destine ninguna parte de ella al revestimiento de objetos. Las células germinativas precisan para sí mismas su libido, o sea, la actividad de sus instintos vitales, como provisión para su posterior magna actividad constructiva. Quizá se deba también considerar como narcisista, en el mismo sentido, a las células de las neoformaciones malignas que destruyen el organismo. La Patología se inclina a aceptar el innatismo de los gérmenes de tales formaciones y a conceder a las mismas cualidades embrionales  . De este modo la libido de nuestros instintos sexuales coincidiría con el «eros» de los poetas y filósofos, que mantienen unido todo lo animado.

En este punto hallamos ocasión de revisar la lenta evolución de nuestra teoría de la libido. El análisis de las neurosis de transferencia nos obligó primero a aceptar la oposición entre «instintos sexuales» dirigidos sobre el objeto y otros instintos que no descubríamos sino muy insuficientemente y que denominamos, por lo pronto, «instintos del yo». Entre estos últimos aparecían, en primer término, aquellos que se hallan dedicados a la conservación del individuo. Más no pudimos averiguar qué otras diferenciaciones era preciso hacer. Ningún otro conocimiento hubiera sido tan importante para la fundación de una psicología verdadera como una aproximada visión de la naturaleza común y las eventuales peculiaridades de los instintos. Más en ningún sector de la Psicología se andaba tan a tientas. Cada investigador establecía tantos instintos o «instintos fundamentales» (Grundtriebe) como le venía en gana y los manejaba como manejaban los antiguos filósofos griegos sus cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. El psicoanálisis, que no podía prescindir de establecer alguna hipótesis sobre los instintos, se atuvo al principio a la diferenciación popular de los mismos, expresada con los términos «hambre» y «amor». Esta división, que por lo menos no constituía una nueva arbitrariedad, nos bastó para avanzar considerablemente en el análisis de las psiconeurosis. El concepto de la sexualidad, y con él el de un instinto sexual, tuvo, naturalmente, que ser ampliado hasta encerrar en sí mucho más de lo relativo a la función procreadora, y esto originó grave escándalo en el mundo grave y distinguido, o simplemente hipócrita.

Nuestros conocimientos progresaron considerablemente cuando el psicoanálisis pudo observar más de cerca el yo psicológico, que al principio no le era conocido más qué como una instancia represora, censora y capacitada para la constitución de dispositivos protectores y formaciones reaccionales. Espíritus críticos y de penetrante mirada habían indicado ya hace tiempo el error en que se incurría limitando el concepto de la libido a la energía del instinto sexual dirigido hacia el objeto. Más olvidaron comunicar de dónde procedía su mejor conocimiento y no supieron derivar de él nada útil para el análisis. Un prudente y reflexivo progreso demostró a la observación psicoanalítica cuán regularmente es retirada la libido del objeto y vuelta hacia el yo (introversión). Estudiando el desarrollo de la libido del niño en su fase más temprana, llegamos al conocimiento de que el yo es el verdadero y primitivo depósito de la libido, la cual parte luego de él para llegar hasta el objeto. El yo pasó, por tanto, a ocupar un puesto entre los objetos sexuales y fue reconocido en el acto como el más significativo de ellos. Cuando la libido permanecía así en el yo, se la denominó narcisista. Esta libido narcisista era también, naturalmente, la exteriorización de la energía de los instintos sexuales en el sentido analítico; instintos que hubimos de identificar con los «instintos de conservación», reconocidos desde el primer momento.

