viernes, 30 de enero de 2015

LA NEGACIÓN. SIGMUND FREUD. 1925.




Cuadro: Nacimiento.(2001) Miguel O. Menassa

La negación
La forma en que nuestros pacientes producen sus asociaciones espontáneas en el curso de la labor analítica nos procura ocasión de interesantes observaciones. «Va usted a creer ahora que quiero decir algo ofensivo para usted, pero le aseguro que no es tal mi intención.» En semejante manifestación del sujeto vemos la repulsa, por medio de una proyección sobre nuestra persona, de una asociación emergente en aquel momento. O: «Me pregunta usted quién puede ser esa persona de mi sueño. Mi madre, desde luego, no.» Y nosotros rectificamos: «Se trata seguramente de la madre.» En la interpretación nos tomamos la libertad de prescindir de la negación y acoger tan sólo el contenido estricto de las asociaciones. Es como si el paciente hubiera dicho: «A la persona de mi sueño he asociado realmente la de mi madre, pero me disgusta dar por buena tal asociación.» En ocasiones nos es dado lograr muy cómodamente la aclaración buscada de lo inconsciente reprimido. Preguntamos: «¿Qué es lo que le parece a usted más inverosímil de la situación de que tratamos? ¿Qué es lo que le pareció más extraño y ajeno a usted?» Si el paciente cae en el lazo y designa aquello que más increíble le parece, habrá contestado con ello, casi siempre, la verdad buscada. Un acabado paralelo de este experimento surge frecuentemente en el análisis de los neuróticos obsesivos que han sido ya iniciados en la comprensión de sus síntomas. «He tenido una nueva idea obsesiva y en el acto se me ha ocurrido que podía significar tal y tal cosa. Pero no es posible que así sea, pues entonces no podría habérseme ocurrido.» Aquello que el sujeto rechaza con esta motivación, tomada de las explicaciones recibidas durante la cura, es, naturalmente el verdadero sentido de la nueva representación obsesiva.

viernes, 23 de enero de 2015

EL FETICHISMO (1927). SIGMUND FREUD

Cuadro: Navegar por navegar. (2002). Miguel O. Menassa.
El Fetichismo
En el curso de los últimos años tuve la oportunidad de estudiar analíticamente a cierto número de hombres cuya elección de objeto estaba determinada por un fetiche. No se ha de suponer que dichas personas hubiesen acudido al análisis debido a esa particularidad, pues los adeptos del fetichismo, aunque lo reconocen como anormal, sólo raramente lo consideran como un síntoma patológico. Por lo común están muy conformes con el mismo y aun elogian las ventajas que ofrece a su satisfacción erótica. Generalmente, pues, el fetiche aparecía en mis casos como una mera comprobación accesoria. Razones obvias me impiden publicar detalladamente las particularidades de estos casos, de modo que tampoco podré demostrar de qué manera la selección individual de los fetiches estaba condicionada en parte por circunstancias accidentales. El caso más extraordinario era el de un joven que había exaltado cierto «brillo sobre la nariz» a la categoría de fetiche. Esta singular elección pudo ser sorprendentemente explicada por el hecho de que había sido criado primero en Inglaterra, pasando luego a Alemania, donde había olvidado casi por completo su lengua materna. El fetiche, derivado de su más temprana infancia, debía descifrarse en inglés y no en alemán: el Glanz auf der Nase («brillo sobre la nariz» en alemán) era, en realidad, una «mirada sobre la nariz» (glance = «mirada» en inglés), o sea, que el fetiche era la nariz, a la cual, por otra parte, podía atribuir a su antojo ese brillo particular que los demás no alcanzaban a percibir.

viernes, 16 de enero de 2015

ESCISIÓN DEL YO EN EL PROCESO DE DEFENSA. SIGMUND FREUD. 1938.



 Cuadro: El lago de la esperanza. 2009. Miguel O. Menassa
Escisión del «Yo» en el proceso de defensa  - 1938 [1940]

Por un momento me encuentro en la interesante posición de no saber si lo que voy a decir debería ser considerado como algo familiar y evidente desde hace tiempo o como algo completamente nuevo y sorprendente. Me siento inclinado a pensar lo último. He sido sorprendido por el hecho de que el yo de una persona a la que conocemos como paciente en un análisis debe haberse conducido, docenas de años antes, cuando era joven, de modo notable en ciertas situaciones peculiares de presión. Podemos fijar en términos generales y bastante vagos las situaciones en que esto sucede diciendo que ocurre bajo la influencia de un trauma psíquico. Prefiero seleccionar un caso especial aislado claramente definido, aunque ciertamente no cubre todos los modos posibles de producción. Supongamos, pues, que el yo de un niño se halla bajo el influjo de una exigencia instintiva poderosa que se halla acostumbrado a satisfacer y que súbitamente es asustado por una experiencia que le enseña que la continuación de esta satisfacción traerá consigo un peligro real casi intolerable. Debe entonces decidirse, o bien por reconocer el peligro real, darle la preferencia y renunciar a la satisfacción instintiva, o bien por negar la realidad y pretender convencerse de que no existe peligro, de modo que pueda seguir con su satisfacción. Así, hay un conflicto entre la exigencia del instinto y la prohibición por parte de la realidad. Pero en la práctica el niño no toma ninguno de estos caminos o más bien sigue ambos simultáneamente, lo cual viene a ser lo mismo.