Estos descubrimientos demostraron la insuficiencia de la dualidad primitiva de instintos del yo e instintos sexuales. Una parte de los instintos del yo quedaba reconocida como libidinosa. En el yo actuaban -al mismo tiempo que otros- los instintos sexuales; pero tal nuevo descubrimiento no invalidaba en absoluto nuestra antigua fórmula de que la psiconeurosis reposa en un conflicto entre los instintos del yo y los instintos sexuales. Más la diferencia entre ambas especies de instintos, que primitivamente se creía indeterminadamente cualitativa, debía considerarse ahora de otra manera; esto es, como tópica. Especialmente la neurosis de transferencia, que constituye el verdadero objeto de estudio del psicoanálisis, continúa siendo el resultado de un conflicto entre el yo y el revestimiento libidinoso del objeto. Debemos acentuar tanto más el carácter libidinoso de los instintos de conservación cuanto que osamos ahora dar un paso más, reconociendo en el instinto sexual el «eros», que todo lo conserva, y derivando la libido narcisista del yo de las aportaciones de libido con los que se mantienen unidas las células del soma. Pero aquí nos hallamos de repente ante una nueva interrogación: si también los instintos de conservación son de naturaleza libidinosa, no existirán entonces sino instintos libidinosos. Por lo menos, no se descubren otros. Más entonces habrá de darse la razón a los críticos que desde un principio sospecharon que el psicoanálisis lo explicaba todo por la sexualidad, o a los innovadores como Jung, que decidieron, sin más ni más, emplear el término «libido» en el sentido de «fuerza instintiva». ¿Es esto así? No era, ciertamente, este resultado el que nos habíamos propuesto alcanzar. Partimos más bien de una decidida separación entre instintos del yo o instintos de muerte, e instintos sexuales o instintos de vida. Nos hallábamos dispuestos a contar entre los instintos de muerte a los supuestos instintos de conservación, cosa que después rectificamos.

Nuestra concepción era dualista desde un principio y lo es ahora aún más desde que denominamos las antítesis, no ya instintos del yo e instintos sexuales, sino instintos de vida e instintos de muerte. La teoría de la libido, de Jung, es, en cambio, monista. El hecho de haber denominado en ella libido a su única fuerza instintiva tuvo necesariamente que producir confusiones, pero no puede ya influir para nada en nuestra reflexión. Sospechamos que en el yo actúan instintos diferentes de los instintos libidinosos de conservación, más no podemos aportar prueba alguna que apoye nuestra hipótesis. Es de lamentar que el análisis del yo se halle tan poco avanzado, que tal demostración nos sea difícil en extremo. Los instintos libidinosos del yo pueden, sin embargo, hallarse enlazados de un modo especial con los otros instintos del yo aún desconocidos para nosotros. Antes de haber reconocido claramente el narcisismo existía ya en el psicoanálisis la sospecha de que los instintos del yo habían atraído a sí componentes libidinosos. Más son estas posibilidades muy inseguras, que ni siquiera se dignarán tomar en cuenta nuestros adversarios. De todos modos, como se nos podría objetar que si el análisis no había logrado hasta ahora hallar otros instintos que los libidinosos, ello era debido únicamente a insuficiencia de su fuerza de penetración, no queremos por el momento arriesgar una conclusión exclusivista.

Dada la oscuridad en que se halla sumido todavía todo lo referente a los instintos, no debemos rechazar desde luego ninguna idea que nos parezca prometer algún esclarecimiento. Hemos partido de la antítesis de instintos de vida e instintos de muerte. El amor objetal mismo nos muestra una segunda polarización de este género: la de amor (ternura) y odio (agresión). Sería muy conveniente poder relacionar entre sí estas dos polarizaciones, reduciéndolas a una sola. Desde un principio hemos admitido en el instinto sexual un componente sádico, que, como ya sabemos, puede lograr una total independencia y dominar, en calidad de perversión, el total impulso sexual de la persona. Este componente sádico aparece asimismo como instinto parcial, dominante en las por mí denominadas «organizaciones pregenitales». Más ¿cómo derivar el instinto sádico dirigido al daño del objeto, del «eros», conservador de la vida? La hipótesis más admisible es la de que este sadismo es realmente un instinto de muerte, que fue expulsado del yo por el influjo de la libido naciente; de modo que no aparece sino en el objeto. Este instinto sádico entraría, pues, al servicio de la fusión sexual, pasando su actuación por diversos grados. En el estadio oral de la organización de la libido coincide aún el apoderamiento erótico con la destrucción del objeto; pasado tal estadio es cuando tiene lugar la expulsión del instinto sádico, el cual toma por último al sobrevenir la primacía genital, y en interés de la procreación, la función de dominar al objeto sexual; pero tan sólo hasta el punto necesario para la ejecución del acto sexual. Pudiera decirse que al sadismo, expulsado del yo, le ha sido marcado el camino por los componentes libidinosos del instinto sexual, los cuales tienden luego hacia el objeto. Donde el sadismo primitivo no experimenta una mitigación y una fusión, queda establecida la conocida ambivalencia amor-odio de la vida erótica.

Si tal hipótesis es admisible, habremos conseguido señalar, como se nos exigía, la existencia de un instinto de muerte, siquiera sea desplazado. Más nuestra construcción especulativa está muy lejos de toda evidencia, y produce una impresión mística, haciéndonos sospechosos de haber intentado salir a toda costa de una embarazosa situación. Sin embargo, podemos oponer que tal hipótesis no es nueva, y que ya expusimos antes cuando nuestra posición era totalmente libre. Observaciones clínicas nos forzaron a admitir que el masoquismo, o sea, el instinto parcial complementario del sadismo, debía considerarse como un retorno de sadismo contra el propio yo. Un retorno del instinto desde el objeto al yo no es en principio otra cosa que la vuelta del yo hacia el objeto, que ahora discutimos. El masoquismo, la vuelta del instinto contra el propio yo, sería realmente un retorno a una fase anterior del mismo, una regresión. En un punto necesita ser rectificada la exposición demasiado exclusiva que entonces hicimos del masoquismo; éste pudiera muy bien ser primario, cosa que antes discutimos.

Más retornemos a los instintos sexuales, conservadores de la vida. En la investigación de los protozoarios hemos visto ya que la difusión de dos individuos sin división subsiguiente, la cópula actúa sobre ambos; que se separan poco después, fortificándolos y rejuveneciéndolos (Lispchütz, 1914). En las siguientes generaciones no muestran fenómenos degenerativos ninguno, y parecen capacitados para resistir por más tiempo los daños de su propio metabolismo. A mi juicio, puede esta observación ser tomada como modelo para el efecto de la cópula sexual. Más ¿de qué modo logra la fusión de dos células poco diferenciadas tal renovación de la vida? El experimento que sustituye la cópula de los protozoarios por la actuación de excitaciones químicas, y hasta mecánicas, permite una segura respuesta: ello sucede por la afluencia de nuevas magnitudes de excitación. Esto es favorable a la hipótesis de que el proceso de la vida del individuo conduce, obedeciendo a causas internas, a la nivelación de las tensiones químicas; esto es, a la muerte, mientras que la unión con una sustancia animada, individualmente diferente, eleva dichas tensiones y aporta, por decirlo así, nuevas diferencias vitales, que tienen luego que ser agotadas viviéndolas. El haber reconocido la tendencia dominante de la vida psíquica, y quizá también de la vida nerviosa, la aspiración a aminorar, mantener constante o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas (el principio de nirvana, según expresión de Bárbara Low), tal y como dicha aspiración se manifiesta en el principio del placer, es uno de los más importantes motivos para creer en la existencia de instintos de muerte.

Constituye un obstáculo en nuestra ruta mental el no haber podido demostrar en el instinto sexual aquel carácter de obsesión de repetición que nos condujo primeramente al hallazgo de los instintos de muerte. El campo de los procesos evolutivos embrionarios es ciertamente muy rico en tales fenómenos de repetición; las dos células germinativas de la procreación sexual, y toda la historia de su vida, no son sino repeticiones de los comienzos de la vida orgánica; más lo esencial de los procesos provocados por el instinto sexual continúa siendo la fusión de los cuerpos de dos células. Por esta fusión es por la que queda asegurada en los seres animales superiores la inmortalidad de la sustancia viva. Dicho de otro modo: tenemos que dar luz sobre la génesis de la procreación sexual y, en general, sobre la procedencia de los instintos sexuales; labor que asustará a un profano, y que no ha sido llevada aún a cabo por los investigadores especializados. Daremos aquí una rápida síntesis de aquello qué, entre las numerosas hipótesis y opiniones contradictorias, puede ayudarnos en nuestra labor. Una de las teorías despoja de su misterioso atractivo el problema de la procreación, presentando dicha función como un fenómeno parcial del crecimiento (multiplicación por escisiparidad y gemación). La génesis de la reproducción por células germinativas sexualmente diferenciadas podríamos representárnosla conforme al tímido modo de pensar darwiniano, suponiendo que la ventaja de la amphimixis, resultante de la cópula casual de dos protozoarios, fue conservada y utilizada en la evolución subsiguiente. El «sexo» no sería, pues, muy antiguo y los instintos, extraordinariamente violentos, que impulsan a la unión sexual repitieron al hacerlo algo que había sucedido una vez casualmente, y que desde entonces quedó fijado como ventajoso.