Replica al conflicto con dos reacciones contrapuestas y las dos válidas y eficaces. Por un lado, con la ayuda de ciertos mecanismos rechaza la realidad y rehúsa aceptar cualquier prohibición, por otro lado, al mismo tiempo, reconoce el peligro de la realidad, considera el miedo a aquel peligro como un síntoma patológico e intenta, por consiguiente, despojarse de dicho temor. Hay que confesar que ésta es una solución muy ingeniosa. Las dos partes en disputa reciben lo suyo: al instinto se le le permite seguir con su satisfacción y a la realidad se le muestra el respeto debido. Pero todo esto ha de ser pagado de un modo u otro, y este éxito se logra a costa de un desgarrón del yo que nunca se cura, sino que se profundiza con el paso del tiempo. Las dos reacciones contrarias al conflicto persisten como el punto central de una escisión del yo. Todo el proceso nos parece extraño porque damos por sabida la naturaleza sintetizadora de los procesos del yo. Pero en esto estamos claramente equivocados. La función sintetizadora del yo, aunque sea de extraordinaria importancia, se halla sujeta a condiciones particulares y está expuesta a gran número de trastornos.

Nos ayudará el que introduzcamos en esta disquisición esquemática una historia clínica. Un niño, cuando tenía tres o cuatro años, llegó a conocer los genitales femeninos cuando fue seducido por una niña mayor que él. Después que estas relaciones quedaron rotas, continuó la estimulación sexual practicando con celo la masturbación manual; pero fue pronto sorprendido en esto por su enérgica niñera y amenazado con la castración, cuya práctica fue atribuida, como de costumbre, al padre. Así, se hallaban presentes en este caso las condiciones calculadas para producir un tremendo efecto de susto. Una amenaza de castración en sí misma no tiene por qué producir una gran impresión. Un niño rehusará creer en ello porque no puede imaginar fácilmente la posibilidad de perder una parte de su cuerpo tan altamente estimada. Su visión (precoz) de los genitales femeninos podría haber convencido al niño que nos ocupa de tal posibilidad. Pero no dedujo de ello esta conclusión porque su desvío a hacerlo así era demasiado grande y no existía un motivo que pudiera obligarlo a tal cosa, por el contrario, si sintió algún temor fue calmado por la reflexión de que lo que le faltaba a la niña aparecería más tarde: le crecería un pene después. Cualquiera que haya observado bastantes niños pequeños podrá recordar que ha encontrado estas consideraciones a la vista de los genitales de una hermanita pequeña. Pero es diferente si los dos factores se presentan juntos. En este caso la amenaza revive el recuerdo de la percepción que hasta entonces ha sido considerada como inofensiva y encuentra en ese recuerdo la temida confirmación. Ahora el niño piensa que comprende por qué los genitales de la niña no mostraban ningún signo de pene y ya no se atreve a dudar de que sus propios genitales pueden seguir el mismo destino. A partir de entonces no puede evitar el creer en la realidad del peligro de la castración.

El resultado habitual del temor a la castración, el resultado que se considera como normal, es que, o bien inmediatamente o después de una lucha considerable, el muchacho acepta la amenaza y obedece a la prohibición, o bien completamente o por lo menos en parte (es decir, no continúa tocando sus genitales con la mano). En otras palabras, abandona, en todo o en parte, la satisfacción del instinto. Sin embargo, podemos aceptar que nuestro paciente encontrará otro camino. Creó un sustituto para el pene que echaba de menos en las hembras; es decir, un fetiche. Haciéndolo así es verdad que negaba la realidad, pero había salvado su propio pene. En tanto no se veía obligado a reconocer que las mujeres habían perdido su pene, no tenía necesidad de creer la amenaza que se le había formulado: no tenía que temer por su propio pene y así podía seguir tranquilamente con su masturbación. Esta conducta de nuestro paciente nos llama la atención porque es un rechazo de la realidad, un procedimiento que preferimos reservar para las psicosis. Y en la práctica no es muy diferente. Pero detendremos nuestro juicio, porque en una inspección más detenida descubriremos una diferencia importante. El niño no contradijo simplemente sus percepciones y creó la alucinación de un pene donde no lo había; sólo realizó un desplazamiento de valores: transfirió la importancia del pene a otra parte del cuerpo, un procedimiento en el que fue ayudado por el mecanismo de la regresión (de un modo que no necesita ser explicado). Este desplazamiento se hallaba relacionado sólo con el cuerpo femenino: en cuanto a su propio pene, nada había cambiado.

Este modo de tratar con la realidad, que casi merece ser descrito como refinado, fue decisivo respecto a la conducta práctica del niño. Continuó con su masturbación como si no implicara ningún peligro para su pene; pero al mismo tiempo en completa contradicción con su aparente intrepidez o indiferencia, desarrolló un síntoma con el que, a pesar de todo, reconocía el peligro. Había sido amenazado con ser castrado por su padre, e inmediatamente después, al mismo tiempo que con la creación de su fetiche desarrolló un intenso temor de que su padre lo castigara, el cual requería toda la fuerza de su masculinidad para dominarlo e hipercompensarlo. Este temor a su padre era silente sobre el sujeto de la castración: ayudándose por la regresión a una fase oral, asumía la forma de un temor a ser comido por su padre. Al llegar a este punto es imposible olvidar un fragmento primitivo de la mitología griega que dice cómo Cronos, el viejo dios padre, devoró a sus hijos e intentó devorar como a los demás, a su hijo menor Zeus, y cómo éste fue salvado por la fuerza de su madre y castró después a su padre. Pero, volviendo a nuestro caso, hemos de añadir que el niño produjo además otro síntoma que, aunque era leve, conservó hasta el día. Era una susceptibilidad ansiosa ante el hecho de que fuera tocado cualquiera de los dedos de sus pies, como si en todo ese vaivén de negación y aceptación fuera la castración, sin embargo, la que encontró una más clara expresión...

S. Freud