Surge de nuevo aquí, como antes, al tratar de la muerte, la cuestión de si en los protozoarios no ha de suponerse existente nada más que lo que muestran a nuestros ojos, o si puede sospecharse que fuerzas y procesos que no se hacen visibles sino en los animales superiores han surgido por vez primera en los primeros. Para nuestras intenciones la mencionada concepción de la sexualidad rinde escasísimo fruto. Se podrá objetar contra ella que presupone la existencia de instintos vitales, que actúan ya en los más simples seres animados, pues, sino, habría sido evitada, y no conservada y desarrollada, la cópula, que actúa en contra de la cesación de la vida y dificulta la muerte. Si no se quiere abandonar la hipótesis de los instintos de muerte, no hay más remedio que unir a ellos desde un principio los instintos de vida. Pero tenemos que confesar que operamos aquí con una ecuación de dos incógnitas. Es tan poco lo que la ciencia nos dio sobre la génesis de la sexualidad, que puede compararse este problema con unas profundísimas tinieblas, en las que no ha penetrado aún el rayo de luz de una hipótesis. En otro sector, totalmente distinto, hallamos una de tales hipótesis; pero tan fantástica -más bien un mito que una explicación científica- que no me atrevería a reproducirla aquí si no llenase precisamente una condición, a cuyo cumplimiento aspiramos. Esta hipótesis deriva un instinto de la necesidad de reconstituir un estado anterior.

Me refiero, naturalmente, a la teoría que Platón hace desarrollar a Aristófanes en el Symposion, y que no trata sólo de la génesis del instinto sexual, sino también de su más importante variación con respecto al objeto.  «La naturaleza humana era al principio muy diferente. Primitivamente hubo tres sexos; tres y no dos, como hoy en día; junto al masculino y al femenino vivía un tercer sexo, que participaba en igual medida que los otros dos...» Todo en estos seres humanos era doble; tenían cuatro pies, cuatro manos, dos rostros, genitales dobles, etc. Mas Júpiter se decidió un día a dividir a cada uno de ellos en dos partes, «como suelen partirse las peras para cocerlas». «Cuando de este modo quedó dividida en dos toda la Naturaleza, apareció en cada hombre el deseo de reunirse a su otra mitad propia, y ambas mitades se abrazaron, entretejieron sus cuerpos y quisieron formar un solo ser...». ¿Deberemos acaso, siguiendo a los filósofos poetas, arriesgar la hipótesis de que la sustancia viva sufrió al ser animada una fragmentación en pequeñas partículas, que desde entonces aspiran a reunirse de nuevo por medio de los instintos sexuales? ¿Y que estos instintos, en los cuales se continúa la afinidad química de la materia inanimada, van venciendo poco a poco, pasando primero por el reino de los protozoarios, aquellas dificultades que a esta tendencia opone lo circundante, cargado de excitaciones que ponen en peligro la vida y los obligan a la formación de una capa cortical protectora? ¿Y que -por último- tales fragmentos de sustancia viva alcanzan de este modo la multicelularidad y transfieren, en fin, en gran concentración el instinto de reunión a las células germinativas? Creo que debemos poner aquí término a esta cuestión.

Más no lo haremos sin antes añadir algunas palabras de reflexión crítica. Se me pudiera preguntar si yo mismo estoy -y hasta qué punto- convencido de la viabilidad de estas hipótesis. Mi respuesta sería que ni abrigo una entera convicción de su certeza ni trato de inspirar a nadie. O mejor dicho: no sé hasta qué punto creo en ellas. Me parece que el factor afectivo de la convicción no debe ser aquí tenido en cuenta. Podemos muy bien entregarnos a una reflexión y seguirla para ver hasta dónde nos conduce exclusivamente por una curiosidad científica, o, si se quiere, en calidad de advocatus diavoli, aunque sin que el aceptar tal cargo signifique parcialidad ni pacto tenebroso alguno. No niego que el tercer paso que aquí doy en la teoría de los instintos no puede aspirar a la misma seguridad que los dos que le precedieron: la extensión del concepto de la sexualidad y el establecimiento del narcisismo. Estas innovaciones constituían una traducción directa de la observación a la teoría, traducción en la que no existían más fuentes de errores que las puramente inevitables en estos casos. La afirmación del carácter regresivo de los instintos reposa ciertamente en material observado: en los hechos de la obsesión de repetición. Lo único que puede haber sucedido es que hayamos concedido excesiva importancia a tales hechos. Más para proseguir esta idea no hay más remedio que cambiar varias veces sucesivas lo efectivo con lo simplemente especulado y alejarse de este modo de la observación.

Sabemos que el resultado final se hace tanto más inseguro cuando mayor sea la frecuencia con que se lleve a cabo esta operación durante la construcción de una teoría, pero no es posible fijar el grado a que llega tal inseguridad. Puede haberse llegado a la verdad y puede haberse errado lamentablemente. La llamada intuición me merece escasa confianza en esta clase de trabajos: lo que de ella he visto me ha parecido más bien el resultado de cierta imparcialidad del intelecto. Pero sucede qué, desgraciadamente, pocas veces se es imparcial cuando se trata de las últimas causas, de los grandes problemas de la ciencia y la vida. A mi juicio, todo individuo es dominado en estas cuestiones por preferencias íntimas, profundamente arraigadas, que influyen, sin que el sujeto se dé cuenta, en la marcha de su reflexión. Dadas tan buenas razones de desconfiar, no queda sino atreverse a mirar con fría benevolencia los resultados de los propios esfuerzos intelectuales. Sólo me apresuraré a añadir que esta autocrítica no me obliga a una especial tolerancia con las opiniones distintas de la propia.

Débense rechazar implacablemente aquellas teorías que el análisis de la observación contradice desde un principio, aunque se sepa también que la justeza de la propia teoría no es más que interina. En el juicio de nuestra especulación sobre los instintos de muerte y los de vida nos estorbaría muy poco que aparecieran tantos procesos extraños y nada evidentes, tales como el de que un instinto expulse a otro o se vuelva del yo hacia el objeto, etc. Esto procede de que nos hallamos obligados a trabajar con los términos científicos; esto es, con el idioma figurado de la Psicología. Si no, no podríamos descubrir los procesos correspondientes; ni siquiera los habríamos percibido. Los defectos de nuestra descripción desaparecerían con seguridad si en lugar de los términos psicológicos pudiéramos emplear los fisiológicos o los químicos. Estos pertenecen también ciertamente a un lenguaje figurado, pero que nos es conocido desde hace mucho más tiempo, y es quizá más sencillo.

Queremos dejar, en cambio, claramente fijado el hecho de que la inseguridad de nuestra especulación fue elevada en alto grado por la precisión de tomar datos de la ciencia biológica, la cual es reálmente un dominio de infinitas posibilidades. Debemos esperar de ella los más sorprendentes esclarecimientos y no podemos adivinar qué respuesta dará, dentro de algunos decenios, a los problemas por nosotros planteados. Quizá sean dichas respuestas tales, que echen por tierra nuestro artificial edificio de hipótesis. Si ha de ser así, pudiérasenos preguntar para qué se emprenden trabajos como el expuesto en este capítulo y por qué se hacen públicos. A esto contestaré que no puedo negar que algunas de las analogías, conexiones y enlaces que contiene me han parecido dignas de consideración.


VII SI realmente es un carácter general de los instintos el querer reconstituir un estado anterior, no tenemos por qué maravillarnos de que en la vida anímica tengan lugar tantos procesos independientemente del principio del placer. Este carácter se comunicaría a cada uno de los instintos parciales y tendería a la nueva consecución de una estación determinada de la ruta evolutiva. Pero todo esto que escapa aún al dominio del principio del placer no tendrá que ser necesariamente contrario a él. Lo que sucede es que todavía no se ha resuelto el problema de determinar la relación de los procesos de repetición instintivos con el dominio de dicho principio. Hemos reconocido como una de las más tempranas e importantes funciones del aparato anímico la de «ligar» los impulsos instintivos afluyentes, sustituir el proceso primario que los rige por el proceso secundario y transformar su carga psíquica móvil en carga en reposo (tónica). Durante esta transformación no puede tenerse en cuenta el desarrollo del displacer, pero el principio de placer no queda por ello derrocado. La transformación sucede más bien en su favor, pues la ligadura es un acto preparatorio que introduce y asegura su dominio.

Separemos función y tendencia, una de otra, más decisivamente que hasta ahora. El principio del placer será entonces una tendencia que estará al servicio de una función encargada de despojar de excitaciones el aparato anímico, mantener en él constante el montante de la excitación o conservarlo lo más bajo posible. No podemos decidirnos seguramente por ninguna de estas tres opiniones, pero observamos que la función así determinada tomaría parte en la aspiración más general de todo lo animado, la de retornar a la quietud del mundo inorgánico. Todos hemos experimentado que el máximo placer que nos es concedido, el del acto sexual, está ligado a la instantánea extinción de una elevadísima excitación. La ligadura del impulso instintivo sería una función preparatoria que dispondría a la extinción para su excitación final en el placer de descarga. Surge aquí mismo el problema de si las sensaciones de placer y displacer pueden ser producidas en igual forma por los procesos excitantes ligados que por los desligados. Es evidente que los procesos desligados o primarios producen sensaciones mucho más intensas que los ligados o secundarios. Los procesos primarios son temporalmente más tempranos; al principio de la vida anímica sólo ellos existen, y si el principio del placer no se hallase ya en actividad en ellos, no podría tampoco establecerse para los posteriores. Llegamos así al resultado harto complejo en el fondo, de que la aspiración al placer se manifiesta más intensamente al principio de la vida que después, aunque no tan limitadamente, pues tiene que tolerar frecuentes rupturas. En épocas de mayor madurez está más asegurada la vigencia del principio del placer, pero él mismo no ha escapado a la doma, como no escapa ninguno de los demás instintos. De todos modos, aquello que hace surgir en el proceso excitante las sensaciones de placer y displacer tiene que existir tanto en el proceso secundario como en el primario.

Sería éste el momento de emprender estudios más amplios. Nuestra conciencia nos facilita desde el interior no sólo las sensaciones de placer y displacer, sino también la de una peculiar tensión que puede ser agradable o desagradable. ¿Son los procesos de energía ligados y desligados los que debemos diferenciar por medio de estas sensaciones, o debe referirse la sensación de tensión a la magnitud absoluta o eventualmente al nivel de la carga, mientras que la serie placer-displacer indica la variación de la magnitud de la misma en la unidad de tiempo? Es también harto extraño que los instintos de vida sean los que con mayor intensidad registra nuestra percepción interna, dado que aparecen como perturbadores y traen incesantemente consigo tensiones cuya descarga es sentida como placer, mientras que los instintos de muerte parecen efectuar silenciosamente su labor. El principio del placer parece hallarse al servicio de los instintos de muerte, aunque también vigile a las excitaciones exteriores, que son consideradas como un peligro por las dos especies de instintos, pero especialmente a las elevaciones de excitación procedentes del interior, que tienden a dificultar la labor vital. Con este punto se enlazan otros numerosos problemas cuya solución no es por ahora posible. Debemos ser pacientes y esperar la aparición de nuevos medios y motivos de investigación, pero permaneciendo siempre dispuestos a abandonar, en el momento en que veamos que no conduce a nada útil, el camino seguido durante algún tiempo. Tan sólo aquellos crédulos que piden a la ciencia un sustitutivo del abandonado catecismo podrán reprochar al investigador el desarrollo o modificación de sus opiniones. Por lo demás, dejemos que un poeta nos consuele de los lentos progresos de nuestro conocimiento científico:


“Si no se puede avanzar volando, bueno es progresar cojeando,
pues está escrito que no es pecado el cojear”.

Sigmund Freud
Traducción de Luis López Ballesteros

No hay comentarios: