lunes, 15 de diciembre de 2014

EL CHISTE Y SU RELACIÓN CON LO INCONSCIENTE. 1905. SIGMUND FREUD.




 Cuadro: Esperando los frutos del mar. (2009). Miguel Óscar Menassa
El chiste y su relación con el inconsciente. 1905. Sigmund Freud

Parte analítica
·         Introducción
·         La técnica del chiste
·         Las intenciones del chiste
Parte sintética
·         El mecanismo de placer y la psicogénesis del chiste
·         Los motivos del chiste. El chiste como fenómeno social.
Parte teórica
·         Relación del chiste con los sueños y lo inconsciente
·         El chiste y las especies de lo cómico


Parte analítica

Introducción

Todo aquel que haya buceado en las obras de Estética y de Psicología a la rebusca de una aclaración sobre la esencia y las relaciones del chiste, habrá de confesar que la investigación filosófica no ha concedido al mismo hasta el momento toda aquella atención a que se hace acreedor por el importante papel que en nuestra vida anímica desempeña. Sólo una escasísima minoría de pensadores se ha ocupado seriamente de los problemas que a él se refieren. Cierto es que entre los investigadores del chiste hallamos los brillantes nombres del poeta Jean Paul (Richter) y de los filósofos Th. Vischer, Kuno Fischer y Th. Lipps; mas también todos estos autores relegan a un segundo término el tema del chiste y dirigen su interés principal a la investigación del problema de lo cómico, más amplio y atractivo. La literatura existente sobre esta materia nos produce al principio la impresión de que no es posible tratar del chiste sino en conexión con el tema de lo cómico. Según Th. Lipps (Komik und Humor 1898), el chiste es «la comicidad privativamente subjetiva»; esto es, aquella comicidad «que nosotros hacemos surgir, que reside en nuestros actos como tales, y con respecto a la cual nuestra posición es la del sujeto que se halla por encima de ella y nunca la de objeto, ni siquiera voluntario». «La siguiente observación aclara un tanto estos conceptos; se denomina chiste «todo aquello que hábil y conscientemente hace surgir la comicidad, sea de la idea o de la situación».

K. Fischer explica la relación del chiste con lo cómico por medio de la caricatura, a la que sitúa entre ambos (Ueber den Witz, 1889). Lo feo, en cualquiera de sus manifestaciones, es objeto de la comicidad. «Dondequiera que se halle escondido, es descubierto a la luz de la observación cómica, y cuando no es visible o lo es apenas, queda forzado a manifestarse o precisarse, hasta surgir clara y francamente a la luz del día... De este modo nace la caricatura» (pág. 45). «No todo nuestro mundo espiritual, el reino intelectual de nuestros pensamientos y representaciones, se desarrolla ante la mirada de la observación exterior ni se deja representar inmediatamente de una manera plástica y visible. También él contiene sus estancamientos, fallos y defectos, así como un rico acervo de ridículo y de contrastes cómicos. Para hacer resaltar todo esto y someterlo a la observación estética será necesaria una fuerza que sea capaz no sólo de representar inmediatamente objetos, sino también de arrojar luz sobre tales representaciones, precisándolas; esto es, una fuerza que ilumine y aclare las ideas. Tal fuerza es únicamente el juicio. El juicio generador del contraste cómico es el chiste, que ha intervenido ya calladamente en la caricatura, pero que sólo en el juicio alcanza su forma característica y un libre campo en que desarrollarse». 

Como puede verse, para Lipps es la actividad, la conducta activa del sujeto el carácter que distingue al chiste dentro de lo cómico, mientras que Fischer caracteriza el chiste por la relación a su objeto, debiendo considerarse como tal todo lo feo que en nuestro mundo intelectual se oculta. La verdad de estas definiciones escapa a toda comprobación, y ellas mismas resultan casi ininteligibles, considerándolas, como aquí lo hacemos, aisladas del contexto al que pertenecen. Será, pues, preciso estudiar en su totalidad la exposición que de lo cómico hacen estos autores para hallar en ella lo referente al chiste. No obstante, podrá observarse que en determinados lugares de su obra saben también estos investigadores indicar caracteres generales y esenciales del chiste, sin tener para nada en cuenta su relación con lo cómico. Entre todos los intentos que K. Fischer hace de fijar el concepto del chiste, el que más le satisface es el siguiente: «El chiste es un juicio juguetón» (página 51). Para explicar esta definición nos recuerda el autor su teoría de que «la libertad estética consiste en la observación juguetona de las cosas» (pág. 50). En otro lugar (pág. 20) caracteriza Fischer la conducta estética ante un objeto por la condición de que no demandamos nada de él; no le pedimos, sobre todo, una satisfacción de nuestras necesidades, sino que nos contentamos con el goce que nos proporciona su contemplación. En oposición al trabajo, la conducta estética no es sino un juego. «Podría ser que de la libertad estética surgiese un juicio de peculiar naturaleza, desligado de las generales condiciones de limitación y orientación, al que por su origen llamaremos 'juicio juguetón'.» En este concepto se hallaría contenida la condición primera para la solución de nuestro problema, o quizá dicha solución misma. «La libertad produce el chiste, y el chiste es un simple juego con ideas» (pág. 24). 

Se ha definido con preferencia el chiste diciendo que es la habilidad de hallar analogías entre lo disparejo; esto es, analogías ocultas. Juan Pablo expresó chistosamente este mismo pensamiento: «El chiste -escribe- es el cura disfrazado que desposa a toda pareja», frase que continuó Th. Vischer, añadiendo: «Y con preferencia a aquellas cuyo matrimonio no quieren tolerar sus familias.» Mas al mismo tiempo objeta Vischer que existen chistes en los que no aparece la menor huella de comparación, o sea de hallazgo de una analogía. Por tanto, define el chiste, separándose de la teoría de Juan Pablo, como la habilidad de ligar con sorprendente rapidez, y formando una unidad, varias representaciones, que por su valor intrínseco y por el nexo a que pertenecen son totalmente extrañas unas a otras. K. Fischer observa que en una gran cantidad de juicios curiosos no hallamos analogías, sino, por el contrario, diferencias, y Lipps, a su vez, hace resaltar el hecho de que todas estas definiciones se refieren a la cualidad propia del sujeto chistoso; pero no al chiste mismo, fruto de dicha cualidad. Otros puntos de vista, relacionados entre sí en cierto sentido, y que han sido adoptados en la definición o descripción del chiste, son los del contraste de representaciones, del «sentido en lo desatinado» y del «desconcierto y esclarecimiento». 

Varias definiciones establecen como factor principal el contraste de representaciones. Así, Kraepelin considera el chiste como la «caprichosa conexión o ligadura, conseguida generalmente por asociación verbal, de dos representaciones que contrastan entre sí de un modo cualquiera». Para un crítico como Lipps no resulta nada difícil demostrar la grave insuficiencia de tal fórmula; pero tampoco él excluye el factor contraste, sino que se limita a situarlo, por desplazamiento, en un lugar distinto. «El contraste continúa existiendo; pero no es un contraste determinado de las representaciones ligadas por medio de la expresión oral, sino contraste o contradicción de la significación y falta de significación de las palabras» (pág. 87). Con varios ejemplos aclara Lipps el sentido de la última parte de su definición: «Nace un contraste cuando concedemos... a sus palabras un significado que, sin embargo, vemos que es imposible concederles.» En el desarrollo de esta última determinante aparece la antítesis de «sentido y desatino». Lo que en un momento hemos aceptado como sensato se nos muestra inmediatamente falto de todo sentido. Tal es la esencia, en este caso, del proceso cómico (págs. 85 y siguientes). «Un dicho nos parece chistoso cuando le atribuimos una significación con necesidad psicológica y en el acto de atribuírsela tenemos que negársela. El concepto de tal significación puede fijarse de diversos modos. Prestamos a un dicho un sentido y sabemos que lógicamente no puede corresponderle. Encontramos en él una verdad, que luego, ciñéndonos a las leyes de la experiencia o a los hábitos generales de nuestro pensamiento, nos es imposible reconocer en él. La concedemos una consecuencia lógica o práctica que sobrepasa su verdadero contenido, y negamos en seguida tal consecuencia en cuanto examinamos la constitución del dicho en sí. El proceso psicológico que el dicho chistoso provoca en nosotros y en el que reposa el sentimiento de la comicidad consiste siempre en el inmediato paso de los actos de prestar un sentido, tener por verdadero o conceder una consecuencia a la conciencia o impresión de una relativa nulidad.» A pesar de lo penetrante de este análisis cabe preguntar si la contraposición de lo significativo y lo falto de sentido, en la que reposa el sentimiento de la comicidad, puede contribuir en algo a la fijación del concepto del chiste en tanto en cuanto este último se halla diferenciado de lo cómico. 

También el factor «desconcierto y esclarecimiento» nos hace penetrar profundamente en la relación del chiste con la comicidad. Kant dice que constituye una singular cualidad de lo cómico el no podernos engañar más que por un instante. Heymans (Zeischr. für Psychologie, XI, 1896) expone cómo el efecto de un chiste es producido por la sucesión de desconcierto y esclarecimiento y explica su teoría analizando un excelente chiste que Heine pone en boca de uno de sus personajes, el agente de lotería Hirsch-Hyacinth, pobre diablo que se vanagloria de que el poderoso barón de Rothschild, al que ha tenido que visitar, le ha acogido como a un igual y le ha tratado muy famillionarmente. En este chiste nos aparece al principio la palabra que lo constituye simplemente como una defectuosa composición verbal, incomprensible y misteriosa. Nuestra primera impresión es, pues, la de desconcierto. La comicidad resultaría del término puesto a la singular formación verbal. Lipps añade que a este primer estadio del esclarecimiento, en el que comprendemos la doble significación de la palabra, sigue otro, en el que vemos que la palabra falta de sentido nos ha asombrado primero y revelado luego su justa significación. Este segundo esclarecimiento, la comprensión de que todo el proceso ha sido debido a un término que en el uso corriente del idioma carece de todo sentido, es lo que hace nacer la comicidad (pág. 95). 

Sea cualquiera de estas dos teorías la que nos parezca más luminosa, el caso es que el punto de vista del «desconcierto y esclarecimiento» nos proporciona una determinada orientación. Si el efecto cómico del chiste de Heine, antes expuesto, reposa en la solución de la palabra aparentemente falta de sentido, quizá debe buscarse el «chiste» en la formación de tal palabra y en el carácter que presenta. Fuera de toda conexión con los puntos de vista antes consignados, aparece otra singularidad del chiste que es considerada como esencial por todos los autores. «La brevedad es el cuerpo y el espíritu de todo chiste, y hasta podíamos decir que es lo que precisamente lo constituye», escribe Juan Pablo ( Vorschule der Aesthetik, I, párr. 45), frase que no es sino una modificación de la que Shakespeare pone en boca del charlatán Polonio (Hamlet, acto II, esc. II): «Como la brevedad es el alma del ingenio, y la prolijidad, su cuerpo y ornato exterior, he de ser muy breve.» Muy importante es la descripción que de la brevedad del chiste hace Lipps (pág. 10): «El chiste dice lo que ha de decir; no siempre en pocas palabras, pero sí en menos de las necesarias; esto es, en palabras que conforme a una estricta lógica o a la corriente manera de pensar y expresarse no son las suficientes. Por último, puede también decir todo lo que se propone silenciándolo totalmente.» Ya en la yuxtaposición del chiste y la caricatura se nos hizo ver «que el chiste tiene que hacer surgir algo oculto o escondido» (K. Fischer, pág. 51). Hago resaltar aquí nuevamente esta determinante por referirse más a la esencia del chiste que a su pertenencia a la comicidad.   


(2) Sé muy bien que con las fragmentarias citas anteriores, extraídas de los trabajos de investigación del chiste, no se puede dar una idea de la importancia de los mismos ni de los altos merecimientos de sus autores. A consecuencia de las dificultades que se oponen a una exposición, libre de erróneas interpretaciones, de pensamientos tan complicados y sutiles, no puedo ahorrar a aquellos que quieran conocerlos a fondo el trabajo de documentarse en las fuentes originales. Mas tampoco me es posible asegurarles que hallarán en ellas una total satisfacción de su curiosidad. Las cualidades y caracteres que al chiste atribuyen los autores antes citados -la actividad, la relación con el contenido de nuestro pensamiento, el carácter de juicio juguetón, el apareamiento de lo heterogéneo, el contraste de representaciones, el «sentido en lo desatinado», la sucesión de asombro y esclarecimiento, el descubrimiento de lo escondido y la peculiar brevedad del chiste- nos parecen a primera vista tan verdaderos y tan fácilmente demostrables por medio del examen de ejemplos, que no corremos peligro de negar la estimación debida a tales concepciones; pero son éstas disjecta membra las que desearíamos ver reunidas en una totalidad orgánica. No aportan, en realidad, más material para el conocimiento del chiste que lo que aportaría una serie de anécdotas a la característica de una personalidad cuya biografía quisiéramos conocer. 

Fáltanos totalmente el conocimiento de la natural conexión de las determinantes aisladas y de la relación que la brevedad del chiste pueda tener con su carácter de juicio juguetón. Tampoco sabemos si el chiste debe, para serlo realmente, llenar todas las condiciones expuestas o sólo algunas de ellas, y en este caso cuáles son las imprescindibles y cuáles las que pueden ser sustituidas por otras. Desearíamos, por último, obtener una agrupación y una división de los chistes en función de las cualidades señaladas. La clasificación hecha hasta ahora se basa, por un lado, en los medios técnicos, y por otro, en el empleo del chiste en el discurso oral (chiste por efecto del sonido, juego de palabras, chiste caricaturizante, chiste caracterizante, satisfacción chistosa). No nos costaría, pues, trabajo alguno indicar sus fines a una más amplia investigación del chiste. Para poder esperar algún éxito tendríamos que introducir nuevos puntos de vista en nuestra labor o intentar adentrarnos más en la materia intensificando nuestra atención y agudizando nuestro interés. Podemos, por lo menos, proponernos no desaprovechar este último medio. Es singular la escasísima cantidad de ejemplos reconocidamente chistosos que los investigadores han considerado suficiente para su labor, y es asimismo un poco extraño que todos hayan tomado como base de su trabajo los mismos chistes utilizados por sus antecesores. No queremos nosotros tampoco sustraernos a la obligación de analizar los mismos ejemplos de que se han servido los clásicos de la investigación de estos problemas, pero sí nos proponemos aportar, además, nuevo material para conseguir una más amplia base en que fundamentar nuestras conclusiones. 

Naturalmente, tomaremos como objeto de nuestra investigación aquellos chistes que nos han hecho mayor impresión y provocado más intensamente nuestra hilaridad. No creo pueda dudarse de que el tema del chiste sea merecedor de tales esfuerzos. Prescindiendo de los motivos personales que me impulsan a investigar el problema del chiste y que ya se irán revelando en el curso de este estudio, puedo alegar el hecho innegable de la íntima conexión de todos los sucesos anímicos, conexión merced a la cual un descubrimiento realizado en un dominio psíquico cualquiera adquiere, con relación a otro diferente dominio, un valor extraordinariamente mayor que el que en un principio nos pareció poseer aplicado al lugar en que se nos reveló. Débese también tener en cuenta el singular y casi fascinador encanto que el chiste posee en nuestra sociedad. Un nuevo chiste se considera casi como un acontecimiento de interés general y pasa de boca en boca como la noticia de una recentísima victoria. Hasta importantes personalidades que juzgan digno de comunicar a los demás cómo han llegado a ser lo que son, qué ciudades y países han visto y con qué otros hombres de relieve han tratado no desdeñan tampoco acoger en su biografía tales o cuales excelentes chistes que han oído.

La técnica del chiste

(1) Escojamos el primer chiste que el azar hizo acudir a nuestra pluma al escribir el capítulo anterior. En el fragmento de los Reisebilder titulado «Los baños de Lucas» nos presenta Heine la regocijante figura de Hirsch-Hyacinth, agente de lotería y extractador de granos, que, vanagloriándose de sus relaciones con el opulento barón de Rothschild, exclama: «Tan cierto como que de Dios proviene todo lo bueno, señor doctor, es que una vez me hallaba yo sentado junto a Salomón Rothschild y que me trató como a un igual suyo, muy «famillionarmente» (familionär).» Este excelente chiste ha sido utilizado como ejemplo por Heymans y Lipps para explicar el efecto cómico del chiste en función del proceso de «desconcierto y aclaramiento». Mas dejemos por ahora esta cuestión para plantearnos la de qué es lo que hace que el dicho de constituya un chiste. Pueden suceder dos cosas: o es el pensamiento expresado en la frase lo que lleva en sí el carácter chistoso, o el chiste es privativo de la expresión que el pensamiento ha hallado en la frase. Tratemos, pues, de perseguir el carácter chistoso y descubrir en qué lugar se oculta. 

Un pensamiento puede ser expresado por medio de diferentes formas verbales -o palabras- que todas ellas lo reproducen con igual fidelidad. En la frase de Hirsch-Hyacinth tenemos una determinada expresión de un pensamiento, expresión que sospechamos es un tanto singular y desde luego no la más fácilmente comprensible. Intentemos expresar con la mayor fidelidad el mismo pensamiento en palabras distintas. Esta labor ya ha sido llevada a cabo por Lipps de manera a explicar hasta cierto punto la idea de Heine. «Comprendemos -escribe Lipps- que Heine quiere decir que la acogida de Rothschild a Hirsch-Hyacinth fue harto familiar; esto es, de aquella naturaleza poco corriente en los millonarios» (pág. 7). No alteraremos en nada este sentido, dando al pensamiento otra forma que quizá se adapta más a la frase de Hirsch-Hyacinth. «Rothschild me trató como a su igual, muy familiarmente, aunque claro es que sólo en la medida en que esto es posible a un millonario.» «La benevolencia de un rico es siempre algo dudosa para aquel que es objeto de ella», añadiríamos nosotros. Con cualquiera de estas dos versiones del mismo pensamiento que demos por buena vemos que la interrogación que nos planteamos ha quedado resuelta. 

El carácter chistoso no pertenece en este ejemplo al pensamiento. Lo que Heine pone en labios de Hirsch-Hyacinth es una justa y penetrante observación, que entraña una innegable amargura y nos parece muy comprensible en un pobre diablo que se encuentre ante la enorme fortuna de un plutócrata, pero que nunca nos atreveríamos a calificar de chistosa. Si alguien, no pudiendo olvidar la forma original de la frase, insistiera en que el pensamiento en sí era también chistoso, no habría más que hacerle ver que si la frase de Hirsch-Hyacinth nos hacía reír, en cambio la fidelísima versión del mismo pensamiento hecha por Lipps o la que nosotros hemos después efectuado pueden movernos a reflexionar, pero nunca excitar nuestra hilaridad. Mas si el carácter chistoso de nuestro ejemplo no se esconde en el pensamiento, tendremos que buscarlo en la forma de la expresión verbal. Examinando la singularidad de dicha expresión, descubrimos en seguida lo que podemos considerar como técnica verbal o expresiva de este chiste, la cual tiene que hallarse en íntima relación con la esencia del mismo, dado que todo su carácter y el efecto que produce desaparecen en cuanto se lleva a cabo su sustitución. Concediendo un tan importante valor a la forma verbal del chiste, nos hallamos de perfecto acuerdo con los que en la investigación de esta materia nos han precedido. Así, dice K. Fischer (pág. 72): «En principio, es simplemente la forma lo que convierte al juicio en chiste.» Recordamos aquí una frase de Juan Pablo en la que se expone y demuestra esta naturaleza del chiste: «Hasta tal punto vence simplemente la colocación, sea de los ejércitos, sea de las frases.» ¿En qué consiste, pues, la «técnica» de este chiste? ¿Por qué proceso ha pasado el pensamiento descubierto por nuestra interpretación hasta convertirse en un chiste que nos mueve a risa? Comparando nuestra interpretación con la forma en que el poeta ha encerrado tal pensamiento, hallamos una doble elaboración. En primer lugar, ha tenido efecto una abreviación. Para expresar totalmente el pensamiento contenido en el chiste teníamos que añadir a la frase «R. me trató como a un igual, muy familiarmente» en segunda proposición, «hasta el punto en que ello es posible a un millonario», y hecho esto, sentimos todavía la necesidad de otra sentencia aclaratoria. El poeta expresa el mismo pensamiento con mucha brevedad: «R. me trató como a un igual, muy FAMILLIONARMENTE (FAMILLIONAR).» La limitación que la segunda frase impone a la primera, en la que se señala lo familiar del trato, desaparece en el chiste. 

Mas no queda excluida sin dejar un sustitutivo por el que nos es posible reconstruirla. Ha tenido lugar una segunda modificación. La palabra familiarmente (familiär), que aparece en la interpretación no chistosa del pensamiento, se muestra en el chiste transformada en famillionarmente. Sin duda alguna es en esta nueva forma verbal donde reside el carácter chistoso y el efecto hilarante del chiste. La palabra así formada coincide en sus comienzos con la palabra «familiarmente» (familiär), que aparece en la primera frase, y luego con la palabra «millonario» (millionär), que forma parte de la segunda; representa así a esta última y nos permite adivinar su texto, omitido en el chiste. Es, pues, la nueva palabra una formación mixta de los dos componentes «familiarmente» y «millonario» y podemos representar gráficamente su génesis en la forma que sigue:                            

FA M I L I     Ä R
M I L IONAR
FA M I L I ON Ä R 

El proceso que ha convertido en chiste el pensamiento podemos también representarlo en una forma que, aunque al principio parece un tanto fantástica, reproduce exactamente el resultado real: «R. me trató muy familiarmente (familiär), aunque claro es que sólo en la medida en que esto es posible a un millonario (millionär).»  

Imagínese ahora una fuerza compresora que actuara sobre esta frase y supóngase que por cualquier razón sea su segundo trozo el que menos resistencia puede oponer a dicha fuerza. Tal segundo trozo se vería entonces forzado a desaparecer, y su más valioso componente, la palabra «millonario» (millionär), único que presentaría una mayor resistencia, quedaría incorporado a la primera parte de la frase por su fusión con la palabra «familiarmente» (familiär), análoga a él. Precisamente esta casual posibilidad de salvar lo más importante del segundo trozo de la frase favorece la desaparición de los restantes elementos menos valiosos. De este modo nace entonces el chiste:                  

R. me trató muy famillionarmente
(famili on är)                               
(mili)  (är) 

Aparte de esta fuerza comprensiva, que nos es desconocida, podemos describir en este caso el proceso de la formación del chiste, o sea la técnica del mismo, con una condensación con formación de sustitutivo. Esta formación consistiría en nuestro ejemplo, en la constitución de una palabra mixta -«FAMILLIONAR»- incomprensible en sí, pero cuyo sentido nos es descubierto en el acto por el contexto en el que se halla incluida. 

Esta palabra mixta es la que entraña el efecto hilarante del chiste, efecto de cuyo mecanismo nada hemos logrado averiguar con el descubrimiento de la técnica. ¿Hasta qué punto puede regocijarse y forzarnos a reír un proceso de condensación verbal acompañado de una formación sustitutiva? Este es otro problema muy distinto y del que no podemos ocuparnos hasta hallar un camino por el que aproximarnos a él. Permaneceremos, pues, por ahora en lo que respecta a la técnica del chiste. Nuestra esperanza de que la técnica del chiste no podía por menos de revelarnos la íntima esencia del mismo nos mueve, ante todo, a investigar la existencia de otros chistes de formación semejante a la del anteriormente examinado. En realidad, no existen muchos chistes de este tipo, mas sí los suficientes para formar un pequeño grupo caracterizado por la formación de una palabra mixta. El mismo Heine, copiándose a sí mismo, ha utilizado por segunda vez la palabra «millonario» (millionär) para hacer otro chiste. Habla, en efecto, en uno de sus libros (Idem, cap. XIV) de un «MILLIONAR», transparente condensación de las palabras «millonario» (millionär) y «loco» (narr), que expresa, como en el primer ejemplo, un oculto pensamiento accesorio. 

Expondré aquí otros ejemplos del mismo tipo que hasta mí han llegado. Existe una fuente ('Brunnen') en Berlín cuya construcción produjo mucho descontento hacia el burgomaestre Forckenbeck. Los berlineses la llaman la Forckenbecken, dando un efecto chistoso, aunque para ello fue necesario reemplazar la palabra brunnen por un equivalente en desuso becken, a objeto de combinarlo en una totalidad con el nombre del burgomaestro. La malicia europea transformó en «CLEOPOLDO» el verdadero nombre -Leopoldo- de un alto personaje, de quien se murmuraba mantenía íntimas relaciones con una bella dama llamada Cleo. De este modo, el rendimiento de un sencillo proceso de condensación en el que no entraba en juego sino una sola letra, conservaba siempre viva una maligna alusión. Los nombres propios caen con especial facilidad bajo este proceso de la técnica del chiste. En Viena existían dos hermanos, Salinger de apellido, uno de los cuales era corredor de Bolsa (Bönsensensal). Esta circunstancia dio pie para que a este último se le conociera con el nombre de Sensalinger (condensación de Sensal, corredor, y Salinger, su apellido) y a su hermano con el menos agradable de Scheusalinger (condensación de Scheusal, espantajo, y el apellido común). La ocurrencia es fácil e ingeniosa, aunque ignoro si estaría justificada. Mas el chiste no suele preocuparse mucho de tales justificaciones.

Me contaron la siguiente condensación chistosa. Un hombre joven que había llevado hasta el momento una vida por demás placentera en el extranjero, después de una prolongada ausencia efectúa una visita a un amigo en esta ciudad. El último se sorprende de verle un Ehering (anillo de esponsales) en la mano de su visitante, y le pregunta si se ha casado. A lo que responde que sí 'Trauring pero cierto'. El chiste es excelente. La palabra Trauring combina ambos elementos: Ehering cambiada a Trauring junto a la frase trauring, aber wahr ('triste pero cierto'). Aquí se emplea una palabra que coincide totalmente con uno de los dos elementos y no una palabra ininteligible como en famillionär. En una conversación proporcioné yo mismo, involuntariamente, el material para la formación de un chiste por completo análogo al primero que de Heine hemos reproducido. Relataba yo a una señora los grandes merecimientos de un investigador cuyo valor creía yo injustamente desconocido por sus contemporáneos. «Pero ese hombre merece un monumento», me replicó la señora. «Y es muy probable que alguna vez lo tenga -repuse yo-, pero, momentáneamente, su éxito es bien escaso.» «Monumento» y «momentáneo» son dos conceptos opuestos. Mi interlocutora los reunió en su respuesta, diciendo: «Entonces le desearemos un éxito monumentáneo.» En un excelente trabajo inglés sobre este mismo tema (A. A. Brill), Freud's Theory of wit, en Journal of abnormal Psychologie, 1911) se incluyen algunos ejemplos en idiomas diferentes del alemán, que muestran todos el mismo mecanismo de condensación que el chiste de Heine. 

El escritor inglés De Quincey -relata Brill- escribe en una ocasión que los ancianos suelen caer con frecuencia en el anecdotage. Esta palabra es una formación mixta de otras dos, coincidentes en parte:                          

anecdote y                              
      dotage (charlar pueril). 

En una historieta anónima halló Brill calificadas las Navidades como the alcoholidays, igual fusión de:                             

alcohol y
      holidays (días festivos). 

Hablando Sainte-Beuve de la famosa novela de Flaubert Salambó, cuya acción se desarrolla en la antigua Cartago, la califica irónicamente de Carthaginoiserie, aludiendo a la paciente minuciosidad con que el autor se esfuerza en reproducir el ambiente y costumbres del antiguo pueblo africano:

Carthaginois
          chinoiserie. 

El mejor chiste de este tipo se debe a una de las personalidades austríacas de mayor relieve, que después de una importante actividad científica y pública ocupa actualmente uno de los más altos puestos del Estado. He de tomarme la libertad de utilizar para estas investigaciones los chistes atribuidos a esta personalidad y que, en efecto, llevan todos un mismo inconfundible sello. Sírveme de justificación el hecho de que difícilmente hubiera podido hallar mejor material. Se hablaba un día, delante de esta persona, de un escritor al que se conocía por una aburrida serie de artículos, publicados en un diario vienés sobre insignificantes episodios de las relaciones políticas y guerreras entre Napoleón I y el de Austria. El autor de estos artículos ostenta una abundante cabellera de un espléndido color rojo. Al oír su nombre exclamó el señor N.: ¿No es ése el rojo Fadian   que se extiende por toda la historia de los Napoleónidas? Para hallar la técnica de este chiste le someteremos a aquel método de reducción que hace desaparecer su carácter chistoso, variando su forma expresiva, y restaura, en cambio, su primitivo sentido, fácilmente adivinable en todo buen chiste. El presente ejemplo ha surgido de dos componentes: un juicio adverso al escritor en cuestión y una reminiscencia de la famosa comparación con que Goethe encabeza, en Las afinidades electivas, los extractos del «Diario de Otilia». La adversa crítica podría expresarse en la forma siguiente: «¡De modo que es éste el sujeto que no sabe escribir una y otra vez más que aburridos folletones sobre Napoleón en Austria!» Esta manifestación no tiene nada de chistosa. 

Tampoco puede moverse a risa la bella comparación de Goethe. Sólo cuando ambos conceptos son puestos en relación y sometidos a un singular proceso de condensación y fusión es cuando surge un chiste, excelente por cierto. La conexión entre el adverso juicio sobre el tedioso historiador y la bella metáfora goethiana se ha constituido aquí, por razones que aún no me es dado hacer comprensibles, de un modo harto menos sencillo que en otros casos análogos. Intentaré, por lo menos, sustituir el probable proceso de génesis de este chiste por la construcción siguiente: en primer lugar, la circunstancia del constante retorno del mismo tema en los artículos del insulso escritor debió de despertar en N. una ligera reminiscencia de la conocida comparación goethiana de Las afinidades electivas, comparación que es erróneamente citada casi siempre con la palabra «se extiende como un rojo hilo». El «rojo hilo» de la comparación ejerció una acción modificadora sobre la expresión de la primera frase merced a la circunstancia casual de ser también rojo; esto es, poseer rojos cabellos el escritor criticado. Llegado el proceso a este punto, la expresión del pensamiento sería quizá la siguiente: De modo que ese individuo rojo es el que escribe unos artículos tan aburridos sobre Napoleón. Entra ahora en juego el proceso que condensó en uno ambos trozos. Bajo la presión de este proceso, que encuentra su primer punto de apoyo en la igualdad proporcionada por el elemento «rojo», se asimiló «aburrido» (langweiling) a «hilo» (Faden), transformándose en un sinónimo fad (aburrido, insulso), y entonces pudieron ya fundirse ambos elementos para constituir la expresión verbal del chiste, en la que esta vez tiene mayor importancia la cita goethiana que el juicio despectivo, el cual seguramente fue el primero en surgir aisladamente en el pensamiento de N. De modo que es ese rojo sujeto quien escribe los 'fade' artículos sobre N(apoleón). El................... rojo...................... 'Faden' (hilo) que se extiende por todo. _ ¿No es ése el rojo Fadian que se extiende por toda la historia de los N(apoleónidas)? 

Más adelante, cuando nos sea posible analizar este chiste desde otros puntos de vista distintos de los puramente formales, justificaremos esa representación gráfica y, al mismo tiempo, la someteremos a una necesaria rectificación. Lo que en ella pudiera ser objeto de duda, el hecho de haber tenido lugar una condensación, aparece con evidencia innegable. El resultado de la condensación es nuevamente, por un lado, una considerable abreviación y, por otro, en lugar de una singular formación verbal mixta, más bien una infiltración de los elementos constitutivos de ambos componentes. La expresión roter Fadian sería siempre viable por sí misma con una calificación peyorativa: mas en nuestro caso es con seguridad, el producto de una condensación. Si al llegar a este punto se sintiera el lector disgustado ante nuestra manera de enfocar esta cuestión, que amenaza destruir el placer que en el chiste pudiera hallar, sin explicarle, en cambio, ni siquiera la fuente de que dicho placer mana, yo le ruego reprima su impaciencia. Nos hallamos ahora ante el problema de la técnica del chiste, cuya investigación nos promete, cuando lleguemos a profundizar suficientemente, interesantes descubrimientos. Por el análisis del último ejemplo nos hallamos preparados a hallar, cuando en otros casos encontremos de nuevo un proceso de condensación, la sustitución de lo suprimido no sólo en una formación verbal mixta, sino también en una distinta modificación de la expresión. Los siguientes chistes, debidos asimismo al fértil ingenio del señor N., nos indicarán en qué consiste este distinto sustitutivo: «Sí; he viajado con él TETE-A-BETE.» Nada más fácil que reducir este chiste. Su significado tiene que ser: «He viajado tête-à-tête con X., y X. es un animal.» Ninguna de las dos frases es chistosa. Reduciéndola a una sola: «He viajado tête-à-tête con el animal de X.», tampoco encontramos en ella nada que nos mueva a risa. El chiste se constituye en el momento en que se hace desaparecer la palabra «animal», y para sustituirla se cambia por una B la T de la segunda tête, modificación pequeñísima, pero suficiente para que vuelva a surgir el concepto «animal», antes desaparecido. La técnica de este grupo de chistes puede describirse como condensación con ligera modificación, y sospechamos que el chiste será tanto mejor cuanto más pequeña sea la modificación sustitutiva. 

Análoga, aunque no exenta de complicación, es la técnica de otro chiste. Hablando de una persona que al lado de excelentes cualidades presentaba grandes defectos, dice N.: «Sí; la vanidad es uno de sus CUATRO TALONES DE AQUILES». La pequeña modificación consiste aquí en suponer que la persona a la que el chiste se refiere posee cuatro talones, o sea cuatro pies, como los animales. Así, pues, las dos ideas condensadas en el chiste serían: «X es un hombre de sobresalientes cualidades, fuera de su extremada vanidad; pero no obstante, no es una persona que me sea grata, pues me parece un animal.». Muy semejante, pero mucho más sencillo, es otro chiste in statu nascendi del que fui testigo en un pequeño círculo familiar, al que pertenecían dos hermanos, uno de los cuales era considerado como modelo de aplicación en sus estudios, mientras que el otro no pasaba de ser un medianísimo escolar. En una ocasión, el buen estudiante sufrió un fracaso en sus exámenes, y su madre, hablando del suceso, expresó su preocupación de que constituyera el comienzo de una regresión en las buenas cualidades de su hijo. El hermano holgazán, que hasta aquel momento había permanecido oscurecido por el buen estudiante, acogió con placer aquella excelente ocasión de tomar su desquite, y exclamó: «Sí; Carlos va ahora hacia atrás sobre sus cuatro pies.» La modificación consiste aquí en un pequeño agregado a la afirmación de que también, a su juicio, retrocede el hermano abandonando el buen camino. 

Mas esta modificación aparece como el sustitutivo de una apasionada defensa de la propia causa: «No creáis que él es más inteligente que yo por que obtiene éxitos en la escuela. No es más que un animal; esto es, más estúpido aún que yo.» Otro chiste muy conocido de N. nos da un bello ejemplo de condensación con ligera modificación. Hablando de una personalidad política, dijo: «Este hombre tiene UN GRAN PORVENIR DETRAS DE EL.» Tratábase de un joven que por su apellido, educación y cualidades personales pareció durante algún tiempo llamado a llegar a la jefatura de un gran partido político y con ella al Gobierno de la nación. Mas las circunstancias cambiaron de repente y el partido de referencia se vio imposibilitado de llegar al Poder, siendo sospechable que el hombre predestinado a asumir su jefatura no llegue ya a los altos puestos que se creía. La más breve interpretación deducida de este chiste sería: «Ese hombre ha tenido ante sí un gran porvenir, pero ahora ya no lo tiene.» En lugar de «ha tenido» y de la frase final, aparece en la frase principal la modificación de sustituir el «ante sí» por su contrario «detrás de él». 

De una modificación casi idéntica se sirvió N. en otra de sus ocurrencias. Había sido nombrado ministro de Agricultura un caballero al que no se reconocía otro mérito para ocupar dicho puesto que el de explotar personalmente sus propiedades agrícolas. La opinión pública pudo comprobar durante su gestión ministerial, que se trataba del más inepto de cuantos ministros habían desempeñado aquella cartera. Cuando dimitió y volvió a sus ocupaciones agrícolas particulares, comentó N.: «Como Cincinato, ha vuelto a su puesto ANTE el arado.» El ilustre romano, al que se apartó de sus faenas agrícolas para conferirle la investidura de dictador, volvió, al abandonar la vida pública, a su puesto detrás del arado. Delante del mismo no han ido nunca, ni en la época romana ni en la actual, más que los bueyes. Otro caso de condensación con modificación es un chiste de Karl Kraus que, refiriéndose a un periodista de ínfima categoría, dedicado al chantaje, dijo que había salido para los Balcanes en el Orienterpresszug, formación verbal producto de la condensación de dos palabras: Orientexpresszug (tren expreso del Oriente) y Erpressung (chantaje). Podríamos aumentar grandemente la colección de ejemplos de esta clase; mas creo que con los expuestos quedan suficientemente aclarados los caracteres de la técnica del chiste -condensación con modificaciones- en este segundo grupo. Comparándolo ahora con el primero, cuya técnica consistía en la condensación con formación de una expresión verbal mixta, vemos con toda claridad que sus diferencias no son esenciales y la transición de uno a otro se efectúa sin violencia alguna. Tanto la formación verbal mixta como la modificación se subordinan al concepto de la formación de sustitutivos, y si queremos podemos describir la formación de palabra mixta también con modificación de la palabra fundamental por el segundo elemento. 


(2) Hagamos aquí un primer alto para preguntarnos con qué factor expuesto ya en la literatura existente sobre esta materia coincide total o parcialmente este primer resultado de nuestra labor. Desde luego con el de la brevedad, a la que Juan Pablo califica de alma del chiste. La brevedad no es en sí chistosa; si no, toda sentencia lacónica constituiría un chiste. La brevedad del chiste tiene que ser de una especial naturaleza. Recordamos que Lipps ha intentado describir detalladamente la peculiaridad de la abreviación chistosa. Nuestra investigación ha demostrado, partiendo de este punto, que la brevedad del chiste es con frecuencia el resultado de un proceso especial que en la expresión verbal del mismo ha dejado una segunda huella: la formación sustitutiva. Empleando el procedimiento de reducción, que intenta recorrer en sentido inverso el camino seguido por el proceso de condensación, hallamos también que el chiste depende tan sólo de la expresión verbal resultante del proceso de condensación. Naturalmente, nuestro interés se dirigía en el acto hacia este proceso tan singular como poco estudiado hasta el momento, pero no llegamos a comprender cómo puede surgir de él lo más valioso del chiste: la consecución del placer que el mismo trae consigo. 

Veamos si en algún otro dominio psíquico se han descubierto ya procesos análogos a los que aquí describimos como técnica del chiste. Únicamente, en uno muy distante en apariencia. En 1900 publiqué una obra titulada La interpretación de los sueños, en la cual, como su título indica, intenté aclarar el misterio de los sueños y presentarlos como un producto de la normal función anímica. En esta obra opongo repetidamente el contenido manifiesto del sueño, con frecuencia harto singular, a las ideas latentes del mismo, totalmente correctas, de las que procede, y emprendo la investigación de los procesos que, partiendo de dichas ideas, hacen surgir el sueño, y de las fuerzas psíquicas que toman parte en esta transformación. El conjunto de los procesos de transformación es denominado por mi elaboración del sueño, y como un fragmento de la misma he descrito un proceso de condensación que muestra la mayor analogía con el que aparece en la técnica del chiste, pues produce como éste una abreviación y crea formaciones sustitutivas de idéntico carácter. Todos conocemos por nuestros propios sueños las formaciones mixtas de personas y hasta de objetos que en ellos aparecen. El sueño llega también a crear formaciones mixtas de palabras que luego podemos descomponer en el análisis (por ejemplo: Autodidasker = autodidacta + Lasker). Otras veces, y con mayor frecuencia, el proceso de condensación del sueño no crea formaciones mixtas, sino imágenes que, salvo en una modificación o agregación procedente de distinta fuente, coinciden por completo con una persona o un objeto determinados. Son, por tanto, tales modificaciones idénticas a las que nos muestran los chistes de N., y no podemos ya poner en duda que en ambos casos tenemos ante nosotros el mismo proceso psíquico, reconocible por su idéntico resultado. Tan amplia analogía de la técnica del chiste con la elaboración del sueño no dejará de intensificar nuestro interés por la primera, haciéndonos concebir la esperanza de que una comparación entre el chiste y los sueños contribuya extraordinariamente a descubrirnos la esencial de aquél. Mas antes de emprender esta labor comparativa tenemos aún que investigar más ampliamente la técnica del chiste, pues el número de análisis que hasta ahora hemos llevado a cabo es todavía insuficiente para dejar perfectamente establecida, con un carácter general, la analogía descubierta en los hasta ahora examinados. Abandonaremos, pues, por ahora, la comparación con el sueño y tornaremos a la técnica del chiste, dejando suelto en este punto de nuestra investigación un cabo, que más adelante recogeremos. 


(3) Lo primero que necesitamos saber es si el proceso de condensación con formación sustitutiva aparece en todos los chistes y puede, por tanto, considerarse como el carácter general de la técnica que investigamos. Recuerdo aquí un chiste que a consecuencia de especiales circunstancias permanece grabado en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido desde que lo oí. Un reputado catedrático, a cuya clase asistía yo en mi primera juventud y al que todos creíamos tan incapaz de estimar el valor de un chiste oportuno como de hacerlo por su cuenta, llegó un día muy regocijado al Instituto, y mostrándose más asequible que de costumbre, nos explicó lo que motivaba su buen humor: «He leído -dijo- un excelente chiste. En una reunión de París fue presentado un joven al que por llevar el apellido Rousseau se suponía pariente del gran Juan Jacobo. Una de las particularidades de este joven era el rojo color de su pelo. Mas sus atractivos espirituales se demostraron tan escasos, que al despedirse su introductor de la dueña de la casa, le dijo ésta: «Vous m'avez fait connaître un jeune homme roux et sot, mais non pas un Rousseau.» Y nuestro buen profesor siguió riendo alborozadamente. 

Es éste según la nomenclatura establecida por los autores que nos han precedido en la investigación de estas materias, un chiste por similicadencia, y por cierto de la más baja categoría, pues es de aquellos que juegan con un nombre propio, a semejanza del que pone término al parlamento del capuchino en la primera parte del Wallenstein, de Schiller: «Se hace llamar Wallenstein (Stein-piedra), y es ciertamente, para todos nosotros piedra de escándalo (allen-todos; Stein-piedra)...». Mas ¿cuál es la técnica del chiste que tanto hizo reír a nuestro profesor? Vemos en seguida que aquel carácter que quizá esperábamos hallar generalmente no aparece ya en este primer nuevo ejemplo. No existe en él omisión alguna; apenas una abreviación. La señora dice en el chiste todo lo que podemos suponer en su pensamiento. «Me ha hecho usted esperar con gran interés el reconocimiento de un pariente de J. J. Rousseau, incitándome a suponer que habría heredado algo de la inteligencia de su genial antepasado. Y resulta que el tal individuo es un joven de cabellos rojos y completamente tonto (roux et sot).» En esta interpretación podremos añadir o intercalar algo por cuenta propia; pero tal intento de reducción no hace desaparecer el chiste, que permanece intacto, basado en la similicadencia Rouseeau/Roux sot. Queda, pues, demostrado que la condensación con formación sustitutiva no toma parte alguna en la constitución de este chiste. 

¿Cuál es, pues, el proceso de su génesis? Nuevos intentos de reducción nos prueban que el chiste continuará subsistiendo mientras el nombre Rousseau no sea sustituido por otro. Así, sustituyéndolo por el de Racine, la crítica expresada por la señora permanece intacta, pero pierde todo carácter de chiste. De este modo vemos dónde tenemos que buscar en este caso la técnica del chiste, aunque podamos dudar todavía cómo formularla. Intentemos, sin embargo, definirla: la técnica de este chiste estriba en el hecho de que una misma palabra -el nombre- aparece empleado en dos formas distintas, una vez completo y otra dividido en sus sílabas como en una charada. Puedo exponer unos cuantos ejemplos de idéntica técnica. Con un chiste   basado en esta técnica del doble empleo hubo de vengarse una dama italiana de una impertinencia de Napoleón I, el cual le dijo en un baile de corte, llamando su atención hacia sus compatriotas: Tutti gli italiani danzano si male. Y la señora respondió en el acto: Non tutti, ma buona parte. (Brill, l. c.) En ocasión de representarse en Berlín la tragedia griega Antígona (Antigone), reprochó la crítica que se había despojado a esta obra de todo su carácter antiguo. El ingenio berlinés se apropió esta crítica en la forma siguiente: Antik? Oh, nee! («¿Antigua? ¡Oh, no!)» Muy conocido es en los círculos médicos un análogo chiste por división. Un doctor pregunta a un joven paciente si en alguna época ha sido dominado por el vicio de la masturbación. La respuesta es: ¡O na, nie! (Onanie = onanismo: O na, nie = «¡Oh, jamás!»). 

En todos estos ejemplos, que juzgamos suficientes para dejar caracterizado el grupo a que pertenecen, descubrimos idéntica técnica: un mismo nombre doblemente empleado una vez en su totalidad y otra dividido en sus sílabas, división que le presta otro sentido diferente. El múltiple empleo de la misma palabra, íntegra primero y dividida por sílabas después, ha sido el primer caso por nosotros hallado de una técnica en la que no aparece el proceso de condensación. Tras de corta reflexión, tenemos, sin embargo, que ver (en la gran cantidad de ejemplos que a nuestro recuerdo acude) que la nueva técnica por nosotros descubierta no puede limitarse a este único medio. Existe seguramente una gran cantidad, no determinable por el momento, de posibilidades de dar en una frase a la misma palabra o al mismo material verbal más de un empleo. ¿Hemos de considerar como medios técnicos del chiste todas estas posibilidades? Así nos parece a primera vista, y los ejemplos que siguen se encargarán de demostrarlo. Puede, en primer lugar, tomarse dos veces el mismo material alterando solamente su orden. 

Cuanto menor sea la alteración y antes se experimente la impresión de que se han dicho cosas distintas con las mismas palabras, tanto más excelente será el chiste por lo que a la técnica se refiere. Daniel Spitzer, en su obra Wiener Spaziergaenge (t. II, pág. 42) (1912): «El matrimonio X vive a lo grande. Según unos, el marido ha ganado mucho y dado poco; según otros, es la mujer la que se ha dado un poco y ganado mucho.» ¡Excelente chiste, verdaderamente diabólico y conseguido con un mínimo de medios ! Ha ganado mucho y dado poco -(se) ha dado (un) poco y ganado mucho -. Es tan sólo por una inversión de estas frases por lo que se distingue lo que se expresa del marido de lo que se sugiere de la mujer. Un amplio campo se abre a la técnica del chiste extendiendo el múltiple empleo del mismo material a aquellos casos en que la palabra o palabras en las que reside el chiste se muestran una vez sin modificación alguna y otra habiendo sufrido una pequeña modificación. Véase como ejemplo otro chiste de N.: Un individuo de origen judío, que hablando con N. se expresó despectivamente sobre los caracteres peculiares a sus correligionarios, obtuvo la siguiente respuesta: «Ya conocía yo su antesemitismo, señor consejero; pero su antisemitismo es cosa nueva para mí.» La modificación consiste aquí en el cambio de una sola letra, cambio que apenas es perceptible en la expresión verbal. Recuerda este chiste a otros antes expuestos del mismo personaje, pero a diferencia de ellos, no tiene en él lugar condensación alguna. Expresa todo lo que su autor tenía que decir, o sea: «Sé que usted es de origen judío, y, por tanto, me maravilla que hable usted así de los que fueron sus correligionarios.» Otro excelente ejemplos de tal chiste de modificación es la conocida frase: Traduttore-tradittore! La analogía de ambas palabras, lindante con la identidad, nos ofrece una precisa representación de la necesidad en que el traductor se halla a veces de pecar contra el autor traducido. 

He aquí un chiste que se dice tuvo lugar durante un examen de jurisprudencia. El candidato debía traducir un pasaje del 'Corpus Juris': 'Labeo ait = yo caigo, dijo él'. 'Usted cae, digo yo', replicó el examinador, y puso fin al examen. Cualquiera que equivoque el nombre del gran jurista (Labeo) confundiéndolo con una declinación verbal y aún más, en forma errónea ('labeo' por 'labeor', o sea, 'yo caigo'), sin lugar a dudas que no merece nada mejor. Pero la técnica del chiste reside en el hecho que casi las mismas palabras que señalaban la ignorancia del candidato fueron usadas por el examinador para pronunciar su castigo. Es tan grande en estos chistes la variedad de las pequeñas modificaciones posibles, que ninguno es igual a otro. Las palabras constituyen un material plástico de una gran maleabilidad. Existen algunas que llegan a perder totalmente su primitiva significación cuando se emplean en un determinado contexto. Un chiste de Lichtenberg se basa precisamente en esta circunstancia: «¿Cómo anda usted?», preguntó el ciego al paralítico. «Como usted ve», respondió el paralítico al ciego. 

También existen palabras que pueden ser empleadas en más de un sentido, despojándolas de su primitiva significación. De dos diferentes derivados de la misma raíz puede haberse desarrollado uno hasta formar una palabra llena de significación, y el otro, no constituir más que un afijo, y conservar ambas, sin embargo, idéntico sonido. La identidad del sonido entre una palabra plenamente significativa y una sílaba vacía de sentido puede también ser causal. En ambos casos es dado a la técnica del chiste aprovechar tales peculiaridades del material verbal. Así, se atribuye a Schleiermacher un chiste que constituye un puro ejemplo del empleo de tales medios técnicos: Eifersucht ist eine Leidenschaft die mit Eifer sucht, was Leiden schafft. No puede negarse que esta frase constituye un chiste, aunque no de gran efecto. Desaparece aquí una gran cantidad de factores que en el análisis de otros chistes pueden inducirnos en error al tener que investigar cada uno de ellos por separado. El pensamiento expresado en la frase carece de todo valor, no constituyendo más que una muy insignificante definición de los celos. No puede hablarse en este ejemplo de «sentido en lo desatinado», «sentido oculto» o «desconcierto» y «esclarecimiento». 

Asimismo resulta imposible hallar un contraste de representaciones, y sólo con gran esfuerzo puede sospecharse un contraste entre las palabras y lo que significan. No podemos hablar tampoco de contracción: la frase nos hace más bien un efecto de ampulosidad. Y, sin embargo, constituye un excelente chiste. Su única singularidad es, al mismo tiempo, aquel carácter cuya desaparición traería consigo la del chiste; esto es, el hecho de hallarse empleadas las mismas palabras en diferente forma. Podremos entonces escoger entre agregar este chiste a aquella subdivisión en la que las palabras son empleadas una vez completas y otra divididas (Rousseau, Antígona), o aquella otra en la que la diversidad queda constituida por la posesión o carencia de sentido de partes de las palabras. A más de este factor, hallamos otro digno de tener en consideración para la técnica del chiste. Se constituye aquí una singular conexión, una especie de unificación por el hecho de que los celos quedan definidos por su nombre propio; esto es, por sí mismos. También esto constituye, como más adelante veremos, una técnica del chiste. Tales dos factores tienen, por tanto, que ser suficientes para dar a una expresión verbal el buscado carácter chistoso. 

Penetrando aún más en la diversidad del «múltiple empleo» de la misma palabra, echamos de ver que tenemos ante nosotros formas de «doble sentido» o del «juego de palabras», que son generalmente conocidas, ha largo tiempo, como medios técnicos del chiste. ¿Para qué, entonces, nos hemos tomado el trabajo de descubrir como nuevo algo que hubiéramos podido hallar en cualquiera obra sobre el chiste? Para justificarnos sólo podemos alegar por ahora que en tales fenómenos de la expresión oral hacemos nosotros resaltar una nueva faceta. Lo que los investigadores anteriores consideran como prueba del carácter «juguetón» del chiste lo incluimos nosotros en nuestro punto de vista del «múltiple empleo». Los casos de múltiple empleo que por su «doble sentido» pueden reunirse para formar un tercer grupo se dejan fácilmente incluir en subdivisiones que, como sucede con todo el tercer grupo con respecto al segundo, no se distinguen unas de otras por diferencias esenciales. De este modo tendremos:  a) Los casos de doble sentido de un nombre propio y su significado objetivo: Pistola, corre, dispárate y deja nuestra compañía (Shakespeare, Enrique IV). Más Hof (cortejamiento) que Freiung (casamiento) decía una mordaz vienesa de ciertas simpáticas jovencitas admiradoras por años pero que nunca habían encontrado marido. Hof y Freiung son los nombres de dos cuadras vecinas en el centro de Viena. Heine: «Aquí, en Hamburgo, no reina el inicuo Macbeth; aquí reina Banko (Banquo).» Cuando el nombre propio no es utilizable en su forma total para el chiste, puede buscarse el doble sentido por medio de una de las pequeñas modificaciones que ya conocemos. «¿Por qué los franceses han silbado el Lohengrin? (Elsas wegen).» A causa de Alsacia/Elsa (Elsa = Elsa; Elsass = sacia). 

b) El doble sentido de la significación objetiva y metafórica de una palabra, el cual es una generosa fuente de la técnica del chiste. Citaremos tan sólo un ejemplo: Uno de mis colegas, conocido por su fino ingenio, dijo una vez al poeta Arturo Schnitzler: «No me maravilla que hayas llegado a ser un gran poeta.  Ya tu padre hizo reflejarse en su espejo a sus contemporáneos.» El espejo usado por el padre de Schnitzler, reputado médico, era el laringoscopio. Por otra parte, según una conocida frase shakespeariana (Hamlet, acto III, escena II), el fin de la comedia y, por tanto, el del poeta, es «presentar un espejo a la Naturaleza; mostrar a la virtud sus propios rasgos, su imagen al vicio, y a los tiempos sus caracteres y singularidades». 

c) El doble sentido propiamente dicho, o juego de palabras, que es, por decirlo así, el caso ideal del múltiple empleo; la palabra no sufre aquí la menor violencia; no es dividida por sílabas ni sometida a modificación ninguna. Tampoco necesita abandonar la esfera a que pertenece (por ejemplo, la de los nombres propios) e incluirse en otra diferente. Tal y como es y se halla dentro de la frase, debe, merced a determinadas circunstancias, expresar dos diferentes sentidos. No faltan ejemplos de esta clase.  

K. Fischer: Uno de los primeros actos de Napoleón III al asumir el poder fue la confiscación de los bienes de la casa de Orleáns, acto que dio origen a un excelente juego de palabras: C'est le premier vol de l'aigle. (Vol = vuelo y robo.) En una ocasión quiso Luis XV poner a prueba el ingenio de uno de sus cortesanos, y le ordenó que hiciera un chiste sobre su propia real persona. El mismo monarca quería ser sujeto (sujet) del chiste. Sire -respondió el cortesano-, le roi n'est pas sujet. (Sujet = sujeto y súbdito.) Un médico que acaba de reconocer a una señora dice al marido de la enferma: «No me gusta nada» «Hace mucho tiempo que a mí tampoco», se apresura a confirmar el interpelado. El médico se refiere, naturalmente, al estado de la mujer, pero expresa su preocupación con tales palabras, que el marido halla en ellas la confirmación de su aversión matrimonial. Heine dijo en una comedia satírica: «Esta sátira no hubiese sido tan mordiente si el autor hubiese tenido más que morder.» Este chiste es un ejemplo de doble sentido metafórico y común, más bien que un juego de palabras. Pero ¿quién puede fijar aquí los límites entre estos grupos? 

Otro buen ejemplo de juego de palabras es relatado por Heymans y Lipps en forma ininteligible. No hace mucho que di con la versión correcta de la anécdota en una colección de chistes poco usada (Hermann, 1904): Un día se encuentran Sapin y Rothschild, después de charlar un rato, Sapin le dice: 'Oye Rothschild, mis reservas han disminuido, pudieras prestarme cien ducados'. 'Cómo no', le dice Rothschild, 'eso me parece apropiado, pero con la condición que hagas un chiste'. 'Lo que a mí también me parece apropiado', responde Sapin. 'Entonces, bien, ven a mi oficina mañana'. Sapin llega puntualmente 'Hola', dice Rothschild al verlo llegar, Sie Kommen um ihre 100 Dukaten ('has venido por los cien ducados'). 'No', contestó Sapin, Sie Kommen um ihre 100 Dukaten ('Vas a perder tus cien ducados') puesto que ni soñar de pagarte antes del Juicio Final.

El mismo Heine dice en el Viaje por el Harz: «No recuerdo en este momento los nombres de todos los estudiantes, y entre los profesores hay algunos que todavía no lo tienen.» Y más adelante empezaremos a tener práctica, espero, en el diagnóstico diferencial si aquí insertamos otro chiste bien conocido sobre profesores. «La diferencia entre profesores ordinarios (ordentlich) y extraordinarios (ausserordentlich) es que los ordinarios no hacen nada de extraordinario, en tanto que los Extraordinarios no hacen nada ordentlich (propiamente).» El doble significado de las palabras ordentlich y ausserordentlich permite el juego de palabras, significado 'dentro y fuera del Establecimiento' y por otro lado 'eficiente y sobresaliente'. Aquí el significado múltiple es bastante más notable que el doble significado de otros chistes. A través de toda la frase no oímos nada sino la recurrencia constante de la palabra ordentlich, a veces en esa forma, a veces modificada en su sentido negativo. El ingenio nuevamente está en definir un concepto usando las mismas palabras o más precisamente en definir dos conceptos correlativos por medio de otro, lo que produce un ingenioso entrelazamiento. Finalmente y destacando aquí el aspecto unificador de extraer una conexión más íntima entre los elementos de la sentencia que lo que uno tendría derecho a esperar de su naturaleza. 

«El bedel Schäfer me saludó muy afectuosamente, pues también él es escritor y me ha citado muchas veces, llevando su amabilidad hasta dejar escrita la cita con tiza sobre mi puerta cuando no me hallaba en mi cuarto.» Otro chiste, debido al ingenio de aquel nuestro chistoso colega que citamos en páginas anteriores, nos facilita la transición a una nueva especie de la técnica del doble sentido. En la época en que el asunto Dreyfus se hallaba a la orden del día, dijo nuestro burlón amigo: «Esa muchacha me recuerda a Dreyfus; el ejército no cree en su inocencia.» La palabra inocencia, sobre cuyo doble sentido se halla construido el chiste, tiene, al referirse a Dreyfus, la significación corriente opuesta a crimen o delito, y al referirse a la muchacha, una significación sexual opuesta a la experiencia en esta materia. Existen muchos ejemplos de esta clase de doble sentido, y en todos ellos es el sentido sexual el esencial para el efecto del chiste. Pudiéramos reservar para este grupo la calificación de equívoco. El chiste de D. Spitzer incluido en páginas anteriores es un excelente ejemplo de tal equívoco. 

«Según unos, el marido ha ganado mucho y dado poco; según otros, es la mujer la que (se) ha dado (un) poco y ganado mucho.» Mas si comparamos este chiste de doble sentido con equívoco con otros ejemplos, advertiremos en seguida una diferencia muy importante para la técnica. En el chiste de la «inocencia», ambos sentidos de la palabra se hallan igualmente cerca de nuestra comprensión; no sabríamos diferenciar cuál de los dos -el sexual o el no sexual- es más corriente y conocido. Muy distinto es, en cambio, el ejemplo de Daniel Spitzer. En él el sentido vulgar cubre casi por completo al sentido sexual, hasta el punto de hacerlo invisible para un espíritu poco malicioso. A modo de contraste permítasenos consignar otro ejemplo de doble significado en el que no se intenta ocultar el sentido sexual. Heine al describir el carácter condescendiente de una dama: «Ella no podía abschlagen (rehusar-orinar) nada excepto su propia agua.» Esto suena a obscenidad y escasamente nos da la impresión de chiste. Esta diferencia acentuada de las dos significaciones del doble sentido aparece también en los chistes desprovistos de toda relación sexual, bien por ser una de ellas la más usual y corriente, bien por colocarse en primer término su conexión con otros elementos de la frase; por ejemplo: C'est le premier vol de l'aigle. Todos estos casos los reuniremos bajo la calificación de doble sentido con alusión.   

(4) Hemos llegado a conocer ya tantas y tan diversas técnicas del chiste, que convendrá formar una relación de ellas para evitar olvidos o confusiones. Tratemos entonces de resumirlas:
I. Condensación: a) con formación de palabras mixtas; b) con modificaciones.
II. Empleo múltiple de un mismo material: c) total o fragmentariamente; d) con variación del orden; e) con ligeras modificaciones; f) con las mismas palabras, con o sin sentido.
III. Doble sentido: g) significando tanto un nombre como una cosa; h) significación metafórica y literal; i) doble sentido propiamente dicho (juego de palabras); j) equívoco (double entendre); k) doble sentido con alusión. 

Tanta variedad nos confunde un poco. Pudiera hacernos lamentar el haber dedicado nuestro interés al examen de los medios técnicos del chiste e inducirnos a sospechar exagerada la importancia que a dichos medios hemos atribuido en la investigación de la esencia del mismo. Pero al paso de esta sospecha sale siempre el hecho innegable de que el chiste desaparece en el momento en que prescindimos, en la expresión verbal, de los efectos de tales técnicas. Esta circunstancia nos indica además que debemos buscar la unidad dentro de la variedad que ante nuestros ojos se ofrece. Debe ser posible reunir todas estas técnicas en un solo haz. Ya dijimos antes que la reunión de los grupos segundo y tercero en uno solo no presenta grandes dificultades. El doble sentido, el juego de palabras, es tan sólo el caso ideal del empleo del mismo material, concepto más amplio que lo comprende en sí. Los ejemplos de fragmentación, variación del orden dentro del mismo material y empleo múltiple con ligera modificación -c), d), e)-, podrían incluirse, aunque no sin esfuerzo, dentro del concepto del doble sentido. Mas ¿qué comunidad existe entre el primer grupo -condensación con formación sustitutiva- y cada uno de los dos restantes de empleo múltiple del mismo material? La respuesta es, a mi juicio, harto sencilla. El empleo del mismo material es tan sólo un caso especial de la condensación. El juego de palabras no es más que una condensación sin formación de sustitutivo. De este modo permanece siendo la condensación la categoría superior. Una tendencia compresora o mejor dicho, economizante domina todas estas técnicas. Todo parece ser -como dice el príncipe Hamlet- cuestión de economía (Thrift, Horatio, thrift). 

Probemos la existencia de esta tendencia economizadora en los ejemplos antes expuestos. C'est le premier vol de l'aigle. Es el primer vuelo del águila; pero además es un vuelo en el que ha ejercitado su condición de ave de rapiña. Vol, para dicha de la existencia de este chiste, significa tanto «vuelo» como «robo». ¿No existe aquí condensación o economía? Desde luego, pues toda la segunda idea ha sido omitida y, además, sin que aparezca sustitutivo alguno que la represente. El doble sentido de la palabra vol hace inútil tal sustitutivo, o mejor dicho, la palabra vol contiene en sí el sustitutivo del pensamiento reprimido, sin que por ello necesite la primera parte de agregado o modificación algunos. En esto precisamente consiste la ventaja del doble sentido. En estos ejemplos es innegable la condensación y, por tanto, la economía. Pero debemos hallarla en todos los demás. ¿Y dónde se encuentra en otros chistes, tales como los de Rousseau-roux et sot y Antigone-Antik? O, nee, en los que vimos ya que no era posible descubrir condensación alguna, y nos movieron, por tanto, a establecer la técnica del múltiple empleo del mismo material? Mas si el concepto de la condensación es inaplicable a tales casos, no sucede lo mismo con el de la economía, al que el primero está subordinado. Fácilmente advertimos qué es lo que nos ahorramos en los ejemplos citados: nos ahorramos expresar una crítica y formar un juicio, cosas ambas que aparecen implícitas ya en el nombre. En el ejemplo Eifersucht-Leidenschaft nos ahorramos el esfuerzo de hallar una definición: Eifersucht-Leidenschaft y Eifer sucht, Leiden schaft; unas cuantas palabras más de relleno, y la definición queda constituida. 

Análogamente en todos los demás ejemplos hasta ahora analizados. Donde encontrar un 'ahorro' mínimo como lo hay en el juego de palabras de Sapin (Sie Kommen um...) se ahorra buscar una nueva palabra para responder, las palabras de la pregunta bastan para la respuesta. No se ahorra mucho, pero en eso reside el chiste. El múltiple empleo de las mismas palabras en la interpelación y en la respuesta constituyen también un «ahorro». Recordemos la frase en que Hamlet define la rapidez con que, tras de la muerte de su padre, contrajo su madre nuevas nupcias: «El asado del banquete funerario se sirvió fiambre en la comida de bodas.» Mas antes de aceptar la «tendencia al ahorro» como el carácter general del chiste y comenzar la investigación de su origen, significación y causas a que obedece la consecución de placer que motiva, entraremos en la discusión de una duda que merece ser tenida en cuenta. Es, desde luego, posible que toda técnica del chiste muestre la tendencia al ahorro en la expresión verbal; mas esta relación no es susceptible de ser invertida. No toda economía en la expresión verbal es chistosa. Ya anteriormente topamos con esta conclusión cuando esperábamos hallar en todo chiste un proceso de condensación, y ya entonces hicimos observar que no toda expresión lacónica constituía un chiste. Tiene, por tanto, que ser una clase especial de abreviación y de ahorro la que traiga consigo el carácter de chiste, y hasta tanto que conozcamos esta singularidad no será posible que el descubrimiento de los elementos comunes de la técnica del chiste nos aproxime al fin de nuestra investigación. 

Además, confesamos que las economías que la técnica del chiste lleva a cabo no nos parecen de gran importancia. Semejan más bien la forma de ahorrar de ciertas excelentes amas de casa que toman un coche para adquirir en un extremo de la ciudad un artículo que hallan en él por algunos céntimos menos que en el mercado próximo a su casa. ¿Qué es lo que el chiste ahorra por medio de su técnica? Tan sólo el trabajo de buscar y ordenar unas cuantas palabras que hubieran acudido sin esfuerzo alguno. A cambio de esto tiene que tomarse el trabajo de descubrir aquella única palabra que cubra ambas ideas, y para ello se ve con frecuencia obligado a variar la expresión verbal de una de las ideas, haciéndola revestir una forma poco corriente que facilite la unión con la segunda. ¿No hubiera sido más sencillo, fácil y hasta económico expresar ambas ideas tal y como se presentaron aunque de este modo no existiese una comunidad en su expresión? ¿No es compensado -o más bien superado- el ahorro en la expresión verbal por el gasto de rendimiento intelectual? Y quien efectúa el ahorro, ¿a quién beneficia? Evitemos por ahora estas dudas desplazándolas. ¿Conocemos ya realmente todas las clases de chiste? Será, sin duda, más prudente reunir nuevos ejemplos y someterlos al análisis.  

(5) Influidos, sin duda, por la escasa estimación que se les concede, no nos hemos ocupado hasta ahora de aquellos chistes que forman el grupo más numeroso y conocido. Son éstos los denominados «retruécanos», que pasan por pertenecer a la clase más ínfima del chiste verbal, por ser los que con mayor facilidad y menor gasto de ingenio se producen. En realidad, el retruécano requiere escasísima técnica, en contraposición al juego de palabras que es el chiste, en el que la misma se hace más amplia y complicada. Si en este último tienen que hallar su expresión las dos significaciones de una misma palabra empleada una sola vez, basta, en cambio, en el retruécano que dos palabras -una para cada significación- se recuerden mutuamente por medio de cualquier manifiesta analogía, sea por una general semejanza de su estructura o por similicadencia, comunidad de algunas letras, etc. Pero una multitud de tales ejemplos, no muy acertadamente denominados «chistes por similicadencia», se halla incluida en el parlamento del capuchino, de la primera parte del Wallenstein, de Schiller. 

Esta clase de chistes modifica con especial frecuencia una de las vocales de la palabra: de un poeta italiano que, a pesar de su republicanismo, se vio obligado a componer un poema en hexámetros alabando a un emperador alemán, dice Hevesi (Almanaccando, Bilder aus Italien, 1888) «Ya que no podía destronar a los Cäsaren (Césares), prescindía de las Cäsuren (pausas gramaticales).» K. Fischer ha dedicado gran atención a esta clase de chistes, a la que separa definitivamente de los «juegos de palabras» (pág. 78). «El retruécano es un mal juego de palabras, pues no juega con ellas como tales, sino únicamente como sonido.» En cambio, el juego de palabras «pasa desde el sonido de la palabra a la palabra misma». Mas, por otra parte, incluye chistes como los de «famillonario», Antigone (Antik? O, nee), etc., entre los chistes por similicadencia, inclusión, a nuestro juicio, equivocada. También en el juego de palabras son éstas, para nosotros, únicamente una imagen sonora, a la que atribuimos este o aquel sentido. Tampoco aquí hacen los usos del lenguaje grandes diferencias, y si tratamos despectivamente al retruécano y con cierto respeto al juego de palabras, ello se funda en consideraciones muy alejadas de la técnica. 

Obsérvese la naturaleza de aquellos chistes que denominamos «retruécanos». Hay personas que poseen el don de contestar con un chiste de esta clase (en alemán Kalauer) a toda frase que se les dirija. Uno de mis colegas, modesto hasta el exceso cuando se trata de los importantes resultados de su labor científica, acostumbra vanagloriarse de poseer esta cualidad. En una ocasión en la que su inagotable vena producía el asombro de una íntima reunión familiar respondió a los aplausos que se le prodigaban: Ja, ich liege hier auf der Ka-Lauer (auf del Lauer liegen -estar en acecho, Kalauer-retruécano); y luego, al pedirle que diera por terminada la prueba, repuso: «Bueno; pero con la condición de que se me conceda ahora mismo el título de poeta ka-laureado.» Fácilmente advertimos que ambos retruécanos son excelentes chistes por condensación con formación de palabra mixta. «Estoy aquí en acecho (Lauer) para hacer retruécanos (Kalauer) sobre todo lo que ustedes dicen.» De todos modos, vemos ya por estas discusiones sobre la delimitación entre el retruécano y el juego de palabras que el primero no puede auxiliarnos mucho en la investigación de una nueva técnica del chiste. Cuando no hallamos en él el empleo en distintos sentidos de un mismo material, tropezamos, en cambio con el retorno de lo ya conocido, retorno que se nos muestra en la coincidencia de las dos palabras puestas al servicio del chiste. Así, pues, el retruécano no es más que una subdivisión del grupo, que culmina en el juego de palabras propiamente dicho.  

(6) Existen, sin embargo, chistes cuya técnica carece realmente de toda conexión con la de los grupos examinados hasta ahora. Una conocida anécdota refiere que hallándose Heine una noche dialogando con el poeta Soulié, entró en el salón en que ambos escritores se hallaban un conocido millonario, al que se le solía comparar, y no sólo por su inmensa fortuna, con el fabuloso rey Midas. Un numeroso grupo de invitados rodeó en el acto, con grandes muestras de obsequiosa admiración, al recién llegado. «Observe usted -dijo entonces Soulié a Heine- cómo nuestro siglo diecinueve adora al becerro de oro.» Heine, tras de contemplar la figura del personaje, confirmó: Sí, ya veo; pero me parece que le quita usted años. (K. Fischer, pág. 82.) ¿Cuál es la técnica de este excelente chiste? K. Fischer opina que se trata de un juego de palabras. La expresión «becerro de oro» puede referirse tanto al Mammon como al culto idolátrico. En el primer caso, lo principal es el oro; en el segundo, la imagen zoomórfica; también puede servir dicha expresión para designar en un sentido peyorativo a un individuo más rico en dinero que en inteligencia (pág. 82). Si realizamos la prueba y prescindimos de la expresión «becerro de oro», desaparece, en efecto, el chiste. Hagamos decir a Soulié: «Mire usted cómo la gente rodea a ese imbécil únicamente porque es rico», y no sólo desaparecerá el chiste, sino también la posibilidad de la réplica de Heine. 

Pero reflexionemos y recordemos que no se trata de la comparación de Soulié, desde luego, chistosa, sino de la réplica de Heine, que aún lo es mucho más. Siendo así, no tenemos el derecho de tocar a la expresión «becerro de oro», la cual debe permanecer intacta, como un antecedente de la frase de Heine, y la reducción tendrá que limitarse a esta última. Si hacemos desaparecer las palabras «pero me parece que le quita usted años», no podremos sustituirlas sino por la frase siguiente: «Eso ya no es un becerro; es todo un buey.» por tanto, el chiste de Heine se basa en que su autor no toma la expresión «becerro de oro» metafóricamente, sino en un sentido personal, y la refiere directamente al rico personaje. Aunque quizá este doble sentido estuviera ya en la intención de Soulié. Mas observemos ahora que la reducción efectuada no destruye por completo el chiste de Heine, sino que deja intacto lo esencial del mismo. En la nueva redacción, la anécdota sería como sigue. Dice Soulié: «Vea usted cómo nuestro siglo diecinueve adora al becerro de oro.» Y Heine responde: «¡Oh! Eso ya no es un becerro; es todo un buey.» En esta interpretación reducida continúa vivo el chiste. Y es, además, la única reducción posible. 

Lástima que este bello ejemplo contenga tan complicadas condiciones técnicas, que nos sea imposible por ahora extraer de él esclarecimiento alguno. Debemos, pues, abandonarlo y buscar otro en el que sospechemos algún parentesco con los anteriormente analizados. Sea este nuevo chiste uno de los muchos que pintan la aversión de los judíos de la Galitzia austríaca a bañarse. Observaremos de paso que no exigimos de nuestros ejemplos cartas de nobleza; no nos preocupa su procedencia y sí solamente su calidad como tales chistes, siéndonos suficiente para acogerlos el que cumplan su cometido de despertar nuestra hilaridad y sean dignos de nuestro interés teórico. Y tales chistes sobre los judíos llenan mejor que otros ningunos ambas condiciones. Dos judíos se encuentran cerca de un establecimiento de baños: «¿Has tomado un baño?», pregunta uno de ellos. «¿Cómo? -responde el otro-. ¿Falta alguno?» Cuando un chiste nos hace reír no estamos en las mejores condiciones para investigar su técnica, y se nos hace difícil llevar a cabo un penetrante análisis. En el ejemplo último, lo primero que se nos ocurre es: «¿Qué equivocación más cómica!» Pero ¿cuál es la técnica de este chiste? Ciertamente, el empleo en doble sentido de la palabra «tomar». Para uno de los interlocutores ha perdido este verbo su primitiva significación. En cambio, para el otro la conserva plenamente. Nos hallamos, pues, ante un ejemplo de aquellos chistes en los que una misma palabra es tomada alternativamente con y sin su propio sentido (grupo II, J). Sustituyamos la expresión «tomado un baño» por su equivalente «bañarse», y el chiste desaparecerá. La respuesta resultaría ya inadecuada. Así, pues, el chiste se halla contenido en la expresión «tomado un baño». 

Todo esto es cierto; mas también aquí observamos que hemos efectuado la reducción en lugar indebido. El chiste no reside en la pregunta del primer judío, sino en la respuesta del interpelado: ¿Cómo? ¿Falta alguno? Y esta réplica no puede ser despojada de su carácter chistoso por medio de ninguna ampliación o modificación que conserve su sentido. Sospechamos que en ella tiene más importancia el hecho de que no acuda siquiera a la imaginación del judío la idea de que pudiera haberse bañado que la mala inteligencia de la palabra «tomar». Pero tampoco aquí vemos claro. Busquemos un tercer ejemplo. Será éste otro chiste de protagonistas judíos, pero que contiene un nódulo general humano. Ciertamente, también este ejemplo presenta complicaciones, mas por fortuna distintas de las que hasta ahora nos han impedido ver con claridad. Un individuo arruinado había conseguido que un amigo suyo, persona acomodada, le prestara 25 florines, compadecido por la pintura que de su situación le había hecho, recargándola con los más negros tonos. En el mismo día le encuentra su favorecedor sentado en un restaurante ante un apetitoso plato de salmón con mayonesa, y le reprocha, sorprendido, su prodigalidad: «¿Cómo? ¿Me pide usted un préstamo para aliviar su angustiosa situación, y le veo ahora comiendo salmón con mayonesa? ¿Para eso necesitaba usted mi dinero?» «No acierto a comprenderle -responde el inculpado-. Cuando no tengo dinero no puedo comer salmón con mayonesa; ahora que tengo dinero, resulta que no debo comer salmón con mayonesa. 

Entonces, ¿cuándo diablos voy a comer salmón con mayonesa?» Por fin, aquí falta la más pequeña huella de doble sentido. El retorno de las palabras «salmón con mayonesa» no puede constituir la técnica de este chiste, pues no se trata de un empleo repetido del mismo material, sino que es una verdadera repetición de lo idéntico, obligada por el contenido. Ante esta anécdota permanecemos un tanto perplejos, y estamos quizá tentados de hallar una salida negándole, a pesar de habernos hecho reír, el carácter del chiste. ¿Qué pudiéramos observar de interesante en la respuesta del arruinado gourmet? En primer lugar, la estricta lógica de su respuesta. Mas esta lógica es tan sólo aparente y se desvanece en cuanto reflexionamos un poco. El interpelado se defiende contra la acusación de haber invertido el dinero prestado en una golosina, y pregunta, con aparente fundamento, cuándo va a gozar de su plato favorito. Mas no es ésta la respuesta adecuada; su favorecedor no le reprocha el haber satisfecho su capricho en el mismo día de haber pedido y obtenido el préstamo, sino que le advierte que, dada su situación económica, carece en absoluto del derecho a pensar en tales lujos. Este único sentido posible del reproche es echado a un lado por el alegre vividor, el cual responde, como si hubiera comprendido mal, a otra cosa totalmente distinta. 

¿Se hallará, pues, la técnica de este chiste precisamente en la desviación de la respuesta del sentido del reproche? Una tal variación del punto de apoyo o desplazamiento del acento psíquico podría entonces también demostrarse en los dos ejemplos anteriores, de reconocido parentesco con este último. En efecto, tal demostración resulta ya facilísima y nos descubre por completo la técnica de todos estos ejemplos. Soulié llama la atención a Heine sobre el hecho de que la sociedad ochocentista adora todavía al becerro de oro, como primitivamente los judíos en el desierto. La respuesta adecuada de Heine hubiera sido algo como: «Sí; la humana naturaleza es siempre igual; nada ha modificado en ella el transcurso de los siglos.» Pero Heine se desvía del pensamiento verdadero y no responde a él, sino que se sirve del doble sentido posible de la expresión «becerro de oro» para torcer por un camino lateral; se apodera de uno de los elementos de dicha expresión, la palabra «becerro», y contesta como si sobre tal concepto recayera el acento en la frase de Soulié: «¡Oh, ése ya no es un becerro!», etc. 

Aún más visible se nos muestra la desviación en el chiste del baño. Podemos representarla gráficamente: Pregunta el primero: «¿Has tomado un baño?» El acento recae sobre el elemento baño. El segundo responde como si la pregunta hubiera sido: «¿Has tomado un baño?» La expresión «tomado un baño» hace posible este desplazamiento del acento. Si en lugar de ella se dijese: «¿Te has bañado?, todo desplazamiento resultaría imposible. La respuesta, despojada de todo carácter chistoso, sería entonces: «¿Que si me he bañado? No sé lo que es eso.» La técnica del chiste reside exclusivamente en el desplazamiento del acento desde «baño» a «tomado». Volvamos al ejemplo del «salmón con mayonesa» como al de más pura calidad. Su novedad ocupará nuestra atención en varias direcciones diferentes. Ante todo, demos un nombre a la técnica que acabamos de descubrir. A mi juicio, el que mejor le cuadra es el de desplazamiento, pues lo esencial de ella es la desviación del proceso mental el desplazamiento del acento psíquico sobre un tema distinto del iniciado. Establecida esta calificación comenzaremos a investigar en qué relación se halla la técnica de desplazamiento con la expresión verbal del chiste. Nuestro ejemplo (salmón con mayonesa) nos deja reconocer que el chiste por desplazamiento es en alto grado independiente de la expresión verbal. No depende de las palabras, sino del proceso mental, y de este modo resulta infructuosa toda sustitución que, dejando a salvo el sentido, intentemos en las palabras. 

La reducción sólo se hace posible alterando el sentido y haciendo que el desaprensivo gourmet conteste directamente al reproche en lugar de buscar, con el chiste, una evasiva. La forma reducida sería: «No puedo negarme al capricho de comer aquello que me gusta, y me tiene sin cuidado la procedencia del dinero que ello me cuesta. Ahí tiene usted por qué me encuentra saboreando un plato de salmón con mayonesa dos horas después de haber pedido un préstamo.» Mas esto no sería chistoso, sino cínico. Será harto instructivo comparar este chiste con otro muy semejante: Un individuo entregado a la bebida gana su vida dando lecciones en una pequeña ciudad. Mas poco a poco va siendo conocido el vicio que le domina y disminuyendo el número de sus alumnos. Compadecido de él, comienza un amigo a sermonearle: «Podría usted ser el profesor más solicitado de toda la ciudad tan sólo con abandonar la bebida. ¿Por qué no hace así?» «¿Y eso es todo lo que a usted se le ocurre? -responde indignado el bebedor-. ¡Conque si doy lecciones es para poder beber, y voy a dejar de beber para tener lecciones!» También este chiste presenta aquella apariencia de lógica que nos extrañó en el del «salmón con mayonesa»; pero ya no es un chiste por desplazamiento. La respuesta es directa. El cinismo que dicha apariencia encubre es confesado aquí abiertamente: «Para mí lo principal es beber.» La técnica de este chiste es realmente harto pobre y no explica el efecto del mismo. Reside exclusivamente en una variación del orden de un mismo material, o, más precisamente, en la inversión de las relaciones de medio a fin entre el beber y el dar lecciones o ser encargado de ellas. En cuanto se deja de acentuar este factor en la reducción, desaparece el chiste. Veámoslo: «¿Qué tontería es ésa? Para mí lo principal es la bebida y no las lecciones. Estas no las considero sino como un medio para poder seguir bebiendo.» Así, pues, el chiste reside realmente en la expresión verbal. 

En el chiste del baño es innegable la dependencia del chiste de la expresión verbal (¿Has tomado un baño?), y la modificación de la misma trae consigo la desaparición de aquél. La técnica es aquí un tanto complicada, consistiendo en una unión del doble sentido (subgrupo f) con el desplazamiento. La expresión verbal de la pregunta permite un doble sentido y el chiste queda constituido por el hecho de que la respuesta no se liga al sentido que a la pregunta se ha dado, sino a su sentido accesorio. Podemos, por tanto, hallar una reducción que deje subsistir el doble sentido en la expresión, y, sin embargo, haga desaparecer el chiste, o sea una reducción que se limita a destruir los efectos del desplazamiento. «¿Has tomado un baño?» «¿Que dices que si he tomado? ¿Un baño? ¿Qué es eso?» En esta forma no hay chiste alguno, y sí sólo una maligna o burlona exageración. Un idéntico papel desempeña el doble sentido en el chiste de Heine sobre el «becerro de oro», facilitando la desviación de la respuesta del proceso mental iniciado, desviación que en el chiste del «salmón con mayonesa» tiene lugar sin necesidad de tal apoyo en la expresión verbal. Reducidas la frase de Soulié y la respuesta de Heine, dirían, aproximadamente, así: «La forma en que los invitados rodean a ese hombre, tan sólo por su opulencia, recuerda la adoración del becerro.» Y Heine: «No es lo más indignante que ese hombre se vea tan obsequiado por su riqueza, sino que ésta haga olvidar o perdonar su imbecilidad. De este modo, quedando intacto el doble sentido, desaparece el chiste por desplazamiento. 

Al llegar a este punto debemos prepararnos contra la objeción, que no dejará de hacérsenos, de que todas estas sutiles distinciones intentan separar algo que debe constituir un todo coherente. ¿Acaso no da todo doble sentido ocasión a un desplazamiento, a una desviación del proceso mental desde un sentido a otro diferente? Y entonces, ¿cómo hacer del «doble sentido» y del «desplazamiento» los representantes de dos técnicas del chiste completamente diferentes? Desde luego, subsiste la consignada relación entre el doble sentido y desplazamiento, pero es en absoluto independiente de nuestra diferenciación de las técnicas del chiste. En el doble sentido no contiene el chiste más que una palabra susceptible de una múltiple interpretación, que permite al oyente hallar el paso de un pensamiento a otro, paso que -siempre un tanto forzadamente- puede hacerse equivaler a un desplazamiento. Mas en el chiste por desplazamiento contiene el chiste mismo un proceso mental en el que aquél se ha llevado a cabo. El desplazamiento pertenece aquí a la labor que ha formado el chiste, no a aquella otra necesaria para su inteligencia. Si esta distinción no nos aclara suficientemente la materia, tendremos en los experimentos de reducción un medio inagotable de presentarla toda precisión ante nuestros ojos. sin embargo, no queremos negar a la objeción expuesta un cierto valor, pues nos hace observar que no debemos confundir los procesos psíquicos que tienen lugar en la formación del chiste (elaboración del chiste) con aquellos otros que se verifican a su percepción (labor de comprensión). Sólo los primeros son, por ahora, objeto de nuestro interés investigador. De los segundos trataremos en capítulos posteriores. 

Los chistes por desplazamiento son muy poco corrientes. El que a continuación exponemos es un ejemplo puro de esta técnica, al que falta también aquella apariencia de lógica que tanto nos sorprendió hallar en otros anteriores: Un chalán pondera las excelencias de un caballo a su presunto comprador: «Se monta usted en este caballo a las cuatro de la mañana, y a las seis y media está usted en Presburgo.» «¿Y qué hago yo en Presburgo a las seis y media de la mañana?» El desplazamiento es aquí patentísimo. El chalán cita la temprana hora de llegada a Presburgo con la sola intención de demostrar con un dato concreto las grandes cualidades de su caballo. En cambio, el comprador echa a un lado esta cuestión, que ni siquiera se toma el trabajo de poner en duda, y atiende tan sólo a las indicaciones de tiempo dadas por el chalán en el ejemplo que éste ha escogido como prueba. La reducción de este chiste resulta sencillísima. Más dificultades nos ofrece otro ejemplo, de técnica nada transparente, pero que el análisis nos descubre al fin como un caso de doble sentido con desplazamiento. El protagonista de este ejemplo es uno de aquellos judíos 'Schadchen' que tiene por oficio concertar los matrimonios entre los de su raza, institución que ha dado lugar a infinidad de chistes, que nos proporcionan un rico material para nuestra investigación. 

El agente matrimonial ha asegurado al novio que el padre de su futura no vivía ya. Después de los esponsales averigua el prometido que su suegro vive, pero que se halla en la cárcel cumpliendo condena, y reprocha el engaño al intermediario. «No; no te he engañado -responde éste-. ¿Acaso es eso vivir?» El doble sentido reside en la palabra vivir, y el desplazamiento consiste en que el intermediario pasa del sentido corriente de la palabra, o sea la antítesis de «morir», al sentido que la palabra vivir toma en la frase: «Eso no es vivir.» De este modo declara que sus anteriores manifestaciones escondían un doble sentido, aunque tal múltiple significación no pudiera sospecharse fácilmente. Hasta este punto la técnica sería análoga a la de los chistes del «baño» y del «becerro de oro»; pero existe en este ejemplo otro factor muy digno de ser tomado en consideración y que perturba, por su inoportunidad, la comprensión de esta técnica. Pudiéramos decir que es éste un chiste «caracterizante», pues se esfuerza en ilustrar con un ejemplo aquella mezcla de mentirosa habilidad y pronto ingenio que caracteriza a tales judíos casamenteros. Más adelante veremos que esto es tan sólo la fachada del chiste, su aspecto exterior, y que su sentido, esto es, su intención, resulta por completo diferente. También aplazaremos por ahora el experimento de reducción. Después de estos ejemplos, complicados y difíciles de analizar, nos descansará conocer un caso puro y transparente de chiste por desplazamiento: Un sablista 'Schnorrer' acude a un opulento barón en demanda de auxilio pecuniario para pasar una temporada en Ostende, pues el médico le ha recomendado los baños de mar. «Está bien -le responde el barón-. Pero ¿por qué tiene usted que ir a Ostende, el más caro de los balnearios?» «Señor barón -replica el sablista-, siendo en bien de mi salud no miro el dinero.» Ciertamente, es éste un acertado punto de vista, pero no precisamente para el peticionario. Su respuesta sería justa en labios de un individuo acomodado. El sablista se conduce como si fuera su propio dinero el que sacrificara en beneficio de su salud y como si salud y dinero se refirieran a la misma persona. 

(7) Volvamos ahora al instructivo ejemplo del «salmón con mayonesa». Una de sus facetas ofrecía a nuestra vista un proceso lógico que el análisis demostró estar destinado a encubrir un error intelectual, constituido en este caso por un desplazamiento del proceso mental. Este hecho nos recuerda, por contraste, otros chistes que presentan abiertamente algo desatinado: un contrasentido o una simpleza. Veamos cuál es la técnica de estos últimos. Expondremos, desde luego, el mejor y más puro ejemplo de todo este grupo. Trátase nuevamente de un chiste sobre los judíos. Itzig ha entrado en quintas y ha sido destinado a servir en la Artillería. Es un muchacho inteligente, pero algo indisciplinado y poco amante del servicio. Uno de sus jefes, que le profesa cierta simpatía, le llama aparte y le aconseja: Itzig, tú no aprovechas para esta vida. Cómprate un cañón, y hazte independiente.» El risible consejo es un franco contrasentido. No hay cañones a la venta para todo aquel que quiera adquirirlos, y, además, uno solo no constituye fuerza bastante para hacerse independiente o, como diríamos en términos comerciales, establecerse por cuenta propia. Sin embargo, no podemos dudar ni por un momento de que este consejo es algo más que una necedad; es una necedad chistosa un excelente chiste. ¿Qué es, por tanto, lo que convierte la necedad en chiste? No necesitaremos reflexionar largo tiempo. De las especulaciones de diversos autores sobre esta materia, que hemos expuesto en nuestra introducción podemos adivinar que en tal necedad chistosa se esconde un sentido y que este sentido, en lo desatinado, es lo que convierte a la necedad en chiste.

Tal sentido es fácil de hallar en nuestro ejemplo. El oficial que da a Itzig el desatinado consejo se hace el tonto únicamente para demostrar a Itzig lo estúpido de su propia conducta. Imita a Itzig, como queriendo decirle: «Ahora te voy a dar un consejo tan estúpido como tú.» Se apodera de la estupidez del judío y trata de mostrársela a sus propios ojos, haciéndola servir de fundamento a una propuesta que tiene que corresponder a los deseos del mismo, pues si poseyera un cañón propio e hiciera la guerra por su propia cuenta, ¡cuánto brillarían entonces su inteligencia y su ambición ! ¡Y cómo cuidaría de su cañón, teniéndolo siempre en buen estado y estudiando a fondo su mecanismo, para resistir la competencia de los demás poseedores del mismo artículo! Interrumpiremos aquí el análisis de este ejemplo para demostrar en otro, más corto y sencillo, pero también menos agudo, el mismo sentido en el desatino. 

«No nacer nunca sería lo mejor para los mortales humanos.» «En efecto - comentan los sabios del Fliegende Blätter  -; pero es cosa que de cada cien mil hombres apenas si sucede a uno.» El moderno comentario al viejo aforismo es un claro desatino, al que el prudente «apenas» presta un aire todavía más estúpido. Pero aparece ligado, como una limitación indiscutiblemente justa, a la primera frase, y nos hace ver que la sabia sentencia, que aceptamos con respeto, no está tampoco muy lejos del desatino. Quien no ha nacido no es un ser humano, y para él no hay nada bueno ni mejor. El desatino del chiste sirve aquí, por tanto, para descubrir y presentar otro desatino, lo mismo que en el ejemplo del cañón. Podemos aún citar otro ejemplo de este género, que, por su contenido y por la amplia exposición de que precisa, apenas sería digno de figurar en estas páginas, pero, en cambio, tiene la ventaja de presentar con especial claridad el empleo de un desatino en el chiste para conseguir las revelación de otro semejante. «Un individuo confía a su hija, en vísperas de un largo viaje, a uno de sus amigos, rogándole vele por su virtud durante su ausencia. Meses después torna de su viaje y halla a su hija encinta.

Naturalmente, colma de reproches al amigo, el cual no acierta a comprender cómo ha podido suceder aquello. «¿Dónde dormía mi hija?», pregunta, por último, el indignado padre. «En la alcoba de mi hijo.» «Pero ¿cómo pones a los dos en una misma alcoba, después de haberte yo encargado principalmente que velases por la virtud de mi hija?» «Es que puse dos camas y, separándolas, un biombo.» «Bueno, ¿y si tu hijo ha dado la vuelta al biombo?» «Sí -responde el celoso guardador, después de reflexionar un rato, tienes razón. Así sí ha podido ser.» Este chiste, poco o nada brillante, tiene para nosotros el mérito de ser fácilmente reducible. Su reducción sería la siguiente: «No tienes derecho alguno a reprocharme nada. ¿No es una estupidez dejar a tu hija en una casa en la que necesariamente había de estar en constante contacto con un muchacho? ¡Creerás que es muy fácil para un extraño velar en estas condiciones por la virtud de una joven!» La aparente simpleza del amigo no es aquí, por tanto, más que el reflejo de la candidez del padre. Por medio de la reducción hemos hecho desaparecer del chiste toda simpleza, y con ella el chiste mismo. Del elemento simpleza no hemos podido, sin embargo, prescindir, pues ha hallado otro lugar en la reducción efectuada. 

Intentamos ahora reducir el chiste del cañón. El oficial quería decir: «Itzig, sé que eres un inteligente comerciante. Pero, créeme, es una gran simpleza no comprender que el servicio militar es algo muy diferente de la vida comercial, en la que cada uno trabaja para sí y contra los demás. En el servicio hay que subordinarse y actuar como parte de un conjunto.» La técnica de los chistes por desatino que hemos examinado hasta ahora consiste, por tanto, realmente, en la introducción de algo simple o desatinado, cuyo sentido es la revelación de otro desatino o simpleza. ¿Tendrá, entonces, siempre el empleo del desatino en la técnica del chiste esta misma significación? He aquí otro ejemplo que resuelve la cuestión afirmativamente: Foción  , calurosamente aplaudido al finalizar un discurso, se volvió hacia sus amigos y les preguntó: «¿He dicho acaso alguna tontería?» Esta pregunta parece al principio falta de todo sentido. Pero no tardamos en comprenderla. Foción quiere decir: «¿Qué he dicho que haya podido gustar de tal manera a este estúpido pueblo?» El éxito de mi discurso debiera avergonzarnos. Aquello que ha gustado a los tontos no debe de ser cosa muy cuerda.» Otros ejemplos podrán mostrarnos, a su vez que el contrasentido es empleado muchas veces en la técnica del chiste, sin que su fin sea la revelación de otro diferente desatino. 

Un conocido catedrático de Universidad, que acostumbraba sazonar con numerosos chistes su poco amena disciplina, es felicitado por el nacimiento de un nuevo hijo, que llega al mundo hallándose el padre en edad harto avanzada. «Gracias, gracias -responde el felicitado-. Ya ve usted de qué maravillas es capaz la mano del hombre.» Esta respuesta nos parece totalmente desprovista de sentido y fuera de lugar. Los niños suele decirse que son una divina bendición en oposición, precisamente, a las obras de la mano del hombre. Mas no tardamos en comprender que la extraña frase tiene un sentido, y por cierto marcadamente obsceno. No es que el feliz padre se haga el tonto para revelar la simpleza de otra cosa o persona. Su respuesta, aparentemente desatinada, nos produce un efecto de sorpresa o, como dicen los investigadores que anteriormente han tratado estas materias, de desconcierto. Ya hemos visto anteriormente que dichos autores derivan todo el efecto de estos chistes de la transición de «desconcierto y esclarecimiento». Más tarde trataremos de formar un juicio sobre este punto, contentándonos por ahora con hacer resaltar que la técnica de este chiste consiste en la introducción de dicho elemento desconcertante y desatinado. Entre esta clase de chistes ocupa un lugar especialísimo uno debido a Lichtenberg. Se maravilla este escritor de que los gatos presenten dos agujeros en la piel, precisamente en el sitio en que tienen los ojos. Maravillarse de algo naturalísimo es, ciertamente, una simpleza. Nos recuerda este chiste una exclamación que Michelet incluye con absoluta seriedad en su libro sobre la mujer, y que, si mi memoria no me engaña, es, poco más o menos, como sigue: «¡Cuán excelentemente se halla dispuesto por la Naturaleza que el niño encuentre en cuanto llega al mundo una madre pronta a encargarse de su cuidado!» La frase de Michelet es, en realidad, una simpleza, pero la de Lichtenberg es un chiste que utiliza la simpleza para la consecución de un determinado fin, tras del cual se esconde algo. ¿El qué? No podemos aún ni siquiera indicarlo. 

(8) Hemos visto en dos grupos de ejemplos que la elaboración del chiste se sirve de desviaciones del pensamiento normal, el desplazamiento y el contrasentido, como medio técnico para elaborar la expresión chistosa. Estará, pues, justificada la esperanza de que también otros errores intelectuales puedan hallar igual empleo. Realmente, podemos exponer algunos ejemplos de este género. Un señor entra en una pastelería y pide en el mostrador una tarta, pero la devuelve en seguida, pidiendo, en cambio, una copa de licor. Después de beberla se aleja sin pagar. El dueño de la tienda le llama la atención. «¿Qué desea usted?», pregunta el parroquiano. «Se olvida usted de pagar la copa de licor que ha tomado.» «Ha sido a cambio del pastel.» «Sí, pero es que el pastel tampoco lo había usted pagado.» «¡Claro, como que no me lo he comido!» También esta historia tiene su apariencia de lógica, apariencia que reconocemos como una fachada destinada a encubrir un error intelectual. Este reside en el hecho de que el astuto parroquiano establece una relación inexistente entre la devolución del pastel y su cambio por una copa de licor. La cuestión se divide realmente en dos sucesos que para el vendedor son independientes uno de otro y sólo para la intención del parroquiano se hallan en una relación de cambio. El desaprensivo sujeto ha tomado el pastel y luego lo ha devuelto, quedando al hacer así libre de toda deuda. Pero luego ha bebido una copa de licor, y ésta es la que tiene que pagar. Podemos decir que el parroquiano emplea la relación «en cambio» en un doble sentido o, mejor dicho, que constituye, por medio de un doble sentido, una relación que objetivamente no existe. 

Creemos llegado aquí el momento de hacer una importante confesión. Dedicamos nuestra labor a investigar en diferentes ejemplos la técnica del chiste, y debiéramos, por tanto, estar seguros de que los ejemplos por nosotros reunidos son realmente chistes. Mas sucede que en algunos casos dudamos si el ejemplo escogido merece ser considerado como tal, y además no podemos disponer de un criterio fijo para resolver nuestras vacilaciones hasta tanto que nuestra investigación nos lo proporcione. Tampoco podemos confiarnos a los usos y costumbres del lenguaje, los cuales necesitan asimismo de una prueba que los justifique. De este modo nuestra decisión no puede apoyarse más que en cierta «sensación», que podemos interpretar suponiendo que en nuestro juicio se verifica la decisión según criterios determinados no accesibles a nuestro conocimiento. Mas esta «sensación» no puede alegarse como fundamento suficiente. Así, ante el último ejemplo citado dudamos si exponerlo como chiste, como un chiste sofístico, o simplemente como un sofisma. No sabemos todavía en qué reside el carácter del chiste.

En cambio, el ejemplo siguiente, que descubre el error intelectual que pudiéramos llamar complementario, es innegablemente un chiste. Trátase nuevamente de una historia sobre los intermediarios matrimoniales judíos: «El agente matrimonial defiende a la muchacha por él propuesta contra los defectos que en ella encuentra el presunto marido: «Su madre -dice éste- es estúpida y perversa.» ¿Y eso qué le importa? ¿Se va usted a casar con la madre o con la hija?» «Bueno, pero es que la hija no es joven ni bonita.» «Mejor; así no hay peligro de que le engañe.» «Además, no tiene dinero.» «¿Y quién habla aquí de eso? Usted no quiere dinero; lo que quiere es una buena mujer.» «¡Pero si es jorobada!» «¡Hombre, algún defecto había de tener!» Trátase, pues, realmente, de una mujer vieja, fea, pobre, contrahecha y con una madre harto peligrosa como suegra, condiciones poco recomendables, ciertamente, para casarse con ella. El intermediario se las arregla para oponer a cada defecto el punto de vista desde el cual resulta el mismo perdonable, y cuando llega a hablarse de la joroba, defecto inexcusable, lo trata como si fuese el único y constituyese aquella falta que hay que disculpar en toda persona. Muéstrase de nuevo aquí aquella apariencia de lógica que caracteriza al sofisma y tiene por objeto encubrir el error intelectual. La muchacha presenta múltiples defectos: varios que pudieran disculparse y uno imperdonable. La boda es, por tanto, imposible. El agente obra como si cada uno de los inconvenientes quedase salvado por su razonamiento, mientras que, en realidad, lo que sucede es que cada uno de ellos deja un resto de descrédito que se suma al siguiente. Se empeña en ver aisladamente cada factor y se niega a reunirlos en una suma. 

Análoga omisión constituye el nódulo de otro sofisma, muy celebrado, pero al que no creemos justificado calificar de chiste. B. ha prestado a A. un caldero de cobre. Al serle devuelto advierte que presenta un gran agujero en el fondo y reclama una indemnización. A. se defiende diciendo: «Primeramente, B. no me ha prestado ningún caldero; en segundo lugar el caldero estaba ya agujereado, y, por último, yo he devuelto a B. el caldero completamente intacto.» Cada uno de estos argumentos es válido por sí solo, pero excluye a los otros dos. A. trata aisladamente algo que tiene que ser considerado en conjunto, actuando así del mismo modo que el agente matrimonial con los defectos de la novia. Podríamos decir asimismo que A. constituye una suma allí donde únicamente es posible una alternativa. En la siguiente historieta encontramos de nuevo un sofisma: «Nuestro conocido intermediario judío defiende a su elegida contra los reproches que, fundándose en la marcada cojera que la misma padece, le hace el presunto novio: No tiene usted razón -le dice-. Supongamos que se casa usted con una mujer que tenga todos sus miembros bien sanos y derechos. ¿Qué sale usted ganando con ello? Cualquier día se cae, se rompe una pierna y queda coja para toda su vida. Entonces tiene usted que soportar el disgusto, la enfermedad, la cojera y, para acabarlo de arreglar, ¡la cuenta del médico ! En cambio, casándose con la muchacha que le propongo se librará usted de todo eso, pues se encuentra usted ya ante un hecho consumado.» La apariencia de lógica es, ciertamente, en este caso harto fugitiva. 

Nadie prefiere una desgracia ya «consumada» a otra tan sólo posible. El error contenido en el proceso intelectual será más fácilmente demostrable en este otro ejemplo: El gran rabino de Cracovia se halla orando con sus discípulos en la sinagoga. De pronto exhala un doloroso grito. Los fieles le rodean asustados. «En este momento -les dice- acaba de fallecer el gran rabino de Lemberg.» La triste noticia cunde inmediatamente por la ciudad y todos los judíos visten luto. Mas al día siguiente se averigua que el gran rabino de Lemberg sigue bueno y sano, no habiéndole sucedido el menor accidente en el momento en que su colega de Cracovia sentía telepáticamente su muerte. Un forastero aprovecha la ocasión para burlarse de los judíos y dice a uno de ellos: «¡Vaya una plancha la de vuestro gran rabino! Ver morir a su colega de Lemberg, anunciar su visión a todo el mundo y resultar luego que todo era falso.» «De todos modos -responde el judío-, no me negará usted que eso de Kück   desde Cracovia a Lemberg no es algo maravilloso.» Muéstrase aquí abiertamente el error intelectual común a los dos ejemplos últimos. El valor de la representación imaginativa es considerado superior al de la realidad, la posibilidad se iguala casi a la verdad. La visión a distancia, desde Cracovia a Lemberg, había sido realmente un maravilloso fenómeno telepático si sus resultados hubieran sido ciertos; pero esto último es lo de menos para el ferviente discípulo del gran rabino.

Cabe siempre la posibilidad de que el rabino de Lemberg hubiese muerto en el momento en que el de Cracovia lo anunció. Pensando de este modo, desplaza el discípulo el acento psíquico, desde la condición necesaria para que la visión de su maestro fuese digna de admiración a la incondicional admiración de la misma. In magnis rebus voluisse sat est   sería la perfecta definición de tal punto de vista. Así como en este ejemplo se desprecia la realidad en favor de la posibilidad, así supone, en el que le precede, el agente matrimonial que el novio ha de dar la máxima importancia a la posibilidad de que su mujer pueda quedarse coja a causa de un accidente, quedando de este modo relegada a último término la cuestión de que la novia sea ya coja. 

A este grupo de errores intelectuales sofísticos se agrega otro, muy interesante, en el que el error intelectual puede calificarse de automático. Quizá por un capricho del azar todos los ejemplos que de esta clase expondremos a continuación pertenecen de nuevo al grupo de historietas matrimoniales judías: «Un agente matrimonial se ha hecho acompañar, para convencer al presunto novio, de un auxiliar que robustezca y confirme sus afirmaciones. «La muchacha -empieza el primero- es alta como un pino.» «Como un pino», repite el complaciente eco. «Y tiene unos ojos divinos.» «¡Pero qué ojos!», comenta el auxiliar. «Además, posee una educación excelente.» «¡Excelentísima!», pondera el eco. «Ahora le confesaré -prosigue el intermediario- que tiene un pequeño defecto. Es algo cargada de espaldas.» «¿Algo cargada de espaldas? -prorrumpe el eco, entusiasmado-; lo que tiene es una joroba estupenda.» Los demás ejemplos son totalmente análogos, aunque más significativos: «El intermediario presenta a su cliente la muchacha que le ha escogido para novia.

Desagradablemente impresionado, llama el joven aparte a su acompañante y le llena de reproches: «¿Para qué me ha traído usted aquí? Es fea, vieja, bizca, desdentada y...» «Puede usted hablar alto -interrumpe el agente-; también es sorda.» «El novio hace su primera visita a casa de la elegida, y mientras espera en la sala le llama el intermediario la atención sobre una vitrina llena de espléndidos objetos de plata. «Ya ve usted como es gente de dinero», le dice. «Pero ¿no pudiera ser -pregunta el desconfiado joven- que todas estas cosas las hubiesen pedido prestadas para hacerme creer que son ricos?» «¡Ca! -deniega el agente-. ¡Cualquiera les presta a éstos nada!» En todos estos tres casos sucede lo mismo. Una persona que ha reaccionado varias veces sucesivas en la misma forma continúa haciéndolo, una vez más, en ocasión en que sus manifestaciones resultan ya inadecuadas y opuestas a su propia intención. Olvida aquí el sujeto adaptarse a las circunstancias y se deja llevar por el automatismo de la costumbre.

Así, el auxiliar de la primera historieta olvida que ha venido para inclinar al joven que desea casarse en favor de la muchacha propuesta por el agente, y sabiendo que hasta entonces ha cumplido su cometido al ponderar las excelencias cantadas por el intermediario, pondera también la joroba, defecto tímidamente confesado y cuya importancia hubiera debido él aminorar. El protagonista de la segunda historieta queda tan fascinado por la indignada enumeración que su cliente le hace de los defectos y males de la propuesta novia, que olvida su papel y, contra su intención y sus intereses, completa la lista, añadiendo un achaque hasta el momento no advertido por el novio. Por último, en la tercera historieta se deja arrastrar el intermediario por su entusiasmo en convencer a su cliente del acomodo de su futura, hasta el punto de que para demostrar la verdad de una sola de sus afirmaciones aduce un argumento que necesariamente echa por tierra todos sus demás esfuerzos. En todos estos casos triunfa el automatismo sobre la adecuada variación del pensamiento y de la expresión. 

Esta circunstancia, fácilmente visible, nos produce cierta confusión, pues nos hace observar que las tres historietas expuestas por nosotros como «chistosas» pueden ser, con igual derecho, calificadas de cómicas. La revelación del automatismo psíquico pertenece a la técnica de lo cómico, como todo lo que consiste en arrancar un antifaz o provocar una autodelación. Nos encontramos por tanto, repentinamente ante el problema de la relación del chiste con la comicidad, que pensábamos eludir. Estas historietas, ¿serán sólo «cómicas» y no «chistosas» al mismo tiempo? ¿Labora en ellas la comicidad con los mismos medios que el chiste? Y nuevamente, ¿en qué consiste el carácter especial de lo chistoso? Dejaremos, desde luego, fijado que la técnica del último grupo de chistes investigados no reside sino en la revelación de «errores intelectuales», pero nos vemos obligados a confesar que su análisis no nos ha proporcionado luz alguna. No desesperamos, sin embargo, de llegar, por medio de un más completo conocimiento de las técnicas del chiste, a un resultado que puede servirnos de punto de partida para ulteriores descubrimientos. 


(9) Los primeros ejemplos de chiste con los que vamos a proseguir nuestra investigación no han de hacer muy difícil nuestra labor, pues su técnica nos recuerda algo ya conocido: Un chiste de Lichtenberg: Enero es el mes en que hacemos votos por la dicha de nuestros amigos, y los meses restantes son aquellos en los que vemos cómo dichos votos no se cumplen. Dado que estos chistes se caracterizan más por su sutileza que por su gran efecto, y dado que laboran con medios poco enérgicos, preferimos robustecer su impresión exponiendo varios sucesivamente. La vida humana se divide en dos épocas. Durante la primera se desea que llegue la segunda y durante la segunda se desea que vuelva la primera. La experiencia consiste en el experimentar aquello que no desearíamos haber experimentado. Es inevitable ante estos ejemplos el recuerdo de aquel otro grupo, antes examinado, que se caracterizaba por el «múltiple empleo del mismo material.» Especialmente el último ejemplo nos induce a preguntarnos por qué no lo incluimos en aquel grupo en lugar de presentarlo aquí formando parte de otro nuevo.

La experiencia es definida en él por su propio nombre, como antes los celos (Eifersucht). Tampoco nosotros habríamos de poner grandes inconvenientes a dicha inclusión. Mas en los otros dos ejemplos, de un análogo carácter, opino, sin embargo, que existe un factor más significativo e importante que el múltiple empleo de las mismas palabras, mecanismo que se separa aquí de todo lo que pudiera suponer doble sentido. Quisiera, además, hacer resaltar que en estos casos descubrimos nuevas e inesperadas unidades, relaciones recíprocas de representaciones y definiciones mutuas o por referencia a un tercer elemento común. Este proceso, que denominaremos «unificación», es análogo a la condensación por comprensión de dos elementos en la misma palabra. De este modo se describen las dos mitades de la vida humana por medio de una recíproca relación entre ellas descubierta: en la primera se desea que la segunda llegue y la segunda que la primera vuelva. Dicho con mayor precisión: se trata de dos muy análogas relaciones que son escogidas para la exposición. A la analogía de las relaciones corresponde después la analogía de las palabras, que podía recordarnos el múltiple empleo del mismo material. En el chiste de Lichtenberg quedan caracterizados enero y los meses a él opuestos por una relación modificada a un tercer elemento, constituido por las bienandanzas que se nos desean en el primer mes y luego en los restantes no se cumplen. La diferencia entre este grupo y el caracterizado por el múltiple empleo del mismo material, próximo ya al del doble sentido, es aquí muy visible. 

El siguiente chiste, no necesitado de explicación alguna, es un bello ejemplo de unificación. J. J. Rousseau, poeta francés cuya especialidad fueron las odas, escribió una titulada Oda a la posteridad. Voltaire, opinando que el mérito de esta composición no era suficiente para pasar a las futuras generaciones, dijo chistosamente: Esa poesía no llegará seguramente a su destino. Este último ejemplo nos advierte que la unificación es el fundamento esencial de aquellos chistes que demuestran lo que denominamos un «ingenio rápido». Tal rapidez consiste en la inmediata sucesión de agresión y defensa, en «volver el arma contra el atacante» o «pagarle en la misma moneda», esto es, en la constitución de una inesperada unidad entre ataque y contraataque. Por ejemplo: «El panadero dice al tabernero, el cual tiene un dedo malo: ¿Qué te pasa? ¿Es que has mojado el dedo en tu vino? No -contesta el tabernero-; es que se me ha metido uno de tus panecillos debajo de una uña.» «Serenísimo recorre sus estados. Entre la gente que acude a vitorearle, ve a un individuo que se le parece extraordinariamente. Le hace acercarse y le pregunta: ¿Recuerda usted si su madre sirvió en Palacio alguna vez? No, alteza -responde el interrogado-; pero sí mi padre.» «Carlos, duque de Wutemberg, pasa a caballo ante la puerta de un tintorero. ¿Podría usted teñir de azul a mi caballo blanco ? Desde luego, alteza, si soporta el agua hirviendo. 

En este último y excelente ejemplo de contestación a una proposición desatinada con una condición más imposible, si cabe, actúa otro factor técnico, que no aparecería si la respuesta del tintorero hubiera sido la siguiente: No, alteza; temo que el caballo no soporte el agua hirviendo. La unificación dispone aun de otro especialísimo y muy interesante medio técnico: la agregación por medio de la conjunción y. Esta agregación tiene necesariamente que significar conexión; otra cosa sería incomprensible para nosotros. Cuando Heine, en el Viaje por el Harz, y hablando de la ciudad de Gotinga, declara que, en general, se dividen los habitantes de Gotinga en estudiantes, profesores, filisteos y ganado, comprendemos desde luego tal unión en el sentido que luego Heine subraya añadiendo: «... cuatro estados perfectamente delimitados». O cuando habla del colegio en que tanto latín, tantas palizas y tanta geografía tuvo que aguantar, la agregación, subrayada por la colocación de las palizas entre el latín y la geografía, nos indica el interés que en el escolar despertaban dichas dos asignaturas. En Lipps hallamos, entre los ejemplos de «agregación chistosa» («coordinación») y como el de mayor parentesco con el chiste de Heine «estudiantes, profesores, filisteos y ganado», el siguiente dicho: «Con un tenedor y con esfuerzo le sacó su madre de estofado», como si el esfuerzo fuera, al igual del tenedor, un instrumento manejable. Sin embargo, sentimos la impresión de que este dicho no es chistoso, aunque sí muy cómico, mientras que la agregación de Heine constituye, indudablemente, un chiste. Más tarde, cuando no necesitamos eludir el problema de la relación entre el chiste y la comicidad, volveremos quizá sobre estos ejemplos. 

(10) En el ejemplo del duque y el tintorero hemos observado que continuaría siendo un chiste por unificación, aunque el tintorero contestase: «No, alteza; temo que el caballo no resista el agua hirviendo.» Pero la respuesta fue: «Desde luego, alteza, si soporta el agua hirviendo.» En la sustitución del realmente adecuado «no» por un «sí» reside un nuevo medio técnico del chiste, cuyo empleo perseguiremos en otros ejemplos. Más sencillo es un chiste, análogo al anterior, que encontramos expuesto en la obra de K. Fischer: Federico el Grande oyó hablar de un predicador de Silesia que tenía fama de hallarse en tratos con los espíritus. Deseoso de averiguar lo que de verdad había en tales rumores, hizo acudir a su presencia al predicador y le recibió con la pregunta siguiente: ¿Puede usted conjurar a los espíritus? Sí, majestad; pero nunca acuden. Claramente se ve que el medio técnico de este chiste no consiste sino en la sustitución del «no», única contestación posible, por su contrario. Para llevar a cabo esta sustitución tuvo que agregarse al «sí» un «pero», de tal manera que ambas palabras, unidas en la frase, equivalen a un «no». 

Esta «representación antinómica», nombre que queremos dar a la nueva técnica, se pone al servicio de la elaboración del chiste en muy diversas circunstancias. En los dos ejemplos que a continuación exponemos aparece casi en su completa pureza. Heine: Aquella mujer se parecía en muchas cosas a la Venus de Milo. Como ella, era extraordinariamente vieja, no tenía dientes y presentaba algunas manchas blancas en la amarillenta superficie de su cuerpo. Es ésta una representación de la fealdad por coincidencia con la máxima belleza; coincidencia que naturalmente sólo puede consistir en cualidades expresadas con doble sentido o accesorias. Esto último sucede en el ejemplo siguiente: Lichtenberg. «El genio»: Había reunido en sí las cualidades de los más grandes hombres: llevaba la cabeza ladeada como Alejandro, se hurgaba continuamente el cabello como César, podía beber mucho café como Leibniz, y cuando se arrellanaba en su sillón, se olvidaba de comer y beber, como Newton, y como a éste había que sacarle de su sueño; peinaba, por último, su pelusa como el doctor Johnson y llevaba siempre desabrochado un botón de la pretina, como Cervantes. 

De un viaje por Irlanda trajo J. v. Falke un excelente ejemplo de representación antinómica, en el cual se renuncia por completo al empleo de palabras de doble sentido. La escena sucede en una muestra de figuras de cera. El dueño acompaña a un grupo de visitantes explicándoles lo que aquellas figuras representan. «Esta figura representa al duque de Wellington en su caballo.» Burlonamente interroga una joven: «¿Cuál es el duque y cuál su caballo?» «Como usted quiera, señorita -replica el guía-; ha pagado usted su entrada y tiene derecho a escoger.» (Lebenserinnerungen, pág. 271.) La reducción de este chiste irlandés sería como sigue: «¡Es inaudita la desvergüenza de estos saltimbanquis! ¡Atreverse a presentar al público tales mamarrachos anunciando pomposamente un museo de figuras de cera! No se sabe siquiera cuál es el caballo y cuál el jinete. (Exageración burlona.) ¡Y para ver esto le sacan a uno el dinero!» Estas indignadas reflexiones cristalizan, dramatizándose, en la pequeña historieta. En representación del público general toma la palabra una señorita, y la figura de cera queda individualmente determinada. Tiene que ser el duque de Wellington, tan extraordinariamente popular en Irlanda.

La desvergüenza del dueño de la muestra que saca el dinero al público por enseñarle cuatro mamarrachos es representada antinómicamente por una frase en la que el mismo se nos muestra como un concienzudo hombre de negocios, cuya única preocupación es respetar los derechos que el público ha adquirido al pagar su entrada. Observamos también que la técnica de este chiste no es nada sencilla. El hecho de haber hallado un medio de que el desaprensivo negociante pondere su estrecha conciencia comercial, incluye este chiste entre los de representación antinómica; pero la circunstancia de hacerle pronunciar dicha frase en una ocasión en la que se le pide cosa muy distinta de la ratificación de su formalidad comercial, dado que la crítica ya dirigida contra el parecido en las figuras, constituye un caso de desplazamiento. La técnica del chiste será, por tanto, una combinación de ambos medios. 

No muy lejano a este ejemplo se halla un pequeño grupo de chistes que pudiéramos denominar chistes de superación. En ellos se sustituye el «sí», que aparecía en la reducción, por un «no»; pero este «no» equivale por su contenido a una enérgica confirmación. El mismo mecanismo puede también tener lugar a la inversa. La contradicción aparece sustituyendo a una confirmación superada. Así, en el epigrama de Lessing: Dicen que la buena Galatea tiñe de negro sus cabellos, mas lo cierto es que éstos eran ya negros cuando los compró.  O la maligna defensa aparente que Lichtenberg hace de la filosofía universitaria: «Hay más cosas en el cielo y sobre la tierra de las que supone vuestra filosofía», dijo despectivamente Hamlet. Lichtenberg sabe que este juicio condenatorio no es aún suficientemente severo, pues no emplea todo lo que contra tal filosofía se puede objetar, y añade todavía: «Pero también hay en la filosofía muchas cosas que no existen en el cielo ni en la tierra.» En esta frase se acentúa algo que parece compensar la falta observada por Hamlet, pero tal compensación entraña un nuevo y mayor reproche. 

Más transparentes aún, por hallarse libres de toda huella de desplazamiento, son los dos siguientes chistes, un tanto groseros, ciertamente: «Dos judíos hablan de baños (termales) « yo -dice uno de ellos-, lo necesite o no, tomo un baño todos los años.» Claramente vemos que por la exagerada vanagloria de su limpieza queda convicto el buen judío de todo lo contrario. «Un judío observa en la barba de otro restos de comida: «¿A que adivino lo que has comido ayer.?» «Dilo.» «Lentejas.» «Has perdido. Eso fue anteayer.» El siguiente chiste por superación, fácilmente reducible a una representación antinómica, es un excelente ejemplo de este grupo: El rey se digna visitar una clínica quirúrgica y halla al médico director amputando una pierna a un enfermo. Su majestad sigue con interés la marcha de la operación, y expresa, en diferentes momentos, su admiración por la maestría del cirujano: «¡Bravo, bravo, querido doctor!» Terminada su labor se acerca el médico al monarca, e inclinándose profundamente ante él, le pregunta: «¿Desea vuestra majestad que ampute la otra pierna?» Mientras el rey expresaba su aprobación tan entusiásticamente, los pensamientos del médico hubieran podido expresarse seguramente en la siguiente forma: «Se diría que estoy amputándole la pierna a este infeliz por encargo expreso del rey y para proporcionarle un interesante espectáculo. Afortunadamente para mi conciencia, son muy distintas las razones que tengo para dejar cojo a este pobre diablo.» Pero terminada su labor, va hacia el rey y le dice: «La voluntad de vuestra majestad es suficiente para que yo opere a cualquiera, y la aprobación que se ha dignado manifestar me ha honrado tanto, que estoy dispuesto, si así lo desea, a amputar al enfermo la pierna sana que le queda.» De este modo consigue el médico hacerse comprender indirectamente, expresando todo lo contrario de lo que piensa y tiene que guardar para sí. 

La representación antinómica es, como vemos en estos ejemplos, un medio muy frecuentemente empleado y de poderoso efecto de la técnica del chiste. Pero no debemos perder de vista otra circunstancia importantísima, y es que tal técnica no es privativa únicamente del chiste. Cuando Marco Antonio, después de haber conseguido con su discurso hacer variar totalmente la opinión del pueblo sobre la muerte de César, exclama de nuevo: «Pero Bruto es un hombre honrado», sabe ya que el pueblo le gritará el verdadero sentido de sus palabras: «Son traidores esos hombres honrados.» Asimismo, cuando en el Simplicissimus   se publica una colección de inauditos cinismos y brutalidades bajo el epígrafe de «La bondad humana», se trata también de una exposición antinómica. Mas esto se denomina «ironía» y no «chiste». La técnica de la ironía es precisamente la representación antinómica. Oímos, además, hablar del «chiste irónico». No puede dudarse ya de que la técnica sola no basta para caracterizar al chiste. Tiene que agregarse a ella algo más que hasta ahora no hemos hallado. Mas, por otra parte, hemos demostrado, de un modo incontrovertible, que destejiendo la labor de la técnica queda destruido el chiste. De todos modos nos es muy difícil imaginar unidos los dos puntos fijos que hemos conquistado para el esclarecimiento del chiste. 

(11) El hecho de que la representación antinómica pertenezca a los medios técnicos del chiste despierta en nosotros la esperanza de que éste pueda hacer uso asimismo de un medio inverso; esto es, de la representación por lo análogo o próximo. Continuando nuestra investigación hallamos, en efecto, que esta última técnica corresponde a un nuevo grupo de chistes intelectuales, especialmente amplio. Describiremos la peculiaridad de esta técnica con bastante mayor precisión, dominándola, en lugar de representación por lo análogo, representación por lo homogéneo o conexo. Iniciemos, desde luego, nuestro examen de esta técnica por el último de los caracteres citados y aclaremos la cuestión con un ejemplo: Es una anécdota americana: Dos hombres de negocios nada escrupulosos han logrado, merced a osadas especulaciones, reunir una considerable fortuna y se esfuerzan ahora en conseguir su admisión en la buena sociedad. Uno de los medios que para ello ponen en práctica es encargar sus retratos al pintor más distinguido y caro de la ciudad, artista cuyas obras son siempre esperadas con gran interés por todo el pequeño mundo aristocrático. Terminados los retratos, los colocan en un salón lado a lado, e invitan a sus conocidos a una gran velada. Entre los invitados figura el crítico de arte más leído e influyente de la ciudad, el cual es acaparado desde su entrada en la casa por los dos retratados y conducido en el acto al salón en que sus efigies se hallan expuestas. Los avispados negociantes esperan de él un juicio admirativo que poder luego hacer cundir por toda la ciudad. Pero, en lugar de esto, el crítico permanece un buen rato silencioso ante los cuadros, busca con la vista algo que parece echar de menos, y luego, indicando el espacio vacío que entre los retratos queda, pregunta: And where is the Saviour? («Y el Redentor, ¿dónde está?» o «Echo de menos la imagen del Redentor.») El sentido de esta frase se nos muestra en el acto. Trátase una vez más de la exteriorización de algo que no puede ser expresado directamente. Mas ¿cómo se forma tal «representación indirecta»? A través de una serie de asociaciones y conclusiones de fácil constitución podemos recorrer en sentido inverso el camino de su formación, partiendo del chiste mismo. 

La pregunta «Y el Redentor (o la imagen del Redentor), ¿dónde está?» nos deja adivinar que el crítico recuerda, ante los dos retratos, la composición pictórica, generalmente conocida, en la que aparece la figura de Cristo crucificado entre los dos ladrones. La analogía es facilitada por las dos imágenes presentes, que en el chiste son transportadas a derecha e izquierda del Salvador, y no puede consistir más que en el hecho de que las dos figuras que adornan el muro del salón sean también las de dos ladrones. Lo que el crítico quería y no podía decir era: «Sois un par de bribones. ¿Qué me importan a mí vuestros retratos?» Este pensamiento es el que por fin ha exteriorizado, después de hacerlo pasar por algunas asociaciones y conclusiones, y en una forma que calificamos de alusión. Recordemos ahora que ya anteriormente tropezamos con esta forma alusiva al ocuparnos del doble sentido. Cuando de las dos significaciones que encuentran su expresión en la misma palabra se halla la primera como la más usual y corriente tan en primer término que tiene que acudir antes que ninguna a nuestra imaginación, mientras que la segunda, como más lejana, queda retrasada, calificamos el caso de doble sentido con alusión. En toda la serie de los ejemplos examinados hasta ahora observamos una técnica harto complicada y descubrimos la alusión como el factor ocasionante de tal complicación. (Véanse los chistes: «Ha ganado mucho y dado poco», etc., y «De qué maravillas es capaz la mano del hombre».) En la anécdota americana encontramos la alusión libre de todo doble sentido, y su carácter esencial se nos muestra como una sustitución por algo que se halla ligado a nuestros pensamientos sobre la materia. 

Fácilmente se adivina que tal conexión utilizable puede ser de muy diversos géneros. Para no perdernos en dicha variedad no examinaremos sino las variaciones más importantes, y éstas en escasos ejemplos: La conexión utilizada para la sustitución puede ser una simple similicadencia, de manera que este grupo será análogo a aquel que en los chistes verbales comprende al retruécano. Mas, a diferencia de éste, no se trata aquí de la similicadencia de dos palabras, sino de la de dos frases enteras o de series características de palabras, etc. Ejemplo: Lichtenberg ha hecho popular la frase «Baños nuevos curan bien», que nos recuerda en el acto al refrán Escobas nuevas barren bien, con el que tiene de común varias palabras, a más de la estructura general. Seguramente surgió esta frase en el cerebro del divertido pensador como una imitación del conocido proverbio. Es, pues, una alusión al mismo. Por medio de esta alusión se nos indica algo que no es expresado directamente; esto es, que en el efecto de los baños medicinales interviene un factor totalmente distinto de las cualidades constantes del agua termal. De técnica muy semejante es otro chiste del mismo autor: «Una muchacha que apenas ha cumplido doce modas.» Esto suena como una determinación de tiempo (Moden-modas, Monden-lunas-meses), y fue quizá, en un principio, una simple errata. Pero posee desde luego un excelente sentido el emplear la cambiante moda en lugar de la cambiante luna, para fijar la edad de una mujer. 

La conexión subsiste, por tanto, aunque tenga lugar una pequeña modificación, circunstancia que nos muestra cómo esta técnica corre paralela a la técnica verbal. Ambos géneros de chistes provocan igual efecto, pero pueden diferenciarse muy bien por los procesos que se verifican en su respectiva elaboración. Un ejemplo de tal chiste verbal o retruécano: un cantante, Edmundo de nombre, y tan famoso por su gordura como por su voz, tuvo que sufrir que se empleara el título de una obra teatral, inspirada en una conocidísima novela de Julio Verne, como alusión a su poco elegante físico. La frase El viaje alrededor de Edmundo en ochenta días se hizo pronto popular. Otro ejemplo: Cada toesa una reina, modificación de las famosas palabras shakesperianas: Cada pulgada un rey, y alusión a ellas fue frase que se aplicó una noble dama de estatura desmesurada. Ninguna objeción seria podría tampoco hacerse al que quisiera incluir este chiste entre aquellos que son productos de la condensación con modificación como formaciones sustitutivas (ejemplo: tête-à-bête). Las partículas negativas hacen posible excelentes alusiones con pequeñísimas modificaciones: «Spinoza, mi compañero de irreligión», dice Heine, y Lichtenberg comienza con la frase: «Nosotros, por la desgracia de Dios, jornaleros, siervos, negros», etc., un manifiesto de estos infelices que ciertamente tienen más derecho a tal título que los reyes y príncipes al no modificado. 

Otra frase de la alusión es la omisión, comparable a la condensación sin formación de sustitutivo. Realmente se omite algo en toda alusión, pues se omiten las rutas mentales que hasta ella conducen. La diferencia consiste en que lo más patente sea la solución de continuidad o el sustitutivo que en la expresión verbal de la alusión oculta a aquélla parcialmente. De este modo llegaríamos a través de una serie de ejemplos, desde la simple omisión hasta la alusión propiamente dicha. En el siguiente ejemplo hallamos una alusión sin sustitutivo. En Viena reside un ingenioso y agresivo escritor que repetidas veces ha sido maltratado de obra por aquellos a quienes su pluma satirizaba. Hablándose, en una reunión, de una fechoría cometida por uno de los habituales adversarios del escritor exclamó un tercero: «Si X oye esto, recibirá otra bofetada más.» A la técnica de este chiste pertenece en primer lugar el desconcierto ante el aparente contrasentido expresado, pues no comprendemos cómo el haber oído algo puede tener, como inmediata consecuencia, el recibir una bofetada. El contrasentido desaparece en cuanto se llena el vacío dejado por la omisión: «Si X oye esto, escribirá un tremendo artículo contra Z, y entonces recibirá otra bofetada más.» Así, pues los medios técnicos de este chiste son la alusión con omisión y el contrasentido. 

Otro chiste judío: Dos judíos se encuentran delante de una casa de baños. «¡Ay! -suspira uno de ellos-. ¡Qué pronto ha pasado el año.!» Estos ejemplos demuestran, sin dejar lugar a duda alguna, que la omisión pertenece a los medios de la alusión. En otro ejemplo, que exponemos a continuación y que es, desde luego, un auténtico y legítimo chiste alusivo, hallamos, sin embargo, una extraña solución de continuidad. Trátase de la siguiente singularísima sentencia: La esposa es como un paraguas. Siempre se acaba por tomar un 'simón'. Un paraguas no protege contra la lluvia. El «siempre se acaba» no puede significar más que «cuando la lluvia aprieta», y un «simón» es el nombre corriente de los coches de alquiler (de uso público). Mas como nos hallamos aquí ante una comparación, vamos a dejar el análisis de este chiste para cuando más adelante tratemos de ellas. La obra Los baños de Lucca, de Heine, es un avispero de punzantes alusiones. Su autor es maestro en el arte de utilizar esta forma del chiste para fines polémicos (contra el Conde de Platen). Mucho antes que el lector pueda sospechar la finalidad polémica, comienza Heine a preludiar, por medio de alusiones sacadas del más variado material, cierto tema muy poco apropiado para la exposición directa. Más adelante, los sucesos relatados por el autor toman un giro que al principio no parece obedecer más que a un grosero capricho de Heine, pero que pronto descubren su relación simbólica con la intención polémica y se revelan, por tanto como alusiones. Por último, se desencadena el ataque contra el Conde de Platen y de cada frase que Heine dirige contra el talento y el carácter de su adversario, surgen inagotables alusiones al conocido tema de la homosexualidad del mismo. 

«Aunque las musas no le son propicias, tiene en su poder al genio del idioma, o mejor dicho, sabe hacerle fuerza, pues no goza del espontáneo amor de este genio, sino que tiene que correr tras él como tras otros efebos y no sabe sino apoderarse de sus formas exteriores, que, a pesar de su bella redondez, carecen de nobleza en su expresión.» «Le sucede entonces como al avestruz, que se cree oculto enterrando su cabeza en la arena y dejando sólo visible la rabadilla. Nuestro noble pájaro hubiera obrado mejor enterrando su rabadilla en la arena y enseñándonos tan sólo su cabeza.» La alusión es quizá el más corriente y manejable de todos los medios del chiste y constituye el fundamento de la mayoría de los chistes de corta vida que acostumbramos introducir en nuestra conversación, los cuales no pueden subsistir por sí mismos ni soportan ser desarraigados del terreno en que nacen. Pero precisamente en ellos observamos de nuevo aquella relación que comenzó a confundirnos en nuestra valoración del chiste. Tampoco la alusión es chistosa en sí; existen alusiones de correcta elaboración que no pueden pretender tal carácter. Sólo la alusión «chistosa» lo posee. Vemos, pues, que la característica del chiste, que hemos perseguido hasta las profundidades de la técnica, ha escapado a nuestros reiterados esfuerzos. 

Calificamos ocasionalmente la alusión de «representación indirecta», y observamos ahora que podemos muy bien reunir en un solo grupo los diversos géneros de alusión, la representación antinómica y varias otras técnicas de que más adelante trataremos. La calificación más comprensiva para este considerable grupo sería la de representación indirecta. Errores intelectuales, unificación y representación indirecta serán, por tanto. los puntos de vista desde los cuales se dejan ordenar aquellas técnicas del chiste intelectual que hasta ahora hemos llegado a conocer. Continuando la investigación de nuestro material, creemos describir una nueva subdivisión de la representación indirecta, fácilmente caracterizable, pero de la que sólo poseemos escasos ejemplos. Es éste el de la representación por una minucia, técnica que resuelve el problema de lograr por medio de un insignificante detalle la total expresión de un carácter. La agregación de este grupo a la alusión queda facilitada por la circunstancia de que tal minucia se halla en conexión con lo que de representar se trata, derivándose de ello como una consecuencia. Ejemplo. Un judío de la Galitzia austríaca hace un viaje en ferrocarril. 

Hallándose solo en el vagón, se retrepa cómodamente en el respaldo, pone los pies en el asiento frontero y se desabrocha la túnica. En una parada sube al departamento un caballero vestido a la moderna, y el judío toma instantáneamente una posición más correcta. El recién llegado hojea un librito, calcula, reflexiona y se dirige, por último, al judío con la pregunta: «Perdone usted. ¿Cuándo es Yomkipur? (día de reconciliación). Aesoi, responde el judío, y vuelve en el acto a recobrar su primitiva y cómoda postura. No puede negarse que esta representación por una minucia se halla ligada a aquella tendencia al ahorro que tras la investigación de la técnica del chiste verbal fijamos como el elemento común a todas las técnicas. Otro ejemplo análogo. El médico llamado para asistir a la señora baronesa, próxima a dar a luz, propone al barón que, mientras llega el momento de intervenir, entretengan el tiempo jugando un ecarté en una habitación contigua. Al cabo de algún tiempo, oyen quejarse a la paciente: Ah, mon Dieu, que je souffre! El marido se levanta; pero el médico le tranquiliza, diciendo: «No es nada, sigamos jugando.» Pasa un rato y vuelve a oírse: «¡Dios mío, qué dolores!» «¿No quiere usted pasar ya a la alcoba, doctor?», interroga el barón. «No, no; todavía es pronto.» Por último se oyen unos gritos ininteligibles: «¡Ay, aaay aayy!» El médico tira las cartas y exclama: «Ahora es el momento.» Este chiste nos muestra excelentemente, con la modificación gradual de los quejidos de la distinguida parturienta, cómo el dolor deja abrirse paso a la naturaleza primitiva a través de las diferentes capas de la educación y cómo una importante decisión puede hacerse depender con plena justificación de una manifestación aparentemente nimia. 

(12) De otro distinto género de representación indirecta de que el chiste se sirve -la metáfora- no hemos querido tratar hasta ahora por tropezar su investigación con nuevas dificultades, a más de aquellas otras que ya en anteriores ocasiones nos han salido al paso. Ya convinimos antes en que, en muchos de los ejemplos sometidos al análisis, no lográbamos desterrar cierta vacilación al considerarlos como chistes, y hemos reconocido, en esta inseguridad, una alarmante debilidad de los fundamentos de nuestra investigación. Con ningún otro material se hace más marcada y frecuente esta nuestra inseguridad como al analizar los chistes por comparación. La sensación que me hace decir -y no sólo a mí, sino, en iguales circunstancias, a un gran número de personas-: «Esto es un chiste y hay que considerarlo como tal aun antes de haber descubierto el carácter esencial del chiste»; esta sensación me abandona con mayor frecuencia que en ningún otro caso en los chistes por comparación. Cuando sin reflexionar he calificado de chiste una metáfora, creo observar instantes después que el placer que me ha proporcionado es de diferente cualidad que aquel que suelo deber a los chistes, y la circunstancia de que las metáforas chistosas sólo rara vez provocan la explosión de risa que confirma a un buen chiste, me hace imposible salir de mis dudas, obligándome a limitarme a los mejores y más eficaces ejemplos de este género. 

La existencia de excelentes y eficaces ejemplos de metáforas que no nos hacen en absoluto la impresión de chistes es fácilmente demostrable. La bella comparación de la ternura que corre a través del Diario de Otilia, con el rojo hilo de los cordajes de la Marina inglesa, es una de ellas; otra, que aún no me he cansado de admirar y que siempre me produce una impresión igualmente viva, es aquella con la que Fernando Lasalle cierra una de sus famosas defensas (La Ciencia y los trabajadores): «Un hombre que, como ya antes os he expuesto, ha consagrado su vida al lema «La Ciencia y los trabajadores», no sentirá ante una condena más impresión que aquella que la explosión de una retorta pudiera causar a un químico absorto en sus experimentos científicos. Con un ligero fruncimiento de cejas ante la resistencia de la materia continuará el investigador serenamente -una vez terminada la interrupción- sus análisis y experimentos.» Las obras de Lichtenberg nos ofrecen un rico y selecto acervo de chistosas metáforas. De ellas tomaré el material necesario a nuestra investigación. Es casi imposible atravesar una muchedumbre llevando en la mano la antorcha de la verdad sin chamuscar a alguien las barbas. 

Realmente presenta esta frase apariencias de chiste; pero considerándola detenidamente se echa de ver que el efecto chistoso no parte de la comparación misma, sino de una cualidad accesoria. La «antorcha de la verdad» no es ciertamente una metáfora nueva, sino por lo contrario, muy usada, y convertida ha largo tiempo en frase hecha, como sucede con toda comparación que por su acierto es recogida por el uso verbal. Mientras que en la expresión «la antorcha de la verdad» apenas si observamos ya la comparación, Lichtenberg vuelve a darle toda su energía primitiva edificando de nuevo sobre la metáfora y sacando de ella expresiones, que han perdido su fuerza significativa, nos es ya conocida como técnica del chiste y la incluimos en el múltiple empleo del mismo material.

Pudiera muy bien suceder que la impresión chistosa producida por la frase de Lichtenberg procediese exclusivamente de esta conexión con la técnica del chiste. Por un motivo del chiste, pero igualmente explicable, parece chistosa la comparación siguiente: «Las críticas me parecen una especie de enfermedad infantil que ataca con mayor o menor virulencia a los libros recién nacidos, acarreando a veces la muerte a los más saludables, mientras que los débiles suelen salir indemnes. Algunos, muy pocos, se libran de ella. Se ha intentado con frecuencia protegerlos por medio de amuletos, tales como prólogos, dedicatorias y hasta autocríticas pero todo ha sido en vano.» La comparación de las críticas con las enfermedades infantiles se limita al principio a la circunstancia de atacar al libro o al sujeto, respectivamente, como después de haber visto la luz. Hasta este punto no nos decidimos a atribuirle un carácter chistoso. Pero la comparación continúa: Resulta que el subsiguiente destino de los nuevos libros puede ser representado, dentro de la misma comparación, por medio de otras nuevas en ella fundadas. Esta prolongación de una comparación es indudablemente chistosa, pero ya sabemos a merced de qué técnica nos aparece como tal; se trata de un caso de unificación, o sea de constitución de una conexión inesperada. El carácter de la unificación no varía, en cambio, por consistir ésta aquí en la agregación a una primera metáfora. 

En varias otras comparaciones nos vemos inclinados a desplazar la innegable impresión chistosa sobre un factor totalmente extraño a la naturaleza de las mismas. Tales comparaciones contienen una singular yuxtaposición y a veces un enlace de absurda apariencia, o se sustituyen, por medio de uno de estos elementos, al resultado de la labor comparativa. La mayoría de los ejemplos de Lichtenberg pertenecen a este grupo. Todo hombre tiene también su trasero moral, que no enseña sin necesidad, y que cubre, mientras puede, con los calzones de la buena educación. El «trasero moral» es la singular asociación que aparece como resultado de la labor comparativa. Mas a ella se agrega una continuación de la metáfora con un juego de palabras («necesidad») y una segunda unión todavía más extraordinaria («los calzones de la buena educación»), que quizá es chistosa por sí misma. No puede entonces maravillarnos recibir de la totalidad la impresión de una muy chistosa comparación, y comenzamos a darnos cuenta de que tendemos generalmente a extender, en nuestra valoración a una totalidad, el carácter que sólo corresponde a una parte de la misma. Los «calzones de la buena educación» nos recuerdan un verso de Heine, análogamente desconcertante: «Hasta que, por fin, me estallaron todos los botones -del pantalón de la paciencia.»

Es innegable que estos dos últimos ejemplos entrañan un carácter que no encontramos en todas las buenas y acertadas comparaciones. Son metáforas «degradantes», pues presentan un objeto de elevada categoría, una abstracción (la buena educación, la paciencia), unido a otro de naturaleza muy concreta y hasta de un bajo género (los calzones). Más adelante examinaremos la cuestión de si esta singularidad tiene o no algo que ver con el chiste. Intentemos, por ahora, analizar otro ejemplo en el que aparece con especial claridad este carácter «degradante.» El hortera Weinberl, personaje de una comedia burlesca de Nestroy, describe cómo recordará, cuando llegue a ser un acaudalado comerciante, los tiempos juveniles, y dice: «Cuando así, en una íntima conversación se barre la nieve que obstruye la entrada del almacén de los recuerdos, se abren de nuevo los cierres del pretérito y se colma el mostrador de la fantasía con las mercancías de tiempos pasados...» Son éstas, ciertamente, comparaciones de abstracciones con objetos concretos muy vulgares; pero el chiste se halla -exclusiva o parcialmente- en la circunstancia de ser un hortera el que se sirve de tales comparaciones tomadas de los dominios de su cotidiana actividad. El hecho de poner en relación lo abstracto con lo vulgar, que le rodea de continuo, es un acto de unificación. 

Volvamos a las metáforas de Lichtenberg: Los motivos que para obrar tenemos los hombres podían ordenarse del mismo modo que los 32 vientos (temas de un compás) y recibir una denominación análogamente compuesta; por ejemplo: pan-pan-fama o fama-fama-pan. Como muy frecuentemente en los chistes de Lichtenberg, es aquí la impresión de acierto, ingenio y sutileza tan predominante, que nuestro juicio sobre el carácter de lo chistoso es inducido en error. Cuando en tal aforismo se mezcla algo de chiste al excelente sentido total, somos siempre inducidos a considerar la totalidad como un excelente chiste. Mas, a mi juicio, todo lo que en este ejemplo es chistoso surge de la extrañeza que nos produce la singular combinación «pan-pan-fama». Lo que en él hay de chiste es, por tanto, una representación por contrasentido. La reunión singular o la asociación absurda pueden ser expuestas también aisladamente como resultado de una comparación. Si hasta ahora hemos hallado que siempre que una comparación nos parecía chistosa debía el producir esta impresión a una intromisión de alguna de las técnicas del chiste que ya conocemos, otros ejemplos parecen confirmar que una comparación puede también ser chistosa por sí misma. 

Lichtenberg caracteriza determinadas odas con las siguientes palabras: «Son en la poesía lo que en la prosa las inmortales obras de Jakob Böhme: una especie de picnic en el que el autor pone las palabras y el lector el sentido.» Cuando filosofa vierte generalmente sobre los objetos una agradable luz de luna que nos complace, pero que resulta insuficiente para hacernos distinguir con precisión uno solo de ellos. Heine: su rostro semejaba un palimpsesto, en el que, bajo la más reciente escritura de la copia monacal de un texto debido a un Padre de la Iglesia, aparecieran los medio borrados versos de un erótico poeta griego. O la continuada comparación, de tendencia marcadamente degradante, incluida en Los baños de Lucca: «El sacerdote católico obra como un dependiente de una gran casa comercial: la Iglesia, cuyo principal es el Papa, y que le señala una actividad determinada y un salario fijo. De este modo, trabaja indolentemente, como quien no lo hace por cuenta propia, tiene muchos colegas y permanece fácilmente inobservado en medio del gran tráfico comercial. Sólo le interesa el crédito de la casa y su conservación, para evitar que la bancarrota le prive de sus medios de subsistir. El cura protestante, en cambio, es en todas partes su propio jefe y lleva por su cuenta los negocios peligrosos. No comerciar al por mayor, como su colega católico, sino solamente al por menor, y como tiene que atender personalmente a todo, es activo y vigilante, pondera a la gente sus artículos de fe y desprecia los de sus competidores.

Como buen comerciante al por menor, se halla siempre en su tenducho, lleno de envidia contra todas las grandes casas comerciales y especialmente contra la romana, que tiene a sueldo muchos millares de tenedores de libros y ha establecido factoría en las restantes partes del mundo.» Ante este ejemplo, como antes otros muchos, no podemos negar que una comparación puede ser chistosa por sí misma y sin que haya necesidad de achacar la impresión que produce a una complicación con una de las técnicas del chiste que nos son conocidas. Mas nos escapa entonces por completo qué es lo que determina el carácter chistoso de la comparación, dado que éste no reside, desde luego, en la forma de expresión del pensamiento ni en la operación de comparar. No podemos, por tanto, hacer otra cosa que incluir la comparación entre los géneros de «exposición indirecta» de los que se sirve la técnica del chiste, y tenemos que abandonar, sin resolverlo, este problema, que al tratar de la comparación se ha alzado ante nosotros mucho más claramente que cuando examinamos los restantes medios del chiste. A razones especiales debe también de obedecer el hecho de que la decisión sobre si algo es o no un chiste nos haya presentado en la comparación mayor dificultad que en anteriores formas expresivas. 

Sin embargo, esta solución de continuidad en nuestra comprensión del chiste no es lo que pudiera hacernos lamentar que esta primera parte de nuestra investigación no haya tenido resultado. Dada la íntima conexión que teníamos que estar preparados a atribuir a las diversas cualidades del chiste, hubiera sido imprudente abrigar la esperanza de poder aclarar una faceta de la cuestión antes de haber dirigido nuestra mirada sobre las demás. Tendremos, pues, que atacar el problema por otro frente. ¿Estamos seguros de que ninguna de las posibles técnicas del chiste ha escapado a nuestra investigación? Desde luego, no; pero continuando el examen de nuevo material, podemos convencernos de que hemos llegado a conocer los más frecuentes y esenciales medios de la elaboración del chiste y, por lo menos, los suficientes para formarnos un juicio sobre la naturaleza de este proceso psíquico. Y aunque no lo hayamos formado aún, hemos descubierto, en cambio, valiosas indicaciones acerca de la dirección en que debemos buscar más amplio esclarecimiento. Los interesantes procesos de la condensación con formación de sustitutos, que se nos han revelado como el nódulo de la técnica del chiste verbal, nos orientaron hacia la formación de los sueños, en cuyos mecanismos han sido descubiertos los mismos procesos psíquicos. Igual orientación nos marcan también las técnicas del chiste intelectual: desplazamiento, errores intelectuales, contrasentido, representación indirecta y representación antinómica que, juntas o separadas, retornan en la técnica de la elaboración de los sueños. 

Al desplazamiento deben los sueños su extraña apariencia que nos impide ver en ellos la continuación de nuestros pensamientos diurnos. El empleo que en el sueño encuentran el contrasentido y el absurdo ha hecho perder a aquél la dignidad del producto psíquico e inducido a los investigadores a aceptar, como condiciones del mismo, el relajamiento de las actividades anímicas y la suspensión de la crítica, la moral y la lógica. La representación antinómica es en el sueño tan corriente, que hasta los mismos libritos populares, tan erróneos, sobre la interpretación de los sueños suelen contar con ella. La representación indirecta, la sustitución de la idea del sueño por una alusión, una nimiedad o un simbolismo análogo a la comparación es precisamente aquello que diferencia la forma expresiva de los sueños de la de nuestra ideación despierta. Tan amplia coincidencia como la que existe entre los medios de la elaboración del chiste y los de la del sueño no creemos pueda ser casual. Demostrar detalladamente esta coincidencia e investigar sus fundamentos será uno de los objetos de nuestra futura labor. 

Las intenciones del chiste

(1) Cuando al final del capítulo precedente copiaba yo las frases en que Heine compara al sacerdote católico con el dependiente de una gran casa comercial y al protestante con un tendero al por menor establecido por su cuenta, me sentía un tanto cohibido, como si algo me aconsejara no citar in extenso tal comparación, advirtiéndome que entre mis lectores habría seguramente algunos para los que el máximo respeto debido a la religión se extiende a aquellos que la administran y representan. Estos lectores, indignados ante los atrevimientos de Heine, perderían todo interés en seguir investigando con nosotros si la comparación era chistosa en sí o únicamente merced a ciertos elementos accesorios. En otras comparaciones, tales como aquella que atribuye a determinada filosofía la vaguedad de la luz lunar, no teníamos que temer perjudicara a nuestra labor tal influjo perturbador ejercido por el mismo ejemplo analizado sobre una parte de nuestros lectores. El más piadoso de ellos no encontraría en estos casos nada que perturbase su capacidad de juicio sobre el problema por nosotros planteado. 

Fácilmente se adivina cuál es el carácter de chiste, del que depende la diversidad de la reacción que el mismo despierta en el que lo oye. El chiste tiene unas veces en sí mismo su fin y no se halla al servicio de intención determinada alguna; otras, en cambio, se pone al servicio de tal intención, convirtiéndose en tendencioso. Sólo aquellos chistes que poseen una tendencia corren peligro de tropezar con personas para las que sea desagradable escucharlos. El chiste no tendencioso ha sido calificado por T. Vischer de chiste abstracto. Nosotros preferimos denominarlo chiste inocente. Dado que antes hemos dividido el chiste, atendiendo al material objeto de la técnica, en verbal e intelectual, deberemos ahora investigar la relación existente entre esta clasificación y la que acabamos de verificar. Lo primero que observamos es que dicha relación entre chiste verbal e intelectual, de un lado, y chiste abstracto y tendencioso, del otro, no es, desde luego, una relación de influencias. Trátase de dos divisiones totalmente independientes una de otra. Quizá algún lector se haya formado la idea de que los chistes inocentes son generalmente verbales, mientras que la complicada técnica de los chistes intelectuales es puesta casi siempre al servicio de marcadas tendencias; pero lo cierto es que, así como existen chistes inocentes que utilizan el juego de palabras y la similicadencia, hay otros, no menos abstractos e inofensivos, que se sirven de todos los medios del chiste intelectual. Con análoga facilidad cabe demostrar que el chiste tendencioso puede muy bien ser, por lo que a su técnica respecta, puramen  te verbal. Así, aquellos chistes que «juegan» con los nombres propios suelen ser frecuententemente de naturaleza ofensiva, siendo, sin embargo, exclusivamente verbales. Esto no impide tampoco que los chistes más inocentes pertenezcan también a este género. 

Así, por ejemplo, las Schüttelreime (rimas forzadas), que tan populares se han puesto recientemente y en las que la técnica es el uso múltiple del mismo material con una modificación muy peculiar al mismo: 

Und weil er Geld in Menge hatte,
lag stets er in der Hängematte.   

Se esperaría que nadie objetaría que la diversión obtenida de estas rimas, poco pretenciosas por lo demás, es la misma por la que reconocemos a los chistes. Entre las metáforas de Lichtenberg se encuentran excelentes ejemplos de chistes intelectuales abstractos o inocentes. A los ya expuestos en páginas anteriores añadiremos, por ahora, los siguientes: Habían enviado a Gotinga un tomito en octavo menor y recibían ahora, en cuerpo y alma, un robusto in quarto. Para dar a este edificio la solidez necesaria debemos proveerle de buenos cimientos, y los más firmes, a mi juicio, serán aquellos en los que una hilada en pro alterne con otra en contra. Uno crea la idea, el otro la bautiza, un tercero tiene hijos con ella, un cuarto la asiste en su agonía y el último la entierra. (Comparación con unificación.) No sólo no creía en los fantasmas, sino que ni siquiera se asustaba de ellos. El chiste reside aquí exclusivamente en el contrasentido de la exposición. Renunciando a este ropaje chistoso, la idea sería: «Es más fácil desechar teóricamente el miedo a los fantasmas que dominarlo cuando se nos aparece alguno.» Falta ya aquí todo carácter de chiste, y lo que resta es un hecho psicológico al que en general se concede menos importancia de la que posee; el mismo que Lessing expone en su conocida frase: «No son libres todos aquellos que se burlan de sus cadenas.» Antes de seguir adelante quiero salir al paso de una mala inteligencia posible. Los calificativos «inocente» o «abstracto», aplicados al chiste, no significan nada equivalente a «falto de contenido», sino que se limitan a caracterizar a un género determinado de chistes, oponiéndolos a los «tendenciosos», de que a continuación trataremos. 

Como en el último ejemplo hemos visto, un chiste «inocente», esto es, desprovisto de toda tendenciosidad, puede poseer un rico contenido y exponer algo muy valioso. El contenido de un chiste, por completo independiente del chiste mismo, es el contenido del pensamiento, que en estos casos es expresado, merced a una disposición especial, de una manera chistosa. Cierto es, sin embargo, que así como los relojes escogen una preciosa caja para encerrar en ella su más excelente maquinaria, así también suele suceder en el chiste: que los mejores productos de la elaboración del mismo sean utilizados para revestir los pensamientos de más valioso contenido. Examinando penetrantemente en los chistes intelectuales la dualidad de contenido ideológico y revestimiento chistoso llegamos a descubrir algo que puede aclarar muchas de las dudas con que hemos tropezado en nuestra investigación. Resulta, para nuestra sorpresa, que la complacencia que un chiste nos produce nos la inspira la impresión conjunta de contenido y rendimiento chistoso, dándose el caso de que uno cualquiera de estos dos factores puede hacernos errar en la valoración del otro hasta que, reduciendo el chiste, nos damos cuenta del engaño sufrido. Análogamente sucede en el chiste verbal. Cuando oímos que «la experiencia consiste en experimentar lo que no desearíamos haber experimentado» quedamos un tanto desconcertados y creemos escuchar una nueva verdad. Mas en seguida advertimos que no se trata sino de una disfrazada trivialidad: «De los escarmentados nacen los avisados.» El excelente rendimiento chistoso de definir la «experiencia» casi exclusivamente por el empleo de la palabra «experimentar» nos engaña de tal modo, que estimamos en más de lo que vale el contenido de la frase. Lo mismo nos sucede ante el chiste por unificación en que Lichtenberg opone el mes de enero a los demás del año, chiste que sólo nos dice algo que sabemos de toda la vida; esto es, que las felicidades que nuestros amigos nos desean en los días del Año Nuevo se cumplen tan raras veces como todos nuestros otros deseos. 

Todo lo contrario sucede en otros ejemplos, en los cuales nos deslumbra lo acertado y justo del pensamiento, haciéndonos calificar de excelente chiste la frase en que el pensamiento queda expresado, aun siendo este último todo el mérito de la misma, y en cambio, muy deficiente el rendimiento de la elaboración chistosa. Precisamente, en los chistes de Lichtenberg es el nódulo intelectual, con mucha frecuencia, harto más valioso que el revestimiento chistoso, al cual extendemos indebidamente desde el primero nuestra valoración. Así, la observación sobre la «antorcha de la verdad» es una comparación apenas chistosa; pero tan acertada, que la frase en que se expresa nos parece un excelente chiste. Los chistes de Lichtenberg sobresalen, ante todo, por su contenido intelectual y la seguridad con que hieren en el punto preciso. Muy justificadamente dijo de él Goethe que sus ocurrencias chistosas o chanceras esconden interesantísimos problemas o, mejor dicho, rozan la solución de los mismos. Así, cuando escribe: «Había leído tanto a Homero, que siempre que topaba con la palabra angenommen (admitido) leía Agamenón» (técnica: simpleza + similicadencia), descubre nada menos que el secreto de las equivocaciones en la lectura. Muy análogo es aquel otro chiste cuya técnica nos pareció antes harto insatisfactoria:  Se maravillaba de que los gatos tuviesen dos agujeros en la piel, precisamente en el sitio de los ojos. La simpleza que en esta frase parece revelarse es tan sólo aparente; en realidad, detrás de la ingenua observación se esconde el magno problema de la teología en la anatomía animal. Hasta que la historia de la evolución no nos lo explique, no tenemos por qué considerar como natural y lógica la coincidencia de que la abertura de los párpados aparezca precisamente allí donde la córnea debe surgir al exterior. Retengamos, por ahora, que de una frase chistosa recibimos una impresión de conjunto en la que no somos capaces de separar la participación del contenido intelectual de la que corresponde a la elaboración del chiste. Quizá encontremos más tarde otro hecho muy importante, paralelo a éste. 

(2) Para nuestro esclarecimiento teórico de la esencia del chiste han de sernos más valiosos los chistes inocentes que los tendenciosos, y los faltos de contenido más que los profundos. Los chistes inocentes de palabras y los falsos de contenido nos presentarán el problema del chiste en su más puro aspecto, pues en ellos no corremos peligro alguno de que la tendencia nos confunda o engañe nuestro juicio el acierto del pensamiento expresado. El análisis de este material puede hacer progresar considerablemente nuestros conocimientos. Escogeremos un chiste de la mayor inocencia posible: Hallándome cenando en casa de unos amigos, nos sirven de postre el plato conocido con el nombre de roulard, cuya confección exige cierta maestría culinaria. Otro de los invitados pregunta: «¿Lo han hecho ustedes en casa?» Y el anfitrión responde: «Sí; es un homeroulard.» (Homerule.) Dejaremos para más adelante la investigación de la técnica de este ejemplo, dirigiendo ahora nuestra atención a otro factor que presenta la máxima importancia. El improvisado chiste produjo un general regocijo entre los circunstantes, que lo acogieron con grandes risas. En éste, como en otros muchos casos, la sensación de placer del auditorio no puede provenir de la tendencia ni tampoco del contenido intelectual del chiste. 

No nos queda, por tanto, más remedio que relacionar dicha sensación con la técnica del mismo. Los medios técnicos del chiste antes descritos por nosotros -condensación, desplazamiento, representación indirecta, etc.- son, pues, capaces de hacer surgir en el auditorio una sensación de placer, aunque no sepamos todavía cómo tal poder les es inherente. Este será el segundo resultado positivo de nuestra investigación, encaminada al esclarecimiento del chiste. El primero fue descubrir que el carácter del chiste depende de la forma expresiva. Mas a poco que reflexionemos no dejaremos de observar que nuestro segundo resultado, últimamente deducido, no es para nosotros en realidad nada nuevo. Se limita a presentar aislado algo ya contenido antes en nuestra experiencia. Recordamos muy bien que cuando nos fue dado reducir el chiste, esto es, sustituir por otra su expresión, conservando cuidadosamente el sentido, desaparecía no sólo el carácter chistoso, sino también el efecto hilarante y, por tanto, el placer que en el chiste pudiera hallarse. 

No podemos seguir adelante sin repasar lo que las autoridades filosóficas exponen sobre este punto de la cuestión. Los filósofos que agregan el chiste a lo cómico e incluyen esta materia dentro de la estética caracterizan la manifestación estética por la condición de que en ella no queremos nada de las cosas; no las necesitamos para satisfacer una de nuestras grandes necesidades vitales, sino que nos contentamos con su contemplación y con el goce de la manifestación misma. «Esta clase de manifestación es la puramente estética, que no reposa sino en sí misma y tiene su única finalidad en sí propia, con exclusión de todo otro fin vital» (K. Fischer, pág. 68). Por nuestra parte, nos hallamos casi de completo acuerdo con estas palabras de K. Fischer. Quizá no hacemos más que introducir sus pensamientos a nuestro lenguaje particular cuando insistimos en que la actividad chistosa no puede calificarse de falta de objeto o de fin, dado que se propone innegablemente el de despertar la hilaridad del auditorio. No creo, además, que podamos emprender nada desprovisto por completo de intención.

Cuando no nos es preciso nuestro aparato anímico para la consecución de alguna de nuestras imprescindibles necesidades, le dejamos trabajar por puro placer; esto es, buscamos extraer placer de su propia actividad. Sospecho que ésta es, en general, la condición primera de toda manifestación estética; pero mi conocimiento de la estética es harto escaso para que me atreva a dejar fijada esta afirmación. Del chiste, en cambio, sí puedo afirmar, basándome en los conocimientos obtenidos en nuestra investigación, que es una actividad que tiende a extraer placer de los procesos psíquicos, sean éstas intelectuales o de otro género cualquiera. Ciertamente existen otras actividades de idéntico fin; pero que quizá se diferencien del chiste en el sector de la actividad anímica, del que quieren extraer placer, o quizá en el procedimiento que para ello emplean. Por el momento no podemos dejar resuelta esta cuestión; mas sí dejaremos sentado el hecho de que la técnica del chiste y la tendencia economizadora que en parte la domina se ponen en contacto para la producción de placer. 

Antes de entrar a resolver el problema de cómo los medios técnicos de la elaboración del chiste pueden hacer surgir placer en el oyente queremos recordar que para simplificar y hacer más transparente nuestra investigación dejamos antes a un lado los chistes tendenciosos. Mas ahora tenemos obligadamente que intentar esclarecer cuáles son las tendencias del chiste y en qué forma obedece éste a las mismas. Hay sobre todo una circunstancia que nos advierte la necesidad de no prescindir del chiste tendencioso en la investigación del origen del placer en el chiste. El efecto placiente del chiste inocente es casi siempre mediano; una clara aprobación y una ligera sonrisa es lo más que llega a obtener del auditorio, y de este efecto hay todavía que atribuir una parte a su contenido intelectual, como ya lo hemos demostrado con apropiados ejemplos. Casi nunca logra el chiste inocente o abstracto aquella repentina explosión de risa que hace tan irresistible al tendencioso. Dado que la técnica puede en ambos ser la misma, estará justificado sospechar que el chiste tendencioso dispone, merced a su tendencia, de fuentes de placer inaccesibles al chiste inocente. 

Las tendencias del chiste son fácilmente definibles. Cuando no tiene en sí mismo su fin, o sea cuando no es inocente, no se pone al servicio sino de dos únicas tendencias, que, además, pueden, desde cierto punto de vista, reunirse en una sola. El chiste tendencioso será o bien hostil (destinado a la agresión, la sátira o la defensa) o bien obsceno (destinado a mostrarnos una desnudez). Desde luego, la clase técnica del chiste -chiste verbal o chiste intelectual- no tiene relación alguna con estas dos tendencias. Más difícil resulta fijar la forma en que el chiste las sirve. En esta investigación preferimos anteponer el chiste desnudador al hostil. El primero ha sido más raramente sometido al análisis como si la repugnancia a tratar este género de asuntos se hubiese trasladado desde la materia a lo objetivo. Mas nosotros no queremos dejarnos inducir en error por este desplazamiento, pues tropezamos en seguida con un caso límite del chiste, que promete proporcionarnos un amplio esclarecimiento sobre varios puntos oscuros. Sabemos lo que se entiende por un dicho «verde»; esto es, la acentuación intencionada, por medio de la expresión verbal, de hechos o circunstancias sexuales. Sin embargo, esta definición no es, ni mucho menos, completa. Una conferencia sobre la anatomía de los órganos sexuales o sobre fisiología de la procreación no presenta, a pesar de la anterior definición, punto de contacto alguno con el dicho «verde». Es preciso, además, que éste vaya dirigido a una persona determinada, que nos excita sexualmente, y que por medio de él se da cuenta de la excitación del que lo profiere, quedando en unos casos contagiada, y en otros, avergonzada o confusa. Esto último no excluye la excitación sexual, sino que, por el contrario, supone una reacción contra la misma y constituye su indirecta confesión. El dicho «verde» se dirigía, pues, originariamente, tan sólo a la mujer y suponía un intento de seducción. Cuando, después, un hombre se complace refiriendo o escuchando tales dichos en la compañía exclusiva de otros hombres, la situación primitiva, que a consecuencia de los obstáculos sociales no puede ya constituirse, queda con ello representada. Aquel que ríe del dicho referido, ríe como el espectador de una agresión sexual. 

El contenido sexual del dicho «verde» comprende algo más de lo privativo de cada sexo; comprende también aquello que, aun siendo común a ambos, se considera como pudendo, o sea todo lo relativo a los excrementos. Mas éste es precisamente el alcance que lo sexual tiene en la vida infantil. en la que el sujeto imagina la existencia de una cloaca, dentro de la cual lo sexual y lo excremental quedan casi o por completo confundidos  . Asimismo, en todo el dominio ideológico de la psicología de las neurosis lo sexual incluye lo excrementicio; esto es, queda interpretado en el antiguo sentido infantil. El dicho «verde» es como un denudamiento de la persona de diferente sexo a la cual va dirigido. Con sus palabras obscenas obliga a la persona atacada a representarse la parte del cuerpo o el acto a que las mismas corresponden y le hace ver que el atacante se las representa ya. No puede dudarse de que el placer de contemplar lo sexual sin velo alguno es el motivo originario de este género de dichos. 

Retrocedamos ahora, para lograr un mayor esclarecimiento, hasta los fundamentos de esta cuestión. La tendencia a contemplar despojado de todo velo aquello que caracteriza a cada sexo es uno de los componentes primitivos de nuestra libido. Probablemente constituye en sí mismo una sustitución obligada del placer, que hemos de suponer primario, de tocar lo sexual. Como en otros muchos casos, también aquí la visión ha sustituido al acto. La libido visual o táctil es en todo individuo de dos clases: activa y pasiva, masculina y femenina, y se desarrolla según cuál de estos dos caracteres sexuales adquiera la supremacía predominantemente en uno u otro sentido. En los niños de corta edad es fácil observar una tendencia a exponer su propia desnudez. Allí donde esta tendencia no experimenta, como generalmente sucede, una represión se desarrolla hasta constituir aquella obsesión perversa del adulto denominada exhibicionismo. En la mujer, la tendencia exhibicionista pasiva queda vencida por la reacción del pudor sexual; pero dispone siempre del portillo de escape que le proporciona los caprichos de la moda. No creo preciso insistir en lo elástico, convencional y variable de la cantidad de exhibición que queda siempre permitida a la mujer. 

El hombre conserva gran parte de esta tendencia como elemento constitutivo de la libido puesto al servicio de la preparación del acto sexual. Cuando esta tendencia se manifiesta ante la proximidad femenina tiene que servirse de la expresión verbal por dos diferentes razones. En primer lugar, para darse a conocer a la mujer, y en segundo, por ser la expresión oral lo que, despertando en aquélla la representación imaginativa, puede hacer sugerir en ella la excitación correspondiente y provocar la tendencia recíproca a la exhibición pasiva. Esta demanda oral no es aún el dicho «verde», pero sí el estadio que lo precede. Allí donde la aquiescencia de la mujer aparece rápidamente, el discurso obsceno muere en seguida, pues cede el puesto, inmediatamente, al acto sexual. No así cuando no puede contarse con el pronto asentimiento de la mujer y aparecen, en cambio, intensas reacciones defensivas. En este caso la oración sexual excitante encuentra, convirtiéndose en dicho «verde», en sí misma su propio fin. Quedando detenida la agresión sexual en su progreso hasta el acto, permanece en la génesis de excitación y extrae placer de los signos por los que la misma se manifiesta en la mujer. La agresión transforma también entonces su carácter en el mismo sentido que todo sentimiento libidinoso al que se opone un obstáculo; esto es, se hace directa, hostil y cruel, llamando en su auxilio, para combatir el obstáculo, a todos los componentes sádicos del instinto sexual. 

La resistencia de la mujer es, por tanto, la primera condición para la génesis del dicho «verde», aunque sea de tal naturaleza que signifique tan sólo un aplazamiento y no haga desesperar del éxito de posteriores tentativas. El caso ideal de tal resistencia femenina se da con la presencia simultánea de otro hombre, de un testigo, pues tal presencia excluye totalmente el rendimiento inmediato de la solicitada. Este tercer personaje adquiere rápidamente una máxima importancia para el desarrollo del dicho «verde». Mas primero trataremos de la presencia de la mujer. En los lugares a que acude el pueblo, por ejemplo, los cafés de segundo orden, puede observarse que es precisamente la entrada de la camarera lo que provoca el tiroteo de tales dichos. Inversamente, entre las clases sociales más elevadas, la presencia femenina pone inmediato fin a toda conversación de este género. Los hombres reservan aquí estas conversaciones, que primitivamente dependían de la presencia de una mujer a la que avergonzar, para cuando estén entre ellos. De este modo, el espectador, ahora oyente, deviene poco a poco, en lugar de la mujer, la instancia a la que la procacidad va destinada, y ésta se acerca ya, merced a tal transformación, al carácter del chiste. 

Al llegar a este punto es requerida nuestra atención por dos importantes factores: el papel desempeñado por el tercero, el oyente, y las condiciones de contenido del dicho mismo. El chiste tendencioso precisa, en general, de tres personas. Además de aquella que lo dice, una segunda a la que se toma por objeto de la agresión hostil y sexual, y una tercera en la que se cumple la intención creadora de placer del chiste. Más tarde buscaremos más profunda fundamentación de estas circunstancias, contentándonos por ahora con dejar fijado el hecho de que no es el que dice el chiste quien lo ríe y goza, por tanto, de su efecto placiente, sino el inactivo oyente. En la misma relación se encuentran los tres personajes que intervienen en el dicho «verde», cuyo proceso puede describirse en la siguiente forma: el impulso libidinoso del primero desarrolla, al encontrar detenida su satisfacción por la resistencia de la mujer, una tendencia hostil hacia esta segunda persona y llama en su auxilio, como aliado contra ella, a una tercera, que en la situación primitiva hubiese constituido un estorbo. Por el procaz discurso de la primera queda la mujer desnuda ante este tercero, en el que la satisfacción de su propia libido, conseguida sin esfuerzo alguno por parte suya, actúa a modo de soborno. 

Es singular que este tiroteo de procacidades sea cosa tan amada por el pueblo bajo, hasta el punto de constituir algo que no deja nunca de formar parte integrante de sus regocijos. Mas también es digno de tenerse en cuenta que en esta complicada manifestación, que lleva en sí tantos caracteres de chiste tendencioso, no se requieran al dicho «verde» ninguna de las condiciones formales que caracterizan al chiste. Expresar la plena desnudez produce placer al primero y hace reír al tercero. Sólo cuando llegamos a más alto grado social se agrega la condición formal del chiste. La procacidad no es ya tolerada más que siendo chistosa. El medio técnico de que más generalmente se sirve es la alusión; esto es, la sustitución por una minucia o por algo muy lejano que el oyente recoge para reconstruir con ello la obscenidad plena y directa. Cuanto mayor es la heterogeneidad entre lo directamente expresado en la frase procaz y lo sugerido necesariamente por ello en el oyente, tanto más sutil será el chiste y tanto mayores sus posibilidades de acceso a la buena sociedad. A más de la alusión, grosera o sutil, dispone la procacidad -como fácilmente puede demostrarse con numerosos ejemplos- de todos los demás medios del chiste verbal o intelectual. 

Vemos ya claramente lo que el chiste lleva a cabo en servicio de su tendencia. Hace posible la satisfacción de un instinto (el instinto libidinoso y hostil) en contra de un obstáculo que se le opone y extrae de este modo placer de una fuente a la que tal obstáculo impide el acceso. El impedimento que sale al paso del instinto no es otro que la incapacidad de la mujer -creciente en razón directa de su cultura y grado social- para soportar lo abiertamente sexual. La mujer, que en la situación primitiva suponemos presente, sigue siendo considerada como tal o su influencia actúa, aun hallándose ausente, intimidando a los hombres. Puede observarse cómo individuos de las más altas clases sociales abandonan, en la compañía de mujeres de clase más baja, la procacidad chistosa para caer en la procacidad simple. El poder que dificulta a la mujer, y en menor grado también al hombre, el goce de la obscenidad no encubierta, es aquel que nosotros denominamos «represión», y reconocemos en él el mismo proceso psíquico que en graves casos patológicos mantiene alejados de la conciencia complejos enteros de sentimientos en unión de todos sus derivados, proceso que se ha demostrado como un factor principal en la patogénesis de las llamadas psiconeurosis. 

Concedemos a la cultura y a la buena educación gran influencia sobre el desarrollo de la represión y admitimos que tales factores llevan a cabo una transformación de la organización psíquica -que puede también ser un carácter hereditario y, por tanto, innato- merced a la cual sensaciones que habrían de percibirse con agrado resultan inaceptables y son rechazadas con todas nuestras energías psíquicas. Por la labor represora de la civilización se pierden posibilidades primarias de placer que son rechazadas por la censura psíquica. Mas para la psiquis del hombre es muy violenta cualquier renunciación y halla un expediente en el chiste tendencioso, que nos proporciona un medio de hacer ineficaz dicha renuncia y ganar nuevamente lo perdido. Cuando reímos de un sutil chiste obsceno, reímos de lo mismo que hace reír a un campesino en una grosera procacidad; en ambos casos procede el placer de la misma fuente; pero una persona educada no ríe ante la procacidad grosera, sino que se avergüenza o la encuentra repugnante. Sólo podrá reír cuando el chiste le preste su auxilio. Parece, pues, confirmarse lo que al principio supusimos, esto es, que el chiste tendencioso dispone de fuentes de placer distintas de las del chiste inocente, en el cual todo el placer depende, en diversas formas, de la técnica. Podemos también insistir de nuevo en que en el chiste tendencioso no nos es dado distinguir por nuestra propia sensación qué parte de placer es producida por la técnica y cuál otra por la tendencia. No sabemos, por tanto, fijamente, de qué reímos. En todos los chistes obscenos sucumbimos a crasos errores de juicio sobre la «bondad» del chiste, en tanto en cuanto ésta depende de condiciones formales; la técnica de estos chistes es con frecuencia harto pobre y, en cambio, su éxito de risa, extraordinario.  

(3) Queremos investigar ahora si es este mismo el papel que el chiste desempeña al servicio de una tendencia hostil. Desde un principio tropezamos con las mismas condiciones. Los impulsos hostiles contra nuestros semejantes sucumben desde nuestra niñez individual, como desde la época infantil de la civilización humana, a iguales limitaciones y a la misma represión progresiva que nuestros impulsos sexuales. No hemos llegado todavía a amar a nuestros enemigos ni a ofrecerles la mejilla izquierda cuando nos han golpeado la derecha, y, además, todos aquellos preceptos morales de la limitación del odio activo se resienten de un vicio de origen: el de no hallarse destinados, cuando fueron dictados, más que a una pequeña comunidad de hombres de igual raza. De este modo, en tanto en cuanto los hombres modernos nos consideramos como parte integrante de una nación, nos permitimos prescindir en absoluto de tales preceptos con respecto a otro pueblo extranjero. Pero dentro de nuestro propio círculo hemos realizado, desde luego, grandes progresos en el dominio de los sentimientos hostiles. Lichtenberg expresa esta idea en la siguiente acertada frase: «En las ocasiones en que ahora decimos 'usted dispense' se andaba antes a bofetadas.» La hostilidad violenta, prohibida por la ley, ha quedado sustituida por la invectiva verbal, y nuestra mejor inteligencia del encadenamiento de los sentimientos humanos nos roba por su consecuencia -Tout comprendre c'est tout pardonner- una parte cada día mayor de nuestra capacidad de encolerizarnos contra aquellos de nuestros semejantes que entorpecen nuestro camino.  

Dotados en nuestra niñez de enérgica disposición a la hostilidad, la cultura personal nos enseña después que es indigno el insulto. Desde que hemos tenido que renunciar a la expresión de la hostilidad por medio de la acción -impedidos de ello por un tercero desapasionado, en cuyo interés se halla la conservación de la seguridad personal- hemos desarrollado, del mismo modo que en la agresión sexual, una nueva técnica del insulto que tiende a hacernos de dicha tercera persona desapasionada un aliado contra nuestro enemigo. Presentando a este último como insignificante, despreciable y cómico, nos proporcionamos indirectamente el placer de su derrota, de la que testimonia la tercera persona, que no ha realizado ningún esfuerzo con sus risas. Suponemos, pues, cuál puede ser el papel del chiste en la agresión hostil. Nos permitirá emplear contra nuestro enemigo el arma del ridículo, a cuyo empleo directo se oponen obstáculos insuperables, y, por tanto, elude nuevamente determinadas limitaciones y abre fuentes de placer que habían devenido inaccesibles. Inclinará asimismo al oyente a ponerse a nuestro lado sin gran examen de la bondad de nuestra causa, de igual manera que en otras ocasiones obramos nosotros, concediendo mayor estimación de la merecida al contenido de una frase chistosa, sobornados por el efecto del chiste inocente. Recordar la frase tan corriente: die Lacher auf seine seite ziehen (inclinar a nuestra causa al que ríe). 

Véanse, por ejemplo, los chistes de N., expuestos en el capítulo anterior. Todos ellos son insultos. Es como si N. quisiera gritar a toda voz: «¡El ministro de Agricultura es un buey! ¡No me habléis de X.; revienta de vanidad! ¡En mi vida he leído nada más aburrido que los artículos de ese historiador sobre Napoleón!» Pero su propia categoría social le hace imposible dar a sus juicios tal forma directa. Llaman, pues, éstos en su ayuda al chiste, que les asegura en el oyente una acogida mucho más favorable de la que, no obstante su posible certeza, hubieran obtenido expresados en forma no chistosa. Uno de estos chistes, el del «rojo Fadian» -quizá el más arrollador de todos-, es altamente instructivo. ¿Qué es lo que en él nos obliga a reír y nos aparta tan por completo de la cuestión de si aquello constituye o no una injusticia para con el infeliz escritor? Desde luego, la forma chistosa. Mas ¿de qué reímos? Indudablemente, de la persona misma que se nos presenta calificada de «rojo Fadian» y especialmente del rojo color de su pelo. Mas el hombre culto se ha acostumbrado a no reír de los defectos físicos, y, además, el poseer rojos cabellos no es tampoco un defecto que excite nuestra hilaridad. En cambio, sí es considerado como tal entre los colegiales o entre el pueblo bajo y hasta en el grado de cultura de algunos de nuestros representantes municipales y parlamentarios. Y, sin embargo, este chiste de N. ha hecho posible que nosotros, personas adultas de fina sensibilidad, riamos como colegiales de los rojos cabellos que X. No era ésta, seguramente, la intención de N.; pero es muy dudoso que aquel que lanza un chiste se dé exacta cuenta de toda la intención del mismo. 

Si en ese caso el obstáculo opuesto a la agresión y que el chiste ayudó a eludir era de orden interior -la repulsión estética al insulto-, otras veces puede asimismo ser puramente externo. Así, en el ejemplo en que Serenísimo pregunta al desconocido, cuya semejanza con su real persona le ha extrañado: «Su madre de usted, ¿sirvió alguna vez en Palacio?», y obtiene la rápida respuesta: «No, alteza; pero sí mi padre.» El interrogado hubiera querido maltratar de obra al descarado que con su alusión osaba insultar la memoria de una persona amada; pero el tal descarado es nada menos que Serenísimo, al que es imposible no ya maltratar de obra, sino ni siquiera de palabra, a menos de pagar la venganza con la propia vida. No habría, por tanto, más remedio que tragar en silencio la ofensa. Mas, afortunadamente, abre el chiste el camino a una venganza exenta de todo peligro, recogiendo la alusión y devolviéndola, merced al medio técnico de la unificación, contra el ofensor. La impresión de lo chistoso queda aquí tan determinada por la tendencia, que, ante la chistosa respuesta, olvidamos que la pregunta del atacante es también, por sí misma, chistosa. 

El estorbo del insulto o de la respuesta ofensiva, por circunstancias exteriores, es un caso tan frecuente, que el chiste tendencioso es usado con especialísima preferencia para hacer viable la agresión o la crítica contra superiores provistos de autoridad. El chiste representa entonces una rebelión contra tal autoridad, una liberación del yugo de la misma. En este factor yace asimismo el encanto de la caricatura, de la cual reímos, aunque su acierto sea mínimo, simplemente porque contamos como mérito de la misma dicha rebelión contra la autoridad. Esta idea de que el chiste tendencioso es tan grandemente apropiado para el ataque contra lo elevado, digno y poderoso, que se halla protegido por obstáculos interiores o circunstancias externas contra todo rebajamiento directo, nos fuerza a una especial concepción de determinados grupos de chistes que parecen dirigirse a personas de menor valer y más indefensas. Me refiero a las historietas sobre los intermediarios matrimoniales judíos, de las cuales hemos expuesto algunas al investigar las diversas técnicas del chiste intelectual. En varias de ellas, por ejemplo, las de «¡También es sorda!» y «¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente!», hemos reído del intermediario como de un hombre imprudente y ligero, que se nos hace cómico por escapársele la verdad automáticamente. Pero ¿corresponde, tanto lo que hemos averiguado de la naturaleza del chiste tendencioso como la magnitud de nuestra complacencia ante estas historietas, a la infeliz condición de las personas sobre las que el chiste parece reír? ¿Son éstos adversarios dignos del chiste? ¿No parece más bien que el mismo presenta en primer término al intermediario matrimonial para herir encubiertamente algo más importante? No debemos despreciar estas sospechas. 

La anterior interpretación de las historietas sobre los intermediarios judíos permite aún ser continuada. Cierto es que puedo no intentarlo y contentarme con ver en estas historietas simples «cuentos», negándoles el carácter de chiste. Existe, pues, también una condicionalidad subjetiva del chiste, que ha llamado ahora nuestra atención y que deberemos investigar más adelante. Tal condicionalidad marca que sólo es un chiste aquello que yo admito como tal. Lo que para mí es un chiste puede, para otra persona, ser simplemente una cómica historieta. Mas si un chiste permite esta duda, ello no puede ser más que por el hecho de que posee una fachada -en este caso, cómica- en la que se detiene satisfecha la mirada de unos, mientras que otros intentan ver lo que hay detrás. Podemos, igualmente, sospechar que esta fachada se halla destinada a deslumbrar la mirada inquisitiva y que, por tanto, tales historietas tienen algo que ocultar.  De todos modos, si estas historietas son chistes, lo son de excelente calidad, pues gracias a su fachada pueden ocultar no sólo lo que tienen que decir, sino hasta que tienen que decir algo prohibido. Pero podemos intentar una interpretación que descubra lo prohibido y revele a estas historietas de cómica fachada como chiste tendencioso. Todo aquel que en un momento de distracción deja escapar la verdad, se alegra en realidad de verse libre del impuesto disfraz. Esto es un probado hecho psicológico. 

Sin tal consentimiento interior nadie se deja dominar por el automatismo que hace aquí surgir la verdad. Mas con tal automática confesión se transforma la ridícula personalidad del intermediario en simpática y digna de compasión. Qué felicidad debe de ser para el pobre hombre poder arrojar por fin la carga del engaño, cuando aprovecha en el acto la primera ocasión para gritar al novio toda la verdad. En cuanto se da cuenta de que todo se ha perdido y que la propuesta novia no es del gusto de su cliente, confiesa encantado todos los demás defectos de la primera, que el segundo no ha observado todavía, o aprovecha la ocasión para exponer, por medio de un detalle, un decisivo argumento con el que expresa su desprecio por las gentes a cuyo servicio viene actuando: «¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente !» Todo el ridículo cae entonces, no sólo sobre la familia de la novia, de la que en el resto de la historieta apenas si se ha hablado y que es capaz de poner en práctica tal engaño con tal de colocar a la muchacha, sino también sobre la miserable condición moral de tales mujeres, que se dejan caer de un modo tan poco decoroso, y sobre la indignidad de los matrimonios celebrados merced a semejantes manejos. El intermediario es, precisamente, el llamado a exponer esta crítica, por ser el que mejor enterado está de tan vergonzosos expedientes; pero no puede hacerlo abiertamente, pues es un pobre diablo que tiene que vivir de ellos. En un idéntico conflicto se encuentra también el espíritu popular que ha creado esta historieta y otras semejantes, pues sabe muy bien que la santidad del matrimonio padece mucho con el descubrimiento de los incidentes que acompañaron su preparación. 

Recordemos también cómo en la investigación de la técnica del chiste observamos que el contrasentido que aparece en el mismo es con frecuencia una sustitución de la burla o la crítica existentes en los pensamientos que tras el chiste se esconden, cosa en la que la elaboración del chiste actúa en forma idéntica a la de los sueños. Ahora encontramos confirmado de nuevo este estado de cosas. Tales burla y crítica no se refieren al intermediario, según pudiera deducirse de los ejemplos anteriores, pues existe toda otra serie de chistes de igual género en los que el mismo nos es presentado, muy al contrario, como persona en extremo inteligente, cuya dialéctica sabe vencer toda dificultad. Son estas últimas historietas su fachada lógica, en lugar de cómica, chistes intelectuales sofísticas. En uno de ellos, el intermediario se las arregla para cerrar la boca al novio, que se queja de la cojera de la muchacha, con una razón incontrovertible en apariencia. La cojera de la novia es, por lo menos, un «hecho consumado», mientras que otra mujer, libre de tal defecto, con la que pudiera casarse, estaría siempre en peligro de caer, rompiéndose una pierna, y entonces vendrían los dolores, la enfermedad y los gastos consiguientes, cosas todas que podría ahorrarse matrimoniando a la ya coja. Asimismo, en otra historieta análoga se las arregla el intermediario para rechazar con excelentes argumentos toda una serie de inconvenientes aducidos por el novio y salir luego al paso del último, irrefutable ya, con la exclamación: «¡Hombre, alguna falta había de tener!», como si de las anteriores alegaciones no hubiese de haber quedado necesariamente un suficiente resto. No es difícil señalar, en estos dos ejemplos, el punto débil de la argumentación, y así lo hemos hecho al investigar su técnica. 

Mas ahora nuestro interés se dirige hacia otro lado. Si las frases del intermediario muestran tal apariencia lógica, que se desvanece en cuanto las sometemos a un reflexivo examen, ello se debe a que, en el fondo, es a él a quien el chiste da la razón. Pero no atreviéndose a dársela rigurosamente en su contenido ideológico, lo hace por medio de la apariencia lógica que presenta su expresión verbal. Sin embargo, en este caso, como en otros muchos, la chistosa fachada deja entrever la interior seriedad. No será, pues, equivocado aceptar que todas las historietas que presentan una fachada lógica quieren realmente decir aquello que afirman, basándose en fundamentos intencionadamente defectuosos. Este empleo del sofisma para la encubierta exposición de la verdad es precisamente lo que les presta el carácter del chiste, el cual depende, por tanto, principalmente, de la tendencia. Aquello que las dos historietas que ahora analizamos quieren indicar es que el pretendiente resulta ridículo rebuscando tan cuidadosamente las cualidades de la novia, que todas le resultan negativas, sin tener en cuenta, que sea esta u otra cualquiera la mujer que ha de hacer suya, siempre será una criatura humana con sus inevitables defectos, mientras que las únicas cualidades que harían posible el matrimonio, salvando la más o menos defectuosa personalidad de la mujer, serían la mutua inclinación y la recíproca disposición a adaptarse cariñosamente, cosas ambas a las que ni siquiera se hace la menor alusión en todo el trato. 

La burla contra el pretendiente contenida en todos estos ejemplos, en los que el intermediario desempeña con gran propiedad el papel de hombre superior, aparece mucho más definida en otras historietas análogas. Cuanto más precisas son estas historietas, menos técnica poseen, constituyendo tan sólo casos límites del chiste, con cuya técnica no presentan más punto común que la formación de una fachada. Pero a causa de su tendencia y de la ocultación de la misma tras de una fachada adquieren totalmente el efecto de un chiste. La pobreza de sus medios técnicos explica también que muchos chistes de esta clase no pueden prescindir en su expresión, sin perder gran parte de su poder, o sea del argot, elemento cómico de efecto análogo al de la técnica del chiste. Expondremos aquí una de estas historietas, que, poseyendo toda la fuerza del chiste tendencioso, no deja traslucir indicio alguno de la técnica del mismo. El intermediario pregunta: «¿Qué cualidades exige usted de la novia?» Respuesta: «Tiene que ser bonita, rica e instruida.» «Bien -replica el intermediario-; pero de eso hago yo tres partidos.» Aquí la burla del intermediario es expresada directamente, y ya no encubierta por los ropajes del chiste. 

En los ejemplos expuestos hasta ahora, la encubierta agresión se dirigía aún contra personas; así, en los chistes matrimoniales, contra todas las partes interesadas en la boda: novia, pretendiente y familia. Mas el chiste puede atacar igualmente a aquellas instituciones, personas representativas de las mismas, preceptos morales o religiosos e ideas, que, por gozar de elevada consideración, sólo bajo la máscara del chiste, y precisamente de un chiste cubierto por su correspondiente fachada, nos atrevemos a arremeter contra ellas. Obraremos, a mi juicio, acertadamente reuniendo estos chistes bajo una denominación especial, que determinaremos después de analizar algunos ejemplos de esta clase. Recordemos ahora los ejemplos del arruinado gourmet ('salmón con mayonesa') y del alcohólico profesor, que incluimos entre los chistes sofísticos por desplazamiento, y prosigamos su interpretación. Hemos visto después que cuando la fachada de una historieta muestra una apariencia lógica, el pensamiento de la misma da la razón a su protagonista; pero, cohibido por determinados obstáculos, no se ha atrevido a verificarlo más que en un solo punto en el que la sinrazón del sujeto es fácilmente demostrable. La pointe ahí elegida es la justa transacción entre su razón y su sinrazón, término medio que, naturalmente, no resuelve el dilema, pero sí corresponde al conflicto que en nosotros mismos hace al tratar de enjuiciar el caso.

Ambas historietas son sencillamente epicúreas, pues lo que quieren decir es: «Sí; ese hombre tiene razón; no hay nada superior al placer, y es indiferente la forma en que podamos proporcionárnoslo.» Esto parece francamente inmoral, y en el fondo no es otra cosa que el carpe diem del poeta, basado en la inseguridad de la vida humana y en la esterilidad de la renunciación virtuosa. Si la idea de que el arruinado gourmet del chiste obra justamente, no privándose de su plato favorito, repugna tanto a nuestra conciencia, ello se debe tan sólo a tratarse aquí de un placer inferior que nos parece fácilmente renunciable. En realidad, todos y cada uno de nosotros hemos tenido épocas en las que hemos dado la razón a esta filosofía, rebelándonos contra una moral que sólo sabe exigirnos continuos sacrificios sin ofrecernos compensación alguna. Desde que la existencia de un más allá, en el que toda renunciación ha de ser premiada, no es aceptada ya por los hombres -y habría, además, muy pocos creyentes si la fe se midiera por la capacidad de renunciación-, se ha convertido el carpe diem en una seria advertencia. Quisiéramos aplazar la satisfacción, pero ¿sabemos acaso si mañana nos hallaremos aún con vida? Di doman' non c'è certezza. 

Renunciaríamos con gusto a aquellos caminos de la satisfacción que la sociedad nos prohibe, mas ¿estamos seguros de que aquélla premiará tal renuncia abriéndonos -aunque sea tras de una larga espera- un camino permitido? Puede decirse en voz alta lo que estos chistes se atreven tan sólo a murmurar; esto es, que los deseos y anhelos de los hombres tienen un derecho a hacerse oír al lado de las amplias y desconsideradas exigencias de la moral, y no ha faltado en nuestros días quien con acertada y firme frase ha dicho que nuestra moral es únicamente la egoísta prescripción de una minoría de ricos y poderosos que pueden satisfacer a toda hora, sin aplazamiento alguno, todos sus deseos. Hasta tanto que la Medicina haya logrado asegurar nuestra vida y contribuyan las normas sociales a hacerla más satisfactoria, no podrá ser ahogada en nosotros la voz que se alza contra las exigencias de la Moral. Por lo menos, todo hombre sincero ha de hacerse eco íntimamente de esta confesión. Sólo indirectamente y mediante una nueva ideología es posible resolver este conflicto. Debemos ligar nuestra vida a la de los demás e identificarnos con ellos de tal modo, que la brevedad de la propia duración resulte superable. Pensando así, no debemos intentar a toda costa la satisfacción de nuestras necesidades, aun por no existir razones según las cuales debamos dejarlas insatisfechas, dado que sólo la perduración de tantos deseos incumplidos puede desarrollar un día poder suficiente para transformar el orden social. Mas como no todas las necesidades personales pueden ser desplazadas de este modo y transferidas a otros, no existirá, por tanto, una general y definitiva solución del conflicto. 

Sabemos, pues, ya cómo hemos de denominar los chistes del género últimamente analizados: son chistes cínicos. Lo que en ellos ocultan es un cinismo. Entre las instituciones que el chiste cínico acostumbra atacar ninguna posee mayor importancia ni se halla más protegida por los preceptos morales que el matrimonio, pero también ninguna otra invita más al ataque. De aquí que sea aquélla sobre la que ha caído la mayor cantidad de chistes cínicos. No existe aspiración personal más enérgica que la de la libertad sexual, y en ningún otro sector ha intentado ejercer la civilización una opresión más fuerte que en el de la sexualidad. Para nuestras intenciones nos bastará con un único ejemplo, que ya expusimos en páginas anteriores. «La mujer propia es como un paraguas. Siempre se acaba por tomar un simón.» Ya analizamos la complicada técnica de este ejemplo. Se trata de una comparación desconcertante y, en apariencia, imposible; pero que, como ahora veremos, no es chistosa en sí. A más, una alusión (simón o coche público), y, en calidad de enérgico medio técnico, una omisión que la hace casi ininteligible. La comparación podría explicarse en la siguiente forma: se casa uno para asegurarse contra los ataques de la sexualidad y luego resulta que el matrimonio no permite la total satisfacción de la misma, exactamente como sucede cuando se toma un paraguas para librarse de la lluvia, y, sin embargo, se moja uno en cuanto el agua cae con cierta violencia. En ambos casos tiene uno que buscar una más eficaz protección, un coche público o una mujer asequible por dinero. De este modo queda el chiste casi por completo sustituido por un cinismo. Que el matrimonio no es suficiente a satisfacer la sexualidad del hombre es cosa que no nos atrevemos a declarar abierta y públicamente, a menos que no nos impulse a ello un amor a la verdad y un celo reformador como los de Cristián von Ehrenfels. La fuerza de este chiste consiste en haber expresado tal idea, aunque con toda clase de rodeos. 

Un caso especialmente favorable para el chiste tendencioso aparece cuando la crítica rebelde se dirige contra la propia persona, en tanto en cuanto forma parte de una colectividad; por ejemplo, la propia raza o nacionalidad. Esta condición de la autocrítica nos explica que precisamente sobre el suelo de la vida popular judía haya fructificado una gran cosecha de excelentes chistes, de la que hemos dado suficientes muestras en páginas anteriores. Son historietas creadas por individuos del pueblo judío y dirigidas contra peculiaridades de su propia raza. Los chistes que sobre los judíos han sido hechos por personas no pertenecientes a su pueblo son generalmente brutales chanzas en las que todo chiste es ahorrado por el hecho de constituir siempre el judío para los extraños una figura cómica. También los chistes de los judíos sobre sí mismos conceden este hecho, pero su mejor conocimiento de sus verdaderos defectos y de la conexión de éstos con sus buenas cualidades, así como la participación de la propia persona en lo criticable, crean la condición subjetiva de la elaboración del chiste, muy difícil de establecer en otro caso. 

Como ejemplo de este género, indicaremos aquella historieta, ya antes expuesta, en la que un judío depone toda corrección en cuanto ve que su nuevo compañero de viaje es un correligionario. Hemos examinado este chiste como un caso de exposición por una minucia, y su misión es indicarnos la democrática manera de pensar de los judíos, que no reconocen entre ellos superiores e inferiores, concepción que, si bien tiene su lado bueno, impide también toda disciplina y toda acción conjunta. Otra serie de chistes, especialmente interesantes, describe las relaciones entre los judíos ricos y sus correligionarios pobres. Los héroes de estas historietas son el mísero «sablista» ('Schnorrer') y el rico negociante o ennoblecido barón. El sablista, que acude a almorzar todos los domingos a la misma casa, aparece un día acompañado de un joven desconocido, que pasa con él al comedor. «¿Quién es este joven?», pregunta el dueño de la casa. «Mi yerno -responde el invitado-; se casó con mi hija la semana pasada y me he comprometido a darle de comer durante un año.» Todos estos chistes poseen igual tendencia, que se nos muestra claramente en otra historieta ya expuesta: «El sablista pide al rico barón el dinero necesario para pasar una temporada en Ostende, pues el médico le ha recomendado los baños de mar. El barón encuentra que Ostende es un lugar carísimo y que en cualquier otra playa más modesta tendrían los baños iguales efectos medicinales. Pero el sablista rechaza la idea exclamando: «Tratándose de mi salud, nada me parece caro.» Es éste un excelente chiste por desplazamiento, que podemos tomar como modelo de su género.

El barón quiere ahorrarse dinero, mas el sablista le responde como si el dinero del barón fuera el suyo propio, que sí podría él sacrificar a su salud. El descaro de su pretensión nos invita a reír; pero, excepcionalmente, no están estos chistes provistos de una fachada cuya comprensión induzca a error. La verdad que en ellos se esconde es que el sablista, que trata imaginativamente el dinero del barón como si fuese suyo, tiene -conforme a los sagrados preceptos del pueblo judío- un casi pleno derecho a obrar así. Naturalmente, la rebelión que ha dado origen a este chiste se dirige contra tal ley, que constituye una penosa carga hasta para los más piadosos. 

Otra historia: «Un sablista encuentra en la escalera de un rico negociante a otro pobre diablo del mismo oficio, que le aconseja no continúe su camino. «No subas hoy; el barón está de mal humor. Lo más que da es un florín.» «¡Ya lo creo que subo! -responde el primero-. ¿Por qué he de regalarle un florín? Acaso me regala él algo a mí?» Este chiste se sirve de la técnica del contrasentido, haciendo afirmar al sablista que el barón no le regala nada en el mismo momento en que se dispone a mendigar su regalo. Pero el contrasentido es tan sólo aparente, pues es casi cierto que el rico barón no le regala nada obligado como está por la ley religiosa a dar limosna, y debe incluso agradecer al sablista que le dé ocasión de ejercer la caridad. La vulgar concepción burguesa de la limosna se halla aquí en contradicción con la religiosa y se rebela abiertamente contra ella en otra historieta en la que el barón, emocionado ante la lamentable historia que el sablista le cuenta, llama a sus criados, y exclama: «¡Echad a este hombre! ¡Me está angustiando con sus lágrimas !» Esta franca exposición de la tendencia constituye un nuevo caso límite del chiste. De la queja no chistosa: «No es realmente ventaja ninguna ser rico, siendo judío. La miseria ajena no le deja a uno gozar de la propia felicidad.» No se alejan estas dos últimas historietas casi más que por su exposición en forma anecdótica. 

Otras historietas que representan asimismo, técnicamente, casos límites del chiste, testimonian de un cinismo profundamente pesimista: «Un sordo consulta su dolencia al médico, el cual diagnostica que la sordera es debida al abuso que el paciente hace de las bebidas espirituosas, y como primera medida curativa le aconseja una completa abstención. Tiempo después, el médico encuentra en la calle al enfermo y le pregunta, alzando la voz, por su estado de salud. «Ya estoy bien -responde el interrogado-. No necesita usted gritarme. Dejé de beber aguardiente y he recobrado el oído.» De nuevo pasa el tiempo y vuelven a encontrarse ambos individuos. El médico se dirige ya esta vez a su cliente en voz natural, pero advierte que no le oye. «Me parece que ha vuelto usted a beber -le grita entonces-, y por eso no oye bien otra vez.» «Puede que tenga usted razón -responde el sordo-. He vuelto a beber aguardiente y le voy a explicar a usted por qué. Mientras dejé de beber oía bien, pero nada de lo que oía era tan bueno como el aguardiente.» Este chiste carece de todo medio técnico; el argot y las artes del relato tienen que contribuir a provocar la risa, mas detrás de ella espía una triste interrogación: ¿No tendrá el individuo razón sobrada en elegir como lo ha hecho? Estas historietas pesimistas aluden todas ellas a la diversa y desesperanzada miseria de los judíos, y a causa de esta conexión tenemos que incluirlas entre los chistes tendenciosos. 

Otros chistes, cínicos en análogo sentido, y no todos judíos, atacan a los dogmas religiosos y a la misma fe. La historia de la «visión del rabino», cuya técnica consistía en el error intelectual de la equivalencia de fantasía y realidad (también sería defendible su inclinación entre los chistes por desplazamiento), es uno de tales chistes cínicos o críticos, que se dirige contra los hacedores de milagros y seguramente contra la fe en estos últimos. Un chiste directamente blasfemo sería el que se atribuye a Heine en su agonía. Cuando el sacerdote le exhortaba cariñosamente a confiar en la gracia divina y a esperar que hallaría en Dios perdón para sus pecados, hubo de contestar: «Bien sûr qu'il me pardonnera; c'est son métier.» Es ésta una rebajante comparación y, técnicamente, no posee más valor que el de una alusión. Mas la fuerza del chiste se halla en su tendencia. Lo que quiere decir es: «Claro que me perdonará; para eso está y para eso precisamente me lo he procurado» (como se procura uno un médico o un abogado). De este modo se halla viva aún en el impotente agonizante la conciencia de haber creado a Dios y haberle conferido un determinado poder para servirse de El en la ocasión propicia. La criatura mortal se da a conocer, aun en el momento de su destrucción, como creadora. 

(4) A las especies hasta ahora examinadas del chiste tendencioso, o sea a los chistes desnudadores u obscenos, agresivo (hostil) y cínico (crítico, blasfemo), queremos agregar como la más rara una nueva, cuyo carácter aclararemos por medio de un excelente ejemplo: Dos judíos se encuentran en un vagón de un ferrocarril de Galitzia. «¿Adónde vas?» pregunta uno de ellos. «A Cracovia», responde el otro. «¿Ves lo mentiroso que eres -salta indignado el primero-. si dices que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora sé que de verdad vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué mientes?» Esta graciosísima historieta, que demuestra un gran ingenio, actúa claramente por medio de la técnica del contrasentido. ¿De manera que el judío se ve acusado de mentiroso por haber dicho que va a Cracovia, término efectivo de su viaje? Este enérgico medio técnico -el contrasentido- se halla, sin embargo, apareado en este caso con una técnica distinta, la exposición antinómica, pues conforme a la no rebatida afirmación del primero, el segundo miente cuando dice la verdad y dice la verdad por medio de una mentira. El más serio contenido de este chiste es, sin embargo, la interrogación que abre sobre las condiciones de la verdad: señala nuevamente un problema y aprovecha la inseguridad de uno de nuestros usuales conceptos. ¿Decimos verdad cuando describimos las cosas tal como son, sin ocuparnos de cómo el que nos oye interpretará nuestras palabras? ¿O es ésta tan sólo una verdad jesuítica y la legítima veracidad consistirá más bien en tener en cuenta al que nos escucha y procurarle un fiel retrato de su propio conocimiento? Los chistes de este género me parecen suficientemente distintos de los demás para colocarlos en lugar aparte. Aquello que atacan no es una persona ni una institución, sino la seguridad de nuestro conocimiento mismo, uno de nuestros bienes especulativos. Les corresponderá, por tanto, el nombre de chistes escépticos.  

(5) En el curso de nuestro examen de las tendencias del chiste hemos conseguido numerosas aclaraciones y hallado muchas cosas que nos impulsan a proseguir nuestra investigación; pero los resultados obtenidos en este capítulo plantean, al agregarse a los que decimos en el anterior, un difícil problema. Si es cierto que el placer que el chiste produce depende, por un lado, de la técnica, y por otro de la tendencia, ¿desde qué punto de vista común se dejarían reunir estas dos fuentes de placer -tan diversas- del chiste?   


Parte sintética

El mecanismo de placer y la psicogénesis del chiste

Conocemos ya de qué fuentes proviene el singular placer que el chiste nos proporciona. Podemos incurrir en el error de confundir el agrado que el contenido ideológico del dicho chistoso nos produce con el placer privativo del chiste mismo; pero sabemos que este placer posee dos fuentes esenciales: la técnica y las tendencias del chiste. Lo que ahora quisiéramos averiguar es en qué forma surge el placer de estas fuentes, o sea cuál es el mecanismo del efecto de placer; y como suponemos que esta investigación nos ha de ser más fácil en el chiste tendencioso que en el inocente, comenzaremos por el primero nuestro análisis. En el chiste tendencioso surge el placer ante la satisfacción de una tendencia que sin el chiste hubiera permanecido incumplida. No creo ya necesario insistir en las causas de que tal satisfacción constituya una fuente de placer. Mas la forma en que el chiste la consigue se halla ligada a condiciones especiales, cuyo examen puede ampliar considerablemente nuestros conocimientos. Debemos distinguir dos casos. El más sencillo es aquel en que a la satisfacción de la tendencia se opone un obstáculo exterior que es eludido por el chiste. Así en la respuesta que Serenísimo recibe a su impertinente pregunta y en la frase del crítico de arte al que los enriquecidos especuladores muestran sus retratos. Es el primer ejemplo, la tendencia es la de replicar a una ofensa con otra equivalente; en el segundo, la de pronunciar un insulto en lugar de las esperadas manifestaciones admirativas. Y lo que en ambos se opone a dichas tendencias es un factor puramente externo; el poder o la autoridad de las personas a quienes la ofensa va dirigida. Extrañamos, sin embargo, que estos chistes y otros análogos de naturaleza tendenciosa carezcan, a pesar de obtener nuestro beneplácito, de la facultad de producir un intenso efecto hilarante. 

Muy distinta es la cuestión cuando no son factores externos, sino un obstáculo interior lo que se opone a la directa satisfacción de la tendencia, esto es, cuando un sentimiento íntimo se coloca frente a ella. Así sucede, a nuestro juicio, en los agresivos chistes de N., persona en la que una marcada tendencia a la invectiva aparece vigilada y contenida por una elevada cultura estética. Mas con ayuda del chiste queda, en este caso, vencido el obstáculo interior y suprimida la coerción; proceso que, como en los ejemplos de obstáculos exteriores, hace posible la satisfacción de la tendencia y evita, además, una cohibición y el «estancamiento psíquico» que la acompaña. Al llegar a este punto de nuestra labor nos sentimos inclinados a penetrar más profundamente en las diferencias que la situación psicológica ha de presentar, según la clase del obstáculo, pues sospechamos que la aportación de placer es mucho más grande al ser removido un obstáculo interno que cuando se trata de uno exterior. Pero creemos será más prudente declararnos satisfechos por el momento con uno de los resultados ya obtenidos, esencial para la prosecución de nuestro trabajo y que podemos formular en la forma siguiente: los casos de obstáculo exterior y los de obstáculo interior se diferencian entre sí tan sólo en que en los segundos se remueve una coerción preexistente, y en los primeros lo que se hace es evitar la formación de una nueva. 

No creemos constituya ningún atrevimiento especulativo afirmar ahora que tanto para la formación como para el mantenimiento de una coerción psíquica es necesario un «gasto psíquico». Y si agregamos a esto que en ambos casos del empleo del chiste tendencioso se consigue una aportación de placer, no será muy aventurada la hipótesis de que tal aportación de placer corresponde al gasto psíquico ahorrado. De este modo habríamos llegado de nuevo al principio de la economía, con el que topamos por vez primera al ocuparnos de la técnica del chiste verbal. Mas si entonces creímos hallar el ahorro en el empleo del menor número posible de palabras o en el de palabras iguales, sospechamos ahora la existencia de una más amplia y general economía de gasto psíquico y tenemos que dar paso a la esperanza de que una más precisa determinación de este concepto -aún oscuro- del «gasto psíquico» nos aproxime considerablemente al conocimiento de la esencia del chiste. Al examinar el mecanismo del placer en el chiste tendencioso no pudimos vencer por completo una cierta imprecisión, y tuvimos que aceptarla resignadamente como castigo a nuestro atrevimiento de anteponer lo complicado a lo sencillo, intentando esclarecer el chiste tendencioso antes que el inocente. Pasaremos, pues, ahora al examen de este último; mas antes de hacerlo, dejaremos establecida nuestra hipótesis de que el secreto del efecto de placer del chiste tendencioso consiste en el ahorro de gastos de coerción o cohibición. 

De aquellos ejemplos de chiste inocente en los que no existía peligro alguno de que nuestro juicio fuera inducido en error por el contenido o la tendencia, tuvimos que deducir la conclusión de que las técnicas del chiste son por sí mismas fuentes de placer. Examinemos ahora si tal placer puede ser atribuido al ahorro de gasto psíquico. En un grupo de estos chistes (los juegos de palabras) consistía la técnica en dirigir nuestra atención psíquica hacia el sonido de las palabras en lugar de hacia su sentido, y dejar que la imagen verbal (acústica) se sustituya a la significación determinada por relaciones con las representaciones objetivas. Parece justificado sospechar que este proceso origina una considerable minoración del trabajo psíquico y que, inversamente, el abstenernos de este cómodo procedimiento, en el apropiado y riguroso empleo de las palabras, es cosa que no llevamos a cabo sin un cierto esfuerzo. Podemos asimismo observar que, en aquellos estados patológicos de la actividad mental en los que se halla efectivamente limitada la posibilidad de concentrar gastos psíquicos en un punto determinado, la imagen sonora de las palabras sustituye a la significación de las mismas, y el enfermo avanza en su discurso siguiendo las asociaciones «externas» de la representación verbal en lugar de las «internas». También en el niño, acostumbrado aún a manejar las palabras como objetos, observamos la tendencia a buscar tras de un mismo o análogo sonido verbal igual significación, tendencia que es fuente de graciosos errores que hacen reír a los adultos.

Cuando después, en el chiste, hallamos un innegable placer al trasladarnos, por el uso de la misma palabra o de otra análoga, de un círculo de representación a otro muy lejano (como en el ejemplo del home-roulard, desde el de la cocina al de la política), este placer puede muy bien atribuirse al ahorro de gasto psíquico. El placer que proporciona tal «corto circuito» parece asimismo ser tanto mayor cuanto más extraños son entre sí los dos círculos de representaciones enlazadas por la palabra igual; esto es, cuanto más alejados se hallan uno de otro y, por tanto, cuanto mayor es el ahorro de camino mental, procurado por el medio técnico del chiste. Anotemos, por último, que el chiste se sirve aquí de un medio de conexión que a menudo es rechazado y cuidadosamente evitado por el pensamiento regular. 

Un segundo grupo de medios técnicos del chiste -unificación, similicadencia, múltiple empleo, modificación de conocidos modismos, alusión a citas literarias- muestra el definido carácter común de ofrecernos algo ya conocido allí donde esperábamos encontrar algo nuevo. Este reencuentro de lo conocido es en extremo placiente, y no hallamos dificultad alguna para reconocer tal placer como placer de ahorro y tributo al ahorro de gasto psíquico. Parece generalmente aceptado el hecho de que el reencuentro de lo conocido produce placer. Así escribe Groos: «El reconocimiento se halla siempre ligado allí donde no ha llegado a mecanizarse excesivamente (como en el acto de vestirnos, etc.), a sensaciones de placer. Ya la simple cualidad de lo conocido se muestra acompañada por aquel suave bienestar que invade a Fausto cuando, tras de un sospechoso encuentro, penetra de nuevo en su laboratorio...» «Si el acto del reconocimiento es de este modo productor de placer, podremos esperar que el nombre incurra en el deseo de ejercitar esta facultad por sí misma, y, por tanto, experimente con ella un juego. Efectivamente, Aristóteles ve en la alegría del reconocimiento la base del goce artístico, y no puede negarse que este principio no debe ser perdido de vista, aunque no posea tan amplia significación como Aristóteles le atribuye.» Groos analiza después los juegos, cuyo carácter consiste en intensificar la alegría del reconocimiento, colocando obstáculos en el camino del mismo; esto es, provocando un «estancamiento psíquico» que es suprimido por el acto del reconocimiento. Mas en su intento explicativo abandona la hipótesis de que el reconocimiento es placiente por sí mismo, y refiere el placer que en estos juegos se produce a la alegría de la conciencia de poder o de la superación de una dificultad. A nuestro juicio, este último factor es secundario, y no vemos en él motivo alguno para abandonar nuestra más sencilla hipótesis de que el reconocimiento es placiente en sí, esto es, por la aminoración del gasto psíquico, y que los juegos fundados en la consecución de este placer se sirven del mecanismo del estancamiento psíquico, exclusivamente para elevar la magnitud del mismo. 

Se acepta asimismo que la rima, la aliteración, el estribillo y otras formas de la repetición de sonidos verbales análogos, en la poesía, utilizan la misma fuente de placer, o sea el reencuentro de lo conocido. En estas técnicas, que tantas coincidencias muestran con la del «múltiple empleo», en el chiste no desempeña papel alguno visible un «sentimiento de poder». Dada la estrecha relación existente entre reconocimiento y recuerdo, no creemos muy aventurada la hipótesis de que existe también un placer de recuerdo esto es, que el acto de recordar produce por sí mismo una sensación de placer de análogo origen. Groos no parece muy contrario a tal hipótesis, pero deriva nuevamente el placer del recuerdo de aquella «sensación de poder», en la que, erróneamente, a nuestro juicio, busca la razón principal del goce en casi todos los juegos. En el «reencuentro de lo conocido» reposa también el empleo de otro medio auxiliar técnico del chiste, del que no hemos hablado hasta ahora. Me refiero al factor «actualidad», que, a más de constituir en muchos chistes una generosa fuente de placer, explica varias singularidades de la historia vital del dicho chistoso. 

Por razones harto comprensibles no nos es posible utilizar como ejemplos en un tratado sobre el chiste más que aquellos que precisamente carecen de esta condición de «actualidad». Pero no debemos olvidar que quizá más que de tales chistes perennes hemos reído de otros que ahora ya no nos decidimos a comunicar, porque necesitarían de largos comentarios y ni con este auxilio llegarían a producir el efecto que antes alcanzaron. Tales chistes no contenían más que alusiones a personas o sucesos que en épocas pasadas fueron de «actualidad», habiendo despertado y conservado durante cierto tiempo el interés general. Extinguido este interés, y terminado el suceso correspondiente, perdieron ya estos chistes una gran parte de su efecto placiente. Así, el chiste que sobre el postre que nos servían hizo nuestro anfitrión, calificándolo de home-roulard, no me parece ahora tan bueno como entonces, cuando el Home-Rule era uno de los temas imprescindibles en la sección política de todo periódico.

Si ahora intento realzar el mérito de este chiste por la circunstancia de que la palabra en la que reside nos conduce, ahorrándonos un largo rodeo mental, desde el círculo de representaciones de la cocina al tan lejano a éste de la política, en aquella época hubiera tenido que modificar mi descripción, diciendo que «la palabra chistosa nos conducía desde el círculo de representaciones de la cocina al de la política, muy alejado del primero, pero que había seguramente de interesarnos por estar ocupando de continuo nuestra atención». Otro chiste: «Esa muchacha me recuerda a Dreyfus; el ejército no cree en su inocencia», ha perdido hoy también gran parte de su efecto, a pesar de que sus medios técnicos no han sufrido modificación alguna. El desconcierto producido por la comparación en él expuesta y el doble sentido de la palabra «inocencia» no son suficientes para compensar la pérdida de efecto que supone el que la alusión, dirigida entonces a un suceso reciente y revestido de interés inmediato, recuerde hoy tan sólo algo ya indiferente y casi olvidado. Otros chistes de esta clase, que hoy nos producen irresistible efecto, lo perderán en gran parte dentro de poco tiempo, y más tarde, cuando sea imposible relatarlos sin el auxilio de un comentario aclaratorio, serán totalmente nulos, a pesar de todas las excelencias de su técnica. 

Una gran cantidad de los chistes lanzados a la circulación recorre de este modo un curso vital en el que a una época de florecimiento sucede otra de decadencia, y luego un total olvido. Mas por cada chiste que de este modo perece, creamos, impulsados por la necesidad de extraer placer de nuestros propios procesos mentales y, apoyándonos en los nuevos intereses de «actualidad», otro que lo sustituye. La fuerza vital de este género de chistes no es algo a ellos inherente, sino tomado, por medio de la alusión, de aquellos otros intereses cuyo curso determina los destinos del chiste. El factor «actualidad», que se agrega como una pasajera pero generosa fuente de placer a las propias del chiste mismo, no puede ser juzgado equivalente al reencuentro de lo conocido. Trátase más bien de una serie de cualidades especiales de lo conocido, o sea las de ser reciente y preciso y no hallarse aún empañado por el olvido. También en la formación de los sueños hallamos una especial preferencia por lo reciente, y no podemos por menos de sospechar que la asociación con lo inmediato es recompensada con una especial prima de placer, o sea facilitada. La unificación, que no es otra cosa que la repetición, pero ya no en el sector del material verbal, sino en el del contenido ideológico, ha sido considerada por Th. Fechner como una especial fuente de placer del chiste. 

Así, escribe este autor (Vorschule der Aesthetik, I, XVII): «A mi juicio, el principio de la conexión unitaria de lo diverso desempeña en el sector de que nos ocupamos el papel principal; mas precisa, sin embargo, de circunstancias accesorias que le apoyen para hacer surgir con su singular carácter el placer de los casos de que tratamos pueden proporcionar.». En todos estos casos de repetición del mismo contexto o del mismo material verbal, o de reencuentro de lo conocido y reciente, no podrá discutírsenos la facultad de derivar el placer que experimentamos del ahorro de gasto psíquico, siempre y cuando este punto de vista demuestre ser utilísimo no sólo para esclarecer numerosos detalles del problema investigador, sino también para el descubrimiento de nuevas generalidades. Mas antes de entrar en la aplicación de nuestra hipótesis deberemos poner en claro la forma en que tal ahorro se efectúa y determinar con mayor precisión el sentido de la expresión «gasto psíquico». El tercer grupo de las técnicas del chiste -sobre todo del chiste intelectual- en el que quedan comprendidos los errores intelectuales, el desplazamiento, el contrasentido, la exposición antinómica, etc., puede presentar a primera vista un carácter especial y no delatar parentesco alguno con las técnicas del reencuentro de lo conocido o de la sustitución de las asociaciones objetivas por las asociaciones verbales; esto no obstante, resulta harto fácil aplicar también a estos casos el punto de vista del ahorro o minoración del gasto psíquico. 

No puede dudarse de que es más fácil y cómodo desviarse de una ruta mental iniciada que conservarse en ella, confundir lo heterogéneo que establece marcadas antítesis, y sobre todo admitir como válidas consecuencias que la lógica rechaza o prescindir en la unión de palabras o pensamientos, de la condición de que formen un sentido. Y precisamente es esto lo que realizan las técnicas de que ahora tratamos. Mas lo extraño es que tal actividad de la elaboración del chiste constituye una fuente de placer, siendo así que todos estos rendimientos defectuosos de la actividad mental sólo sensaciones de placer nos proporcionan en otros sectores diferentes. El «placer de disparatar» -como pudiéramos denominarlo abreviadamente- se halla encubierto hasta su completa ocultación en la vida corriente. Para descubrirlo tenemos que colocarnos ante dos casos especiales en los que es aún visible o se hace visible de nuevo; la conducta del niño mientras aprende a manejar su idioma y la del adulto que se halla bajo los efectos de una acción tóxica. En la época en que el niño aprende a manejar el tesoro verbal de su lengua materna le proporciona un franco placer de «experimentar en juego» (Groos) con este material y une las palabras sin tener en cuenta para nada su sentido, con el único objeto de alcanzar de este modo el efecto placiente del ritmo o de la rima. Este placer va siéndole prohibido al niño cada día más por su propia razón, hasta dejarlo limitado a aquellas uniones de palabras que forman un sentido. Todavía en años posteriores da la tendencia a superar las aprendidas limitaciones en el uso del material verbal muestras de su actividad en el sujeto, haciéndole modificar las palabras por medio de determinados afijos, transformar sus formas merced a dispositivos especiales (reduplicación) o hasta crear, para entenderse con sus camaradas de juego, un idioma especial, esfuerzos todos que después surgen de nuevo en determinadas categorías de enfermos mentales. 

A mi juicio, sea cualquiera el motivo a que obedeció el niño al comenzar estos juegos, más adelante los prosigue, dándose perfecta cuenta de que son desatinados y hallando el placer en el atractivo de infringir las prohibiciones de la razón. No utiliza el juego más que para eludir el peso de la razón crítica. Pero las limitaciones que la misma establece en este punto son bien poca cosa comparadas con las que luego, durante la educación, tienen que ser constituidas para lograr la exactitud del pensamiento y enseñarle a distinguir en la realidad lo verdadero de lo falso. A estas más poderosas limitaciones corresponde una más honda y duradera rebeldía del sujeto contra la coerción intelectual y real, rebeldía en la que quedan comprendidos los fenómenos de la actividad imaginativa. El poder de la crítica llega a ser tan grande en el último estadio de la niñez y en el período de aprendizaje que va más allá de la pubertad, que el «placer de disparatar» no se aventura ya a manifestarse directamente sino muy raras veces. Los muchachos ya casi adolescentes no se atreven a disparatar sin rebozo alguno, pero su característica tendencia a una actividad sin objeto me parece ser una derivación directa del placer de disparatar. En los casos patológicos se ve muy frecuentemente cómo esta tendencia se intensifica hasta el punto de volver a dominar las conferencias y respuestas de los escolares; en algunos de éstos, atacados de neurosis, he podido comprobar que el placer inconsciente que les producían sus propios desatinos tenía en lo equivocado de sus respuestas una participación equivalente a la de su ignorancia. 

Más tarde el estudiante no prescinde tampoco de manifestar esta rebeldía contra la coerción intelectual y real, cuyo dominio sobre su individualidad siente hacerse cada vez más ilimitado e intolerante. Una gran parte de los chistes estudiantiles tienen su origen en esta reacción. Con el alegre disparatar que reina en las reuniones juveniles en torno de la mesa de una cervecería, intenta el estudiante salvar el placer de la libertad del pensamiento que la disciplina universitaria va aminorando cada vez más. Todavía en épocas posteriores, cuando el alegre estudiante se ha convertido en hombre maduro y, reunido con otros de su talla en un Congreso científico, se ha sentido trasladado de nuevo a su época de aprendizaje, busca al terminar las sesiones un periódico satírico o una humorística conversación que, tomando a burla disparatadamente los nuevos conocimientos adquiridos, le compensen de las nuevas coerciones intelectuales que los mismos han traído consigo. Mas en la edad adulta la crítica que ha reprimido el placer de disparatar llega a adquirir tal fuerza, que no puede ser eludida, ni siquiera temporalmente, sin la cooperación de medios auxiliares tóxicos. El valioso servicio que el alcohol rinde al hombre es el de transformar su estado de ánimo; de aquí que no en todos los casos sea fácil prescindir de tal «veneno». El buen humor surgido endógenamente o tóxicamente provocado debilita las fuerzas coercitivas, entre ellas la crítica, y hace accesibles de este modo fuentes de placer sobre las que pesaba la coerción. Es harto instructivo ver cómo conforme el buen humor va imponiendo su reinado van disminuyendo las cualidades que del chiste se exigen. El buen humor sustituye al chiste, como éste tiene, a su vez, que esforzarse en sustituir al primero, cuando falta, para evitar que permanezcan reprimidas duramente determinadas posibilidades de placer, entre ellas el placer de disparatar. 

Bajo la influencia del alcohol el adulto se convierte nuevamente en niño, al que proporciona placer la libre disposición del curso de sus pensamientos sin observación de la coerción lógica. Esperamos haber demostrado que las técnicas de contrasentido del chiste corresponden a una fuente de placer. Recordemos ahora únicamente que este placer surge del ahorro de gasto psíquico y de la liberación de la coerción de la crítica.  Una revisión de las técnicas del chiste, que antes dividimos en tres grupos, nos hace observar que el primero y el tercero de ellos, la sustitución de las asociaciones objetivas por asociaciones verbales y el empleo del contrasentido, pueden reunirse en uno solo como procedimientos de restablecer antiguas libertades y de descargar al sujeto del peso de las coerciones impuestas por la educación intelectual. Estas técnicas son, por decirlo así, «reducciones de la carga psíquica», y podemos colocarlas hasta cierto punto en contraposición al ahorro que la técnica realiza en el segundo grupo. Por tanto, la reducción del gasto psíquico ya existente y el ahorro del venidero son los dos principios sobre los que descansan la técnica del chiste y todo el placer que la misma produce. Las dos clases de técnica y de aportación de placer coinciden, por lo demás -en conjunto-, con la división del chiste en verbal e intelectual.  

(2) Las reflexiones que anteceden nos han aproximado al conocimiento de una psicogénesis del chiste, en la que intentaremos penetrar ahora más hondamente. Hemos llegado a conocer ciertos grados preliminares del chiste, cuyo desarrollo hasta el chiste tendencioso nos puede seguramente descubrir nuevas relaciones entre los diversos caracteres del chiste. Anterior a éste es algo que podemos calificar de juego y que aparece en el niño mientras aprende a emplear palabras y a unir ideas, obedeciendo probablemente a uno de los instintos que obligan al niño a ejercitar sus facultades (Groos). En este ejercicio descubre el sujeto infantil efectos de placer surgidos de la repetición de lo análogo y del reencuentro de lo conocido, que demuestran ser inesperados ahorros de gasto psíquico. No es de admirar que estos efectos de placer impulsen al niño a dedicarse con entusiasmo a su juego, sin tener para nada en cuenta la significación de las palabras y la coherencia de las frases. Así, pues, el primer grado preliminar del chiste sería el juego con palabras e ideas, motivado por determinados efectos placientes del ahorro. 

A este juego pone fin el robustecimiento de un factor que merece ser calificado de crítica o razón. El juego es entonces rechazado como fallo de sentido o francamente disparatado; la crítica le ha hecho ya imposible. Al mismo tiempo queda también excluida por completo la consecución de placer de fuentes tales como el reencuentro de lo conocido, etc., salvo casualmente cuando se apodere del sujeto un alegre estado de ánimo que, como la alegría infantil, suprima la coerción crítica. Sólo en este caso se hace de nuevo posible el antiguo juego aportador de placer; pero el hombre no se conforma con esperar la aparición de estas circunstancias, renunciando a procurarse el placer a voluntad, sino que busca medios que hagan al mismo independiente de su estado de ánimo. El subsiguiente desarrollo del juego hasta el chiste es recogido por dos aspiraciones: la de eludir la crítica y la de subsistir el estado de ánimo. De este modo se constituye el segundo grado preliminar del chiste, o sea la «chanza». Se trata de continuar la aportación de placer del juego y amordazar las exigencias de la crítica, que no dejarían surgir la sensación de placer. Para alcanzar este fin no existe sino un único camino. La yuxtaposición disparatada de palabras o la sucesión contra sentido de pensamientos tiene forzosamente que adquirir un sentido. Todo el arte de la elaboración del chiste se dedica a hallar aquellas palabras o constelaciones de ideas en que esta condición se muestre cumplida. Ya aquí, en la chanza encuentran empleo todos los medios técnicos del chiste, y los usos del lenguaje no hacen entre chanza y chiste ninguna distinción importante. Lo que diferencia a la chanza del chiste es que el sentido de la frase arrancada a la crítica no necesita ser valioso, nuevo, ni siquiera bueno; basta con que pueda expresarse en la forma escogida, aunque sea desacostumbrado superfluo e inútil expresarlo así. En la chanza aparece en primer término la satisfacción de haber realizado lo que la crítica prohibía. 

Así, es únicamente una chanza cuando Schleiermacher define los celos como la pasión que busca con celo lo que dolor produce (Eifersucht ist eine Leidenschaft, die mit Eifer sucht más Leidenschafft). También constituye una chanza el siguiente dicho del profesor Kästner, que en el siglo XVIII explicaba Física -y hacía chistes- en la Universidad de Gotinga: «Viendo, al pasar lista a sus alumnos que había uno cuyo nombre era Guerra, le preguntó qué edad tenía. «Treinta años», contestó el estudiante. «¡Ah!, entonces tengo el honor de contemplar la guerra de los Treinta Años». Con una chanza respondió Rokitansky a un individuo que le preguntaba qué profesión había escogido cada uno de sus cuatro hijos: «Dos curan (heilen) y dos aullan (heulen).» Similicadencia «heilen, heulen»; esto es, dos son médicos y los otros dos cantantes. La respuesta era justa y en ella no se decía nada que no estuviese expresado en la frase normal: dos son médicos y otros dos cantantes. Es, por tanto, indudable que si la frase tomó una forma anormal fue tan sólo por el placer derivado de la unificación y la similicadencia de los dos verbos empleados. 

Me parece que vamos viendo ya claramente en esta cuestión. Hemos visto estorbada de continuo nuestra valoración de las técnicas del chiste por el hecho de no ser éstas privativas del mismo y, sin embargo, parecía depender de ellas toda su esencia, dado que, suprimiéndolas por medio de la reducción, desaparecerían tanto el placer como el carácter mismo del chiste. Mas observamos ahora que lo que hemos descrito como técnicas del chiste, y en cierto sentido tenemos que seguir denominando así, son más bien las fuentes de las que el chiste extrae el placer. No podremos, por tanto, extrañar en adelante que otros procedimientos encaminados al mismo fin extraigan placer de las mismas fuentes. En cambio, la técnica peculiar y exclusiva del chiste se hallará en su procedimiento de proteger el empleo de estos medios productores de placer contra las exigencias de la crítica, que motivarían la desaparición del mismo. De este procedimiento no podemos por ahora decir casi nada con carácter general; la elaboración del chiste se manifiesta, como ya hemos indicado, en la selección de aquel material verbal y aquellas situaciones intelectuales que permiten al antiguo juego, con palabras e ideas, soportar victoriosamente el examen de la crítica. Para este fin tienen que ser aprovechadas con máxima habilidad todas las peculiaridades del tesoro verbal y todas las constelaciones de la conexión ideológica. Quizá nos hallemos más adelante en situación de caracterizar la elaboración del chiste por medio de una determinada propiedad; mas, por lo pronto, tenemos que dejar inexplicado cómo se realiza la selección necesaria al chiste. La tendencia y la función del chiste, consistentes en proteger de la crítica las conexiones verbales e ideológicas productoras del placer, se muestran ya en la chanza como sus más esenciales características. Desde el principio su función es la de suprimir coerciones internas y alumbrar fuentes que las mismas habían cegado. Más adelante hallaremos cómo permanece fiel a este carácter a través de todo su desarrollo. 

Nos hallamos ahora en situación de fijar al factor del «sentido en lo desatinado», al que los autores conceden tan grande importancia para la caracterización del chiste y para la explicación de su efecto, de placer, en justa situación. Los dos puntos fijos de la condicionalidad del chiste, su tendencia a continuar el juego productor de placer y su esfuerzo en protegerlo de la crítica de la razón, aclaran, sin necesidad de más amplias explicaciones, por qué el chiste aislado, cuando se nos muestra disparatado desde un punto de vista, tiene, desde otro, que parecernos sensato o, por lo menos, admisible. A la elaboración del chiste corresponde lograr este efecto; allí donde no lo consigue, es rechazado aquél como un desatino. Mas no tenemos necesidad de derivar el efecto de placer del chiste de la pugna de las sensaciones que surgen del sentido y al mismo tiempo desatino del mismo, sea directamente, sea por el camino del «desconcierto y esclarecimiento». Tampoco nos vemos precisados a aproximarnos más al problema de cómo puede surgir el placer, de la alternativa de tener por disparatado y reconocer como sensato el chiste. La psicogénesis del mismo nos ha enseñado que el placer del chiste procede del juego con palabras o del desencadenamiento del desatino, y que su sentido se halla destinado exclusivamente a proteger este placer contra su supresión por la crítica. 

Con esto habríamos explicado en la «chanza» el esencial carácter del chiste. Podremos, por tanto, dirigir ahora nuestra atención al subsiguiente desarrollo de la chanza hasta culminar en el chiste tendencioso. La chanza coloca aún en primer término la tendencia a agradarnos y se contenta con que su expresión no nos parezca desatinada o falsa de todo contenido. Cuando esta misma expresión se muestra plena de contenido o de valor se transforma la chanza en chiste. Un pensamiento que hubiera sido digno de todo nuestro interés, aun expresado en la forma más sencilla, aparece revestido de una forma que tiene que despertar, por sí misma, nuestro agrado, haciéndonos pensar, además, que una tal coincidencia no ha surgido, ciertamente, sin propósito determinado. Impulsados por esta idea, nos esforzamos en adivinar las intenciones en que la formación del chiste se basa. Una observación que antes hicimos como de pasada nos servirá ahora de guía. Hemos advertido antes que un buen chiste nos produce un agradable efecto de conjunto en el que no podemos distinguir qué parte del placer se debe a la forma chistosa y qué otra al excelente contenido ideológico.

Constantemente nos equivocamos en esta valoración, sobreestimado unas veces la bondad del chiste, a consecuencia de nuestra admiración por el pensamiento en él contenido y otras el valor de tal pensamiento impulsados por el placer que el revestimiento chistoso nos proporciona. No sabemos lo que nos causa placer ni de qué reímos. Esta inseguridad de nuestro juicio puede quizá haber proporcionado el motivo para la formación de lo que estrictamente denominamos «chiste». El pensamiento busca el ropaje chistoso porque por medio del mismo se recomienda a nuestra atención y puede parecernos más importante y valioso, pero ante todo, porque tales vestiduras sobornan y confunden a nuestra crítica. Nos inclinamos a atribuir al pensamiento la complacencia que la forma chistosa nos ha producido y tendemos a no hallar equivocado lo que nos ha causado placer, para no cegar de este modo una fuente del mismo. Si el chiste nos hace reír, queda establecida en nosotros una disposición desfavorable a la crítica, pues se nos impone desde el exterior aquel estado de ánimo que antes se satisfacía con el juego y que el chiste se ha esforzado en sustituir por todos los medios. 

Aunque, anteriormente, hemos establecido que tales chistes debían denominarse inocentes, esto es, no tendenciosos, nos vemos ahora obligados a reconocer que, en sentido estricto, sólo la chanza carece de toda tendencia, no obedeciendo a otra intención que a la de crear placer. El chiste -aunque el pensamiento que contenga carezca de todo propósito y sirva, por tanto, únicamente a un interés intelectual teórico- no carece nunca de tendencia, pues persigue una segunda intención: la de mejorar el pensamiento, fortificándolo, y asegurarlo así contra la crítica. De este modo exterioriza el chiste su naturaleza primitiva, colocándose enfrente de un poder limitador y coercitivo: el juicio crítico. Esta primera utilidad del chiste, que va más allá de la producción de placer señala el camino a sus demás funciones. El chiste queda ya reconocido como un factor de poder psíquico, cuya intervención puede ser decisiva. Los grandes instintos y tendencias de la vida anímica lo toman a su servicio para alcanzar sus fines. El chiste, primitivamente exento de tendencias y que comenzó como juego entra, secundariamente, en relación con tendencias a las que, en definitiva, nada de lo que se constituye en la vida anímica puede escapar. Sabemos ya lo que puede rendir al servicio de las tendencias desnudadora, hostil, cínica y escéptica.

En el chiste obsceno, derivado del chiste «verde», convierte a aquella tercera persona que constituía un estorbo en la situación sexual primitiva -sobornándola al compartir con ella el placer conquistado- en un aliado ante el que la mujer tiene que avergonzarse. En la tendencia agresiva transforma por igual medio al oyente, imparcial al principio, en un secuaz de su odio o su desprecio y hace surgir contra el enemigo un poderoso ejército allí donde antes no existía sino un solo combatiente. En el primer caso, domina la coerción del pudor y de la decencia por medio de la prima de placer que ofrece; en el segundo, elude de nuevo el juicio crítico, que sin él hubiese examinado el caso discutido. En los casos tercero y cuarto, al servicio de la tendencia cínica y escéptica, destruye el chiste, fortificando el argumento aducido y constituyendo un nuevo modo de ataque, el respeto a instituciones y verdades admitidas por el oyente. Allí donde el argumento intenta atraer la crítica de aquél, tiende el chiste a evitarlo, dándole de lado. No cabe duda de que el chiste ha escogido el camino más eficaz psicológicamente. 

En esta revisión de la función del chiste tendencioso hemos hallado, en primer término, algo muy fácil de observar: el efecto del chiste en aquel que lo escucha. Pero mucho más importantes para la inteligencia de estos problemas son las funciones que el chiste lleva a cabo en la vida anímica de aquel que lo dice, o dicho con mayor precisión, de aquél a quien se le ocurre. Ya antes nos propusimos -y hallamos aquí ocasión para renovar nuestros propósitos- estudiar los procesos psíquicos del chiste, teniendo en cuenta su relación a dos personas diferentes. Por lo pronto, manifestaremos nuestra sospecha de que el proceso estimulado por el chiste en el oyente reproduce, en la mayoría de los casos, el que antes ha tenido lugar en el autor. Al obstáculo exterior que ha de ser vencido en el primero, corresponde en este último un obstáculo interno, que, como mínimo, será la representación coercitiva del obstáculo externo que ha de vencer. En algunos casos, el obstáculo interno que es vencido por el chiste tendencioso resulta evidente. Así, de los chistes de N. tenemos que suponer que no se limitan a proporcionar al oyente el placer de la agresión injuriosa, sino que, ante todo, facilitan al mismo N. la producción de dichas injurias, constituyendo el único camino por el que se le es posible exteriorizarlas. Entre las especies de la coerción o cohibición interna existe una especialmente digna de nuestro interés, por ser la de mayor amplitud. Es ésta la que conocemos con el nombre de «represión», y se caracteriza por sus efectos, consistentes en excluir de la conciencia los sentimientos que caen bajo su acción, con todos sus derivados y ramificaciones. Ya veremos, más adelante, cómo el chiste tendencioso consigue extraer placer incluso de estas fuentes sometidas a la represión. Si, como antes indicamos, es posible referir de este modo el vencimiento de obstáculos exteriores al de coerciones y represiones interiores, podremos decir que el chiste tendencioso demuestra más claramente que ningún otro de los grados evolutivos del chiste el carácter esencial de la elaboración del mismo, constituido por el hecho de dar libertad a magnitudes de placer por medio de la remoción de coerciones. El chiste tendencioso fortifica las tendencias a cuyo servicio se coloca, aportándoles auxilios procedentes de sentimientos reprimidos o entra abiertamente al servicio de tendencias reprimidas. 

Podemos admitir sin dificultad que éstas son las funciones del chiste tendencioso; pero, al hacerlo, reflexionamos que no hemos llegado aún a comprender en qué forma le es posible llevarlas a cabo. Toda la fuerza de estos chistes se halla en el placer que extraen del juego con palabras y de la liberación del disparate, y si hemos de juzgar por la impresión que hemos recibido de las chanzas desprovistas de tendencia, no podemos atribuir a este placer tan considerable magnitud que nos sea dable suponerle poder suficiente para remover arraigados obstáculos e intensas represiones. Pero lo que realmente sucede, en este punto concreto, es que no se trata de la sencilla actuación de una fuerza, sino de un complicado sistema de fuerzas combinadas. En lugar de exponer aquí el largo rodeo por el que he llegado al conocimiento de esta circunstancia, trataré de representarla por un corto camino sintético. 

G. Th. Fechner ha establecido en La introducción a la Estética (T. I. V.) el «principio de la cooperación o puja estética, exponiéndolo en la forma siguiente: De la unión de condiciones de placer, de escasa potencia cada una, surge un resultado de placer, superior, a veces considerablemente, al que corresponde al valor de placer de tales condiciones tomadas por separado, y mayor aún de lo que pudiera explicarse por la suma de cada uno de los efectos. Por medio de tal reunión puede hasta conseguirse un positivo resultado de placer, incluso cuando cada uno de los factores es por sí solo incapaz de lograrlo. A mi juicio, el tema del chiste no nos ofrece grandes ocasiones de confirmar la certeza de este principio, demostrable en muchas otras creaciones artísticas. Sin embargo, nuestra investigación nos ha enseñado algo que, por lo menos, muestra cierta relación con la hipótesis de Fechner; pues hemos visto que en la actuación conjunta de varios factores productores de placer no nos es posible atribuir a cada uno de ellos la parte que realmente le corresponde en el resultado. Lo que sí haremos es modificar la situación supuesta en el principio de la cooperación y establecer para estas nuevas condiciones una serie de interrogantes merecedoras de aclaración. ¿Qué sucede, en general, cuando en una constelación aparecen condiciones de placer junto a condiciones de displacer ? ¿De qué depende entonces el resultado y en qué se manifiesta? El caso del chiste tendencioso es un caso especial entre estas posibilidades. Existe un sentimiento o aspiración que quería extraer placer de una determinada fuente y lo hubiera conseguido de no tropezar con un obstáculo; de otra parte, existe otra aspiración que actúa en contra de este desarrollo de placer, estorbándolo o reprimiéndolo. La aspiración represora tiene que ser, como lo demuestra el resultado, más fuerte, en una cierta magnitud, que la reprimida, la cual no por ello desaparece. 

Agrégase ahora una nueva aspiración que extraería placer del mismo proceso, aunque de distintas fuentes, aspiración que actúa, por tanto, en el mismo sentido que la reprimida. ¿Cuál será en este caso el resultado? Un ejemplo nos orientará mejor que cualquier esquematización. Supongamos existente la aspiración a insultar a una determinada persona; mas al paso de esta aspiración salen el sentimiento del propio decoro y la cultura estética, con tal fuerza, que el insulto tiene que ser retenido, y si pudiera surgir mediante una transformación de la situación o del estado de ánimo, esta victoria de la tendencia insultante sería sentida después con displacer. Queda, pues suprimido el insulto. Mas se ofrece la posibilidad de extraer un buen chiste del material de palabras y pensamientos que habían de servir para expresarlo, o sea una ocasión de extraer placer de otras fuentes distintas, cuyo acceso no está prohibido por la misma represión. Sin embargo, esta segunda conquista de placer no podría realizarse si el insulto hubiera de ser abandonado; mas en cuanto éste es admitido, en su nueva forma expresiva, queda ligada también a él la nueva consecución de placer. Nuestra experiencia del chiste tendencioso nos muestra que en tales circunstancias puede recibir la tendencia reprimida, con la ayuda del placer del chiste, la energía suficiente para vencer la coerción, que de otro modo la superaría en energía. Se insulta porque con ello se hace el chiste. Pero el placer a que se aspira no es el producido por el chiste; es incomparablemente superior, y tanto mayor que el placer del chiste cuanto que debemos suponer que la tendencia antes reprimida ha conseguido imponerse y manifestarse por entero. En estas circunstancias es en las que el chiste tendencioso excita más nuestra hilaridad. 

La investigación de las condiciones de la risa nos llevará quizá a una más definida representación del proceso por el que el chiste coadyuva a la lucha contra la represión. Pero vamos también ahora que el caso del chiste tendencioso es un caso especial del principio de la cooperación. Una posibilidad de desarrollo de placer se agrega a una situación en la que otra posibilidad se halla cohibida de tal manera, que no podría por sí sola producir placer ninguno. El resultado de esta agregación es un desarrollo de placer muy superior al de la posibilidad agregada, la cual ha actuado como prima de atracción; por medio de la oferta de una pequeña magnitud de placer se ha conquistado una gran cantidad del mismo, que de otro modo hubiera sido difícil de lograr. Resulta ahora muy justificada la sospecha de que este principio corresponde a un proceso que se verifica en muchos y muy alejados dominios de la vida anímica y creo muy apropiado calificar de placer preliminar (Vorlust) el placer que actúa como prima de atracción para conseguir la libertad de una magnitud mucho más considerable. El principio que de este modo dejamos establecido será, pues, el principio del placer preliminar. 

Podemos ya exponer la fórmula del mecanismo del chiste tendencioso, se pone éste al servicio de determinadas tendencias con el fin de engendrar nuevo placer, suprimiendo retenciones y represiones por medio del placer del chiste, que actúa en calidad de placer preliminar. Examinando su desarrollo, podemos decir que el chiste ha permanecido fiel a su esencia desde su origen hasta su perfección. Comienza como un juego dedicado a extraer placer del libre empleo de palabras e ideas. Luego, en cuanto el robustecimiento de la razón rechaza, como falto de sentido, el juego con las palabras, y como disparatado aquel en que intervienen ideas, se transforma en chanza para conservar estas fuentes de placer y poder conquistar nuevo placer por medio de la liberación del disparate. Como chiste propiamente dicho, aun exento de toda tendencia, presta su ayuda a las ideas y las fortalece contra los ataques del juicio crítico, actividad en la que se sirve del principio de la confusión de las fuentes de placer; por último entra al servicio de importantes tendencias que luchan contra represión y se consagra a suprimir obstáculos interiores, conforme al principio del placer preliminar. La razón -el juicio crítico- y la represión son los poderes que uno tras otro va combatiendo, mientras conserva las primitivas fuentes de placer verbal y se abre paso, a partir del grado de la chanza, hasta otras nuevas, por medio de la remoción de obstáculos. El placer que produce, sea placer de juego o de remoción, lo podemos derivar, en cada caso, del ahorro de gasto psíquico, siempre que esta concepción no se manifieste contraria a la esencia del placer y demuestre ser fructífera en otros campos.


Los motivos del chiste. El chiste como fenómeno social.

Habiendo reconocido como motivo suficiente de la elaboración del chiste la intención de conseguir placer, parece ahora inútil resucitar esta cuestión. Mas, por un lado, no es imposible que otros motivos diferentes tomen parte en la producción del chiste, y por otro, no debemos dejar de incluir en nuestra investigación el problema de la condicionalidad subjetiva del mismo. Dos hechos nos impulsan ante todo a hacerlo así. La elaboración del chiste es, desde luego, un excelente medio de extraer placer de los procesos psíquicos; mas no todos los hombres se hallan igualmente capacitados para servirse de él. No se halla a disposición de todo el mundo, y, ampliamente, sólo a la de contadas personas, a las que caracterizamos diciendo que tienen «chiste». En este sentido se nos muestra el «chiste» como una especial capacidad perteneciente a la categoría de las antiguas «potencias del alma», pero casi por completo independiente de las restantes: inteligencia, fantasía, memoria, etc. Deberemos, pues, suponer en los sujetos chistosos especiales disposiciones o condiciones psíquicas que permiten o favorecen la elaboración del chiste. Temo que no nos ha de ser posible profundizar mucho en este punto. Sólo en ocasiones aisladas logramos avanzar desde la comprensión de un chiste hasta el reconocimiento de las condiciones subjetivas existentes en el espíritu de su autor. A una feliz casualidad se debe, no más, que precisamente el ejemplo con cuyo análisis hemos inaugurado nuestra investigación de las técnicas nos permita penetrar hasta la condicionalidad subjetiva del chiste. Me refiero a la chistosa frase de Heine, que antes que nosotros analizaron ya Hayman y Lipps: «Tan cierto como que de Dios proviene todo lo bueno, señor doctor, es que una vez me hallaba yo sentado junto a Salomón Rothschild y que me trató como a un igual suyo, muy familionarmente (famillionär).» 

Esta frase la pone Heine en boca de un personaje cómico: el hamburgués Hirsch-Hyacinth, agente de lotería, casado, callista y ayuda de cámara del distinguido barón Cristóforo Gumpelino (antes Gumpel). Se ve que el poeta siente especial predilección por esta su criatura, pues le hace llevar la voz cantante en el relato y enunciar las más osadas y divertidas ideas, prestándole la práctica sabiduría de un Sancho Panza. Lástima que, llevado Heine por su falta de afición a la forma dramática, deje perderse tan pronto esta deliciosa figura. Sin embargo, en más de una ocasión nos quiere parecer que Hirsch-Hyacinth no es sino una transparente máscara, detrás de la cual es el poeta mismo quien habla, y a poco que reflexionemos, adquirimos la certeza de que el cómico personaje constituye una autoparodia del propio Heine. Así, cuando Hirsch relata la razón de haber abandonado su verdadero nombre adoptando el de Hyacinth. «Este nombre -dice- lo escogí porque empezaba con H, como el mío, y me evitaba hacer grabar de nuevo mis iniciales.» Es esto, exactamente, lo que sucedió a Heine cuando, al bautizarse, cambio su nombre -Harry- por el de Heinrich. Además, todo aquel que conozca la biografía de Heine recordará que el poeta tenía en Hamburgo, ciudad de la que hace natural a Hirsch-Hyacinth, un tío de su mismo apellido que desempeñaba en la familia el papel de pariente adinerado y ejerció en la vida de nuestro autor una decisiva influencia. Su nombra era Salomón, como el del viejo Rothschild, que hubo de acoger al infeliz Hirsch tan familionarmente.

De este modo, lo que en boca de Hirsch-Hyacinth nos parecía una chanza, muestra un fondo de amargura, atribuido al sobrino Harry-Heinrich. Sabemos que éste quiso estrechar los lazos de unión con esta parte de su familia y que fue su más ardiente deseo contraer matrimonio con una hija de su tío Salomón; pero la muchacha le rechazó, y el padre le trató siempre harto familionarmente, como a un pariente pobre. Sus opulentos primos de Hamburgo nunca le miraron tampoco con afecto. Recuerdo aquí lo que me contó una anciana tía mía, que por su matrimonio entró a formar parte de la familia de Heine. Un día en que, recién casada, fue a comer a casa de Salomón tuvo por vecino de mesa a un joven silencioso y desganado, al que los demás trataban con cierto desdén. Por su parte, también tuvo ella ocasión de mostrarse muy afectuosa con su vecino, y sólo muchos años después supo que aquel taciturno y desdeñado joven era el poeta Enrique Heine. Este desvío de sus ricos parientes hizo sufrir mucho a Heine, tanto en su juventud como en años posteriores, y tales emociones subjetivas dieron cuerpo al chiste cuyo análisis nos ocupa. 

También en otros chistes de este gran humorista podemos suponer la existencia de análogas condiciones subjetivas, pero no conozco ningún ejemplo más en el que las mismas aparezcan tan evidentemente. No es, por tanto, nada sencillo precisar la naturaleza de tales condiciones subjetivas, ni podemos suponer a priori a cada chiste producto de tan complicada génesis. Tampoco en las producciones chistosas de otros famosos ingenios hallamos camino más accesible para nuestra investigación. A veces, como cuando nos enteramos de que Lichtenberg era un hipocondríaco, sujeto a las más originales rarezas, nos inclinamos a pensar que las condiciones subjetivas de la elaboración del chiste no se hallan muy alejadas de las de la enfermedad neurótica. La gran mayoría de los chistes, especialmente de aquellos que surgen apoyándose en los nuevos intereses de cada día, es de procedencia anónima y nos hace preguntarnos con curiosidad qué clase de personas serán sus autores. Cuando en el ejercicio de la Medicina se tiene ocasión de conocer a uno de aquellos individuos que sin presentar, por lo demás, sobresalientes cualidades, son conocidos en su círculo como chistosos y autores de muchos de los chistes en circulación, se experimenta con frecuencia la sorpresa de ver que se trata de sujetos predispuestos a enfermedades nerviosas. Mas por insuficiencia de pruebas nos abstenemos desde luego de erigir tal constitución psiconeurótica en condición subjetiva necesaria o regular de la formación del chiste. 

Constituyen, en cambio, un caso más transparente aquellos chistes judíos, que ya conocemos, debidos a individuos de raza israelita, pues los que proceden de personas extrañas no pasan nunca, como ya hemos visto, del nivel de la comicidad o de la burla brutal. En ellos parece cumplirse, como en el chiste de Heine antes examinado, la condición de que la propia persona participe en el contenido del chiste; condición cuya importancia estriba en el hecho de dificultar al sujeto la crítica o agresión directa, obligándole a buscar un rodeo. Otras condiciones que hacen posibles o favorecen la elaboración del chiste se muestran más claramente ante nuestros ojos. El móvil de la producción de chistes inocentes es con gran frecuencia el vanidoso impulso de mostrar nuestro propio ingenio dándonos en espectáculo; esto es, un instinto equivalente a la exhibición en el terreno sexual. La existencia de numerosos instintos retenidos, cuya cohibición presenta cierto grado de inestabilidad, producirá la disposición favorable a la producción del chiste tendencioso. Componentes aislados de la constitución sexual de un individuo pueden de este modo actuar como motivos de la formación de chistes. Toda una serie de chistes obscenos permite deducir en sus autores una oculta tendencia a la exhibición. Los chistes tendenciosos agresivos resultan especialmente fáciles para aquellos sujetos en cuya sexualidad puede demostrarse la existencia de poderosos componentes sadistas, más o menos cohibidos en su vida individual. 

La otra circunstancia que nos impulsa a investigar la condicionalidad subjetiva del chiste es el hecho, generalmente conocido, de que nadie se contenta con hacer un chiste únicamente para sí. A la elaboración del chiste se halla indisolublemente ligado el impulso a comunicarlo, y este impulso es tan poderoso, que se impone con frecuencia, a despecho de importantes consideraciones. También la comunicación de lo cómico nos proporciona un placer, pero el impulso que a ellas nos lleva no es ya tan imperativo: lo cómico puede ser gozado aisladamente allí donde surge ante nosotros. En cambio, nos vemos obligados a comunicar el chiste. El proceso psíquico de la formación del chiste no parece terminar con el acto de ocurrírsenos; queda aún algo, que tiende a cerrar, con la comunicación de la ocurrencia, el desconocido mecanismo de su producción. No no es dado adivinar al principio en qué puede fundarse esta tendencia a la comunicación del chiste. Mas observamos en éste una nueva peculiaridad que agregar a aquellas que lo diferencian de lo cómico. Cuando lo cómico surge ante nosotros, lo primero que hacemos es reír de ello, sin ocuparnos de hacer a nadie partícipe de nuestra risa. 

Posteriormente, después de haber reído a nuestro gusto, es cuando quizá encontremos un nuevo placer en comunicar lo que nos ha divertido. En cambio, no reímos jamás del chiste que se nos ocurre, a pesar del innegable contenido que el mismo nos produce. Es, por tanto, posible que nuestra necesidad de comunicar el chiste se halle relacionada de algún modo con tal efecto hilarante, que nos es negado como autores, pero que se manifiesta con todo su poder en las personas a las que comunicamos nuestra ocurrencia. ¿Por qué reímos de nuestros propios chistes? ¿Y qué papel desempeña el oyente? Examinamos en primer lugar esta última interrogación. En lo cómico toman parte dos personas: a más de nuestro propio yo, aquella otra en la que hallamos la comicidad. Asimismo, cuando encontramos cómico un objeto es merced a una especie de personificación, nada rara en nuestra vida ideológica. Estas dos personas, el yo y la persona-objeto, son suficientes para el proceso cómico. Puede agregarse a ellas una tercera, más no obligada ni necesariamente.

Cuando el chiste no es aún sino un juego con las propias palabras o ideas, prescinde todavía de una persona-objeto, pero ya en el grado preliminar de la chanza, cuando ha conseguido proteger el juego y el desatino de la censura de la razón, requiere una segunda persona a la que poder comunicar su resultado. Mas esta segunda persona del chiste no corresponde a la persona-objeto de la comicidad, sino a aquella tercera persona a la que se comunica el hallazgo cómico. En la chanza parece someterse a la segunda persona de decisión de si la elaboración del chiste ha cumplido o no su cometido como si el yo no confiase en la seguridad de su propio juicio. También el chiste inocente, que sabemos destinado a robustecer los pensamientos, necesita de una segunda persona para probar si ha alcanzado su intención. Cuando el chiste se pone al servicio de tendencias desnudadoras u hostiles, podemos describirlo como un proceso psíquico entre tres personas, las mismas que participan en la comicidad, pero el papel desempeñado por la tercera es muy distinto: el proceso psíquico se cumple entre la primera, o sea el yo, y la tercera, o sea el oyente, y no como en la comicidad entre el yo y la persona-objeto. 

También en la tercera persona del chiste tropieza éste con condiciones subjetivas que pueden privarle de alcanzar su fin de conseguir placer. Como Shakespeare advierte (Love's Labour's Lost, V. 2):      

A jest's prosperity lies in the ear      

Of him that hears it, never in the tongue      

Of him that makes it...  . 

Aquel cuyo estado de ánimo depende de graves pensamientos no será el juez más apropiado para confirmar con sus risas que el chiste ha conseguido su propósito de salvar el placer verbal. Para poder constituir la tercera persona del chiste tiene el sujeto que hallarse de buen humor o, por lo menos, indiferente. Idéntico obstáculo encuentra el chiste inocente y el tendencioso, agregándose en este último un nuevo peligro posible: la oposición a la tendencia que el mismo intenta favorecer. La disposición a reír de un excelente chiste obsceno no podrá constituirse cuando el mismo se refiera a una persona estimada por el oyente o ligada a él por lazos de familia. En una reunión de sacerdotes católicos y pastores evangélicos no se atreverá nadie a citar la comparación de Heine que antes expusimos, y ante un auditorio compuesto de amigos de un adversario mío, las más chistosas invectivas que contra éste pudieran ocurrírseme no serían acogidas como chistes, sino como invectivas, y producirían indignación en lugar de placer. Cierto grado de complicidad o de indiferencia y la falta de todos aquellos factores que pudieran hacer surgir poderosos sentimientos contrarios a la tendencia son condiciones precisas para que la tercera persona pueda coadyuvar a la perfección del chiste. 

Allí donde no aparecen estos obstáculos, oponiéndose al efecto del chiste, surge el fenómeno cuya investigación nos ocupa, o sea el de que el placer que el chiste ha producido se muestra con mucha más claridad en la tercera persona que en su propio autor. Tenemos que contentarnos con decir «más claramente», aunque nuestro deseo sería preguntarnos si el placer del oyente no es mucho más intenso que el del autor; pero, como puede comprenderse, nos falta todo medio de comparación a medida. Vemos, sin embargo, que el oyente testimonia su placer con grandes risas después que la primera persona ha relatado, generalmente con grave gesto, el chiste, y que al contar de nuevo un chiste que hemos oído, nos vemos obligados, para no echar por tierra su efecto, a conducirnos en el relato, en la misma forma que su autor se condujo al comunicárselo. Surge aquí la cuestión de si podremos deducir de esta condicionalidad de la risa alguna conclusión sobre el proceso psíquico de la elaboración del chiste. No podemos intentar una revisión de todo lo que se ha afirmado y publicado sobre la naturaleza de la risa. De tal propósito nos apartaría, además, la frase que Dugas, un discípulo de Ribot, coloca al frente de su libro Psychologie du rire (1902): Il n'est pas de fait plus banal et plus étudié que le rire; il n'en est pas qui ait eu le don d'exciter davantage la curiosité du vulgaire et celle des philosophes, il n'en est pas sur lequel on ait recueilli plus d'observations et bati plus des théories et avec cela il n'en est pas qui demeure plus inexpliqué; on serait tenté de dire avec les sceptiques qu'il faut être content de rire et de ne pas chercher à savoir pourquoi on rit, d'autant que peut-être la reflexion tue la rire, et qu'il serait alors contradictoire qu'elle en découvrît les causes. 

No dejaremos, en cambio, de aprovechar para nuestros propósitos una hipótesis sobre el mecanismo de la risa, que se incluye excelentemente en nuestro círculo de ideas. Me refiero al intento de explicación de dicho mecanismo, que Spencer lleva a cabo en su Physiology of laughter. Según Spencer, la risa es un fenómeno de la descarga de excitación anímica, y constituye una prueba de que el empleo psíquico de tal excitación ha tropezado bruscamente con un obstáculo. La situación psicológica que se resuelve en la risa es descrita por este autor en la forma siguiente: Laughter naturally results only when consciousness is unawares transfered from great things to small -only when there is what we may call a descending incongruity. En un análogo sentido definen los autores franceses (Dugas) la risa como una détente, o sea un fenómeno de distensión. También la fórmula de A. Bain: Laughter is a relief from constraint, se aparta, a mi juicio, de la teoría de Spencer menos de lo que algunos investigadores intentan hacernos creer. Sentimos ciertamente la necesidad de modificar el pensamiento de Spencer, determinando, en parte, más precisamente las representaciones en él contenidas y, en parte, transformándolas. 

Diríamos nosotros que la risa surge cuando cierta magnitud de energía psíquica, dedicada anteriormente al revestimiento de determinados caminos psíquicos, llega a hacerse inutilizable y puede, por tanto, experimentar una libre descarga. Tenemos perfecta conciencia de la peligrosa sombra que arroja sobre nosotros este enunciado; mas para que nos sirva de escudo citaremos una frase de la obra de Lipps sobre la comicidad y el humor; obra en la que podemos hallar luminosos esclarecimientos sobre muy distintos problemas: «Al fin y al cabo todo problema psicológico nos conduce a las profundidades de la Psicología; de modo que, en el fondo, ninguno de ellos se deja tratar aisladamente.» Los conceptos «energía psíquica» y «descarga» y el manejo de la energía psíquica como una cantidad son familiares a mi pensamiento desde que he comenzado a considerar filosóficamente los hechos de la Psicopatología. Ya en mi Interpretación de los sueños (1900) he intentado estatuir, de acuerdo con la idea de Lipps, los procesos psíquicos inconscientes en sí, y no los contenidos de la conciencia, como lo «psíquicamente eficiente». Tan sólo al hablar del «revestimiento de caminos psíquicos» parece que me alejo de las metáforas usadas por Lipps. Las experiencias sobre la capacidad de desplazamiento de la energía psíquica a lo largo de determinadas asociaciones, y sobre la casi indeleble conservación de las huellas de los procesos psíquicos, es lo que me ha inducido a intentar representar en esta forma lo desconocido. Para evitar una mala inteligencia posible, debo añadir que no intento proclamar como tales caminos a las células y fibras o, en su lugar, al moderno sistema de las neuronas, aunque los mismos deberían representarse, en una forma aún no determinable, por elementos orgánicos del sistema nervioso. 

Así, pues, según nuestra hipótesis, se dan en la risa las condiciones para que una suma de energía psíquica, utilizada hasta entonces como carga 'catexis', o revestimiento (Besetzung), sucumba a una libre descarga, y dado que, aunque no toda la risa, sí aquella que es producida por el chiste es un signo de placer, nos inclinaremos a referir tal placer a la remoción de la carga. Cuando vemos que el oyente ríe y, en cambio, el autor del chiste no, tenemos que pensar que en el primero es removido derivado un gasto de revestimiento (Besetzungsaufwand), mientras que en la elaboración del chiste surgen obstáculos, que se oponen ora a la remoción, ora a la descarga. Podemos caracterizar con gran precisión el proceso que se verifica en el oyente -la tercera persona del chiste-, haciendo resaltar el hecho de que él mismo se proporciona, con escasísimo gusto por su parte, el placer del chiste. Se diría que tal placer le resulta regalado. Las palabras del chiste hacen surgir en su espíritu aquella representación o asociación de ideas cuya formación tropezaba también en él con grandes obstáculos.

Para construir espontáneamente, como primera persona, dicha representación o asociación hubiera tenido que poner en juego un esfuerzo propio, equivalente, por lo menos, a la cantidad de gasto psíquico necesario para vencer la energía del estorbo, cohibición o represión. Resulta, pues, que el oyente se ahorra todo este gasto psíquico, y conforme a nuestros anteriores resultados, diríamos que su placer corresponde a este ahorro. Mas ahora, tras de nuestro conocimiento del mecanismo de la risa, diremos más bien que la energía de revestimiento, dedicada a la retención, ha devenido a causa del establecimiento de la representación prohibida, logrado por medio de la percepción auditiva, repentinamente superflua, quedando removida y dispuesta a descargarse en la risa. De todos modos, ambas explicaciones de este proceso corren paralelas, pues el gasto ahorrado corresponde exactamente a la retención devenida superflua. Pero la segunda es más evidente y, además, nos permite decir que el oyente del chiste ríe con la magnitud de energía psíquica que ha quedado en libertad por la remoción de la carga de retención (Hemmungsbesetzung); el oyente gasta riendo esta magnitud. 

Dijimos antes que la circunstancia de que la persona en la que el chiste se forma no pudiera reír indicaba que el proceso se verificaba en ella de una manera diferente a como en la tercera persona; diferencia que podría hallarse en la remoción de la carga de retención o en la posibilidad de descarga de la misma. Mas el primero de estos dos casos tiene que ser excluido, como en seguida veremos. La carga de retención debe ser removida también en la primera persona; pues si no hubiera llegado a existir el chiste, cuya formación supone el vencimiento de tal resistencia, no sería posible que la primera persona sintiera el placer que al mismo acompaña, y que tenemos que derivar de la remoción de la retención. No queda, pues, más que el otro caso, o sea que la primera persona no puede reír, aunque siente placer, porque la posibilidad de descarga se halla perturbada. Tal perturbación en la posibilidad de la descarga, que constituye una condición de la risa, puede ser producida por el inmediato destino de la energía de revestimiento, libertada a un distinto empleo endopsíquico. Esta posibilidad es, a nuestro juicio, importantísima, y habremos de dedicarle todo nuestro interés. Mas en la primera persona del chiste puede hallarse realizada otra condición, que conduce al mismo resultado. A pesar de la conseguida remoción del revestimiento de retención, puede no haber quedado libre una magnitud de energía capaz de exteriorizarse.

En la primera persona del chiste se verifica el trabajo de elaboración del mismo, que necesariamente  ha de exigir cierta magnitud de nuevo gasto psíquico. La primera persona hace, pues, surgir por sí misma la energía que remueve la retención, de lo cual extrae, sin duda, un placer, que en el caso del chiste tendencioso llega a ser muy considerable, dado que el placer preliminar, conquistado por la elaboración del chiste, toma a su cargo la restante remoción de la retención. Pero la cuantía del gasto producido por la elaboración del chiste aminora, como un sustraendo, la ganancia conseguida por dicha remoción. Este gasto es el mismo que tiene lugar en el oyente del chiste. Para apoyar todas estas afirmaciones podemos aducir aún que el chiste pierde también en la tercera persona su efecto hilarante en el momento en que necesita un gasto de trabajo intelectual. Las alusiones del chiste tienen que ser evidentes, y el vacío dejado por las omisiones debe poderse colmar con facilidad. El efecto del chiste es regularmente destruido con la aparición del interés intelectual, circunstancia que constituye una importante diferencia entre el chiste y las adivinanzas. Quizá la constelación psíquica no sea favorable durante la elaboración del chiste a la libre descarga de lo conseguido. Mas no nos hallamos por ahora en situación de hacer más profundo nuestro conocimiento de estos extremos. Hemos podido esclarecer una parte de nuestro problema: la de por qué ríe la tercera persona mejor que la parte restante, o sea por qué la primera no ríe. 

De todos modos, apoyándonos en estos juicios sobre las condiciones de la risa y sobre el proceso psíquico que se verifica en la tercera persona, nos hallamos facultados para esclarecer satisfactoriamente toda una serie de peculiaridades del chiste, que ya conocemos, pero en cuya inteligencia aún no hemos penetrado. Si en la tercera persona ha de ser libertada una magnitud de energía de revestimiento capaz de descargar, habrán de cumplirse varias condiciones, o, por lo menos, será su cumplimiento muy favorable. Tales condiciones son:  1ª Ha de quedar asegurado que la tercera persona lleva a cabo realmente este gasto de revestimiento. 2ª Debe evitarse que el mismo, una vez libre, halle un empleo distinto en lugar de ofrecerse a la descarga motora. 3ª Será en extremo ventajoso que el revestimiento sea intensificado previamente en la tercera persona.  Al servicio de estas condiciones se hallan determinados medios de la elaboración del chiste, que podemos reunir como técnicas secundarias o auxiliares. 

1) La primera de las condiciones señaladas fija una de las cualidades de la tercera persona como oyente del chiste. Tiene éste que coincidir psíquicamente con la primera persona lo bastante para disponer de las mismas retenciones internas que la elaboración del chiste ha vencido en la misma. El individuo acostumbrado a dichos crudamente «verdes» no podrá extraer placer alguno de un ingenioso y sutil chiste desnudador, y las agresiones de N. no serán comprendidas por las personas acostumbradas a dar libre curso a su tendencia al insulto. De este modo, cada chiste exige su público especial, y el reír de los mismos chistes prueba una amplia coincidencia psíquica. Tocamos aquí un punto que nos permite vislumbrar con mayor precisión las circunstancias del proceso en la tercera persona. Esta debe poder constituir habitualmente en si la misma retención que el chiste ha vencido en la primera, de manera que al oír el chiste despierte en ella, obsesiva o automáticamente, la disposición a dicha retención. Tal disposición de la retención, que debemos representarnos como un verdadero gasto de energía, análogo a la movilización de un ejército, es reconocida simultáneamente como superflua o retrasada, y es descargada de este modo in statu nascendi por medio de la risa. 

2) La segunda condición para el establecimiento de la descarga libre, o sea la de que sea evitado un diferente empleo de la energía libertada, nos parece, desde luego, la más importante. Hallamos en ella la explicación teórica de la inseguridad del efecto del chiste cuando en el oyente son despertadas representaciones fuertemente excitantes por los pensamientos expresados en el mismo; circunstancias en la que de la coincidencia o contradicción entre las tendencias del chiste y la serie de pensamientos que domina al oyente depende que se conceda o niegue atención al proceso chistoso. Pero todavía presenta mucho mayor interés teórico una serie de técnicas auxiliares del chiste, que se hallan evidentemente al servicio de la intención de apartar la atención del oyente del proceso del chiste y dejar que el mismo se realice automáticamente. Decimos con toda intención «automáticamente» y no «inconscientemente», porque este último calificativo pudiera inducirnos en error. Trátase aquí tan sólo de mantener alejada la sobrecarga de la atención del proceso psíquico, incitando por la audición del chiste, y la utilidad de estas técnicas auxiliares nos hace sospechar que precisamente el revestimiento de atención toma una gran parte en la vigilia y nuevo empleo de la energía de revestimiento que queda libertada. 

No parece fácil evitar, en general, el empleo endopsíquico de cargas que han devenido superfluas, pues en nuestros procesos mentales nos ejercitamos de continuo en desplazar de un camino a otro tales revestimientos, sin dejarles perder por descarga nada de su energía. El chiste se sirve a este fin de los medios siguientes: en primer lugar, tiende a una expresión lo más breve posible, para ofrecer a la atención un mínimo de superficie atacable. En segundo, cumple la condición, antes indicada, de ser fácilmente comprensible; pues en cuanto exigiera una labor intelectual, una selección entre diversas rutas mentales, peligraría su efecto, no sólo por el inevitable gasto intelectual, sino también por el despertar de la atención. Pero, además de estos medios, utiliza el habilísimo de desviar la atención, ofreciéndole en la expresión del chiste algo que la encadene mientras se lleva a cabo la liberación del revestimiento impediente y su final descarga. Ya las omisiones en la expresión verbal del chiste cumplen esta intención, incitando a llenar los huecos por ellas producidos y alejando de este modo la atención del proceso del chiste. Aquí se coloca al servicio de la elaboración del mismo la técnica de la adivinanza, que llama así la atención. Pero aún más eficaces son las formaciones de fachadas que hemos hallado en algunos grupos de chistes tendenciosos. Las fachadas silogísticas cumplen a maravilla la misión de retener la atención, planteándole un problema. 

Mientras comenzamos a reflexionar en la solución del mismo, nos vemos dominados por la risa; nuestra atención ha sido vencida por sorpresa, y la descarga del revestimiento impediente se ha efectuado por completo. Lo mismo puede decirse de los chistes  con fachada cómica, en los cuales la comicidad presta su auxilio a la técnica del chiste. Una fachada cómica favorece en diversos modos el efecto del chiste, no sólo facilitando el automatismo del proceso chistoso por el encadenamiento de la atención, sino coadyuvando a la descarga producto del chiste con la producción de una descarga preliminar, debida a lo cómico. La comicidad actúa aquí a manera de soborno, como el placer preliminar, y de este modo comprendemos que algunos chistes puedan prescindir por completo de dicho placer, que por muy diversos medios podrían hacer surgir, y utilicen tan sólo la comicidad como tal placer preliminar. Entre las técnicas del chiste propiamente dichas son el desplazamiento y la representación por lo absurdo, las que, a más de sus especiales aptitudes, muestran en mayor parte la desviación de la atención, que ha de favorecer el curso automático del proceso del chiste. 

Sospechamos ya, y más adelante lo confirmaremos, que con la desviación de la atención hemos descubierto un rasgo esencial del proceso psíquico en el oyente del chiste. Por su enlace con este descubrimiento quedan aclarados otros muchos extremos. En primer lugar, vemos por qué no sabemos casi nunca en el chiste de qué reímos, aunque después lo podamos precisar por medio de una investigación analítica. Esta risa es el resultado de un proceso automático, que fue hecho posible por el alejamiento de nuestra atención consciente. En segundo lugar, llegamos a la inteligencia de aquella singularidad del chiste, consistente en no manifestar su completo efecto en el oyente más que cuando constituye una novedad y una sorpresa para el mismo. Esta peculiaridad del chiste, que condiciona su corta vida e incita a la continua producción de otros nuevos, se deriva claramente de que la esencia de toda sorpresa está en no lograrse por segunda vez. En la repetición de un chiste, la atención es guiada por el recuerdo de su audición primera. Partiendo de aquí llegamos a la comprensión del impulso a contar a otros que aún no lo conocen el chiste que acabamos de oír. Probablemente, la impresión que el mismo produce en el nuevo oyente nos compensa en parte de la pérdida de posibilidades de goce que supone su falta de novedad para nosotros. Un análogo motivo será también el que impulse al creador del chiste a comunicarlo a los demás. 

3) No ya como condiciones del proceso del chiste, pero sí como circunstancias que le favorecen en extremo, indicaré, por último, aquellos medios técnicos auxiliares de la elaboración del mismo, que se hallan destinados a elevar la magnitud que llega a la descarga e intensifican de este modo el efecto del chiste. Estos medios auxiliares acrecen también, en la mayoría de los casos, la atención dirigida hacia el chiste; pero, al mismo tiempo, anulan su posible influencia, encadenándola y estorbando su movilidad. En estos dos sentidos actúa todo aquello que despierta interés y produce desconcierto, o sea, ante todo, el disparate, la contradicción y aquel «contraste de representaciones» de que los investigadores quieren hacer el carácter esencial del chiste y en el que yo no veo sino un medio de intensificar el efecto del mismo. Todo lo desconcertante provoca en el oyente aquel estado de la distribución de la energía que Lipps ha calificado de «estancamiento psíquico», deduciendo luego, muy justificadamente, que la «descarga» será tanto más fuerte cuanto más elevado sea el estancamiento anterior. La exposición de Lipps no se refiere, ciertamente, al chiste, sino a lo cómico en general; pero nos parece muy verosímil que la descarga que deriva en el chiste un revestimiento impediente puede ser intensificada de igual modo por el estancamiento. 

Vemos ahora que la técnica del chiste es determinada, en general, por dos clases de tendencias: aquellas que hacen posible la formación del chiste en la primera persona y aquellas otras que deben procurar al chiste el mayor efecto posible en la tercera. Esta doble faz que, como Jano, posee el chiste, destinada a proteger su primitiva conquista del placer de los ataques de la razón crítica y el mecanismo del placer preliminar, pertenecen a la primera tendencia; la restante complicación de la técnica por las condiciones señaladas en este capítulo surge en función de la tercera persona del chiste. Es, pues, el chiste, un aprovechado bribón que sirve al mismo tiempo a dos señores. Todo lo que se dirige a la consecución de placer está calculado en el chiste con vistas a la tercera persona, como si obstáculos internos insuperables se opusieran a dicha consecución en la primera. Recibimos así la impresión de que la tercera persona es insustituible para la conclusión del proceso del chiste.

Pero mientras que en la tercera persona podemos llegar a un satisfactorio conocimiento de dicho proceso, el proceso correspondiente en la primera permanece aún harto oscuro para nosotros. De las dos interrogaciones: ¿por qué no podemos reír de los chistes de que somos autores? y ¿por qué somos impulsados a relatar a otros nuestros propios chistes?, ha escapado hasta ahora la primera a toda solución. Podemos únicamente sospechar que entre los dos hechos que de esclarecer se trata existe un íntimo enlace, y que si tenemos que comunicar a los demás nuestros propios chistes es precisamente por no poder reír nosotros de ellos. De nuestro conocimiento de las condiciones de la consecución y descarga de placer en esta tercera persona pudimos decir, para la primera, que en ella faltan las condiciones para la descarga y sólo existen las necesidades a la consecución de placer, aunque también imperfectamente cumplidas. No puede entonces rechazarse la hipótesis de que completamos nuestro placer alcanzando la risa que, como autores del chiste, nos está velada en la impresión de la tercera persona a la que incitamos a reír. De este modo reímos par ricochet  , según la expresión de Dugas. La risa pertenece a las manifestaciones más contagiosas de los estados psíquicos. Al hacer reír a otras personas, relatándoles mi chiste, me sirvo realmente de ellas para despertar mi propia risa, y puede, en efecto, observarse que quien primero ha relatado, con gesto grave, el chiste, hace después coro riendo mesuradamente a las carcajadas de los demás. La comunicación de mi chiste a los demás servirá, pues, a varias intenciones: en primer lugar, nos proporcionará la seguridad objetiva del éxito de la elaboración del chiste; en segundo, completará nuestro propio placer por el efecto que de rebote nos produce el del oyente y, por último -en la repetición de un chiste del que no somos autores-, compensará la pérdida de placer ocasionada por la desaparición de la novedad. 

Al finalizar esta discusión sobre los procesos psíquicos del chiste, en tanto en cuanto se realizan entre dos personas, podemos dirigir una mirada retrospectiva hacia el factor economía, que tan importante  para la concepción psicológica del chiste ha demostrado ser desde los primeros esclarecimientos de la técnica del mismo. Desde muy atrás nos hemos apartado totalmente de la más próxima, pero también más ingenua, concepción de esta economía, o sea la de que consistía en evitar gasto psíquico, en general, fuera por limitación en el uso de palabra o en la constitución de cadenas de pensamientos. Ya entonces decíamos: lo breve, lo lacónico no es aún chistoso. La brevedad del chiste es una brevedad especial; esto es, brevedad «chistosa». La primitiva consecución de placer, que era proporcionada por el juego con palabras y pensamientos, prevenía, en efecto, exclusivamente, de ahorro de gasto; pero con el desarrollo del juego hasta el chiste tuvo también que variar sus fines la tendencia economizante, pues frente al gigantesco gasto de nuestra actividad mental no supondría nada lo que pudiera ahorrarse por el empleo de las mismas palabras o la evitación de una nueva interpolación de pensamientos. Podemos seguramente permitirnos la comparación de la economía psíquica con una empresa de negocios.

Mientras el tráfico es pequeño, habrá de limitarse lo más posible todo gasto y especialmente los de gerencia y personal. El ahorro se refiere aún a la altura absoluta del gasto. Más tarde, a medida que las transacciones aumentan, disminuye la importancia de los gastos de gerencia. No hay ya que tener en cuenta el montante total de los gastos, siempre que tráfico y rendimiento puedan ser aumentados. La tacañería en los gastos de dirección sería ya ridícula y produciría pérdidas. Pero, sin embargo, sería inexacto admitir que en los grandes gastos no hay ya lugar a economía. El sentido económico de la dirección se dirigía ahora a lograr un ahorro en sectores aislados del negocio y se sentirá satisfecho cuando la misma operación que antes ocasionaba cuantiosos dispendios logre hacerse más económicamente por muy pequeño que el ahorro parezca comparado con la totalidad de los gastos. 

Análogamente constituye en nuestro complicado tráfico psíquico una fuente de placer cualquier economía aislada. Aquella persona que iluminaba antes su habitación por medio de una lámpara de petróleo y ha instalado después la luz eléctrica experimentará durante toda una temporada una precisa sensación de placer al encender sin más trabajo que dar vuelta a la llave, y esta sensación durará tanto como dure el recuerdo de las complicaciones y molestias que presentaba el encender la lámpara de petróleo. Del mismo modo, las economías de gasto de retención, tan pequeñas si se las compara con el gasto psíquico total, serán siempre una fuente de placer para nosotros, porque por ellas se nos ahorra un gasto aislado que estamos acostumbrados a realizar y que en cada caso nos disponemos a llevar a efecto. La circunstancia de sernos conocido el gasto y hallarnos preparados a efectuarlo posee, sin duda, máxima importancia. Un ahorro localizado como el que acabamos de considerar no dejará nunca de proporcionarnos un momentáneo placer, pero no producirá jamás una duradera economía mientras lo economizado pueda ser empleado en otro lugar. Sólo cuando este distinto empleo puede ser evitado se transforma de nuevo el ahorro especial en una minoración general del gasto psíquico. Aparece, pues ahora que hemos profundizado más en nuestro conocimiento de los procesos psíquicos, un nuevo factor: la minoración en lugar de la economía. Vemos claramente que el primero produce una sensación de placer mucho más importante. El proceso crea placer, en la primera persona del chiste, por la remoción de una inhibición y la minoración del gasto local. Mas no parece luego detenerse hasta haber alcanzado, por mediación de la tercera persona interpelada, la minoración general, resultado de la descarga. 

Parte teórica

Relación del chiste con los sueños y lo inconsciente.

Al final del capítulo dedicado a la investigación de la técnica del chiste indicábamos que los procesos de condensación, con o sin formación de sustitutivo, de desplazamiento y de representación por contrasentido, antinómica e indirecta, etcétera, que coadyuvaban a la génesis del chiste, mostraban una amplia coincidencia con los procesos de la elaboración de los sueños. En consecuencia, nos propusimos estudiar oportunamente con todo cuidado tales analogías y además investigar la comunidad que las mismas revelaban entre el chiste y los sueños. Esta labor comparativa quedaría en extremo simplificada si pudiéramos suponer conocido por nuestros lectores uno de los términos sobre los que ha de recaer: la elaboración del sueño. Pero creo que obraremos más acertadamente prescindiendo de tal suposición. Se me figura que mi Interpretación de los sueños, publicada en 1900, produjo en mis colegas de disciplina más «desconcierto» que «esclarecimiento», y sé que otros círculos de lectores se han contentado con reducir el contenido de mi teoría a una fórmula («realización de deseos») de fácil retención, pero harto susceptible de equivocado empleo. 

En el continuo manejo de los problemas en dicha obra tratados a que da motivo mi actividad médica de psicoterapeuta, no he tropezado aún con nada que me obligara a modificar o rectificar los conceptos en ella vertidos. Puedo, por tanto, esperar con toda tranquilidad que una más amplia comprensión me justifique o que una penetrante crítica logre patentizar la existencia de errores fundamentales en mi teoría. En este lugar, y para hacer posible la labor comparativa que interesa a nuestra investigación, expondré concretamente algunos extremos de mi concepción de los sueños y de su elaboración psíquica. Conocemos tan sólo nuestros sueños por el recuerdo de apariencia generalmente fragmentaria que de ellos poseemos al despertar. Se nos muestran entonces como un conjunto de impresiones  sensoriales -visuales en su mayoría, pero también de otro género- que nos han fingido un suceso y con las cuales pueden hallarse mezclados procesos mentales (el «saber» en el sueño) y manifestaciones afectivas. Este recuerdo de nuestro sueño ha sido calificado por mí de contenido manifiesto del sueño, y es muchas veces totalmente absurdo y embrollado, y otras, sólo lo primero o lo segundo. Pero aun en aquellas ocasiones en que se muestra por completo coherente, como sucede en algunos sueños de angustia, constituye algo extraño a nuestra vida psíquica y de cuyo origen nos es imposible darnos cuenta. La explicación de estos caracteres del sueño se ha buscado hasta ahora en el sueño mismo, considerándolos como manifestación de una actividad irregular, disociada y -por decirlo así- «dormida» de los elementos nerviosos. 

Inversamente, he mostrado yo que el singular «contenido manifiesto del sueño» puede siempre hacerse comprensible considerándolo como la transcripción deformada e incompleta de determinadas formaciones psíquicas correctas, a las que puede aplicarse el nombre de ideas latentes del sueño. Al conocimiento de estas ideas podemos llegar dividiendo en sus elementos el contenido manifiesto, sin tener para nada en cuenta su eventual sentido aparente y persiguiendo después los hilos de asociación que parten de cada uno de los elementos aislados. Estos hilos de asociación se entretejen unos con otros y conducen, por último, a una trama de pensamientos que no sólo son totalmente correctos, sino que pueden ser incluidos sin esfuerzo alguno en aquel conjunto de nuestros procesos psíquicos, del que poseemos perfecta conciencia. Por medio de este «análisis» queda despojado el contenido del sueño de todas aquellas singularidades que antes nos causaban extrañeza; mas, si esta labor analítica ha de lograr sus fines, nos será necesario rechazar firmemente las objeciones críticas que durante ella se elevaron en nosotros contra la reproducción de las asociaciones provocadas por cada elemento del contenido manifiesto. 

De la comparación del contenido manifiesto del sueño con las ideas latentes descubiertas por medio de análisis surge el concepto de la «elaboración del sueño», nombre con el que designamos el conjunto de procesos de transformación que han convertido las ideas latentes en el contenido manifiesto. Producto de esta elaboración son aquellas singularidades del fenómeno onírico que tan extrañas parecen a nuestro pensamiento despierto. La función de la elaboración onírica puede ser descrita en la siguiente forma: un complicado conjunto de ideas construido durante el día y que no ha llegado a resolverse -un resto diurno- conserva todavía durante la noche su correspondiente acervo de energía -el interés- y amenaza con perturbar el reposo nocturno. Para evitarlo, se apodera entonces de él la elaboración y lo transforma en un sueño, fenómeno alucinatorio inofensivo para el reposo. Tal resto diurno deberá ser apto, si ha de ofrecer un punto de apoyo a la elaboración de los sueños, para hacer surgir un deseo condición nada difícil de llenar. Este deseo -que surge de las ideas latentes- constituye el grado preliminar y luego el nódulo del sueño. La experiencia adquirida en los innumerables análisis verificados -y no únicamente la especulación teórica- nos dice que en el niño basta un deseo cualquiera, restante de la vida despierta, para provocar un sueño que se muestra en estos casos comprensible y coherente, breve casi siempre y reconocible como una «realización de deseos».

En el adulto parece constituir condición general del deseo provocador del fenómeno onírico la de ser extraño al pensamiento consciente; esto es, la de ser un deseo reprimido o hallarse intensificado por circunstancias desconocidas de la conciencia. Sin aceptar lo inconsciente en el sentido antes indicado, nos sería imposible desarrollar la teoría del sueño ni interpretar los datos suministrados por los análisis. La actuación de este deseo inconsciente sobre el correcto material consciente de las ideas latentes produce, pues, el sueño, el cual es entonces hecho descender a lo inconsciente, o mejor dicho, sometido al procedimiento peculiar de los procesos mentales inconscientes y característico de los mismos. Lo que de los caracteres del pensamiento inconsciente y de sus diferencias del «preconsciente», capaz de conciencia, conocemos, se debe, hasta ahora, únicamente a los resultados de la «elaboración onírica». 

Una teoría totalmente nueva, nada sencilla, y contraria a nuestros hábitos mentales no puede ganar en luminosidad al ser expuesta abreviadamente. Con estas explicaciones no puedo, por tanto, pretender otra cosa que remitir al lector al extenso análisis que de lo inconsciente llevo a cabo en mi Interpretación de los sueños y a los trabajos de Lipps, que, a mi juicio, son de una capital importancia en esta materia. Sé perfectamente que todas aquellas personas que hayan seguido fielmente una disciplina filosófica determinada o se agrupen bajo la enseña de algunos de los llamados sistemas filosóficos, repugnarán aceptar la existencia de «lo psíquico inconsciente» en el sentido de Lipps y mío, y querrán demostrarnos su imposibilidad por la definición misma de lo psíquico. Mas aparte de que todas las definiciones son convencionales y pueden modificarse fácilmente, he visto con frecuencia que personas que negaban lo inconsciente como absurdo e imposible no conocían siquiera aquellas fuentes de las que, al menos para mí, ha surgido la necesaria aceptación de dicho concepto. Estos adversarios de lo inconsciente no habían presenciado jamás los efectos de una sugestión posthipnótica, y aquellos datos que como muestra les comunicaba yo de mis análisis de sujetos neuróticos no hipnotizados les causaban el mayor asombro. No habían nunca reflexionado que lo inconsciente es, en realidad, algo que no «sabemos», pero que nos vemos obligados a deducir, y lo suponían algo capaz de la percatación consciente, pero en lo que no se había pensado todavía por hallarse fuera del «punto de mira de la atención». Nunca tampoco habían intentado convencerse de la existencia de tales pensamientos en su propia vida anímica por medio de un análisis de alguno de sus sueños, y cuando yo les he guiado en la realización de tal análisis han quedado asombrados y confusos ante sus propias ocurrencias o asociaciones libres. Mi impresión es la de que la aceptación de lo inconsciente halla en su camino grandes obstáculos afectivos, fundados en que no queremos conocer nuestro inconsciente y, por tanto, hallamos un cómodo expediente en negar en absoluto su posibilidad. 

Así, pues, la elaboración del sueño, a la que retornamos después de la anterior digresión, somete el material ideológico, que le es dado en optativo, a un singularísimo proceso. En primer lugar, le hace pasar del optativo al presente, sustituyendo el «¡Ojalá fuera!» por un «es». Este «presente» es el destinado a la representación alucinatoria, proceso que yo he calificado de «regresión» de la elaboración del sueño; esto es, el recorrido desde los pensamientos a las imágenes de percepción, o, si queremos hablar en función de la tópica -aún desconocida y no interpretable anatómicamente- del aparato psíquico: desde el campo de las formaciones ideológicas al de las percepciones sensoriales. Por este camino, opuesto a la dirección evolutiva de las complicaciones anímicas, llegan las ideas del sueño a adquirir perceptibilidad y se constituye una escena plástica  como nódulo de la imagen onírica manifiesta. Para alcanzar tal capacidad de representación sensorial han tenido ya que experimentar las ideas latentes profundas transformaciones en su expresión. Mas durante la transformación regresiva de las ideas en imágenes sensoriales, son aquéllas objeto de nuevas modificaciones, que en parte reconocemos como necesarias y en parte nos producen sorpresa. Como obligada consecuencia accesoria de la regresión, desaparecen en el contenido manifiesto casi todas aquellas relaciones que mantenían formando un todo a las ideas latentes. La elaboración del sueño no se hace cargo para exponerlo en el contenido manifiesto más que del material bruto de las representaciones y no de las relaciones intelectuales que las enlazan y entretejen.

No podemos, en cambio, derivar de la regresión que supone la transformación de las ideas en imágenes sensoriales otra parte de la elaboración del sueño, y precisamente aquella que nos es más importante para establecer la analogía de la misma con la elaboración del chiste. El material de las ideas latentes experimenta durante la elaboración onírica una extraordinaria comprensión o condensación, cuyos puntos de partida son las coincidencias que casualmente, o conforme al contenido, existen entre las ideas latentes. Cuando estas coincidencias no nos son suficientes para una amplia condensación se crean otras nuevas pasajeras y artificiosas, y para este fin se emplean preferentemente palabras capaces de varios diferentes sentidos. Estas nuevas coincidencias encaminadas a facilitar la condensación pasan como representantes de las ideas latentes, al contenido manifiesto, de manera que un elemento del sueño corresponde a un nudo o cruce de las ideas latentes, y con relación a las mismas, tiene que calificársele de «superdeterminado». La condensación es la parte más fácilmente visible de la elaboración del sueño. Para hallarla nos bastará comparar la extensión de la relación escrita del contenido manifiesto de un sueño con la de las ideas latentes del mismo descubiertas por el análisis. 

Menos sencillo resulta convencerse de la segunda gran transformación que la elaboración del sueño hace experimentar a las ideas latentes, o sea de aquel proceso que hemos calificado de «desplazamiento del sueño». Este proceso se revela por el hecho de aparecer centralmente y con gran intensidad sensorial en el contenido manifiesto lo que en las ideas latentes era periférico y accesorio, o a la inversa. El sueño se muestra entonces desplazado con respecto a las ideas latentes, y principalmente a este desplazamiento se debe que aparezca como extraño e incomprensible para la vida anímica despierta. Para que tal desplazamiento pueda realizarse tiene que pasar libremente la energía de carga desde las representaciones importantes a las triviales, proceso que en el pensamiento normal susceptible de conciencia hace siempre la impresión de un error intelectual. La condensación, el desplazamiento y la transformación encaminada a facilitar la representación son las tres grandes funciones que hemos de atribuir a la elaboración onírica. Agrégase a ellas una cuarta función, a la que en la Interpretación de los sueños no concedimos quizá toda la atención que merece y de la que tampoco aquí podemos ocuparnos por no tener punto alguno de contacto con los fines de nuestra actual investigación. En un penetrante y cuidadoso desarrollo de las ideas de la «tópica del aparato anímico» y de la «regresión» -y sólo un estudio de esta clase daría todo su valor a estas hipótesis- debiera intentarse determinar en qué estaciones de la regresión se realiza cada una de las diversas transformaciones de las ideas latentes. Este intento no ha sido emprendido aún por nadie; mas, no obstante, podemos asegurar que el desplazamiento del material ideológico se lleva a cabo mientras éste se halla aún en el grado de los procesos inconscientes. En cambio, la condensación deberemos representárnosla como un mecanismo que actúa a lo largo de todo el proceso hasta su llegada a los dominios de la percepción, o por lo menos como una actuación simultánea de todas las fuerzas que toman parte en la elaboración.

Por último, y dada la prudencia que es necesario observar en el manejo de estos problemas, me contentaré con indicar que la elaboración del sueño, o sea el proceso que lo prepara, debe situarse en la región de lo inconsciente. De este modo tendríamos que distinguir en la elaboración onírica tres etapas: en primer lugar, el paso de los restos diurnos preconscientes a lo inconsciente, paso al que tendrán que coadyuvar las condiciones del reposo nocturno; en segundo, la elaboración del sueño propiamente dicha en lo inconsciente, y, por último, la regresión del material onírico así elaborado a la percepción en la que el sueño se hace consciente. 

Las fuerzas que participan en la elaboración del sueño son las siguientes: el deseo de dormir; la carga de energía restante aún en los restos diurnos después de su minoración por el estado de reposo; la energía psíquica del deseo inconsciente provocador del sueño y la fuerza contraria de la «censura», que reina en nuestra vida despierta y no queda del todo suprimida durante el sueño. A la elaboración del sueño corresponde, sobre todo, la misión de vencer la coerción de la censura, y precisamente esta misión es la que es llevada a cabo por el desplazamiento de la energía psíquica dentro del material de las ideas latentes. Recordemos en qué ocasión nos hizo pensar nuestra investigación del chiste en los sueños. Al descubrir que el carácter y el efecto del chiste se hallaban ligados a determinadas formas expresivas o medios técnicos, entre los cuales los más singulares eran las diversas especies de condensación, desplazamiento y representación indirecta, vimos que procesos de idénticos resultados nos eran ya conocidos como peculiares a la elaboración de los sueños. Coincidencia tal tiene que hacernos deducir que la elaboración del chiste y la de los sueños han de ser idénticas, por lo menos en un punto esencial. La elaboración de los sueños nos ha descubierto, a mi juicio, con toda claridad sus principales caracteres.

En cambio, de los procesos del chiste queda aún encubierta precisamente aquella parte que podríamos comparar a la elaboración onírica: el proceso de la elaboración del chiste en la primera persona. ¿Por qué no abandonarnos a la tentación de reconstruir este proceso por analogía con la formación del sueño? Algunos de los rasgos del sueño son tan extraños al chiste que nos es imposible transportar la parte de elaboración onírica que a ellos corresponde sobre la elaboración de los chistes. La regresión del proceso mental a la percepción falta seguramente en el chiste; mas los otros dos estadios de la elaboración de los sueños, el descenso de un pensamiento preconsciente a lo inconsciente y la elaboración inconsciente, nos proporcionarían, transportados a la elaboración del chiste, idénticos resultados a los que en la misma podemos observar. Nos decidiremos, por tanto, a suponer que el proceso de la formación del chiste en la primera persona es el siguiente: un pensamiento preconsciente es abandonado por un momento a la elaboración inconsciente, siendo luego acogido en el acto el resultado por la percepción consciente. 

Antes de examinar en detalles esta hipótesis saldremos al paso de una posible objeción. Partiendo nosotros del hecho de que las técnicas del chiste muestran procesos idénticos a los que nos son conocidos como peculiaridades de la elaboración de los sueños, se nos pudiera objetar fácilmente  que no hubiéramos descrito las técnicas del chiste como condensación, desplazamiento, etc., ni hubiéramos hallado tan amplias coincidencias entre los medios representativos del chiste y los del sueño, si nuestro anterior conocimiento de la elaboración onírica no hubiera inclinado ya en este sentido nuestra concepción de la técnica del chiste. Tal génesis de dichas coincidencias no constituiría, ciertamente, la más firme garantía de su real existencia fuera de nuestro prejuicio. Y si a todo esto agregamos la circunstancia de que los investigadores que en el examen de estos problemas nos han precedido no mencionan para nada tales procesos, parecerá harto justificada la objeción opuesta a nuestra teoría. Pero lo mismo hubiera podido suceder que la fuerza de penetración que el previo conocimiento de la elaboración de los sueños ha prestado a nuestra labor investigadora, fuese precisamente lo que nos ha permitido descubrir las coincidencias observadas, que antes permanecían ocultas. En último término siempre podrá quedar resuelta esta cuestión por medio de un examen crítico que, analizando ejemplos de chistes, demuestre que nuestra teoría de su técnica es forzada o artificiosa y que existen otras más evidentes y profundas que hemos dado de lado en favor de la nuestra, o compruebe la existencia efectiva de las coincidencias por nosotros señaladas. A mi juicio, no tenemos por qué temer tal crítica; nuestros experimentos de reducción nos han mostrado en qué formas expresivas habíamos de buscar las técnicas del chiste, y dando a éstas nombres que anticipaban el resultado de coincidencia de la técnica del chiste con la elaboración del sueño no hicimos nada a que no tuviésemos derecho, pues realmente todo ello no constituye más que una simplificación fácilmente justificable. 

Aún podrá hacérsenos otra objeción que, si bien presenta una menor importancia, nos es, en cambio, imposible rebatir tan fundamentalmente. Pudiera opinarse que las técnicas del chiste por nosotros descubiertas son efectivamente admisibles; pero que no son todas las existentes, pues, influidos por el modelo de la elaboración onírica, no habríamos buscado más que aquellas técnicas que con ella se hallasen de acuerdo, mientras que otras, desdeñadas por nosotros hubiesen demostrado que la coincidencia deducida no era, ni mucho menos general. No nos atrevemos a afirmar, desde luego, que hayamos conseguido explicar la técnica de todos los chistes que se encuentran en circulación y, por tanto, admitimos la posibilidad de que nuestra enumeración de las técnicas del chiste demuestre ser incompleta; pero, por otra parte, estamos seguros de no haber omitido intencionadamente ninguna de las que han aparecido a nuestra vista, y podemos afirmar que los más frecuentes, importantes y característicos medios técnicos del chiste no han escapado a nuestra atención. El chiste posee aún otro carácter que se adapta satisfactoriamente a nuestra teoría de su elaboración, establecida por analogía con la del sueño.

Decimos que «hacemos» el chiste, pero nos damos perfecta cuenta de que en este acto nos conducimos de muy distinto modo a cuando exponemos un juicio o presentamos una objeción. El chiste posee en alto grado el carácter de «ocurrencia involuntaria». Un instante antes no sabemos cuál es el chiste que vamos a hacer y pronto sólo necesitamos revestirlo de palabras. Se siente más bien algo indefinible, que compararíamos, más que a nada, a una absence (ausencia), a una repentina desaparición de la tensión intelectual, y en el acto surge el chiste de un solo golpe, y la mayor parte de las veces provisto ya de su revestimiento verbal. Algunos de los medios del chiste hallan también empleo fuera del mismo en la expresión de nuestros pensamientos; por ejemplo: la metáfora y la alusión. 

Podemos hacer una alusión intencionadamente. En este caso, nos damos cuenta (por la audición interna) de la forma expresiva directa de nuestro pensamiento; pero un obstáculo, producto de la situación externa, nos impide manifestarla en dicha forma. Entonces nos proponemos sustituir la expresión directa por una forma de la indirecta y escogemos la alusión. Mas la alusión así nacida bajo nuestro ininterrumpido control no será nunca chistosa, por muy acertada que sea. En cambio, la alusión chistosa surge sin que hayamos podido perseguir en nuestro pensamiento tales etapas preparatorias. No queremos evaluar exageradamente esta diferencia, que no creemos constituya nada decisivo; pero, de todos modos, sí haremos constar que se adapta perfectamente a nuestra hipótesis de que en la elaboración del chiste dejamos caer por un momento en lo inconsciente un proceso mental que surge luego de nuevo en calidad de chiste. Los chistes muestran también asociativamente una diferente conducta. Con frecuencia rehúsan acudir a nuestro pensamiento en el momento en que los requerimos y, en cambio, surgen otras veces, como involuntariamente y en puntos de nuestro proceso mental en que no comprendemos cómo han podido entretejerse. Son éstos caracteres de escasa importancia, pero que de todos modos constituyen indicaciones de la procedencia inconsciente del chiste. 

Resumamos ahora todos aquellos caracteres del mismo que pueden considerarse producto de su formación en lo inconsciente. Ante todo, hallamos la singular brevedad del chiste, signo no indispensable, pero sí muy característico. Cuando lo hallamos por primera vez nos inclinamos a ver en él una manifestación de la tendencia economizadora, pero rechazamos en seguida tal concepción ante importantes concepciones contrarias. Actualmente nos parece más bien un signo de la elaboración inconsciente que el pensamiento del chiste ha experimentado. Lo que a este carácter corresponde en el sueño -la condensación- no lo podemos hacer coincidir con ningún otro factor más que con la localización en lo inconsciente, y tenemos que suponer que en el proceso mental inconsciente se dan las condiciones que para tal condensación faltan en lo preconsciente. No podemos extrañar que en el proceso de condensación se pierdan algunos de los elementos a él sometidos, mientras otros, a los que pasa su energía de carga, quedan intensificados y robustecidos. La brevedad del chiste sería, como la del sueño, un necesario fenómeno concomitante de la condensación que en ambos tiene lugar; esto es, un resultado del proceso de condensación. A este origen debería también la brevedad del chiste su especialísimo carácter, que no nos es posible precisar más, pero que sentimos como algo muy singular. 

Hemos definido antes varios de los resultados de la condensación, el múltiple empleo del mismo material, el juego de palabras y la similicadencia como economía localizada, y hemos derivado de tal economía el placer que el chiste (inocente) nos procura. Posteriormente descubrimos la intención original del chiste en la consecución de dicho placer por medio del manejo de palabras, cosa que le era aún permitida como juego; pero que luego, en el curso del desarrollo intelectual, le fue prohibida por la crítica de la razón. Por fin, ahora nos hemos decidido a aceptar que tales condensaciones, puestas al servicio de la técnica del chiste, nacen automáticamente, sin intención determinada, en lo inconsciente durante el proceso mental. Mas ¿no aparecen aquí dos distintas  teorías incompatibles sobre el mismo hecho? No lo creo; trátase, ciertamente, de dos distintas teorías que necesitaremos armonizar, pero que desde luego no son contradictorias. Una es sencillamente extraña a la otra, y cuando lleguemos a establecer una relación entre ellas habremos realizado un considerable progreso en nuestro conocimiento.

Que tales condensaciones son fuentes de placer es cosa muy compatible con la hipótesis de que hallan en lo inconsciente las condiciones de su génesis; en cambio, vemos el motivo de la sumersión en lo inconsciente en la circunstancia de que en él se logra fácilmente la condensación productora de placer que el chiste precisa. También otros dos factores que a primera vista parecen totalmente extraños entre sí y que se encuentran, como por un indeseado azar se demostrarán, en cuanto profundicemos un poco, como íntimamente unidos y hasta consustanciales. Me refiero a las dos conclusiones antes establecidas de que el chiste podía hacer surgir al principio de su desarrollo en el grado de juego; esto es, en la infancia de la razón, tales condensaciones aportadoras de placer y de que, por otra parte, lleva a cabo la misma función en grados más elevados mediante la sumersión del pensamiento en lo inconsciente. Lo que sucede es que lo infantil es la fuente de lo inconsciente y que los procesos mentales de este género son precisamente los únicos posibles durante la primera época infantil. El pensamiento que para la formación del chiste se sumerge en lo inconsciente busca allí la antigua sede del pasado juego con palabras. La función intelectual retrocede por un momento al grado infantil para apoderarse así nuevamente de la infantil fuente de placer. Si la investigación de la psicología de las neurosis no nos lo hubiera revelado ya, la del chiste nos haría sospechar que la singular elaboración inconsciente no es otra cosa que el tipo infantil de la labor intelectual. Mas no es nada fácil descubrir en el niño esta ideación infantil, cuyas singularidades conserva luego el adulto en su inconsciente, pues en la mayoría de los casos queda, por decirlo así, rectificada in statu nascendi. Algunas veces consigue, sin embargo, manifestarse, y en ellas reímos de lo que denominamos «simpleza infantil». Todo descubrimiento de tal inconsciente nos hace, en general, un efecto «cómico». 

Los caracteres de estos procesos mentales inconscientes se muestran con mayor claridad en las manifestaciones de los enfermos atacados de algunas perturbaciones psíquicas. Es muy verosímil que, conforme a la antigua hipótesis de Griesinger, nos fuese más fácil llegar a la comprensión de los delirios de los enfermos mentales, prescindiendo para interpretarlos de las exigencias del pensamiento consciente y aplicándoles un procedimiento interpretativo análogo al que aplicamos a los sueños. También para el sueño hemos hecho valer nosotros, a su tiempo, este punto de vista del «retorno de la vida anímica al estado embrional». Hemos examinado tan minuciosamente, en lo que respecta a los procesos de condensación, la significación de la analogía entre el chiste y el sueño, que en los procesos restantes podemos ser ya más concisos. Sabemos que los desplazamientos que aparecen en la elaboración del sueño indican la actuación de la censura del pensamiento consciente, y, por tanto, al hallar el desplazamiento entre las técnicas del chiste nos inclinaremos a suponer que también en la elaboración del mismo interviene un poder coercitivo. Así es, en efecto, la tendencia del chiste a conseguir el antiguo placer en el disparate o en el juego con palabras encuentra, hallándose el sujeto en un estado de ánimo normal, el obstáculo que debe ser vencido en cada caso. Mas en la forma en que la elaboración del chiste consigue esta victoria es en donde se muestra un diferencia decisiva entre el chiste y el sueño. En la elaboración onírica, el vencimiento del obstáculo se realiza siempre mediante desplazamientos y por la elección de representaciones lo bastante lejanas a las efectivamente dadas para poder traspasar la censura; pero, sin embargo, derivadas de ellas y provistas de toda su carga psíquica, que han adquirido por una completa transferencia. 

Así, pues, en ningún sueño dejan de existir desplazamiento -y, por cierto, más amplios que en ningún otro proceso-, debiéndose considerar como tales no sólo las desviaciones de la ruta mental, sino también todas las especies de representación indirecta y especialmente la sustitución de un elemento importante, pero que sería repelido por la censura, por otro indiferente que parezca inocente a la misma, aun constituyendo una lejana alusión al primero. Asimismo, la sustitución por un simbolismo, una metáfora o una minucia. No puede negarse que trozos de esta representación indirecta se constituyen ya en las ideas inconscientes del sueño; por ejemplo, la representación simbólica y metafórica, pues, si no, no hubiese llegado la idea representada al grado de la expresión preconsciente. Las representaciones indirectas de este género y aquellas alusiones cuya relación con lo aludido puede establecerse fácilmente son también habituales medios de expresión de nuestro pensamiento consciente. Mas la elaboración del sueño exagera hasta lo ilimitado el empleo de estos medios de la representación indirecta. Bajo la presión de la censura cualquier conexión resulta suficiente para que la sustitución por la alusión quede constituida y el desplazamiento se verifica con toda libertad y sin sujetarse a condición alguna. Especialmente singular y muy característica de la elaboración del sueño es la sustitución de las asociaciones internas (analogía, causalidad, etc.) por las llamadas externas (simultaneidad, contigüidad en el espacio, similicadencia). 

Todos estos medios del desplazamiento constituyen también técnicas del chiste; pero cuando se muestran como tales respetan casi siempre aquellos límites impuestos a su empleo en el pensamiento consciente y pueden asimismo faltar, aunque el chiste tenga casi siempre la misión de remover un obstáculo. Se comprenderá esta falta de desplazamiento en la elaboración del chiste recordando que éste dispone, en general, para defenderse de la coerción, de otra técnica distinta que constituye, además, su más singular característica. El chiste no establece, como el sueño, transacciones; no elude el obstáculo, sino que se obstina en mantener intacto el juego verbal o desatinado; pero se limita a elegir casos en los que el juego o el disparate pueden aparecer admisibles (chanza) o atinados (chiste) merced al múltiple significado de las palabras y a la diversidad de las relaciones intelectuales. Nada distingue mejor al chiste de las demás formaciones psíquicas que esta bilateralidad, y por lo menos en este punto han logrado aproximarse grandemente los investigadores al conocimiento de su esencia al acentuar el extremo del «sentido en lo desatinado». 

Dada la eficacia de esta técnica peculiarísima del chiste para el vencimiento de los obstáculos que al mismo se oponen, pudiéramos hallar superfluo el que en ocasiones emplee también el desplazamiento; mas, por un lado, determinadas especies de esta última técnica son siempre valiosos para el chiste en calidad de fines y fuentes de placer -así, el desplazamiento propiamente dicho (desviación de las ideas), que participa de la naturaleza del disparate-; y por otro, no debe olvidarse que el grado superior del chiste -el chiste tendencioso- tiene con frecuencia que vencer obstáculos de dos clases: aquellos que se oponen a su propia consecución y aquellos otros que se oponen a su tendencia, siendo las alusiones y los desplazamientos en extremo apropiados para lograr la remoción de estos últimos. El amplio e ilimitado empleo de la representación indirecta, del desplazamiento y especialmente de las alusiones en la elaboración del sueño tiene una consecuencia que no cito aquí por su importancia, sino porque constituyó para mí la ocasión subjetiva de ocuparme del problema del chiste. Cuando comunicamos a un profano el análisis de un sueño, análisis en el que naturalmente se hacen visibles los extraños medios, tan contrarios al pensamiento despierto, utilizados por la elaboración onírica, tales como la alusión y el desplazamiento, experimenta nuestro oyente una singular impresión de descontento y califica nuestras interpretaciones de «chistosas»; pero no ve en ellas chistes conseguidos, sino extremadamente forzados y contrarios, sin que pueda determinar en qué a las leyes del chiste. Esta impresión es fácilmente explicable: proviene de que la elaboración del sueño actúa con iguales medios que la del chiste, pero traspasa en su empleo los límites dentro de los que el mismo se mantiene. Pronto veremos que el chiste, a consecuencia del papel desempeñado por la tercera persona, se encuentra ligado a cierta condición de la que el sueño se halla libre. 

Entre las técnicas comunes al chiste y al sueño presentan un especial interés la representación antinómica y el empleo del contrasentido. Pertenece la primera a los medios más enérgicos del chiste, como podemos ver en los ejemplos que calificamos de «chistes por superación». La representación antinómica no consigue sustraerse, cual otras técnicas del chiste, a la atención consciente; aquel que procura lo más intencionadamente posible poner en actividad en sí el mecanismo de la elaboración del chiste -esto es, el sujeto habitualmente chistoso- suele encontrar en seguida que cuanto más fácilmente se contesta con un chiste a una afirmación es cuando se opina contrariamente a la misma y se deja a la ocurrencia del momento el cuidado de eludir, por medio de una transformación del sentido, un argumento o una réplica. Quizá deba la representación antinómica esta ventaja a la circunstancia de constituir el nódulo de otra forma expresiva, productora de placer, del pensamiento. Me refiero aquí a la ironía que se aproxima mucho al chiste y ha sido incluida entre los subgrupos de la comicidad. Su esencia consiste en expresar lo contrario de lo que deseamos comunicar a nuestro interlocutor; pero ahorra a éste al mismo tiempo toda réplica, dándole a entender por medio del tono, de los gestos o, si se trata de lenguaje escrito, de pequeños signos del estilo, que uno mismo piensa lo contrario de lo que manifiesta. La ironía no puede emplearse más que cuando el oyente está preparado a oírnos contradecirle, de manera que existe en él, a priori, una tendencia a la contrarréplica. A consecuencia de esta condicionalidad, la ironía se halla muy expuesta al peligro de no ser comprendida, pero siempre procura al que la emplea la ventaja de eludir fácilmente las dificultades de la expresión directa; por ejemplo, en las invectivas. En el oyente despierta probablemente placer moviéndose a un gasto de contradicción que es reconocido en el acto como superfluo. Tal comparación del chiste con una especie no lejana a él de lo cómico robustece nuestra hipótesis de que la relación con lo inconsciente es una cualidad peculiarísima del mismo y quizá lo que le diferencia de la comicidad. 

En la elaboración del sueño corresponde a la representación antinómica un papel mucho más considerable que el que desempeña en el chiste. El sueño gusta no sólo de representar dos contrarios por una y la misma formación mixta, sino que transforma también con tal frecuencia un objeto incluido en las ideas latentes en su contrario, que ello constituye gran dificultad para la labor interpretativa. «De ningún elemento de las ideas del sueño puede afirmarse, a priori que no represente precisamente a su contrario». Es éste un hecho que permanece aún totalmente incomprendido. Más parece indicar un importante carácter del pensamiento inconsciente: la carencia de un proceso comparable al de «juzgar». En lugar del juicio encontramos en lo inconsciente la «represión». Esta puede ser acertadamente descrita como el grado intermedio entre un reflejo de defensa y un juicio condenatorio. El disparate y el absurdo, que con tanta frecuencia aparecen en el sueño y le han atraído tan inmerecido desprecio, no nacen nunca casualmente de la acumulación de elementos de representación, sino que son siempre, como puede probarse en cada caso, permitidos por la elaboración onírica y se hallan destinados a la representación de una amarga crítica o una contradicción desdeñosa existente en las ideas del sueño. El absurdo que aparece en el contenido manifiesto del sueño sustituye en él a un juicio despreciativo incluido entre las ideas latentes.

En mi Interpretación de los sueños he insistido grandemente en esta circunstancia por creer que constituye la mejor refutación del difundido error de que el sueño no es un fenómeno psíquico, error que cierra el camino del conocimiento de lo inconsciente. Antes, al analizar determinados chistes tendenciosos, hemos visto que el disparate es utilizado en el chiste para idénticos fines de representación, y sabemos también que una fachada especialmente disparatada del chiste es en extremo apropiada para elevar el gasto psíquico en el oyente y aumentar con ello la magnitud libertada en la descarga por medio de la risa. Aparte de esto, no queremos olvidar que el desatino constituye en el chiste un fin en sí, dado que la intención de reconquistar el antiguo placer del disparate es uno de los motivos de la elaboración. Existen aún otros caminos para reconquistar el disparate y extraer de él placer. La caricatura, la parodia y la exageración se sirven de ellos y crean de este modo el «disparate cómico». Sometiendo estas formas de expresión a un análisis semejante al que hemos llevado a cabo en el chiste hallaremos que en ninguna de ellas surge ocasión de referirnos, para explicarlas, a procesos inconscientes de nuestra vida anímica. 

Comprendemos ahora también por qué el carácter de lo «chistoso» puede añadirse, como un agregado, a la caricatura, parodia o exageración; lo que hace posible que esto suceda es la diversidad de la «escena psíquica». El hecho de situar la elaboración del chiste en el sistema de lo inconsciente ha ganado  considerablemente en importancia desde que nos ha descubierto que las técnicas de las que el chiste depende no son, sin embargo, de su exclusiva propiedad. De este modo hallaremos ahora resueltas varias dudas que en la investigación inicial de las técnicas tuvimos que dejar inexplicadas. Pero pudiera sospecharse que la innegable relación del chiste con lo inconsciente sólo existe en determinadas categorías del chiste tendencioso y no en todos y cada uno de los grados evolutivos y especies del chiste, como nosotros suponemos. Es ésta una objeción de suficiente importancia para no dejarla pasar sin un detenido examen. El caso innegable de formación del chiste en lo inconsciente es aquel en que se trata de chistes al servicio de tendencias inconscientes o reforzadas por lo inconsciente; esto es, en la mayoría de los chistes «cínicos». En estos casos, la tendencia inconsciente hace descender hasta ella a la idea preconsciente, sumergiéndola en lo inconsciente para transformarla allí, proceso muy análogo a otros descubiertos por la psicología de las neurosis. En los chistes tendenciosos de otro género, en el chiste inocente y en la chanza, parece, en cambio, faltar esta fuerza atractiva y es, por tanto, dudosa la relación del chiste con lo inconsciente. 

Mas examinaremos el caso de expresión chistosa de un pensamiento valioso de por sí y surgido en conexión con cualquier proceso mental. Para convertir en chiste dicho pensamiento se necesitará llevar a cabo una selección entre las diversas formas expresivas posibles, con el fin de encontrar precisamente aquella que haya de traer consigo la consecución de placer verbal. Por autoobservación sabemos que no es la atención consciente la que lleva a cabo esta selección; pero sí, en cambio, permitirá que la carga psíquica de los pensamientos preconscientes sea atraída a lo inconsciente, pues en este sistema los caminos de enlace que parten de la palabra son tratados, como vimos al examinar la elaboración del sueño, en igual forma que las relaciones objetivas. La carga psíquica inconsciente ofrece las condiciones más favorables para la elección de expresión verbal. Podemos, además, suponer, desde luego, que la posibilidad de expresión que encierra en sí la consecusión de placer verbal actúa sobre la aún vacilante concepción del pensamiento preconsciente, haciéndola descender, del mismo modo que en el primer caso, de la tendencia inconsciente. Para el orden más simple del chiste podemos representarnos que una intención constantemente vigilante, la de conseguir placer verbal, se apodera de la ocasión dada precisamente en lo preconsciente para atraer a lo inconsciente, en la forma ya conocida, el proceso de revestimiento (catectización). 

Quisiera hallar la posibilidad de exponer con claridad meridiana y robustecer con incontrovertibles argumentos este punto decisivo de mi teoría del chiste. Pero ninguno de ambos deseos me es dado lograr, pues resultan interdependientes. Si no puedo presentar más clara exposición de mi teoría es porque no dispongo de más pruebas demostrativas que las ya aducidas. Mi concepción del chiste es fruto del estudio de su técnica y de la comparación de su elaboración con la de los sueños. Trátase, pues, de una serie de deducciones que hemos visto se adaptan, en general, perfectamente a las singularidades del chiste. Mas como tales deducciones nos han llevado no a un terreno conocido, sino a dominios totalmente nuevos y un tanto desconcertantes para nuestro pensamiento, nos limitamos a considerar su totalidad como una «hipótesis» y no estimamos como «prueba» la relación de la misma con el material del que ha sido deducida. Sólo la consideraremos demostrada cuando lleguemos de nuevo a ella por otros caminos deductivos y podamos indicar como punto de reunión de otras distintas rutas mentales. Pero esta demostración es imposible en el estado aún naciente de nuestro conocimiento de los procesos inconscientes. 

Sabiendo, pues, que nos hallamos ante un terreno inexplorado, y nos contentaremos con tender desde nuestro punto de observación un único y vacilante puente hacia lo desconocido. Relacionando los diversos grados del chiste con las disposiciones anímicas favorables a cada uno de ellos, podremos establecer lo que sigue: la chanza nace de un bien dispuesto estado de ánimo al que parece peculiar una tendencia a una minoración de las cargas anímicas. Se sirve ya de todas las técnicas características del chiste y cumple igualmente la condición fundamental del mismo mediante la selección de un material verbal o un enlace de ideas que satisfagan tanto las exigencias de la consecución de placer como las de la crítica comprensiva. Deduciremos, pues, que el descenso de la carga mental al grado inconsciente, facilitado por el buen estado de ánimo, se verifica ya en la chanza. En el chiste inocente, pero ligado a la expresión de un pensamiento valioso, falta este auxilio proporcionado por el estado de ánimo y, por tanto, tendremos que suponer existente una especial aptitud personal para abandonar la carga psíquica preconsciente y cambiarla durante un momento por la inconsciente. 

Una tendencia, de continuo vigilante, a renovar la primitiva consecución de placer del chiste actúa aquí, atrayendo a lo inconsciente la expresión preconsciente del pensamiento aún indecisa. En una alegre disposición espiritual, la mayoría de los hombres es capaz de producir chanzas, y la aptitud para el chiste sólo en contadísimas personas es independiente el estado de ánimo. Por último, actúa como el más enérgico estímulo para la elaboración del chiste la existencia de intensas tendencias que se extienden hasta lo inconsciente y representan una especial aptitud para la producción chistosa, constituyendo al mismo tiempo una explicación de que las condiciones subjetivas del chiste aparezcan cumplidas con gran frecuencia en personas neuróticas. Bajo la influencia de enérgicas tendencias puede convertirse en chistoso el sujeto antes inepto para el chiste. Con esta última aportación al esclarecimiento aún hipotético de la elaboración del chiste en la primera persona queda en realidad agotado nuestro interés por el chiste. Réstanos tan sólo una corta comparación del mismo con los sueños, comparación fundada en la esperanza de que funciones anímicas tan distintas tienen que presentar, al lado de la coincidencia entre ellas descubierta, decisivas diferencias. La principal de éstas yace en su conducta social. El sueño es un producto anímico totalmente asocial. 

No tiene nada que comunicar a nadie. Nacido en lo íntimo del sujeto como transacción entre las fuerzas psíquicas que en él luchan, permanece incomprensible incluso para el mismo y carece, por tanto, de todo interés para los demás. No sólo no necesita aspirar a ser comprendido, sino que tiene que evitar llegar a serlo, pues entonces  quedaría destruido. Los sueños sólo pueden subsistir encubiertos por su disfraz. Pueden, pues, servirse libremente del mecanismo que rige los procesos inconscientes hasta lograr una deformación que los haga irreconocibles. En cambio, el chiste es la más social de todas las funciones anímicas encaminadas a la consecución de placer. Precisa muchas veces de tres personas, y su perfeccionamiento requiere la participación de un extraño en los procesos anímicos por él estimulados. Tiene, por tanto, que hallarse ligado a la condición de comprensibilidad y la deformación, que por medio de la condensación y del desplazamiento pueda sufrir en lo inconsciente, tendrá que detenerse antes de hacerlo irreconocible por tercera persona. Por lo restante, sueño y chiste surgen en dominios totalmente diferentes de la vida anímica y en puntos del sistema psicológico muy alejados uno de otro. El sueño es siempre un deseo, aunque irreconocible, y el chiste, un juego desarrollado. El sueño conserva, a pesar de su nulidad práctica, una relación con grandes intereses vitales. Busca satisfacer las necesidades por medio del rodeo regresivo de la alucinación y debe su posibilidad a la única necesidad activa durante el estado de reposo nocturno: la necesidad de dormir. En cambio, el chiste busca extraer una pequeña consecuencia de placer de la simple actividad -carente de toda necesidad- de nuestro aparato anímico, y más tarde, lograr tal aportación de la actividad del mismo, y de este modo llega secundariamente a importantes funciones dirigidas hacia el mundo exterior. El sueño se encamina predominantemente al ahorro de displacer, y el chiste, a la consecución de placer. Pero no hay que olvidar que a estos dos fines concurren todas nuestras actividades anímicas. 

El chiste y las especies de lo cómico.

(1) El camino por el que hemos logrado aproximarnos a los problemas de lo cómico se aparta bastante de los seguidos por investigadores anteriores. Pareciéndonos que el chiste, considerado generalmente como un subgrupo de la comicidad, ofrecía suficientes peculiaridades para ser objeto por sí mismo de una investigación directa, hemos ido eludiendo, mientras nos ha sido posible, su relación con la más amplia categoría de lo cómico, aunque no sin hallar en el curso de nuestra labor algunos muy importantes para el conocimiento de la comicidad. Así, hemos descubierto, sin gran dificultad, que la conducta social de lo cómico es distinta de la del chiste. Lo cómico no precisa sino de dos personas: una que lo descubre y otra en la que es descubierto. La participación de una tercera persona, a la que lo cómico es comunicado, intensifica el proceso cómico, pero no agrega a él nada nuevo. Por el contrario, el chiste precisa obligadamente de dicha tercera persona para la perfección del proceso aportador de placer, pudiendo, en cambio, prescindir de la segunda cuando no es agresivo o tendencioso. El chiste «se hace», y la comicidad «se descubre», o sea, en primer lugar, en las personas, o, secundariamente y merced a una transferencia, en los objetos, situaciones, etc. En nuestro análisis del chiste hemos averiguado que no es en personas extrañas a nosotros, sino en nuestros propios procesos mentales, donde el mismo halla las fuentes de placer que de alumbrar se trata. Vemos también que el chiste sabe abrir de nuevo fuentes de placer que habían devenido inaccesibles, y que lo cómico le sirve con frecuencia de fachada y se sustituye al placer preliminar que tendría que lograr por medio de la técnica ya investigada en capítulos anteriores, circunstancias todas que indican la existencia de múltiples relaciones entre el chiste y la comicidad.

Mas los problemas de lo cómico muestran tal complicación y han eludido tan obstinadamente los esfuerzos de la investigación filosófica, que no podemos abrigar la esperanza de que, partiendo del estudio del chiste, hemos de lograr resolverlos sin dificultad. Además, si para la investigación del chiste disponíamos de un instrumento -el conocimiento de la elaboración de los sueños- del que no pudieron servirse los que en el estudio de esta materia nos han precedido, para el investigador de la comicidad no poseemos nada análogo que facilite nuestra labor. Debemos, pues, hallarnos preparados a no descubrir de la esencia de la comicidad mucho más de lo que ya se nos ha revelado al estudiar el chiste como parte hasta cierto punto integrante de la misma, que entrañaba en su esencia -intactos o modificados- determinados rasgos de lo cómico. 

Lo ingenuo es la especie de lo cómico más cercana al chiste. Es, en general, «descubierto» como la comicidad, y no «hecho», como el chiste, carácter que presenta con mayor exclusividad que ninguna otra especie de lo cómico, pues dentro de lo cómico puro cabe todavía cierta voluntad de hacer surgir la comicidad; esto es, de aquello que, por analogía con la corriente expresión de «poner en ridículo», pudiéramos denominar «poner en cómico». Lo ingenuo tiene que producirse, sin nuestra intervención, en los actos o palabras de otras personas, que ocupan el lugar de la segunda persona del chiste o de la comicidad, y nace cuando el sujeto parece vencer sin esfuerzo alguno una coerción que en realidad no existe en él. Esta sensación, en el sujeto, de la coerción que nosotros suponemos existente es condición precisa de lo ingenuo, pues, si no, no lo calificaríamos de tal, sino de desvergonzado, y no despertaría nuestra hilaridad, sino nuestra indignación. El efecto de lo ingenuo es irresistible y nada difícil de comprender. Un gasto de coerción efectuado habitualmente por nosotros deviene de pronto superfluo por la audición de la ingenuidad y es descargado en la risa, sin que sea necesaria desviación alguna de la atención, dado que la remoción del obstáculo se lleva a cabo directamente y no por medio de un proceso puesto en actividad por un estímulo determinado. Nos conducimos aquí de un modo análogo al de la tercera persona del chiste, a la que el ahorro de coerción es regalado sin necesidad de esfuerzo alguno por su parte. 

Tras el conocimiento que de la génesis del chiste hemos adquirido persiguiendo el desarrollo de este último desde su grado de juego, no puede maravillarnos que lo ingenuo aparezca sobre todo en los niños y, secundariamente, en los adultos poco cultivados, a los que, por su escaso desarrollo intelectual, podemos considerar como niños. Naturalmente, los dichos ingenuos se prestarán mejor que los actos de igual naturaleza para establecer una comparación de la ingenuidad con el chiste dado que éste encuentra su habitual forma expresiva en la palabra y no en la acción. Ahora bien: es muy significativo el hecho de que determinadas manifestaciones ingenuas, como las de los niños, puedan, sin violencia alguna, ser igualmente calificadas de «chistes ingenuos». En algunos ejemplos podremos ver con facilidad tanto aquello en lo que el chiste y la ingenuidad coinciden como aquello en que difieren. Una niña de tres años y medio advierte a su hermano: «No comas tanto. Te pondrás malo y tendrás que tomar una Bubizin (por medicina).» «¿Bubizin? -pregunta la madre-. ¿Qué es eso?» «Sí -replica la niña-; cuando yo estuve mala, también tuve que tomar una 'Medizin'» La  niña cree que el remedio que le prescribió el médico se llamaba 'Mädi-zin' por estar destinada a ella (Mädi = niña, nena); y deduce que, siendo para su hermanito, deberá llamarse Bubi-zin (Bubi = niño, nene). Las palabras de la niña se nos muestran como un chiste verbal por similicadencia; pero considerándolas como tal chiste, apenas si nos harán sonreír forzadamente. En cambio, como ingenuidad nos parece excelentes y nos mueven a risa. Mas ¿qué es lo que en este caso constituye la diferencia entre el chiste y lo ingenuo? Observamos, desde luego, que tal diferencia no estriba en la expresión verbal ni tampoco en la técnica, que son idénticas para ambas posibilidades, sino en un factor a la primera vista muy alejado de las mismas. La determinación dependerá exclusivamente de que supongamos que el sujeto ha tenido la intención de hacer un chiste o que, por el contrario, no ha hecho sino deducir de buena fe una consecuencia, dejándose guiar por su infantil ignorancia. Sólo en este último caso se tratará de una ingenuidad. 

Vemos, pues, que lo ingenuo nos ofrece, por vez primera en el curso de estas investigaciones, un caso de transporte del oyente al proceso psíquico de las personas productoras. El análisis de un segundo ejemplo confirmaré esta hipótesis: Dos hermanos, una niña de doce años y un niño de diez, representan ante un público familiar una obra teatral de la que ellos mismos son autores. La escena representa una cabaña a orillas del mar. En el primer acto se lamentan los dos únicos personajes, un pobre pescador y su mujer, de lo trabajoso y miserable de su vida. El marido decide embarcar en un bote y salir a buscar fortuna en lejanos países. Una cariñosa despedida pone fin al primer acto. Al comenzar el segundo han pasado varios años. El pescador ha hecho fortuna y torna a su hogar con una gran bolsa de dinero. Encuentra a su mujer esperándole en la puerta de la choza y le hace el relato de sus aventuras. La buena mujer, no queriendo ser menos, le responde, llena de orgullo: «Tampoco yo he estado holgazaneando todo este tiempo. Mira.» Y abriendo la puerta de la cabaña, le muestra doce niños -todos los muñecos de los actores-autores- durmiendo en el suelo... Al llegar a este punto quedó la representación interrumpida por las estruendosas carcajadas del auditorio, y los intérpretes enmudecieron, llenos de asombro, ante aquella inesperada hilaridad de sus familiares, que hasta entonces habían constituido un público modelo de corrección. 

Estas risas se explican por la circunstancia de que los espectadores suponen, naturalmente, que los infantiles autores desconocen aún por completo las condiciones del nacimiento de los niños y creen, por tanto, que una mujer puede vanagloriarse de la descendencia obtenida durante una larga ausencia del esposo y que éste ha de regocijarse del fausto suceso. Aquello que los autores han producido basándose en su ignorancia puede calificarse de absurdo o desatinado, y esta ignorancia infantil, que tan radicalmente transforma el proceso psíquico en el oyente, es lo que constituye la esencia de la ingenuidad. Es fácil, por tanto, incurrir en error al apreciar lo ingenuo, suponiendo existente en el niño una ignorancia ya desaparecida, error que es con frecuencia aprovechado por el sujeto infantil para permitirse, simulando ingenuamente, libertades que de otro modo no le serían consentidas. El análisis de estos ejemplos nos descubre y aclara la posición de lo ingenuo entre el chiste y lo cómico. La ingenuidad (verbal) coincide con el chiste en la expresión y en el contenido, haciendo nacer un equivocado empleo de palabras, un absurdo o un «dicho verde». Pero el proceso psíquico que se realiza en la primera persona y que tan interesante y misterioso se nos ha mostrado en el chiste falta aquí por completo. La persona ingenua cree haberse servido normalmente de sus medios expresivos e intelectuales. No abriga la menor arrière pensée (segunda intención) ni extrae placer alguno de la producción de la ingenuidad. Todos los caracteres de la misma dependen tan sólo de la interpretación del oyente, el cual ocupa aquí el lugar de la tercera persona del chiste.

La primera persona -el autor de la ingenuidad- crea ésta sin esfuerzo alguno, y la complicada técnica, destinada en el chiste a paralizar la coerción que la razón crítica pudiera ejercer, no tiene por qué existir en la ingenuidad, puesto que la misma se halla aún libre de tal coerción y puede producir directamente -sin recurrir a transacción ninguna- el desatino o la procacidad. En este sentido constituye lo ingenuo aquel caso límite del chiste que resultaría de hacer igual a cero, en la fórmula de la elaboración del mismo, la magnitud de la censura. Si para la eficacia del chiste era condición que ambas personas se hallasen sometidas a idénticas o muy análogas coerciones o resistencias internas, en cambio, lo será de la ingenuidad que una de las personas posea coerciones de las que la otra está libre. 

De estas personas, la primera será la que decida si algo constituye o no una ingenuidad y, además, la única en la que lo ingenuo producirá una aportación de placer. Este placer que la ingenuidad hace surgir podemos determinarlo como producto de la remoción de una coerción, y dado que el placer del chiste posee idéntico origen -un nódulo de placer verbal o disparatado y una envoltura de placer de remoción y de minoración-, podremos fundar en la analogía de sus relaciones con la coerción el íntimo parentesco del chiste con la ingenuidad. En ambos nace placer de la remoción de una coerción interna; más el proceso psíquico que se verifica en la persona receptora (que en la ingenuidad es, generalmente, nuestro propio yo, mientras que en el chiste puede éste ocupar el puesto de persona productora) es en la ingenuidad mucho más complicado que en el chiste y, en cambio, mucho más sencillo el correspondiente a la persona productora. Sobre la persona receptora tiene la ingenuidad oída que actuar, desde cierto punto de vista, como chiste -circunstancia que aparece patente en los ejemplos antes expuestos-, pues, como en el chiste sucede, facilita en dicha persona, y sin el menor esfuerzo por parte de la misma, la remoción de la censura. Mas sólo una parte del placer provocado por la ingenuidad puede explicarse por este proceso, y aun esta parte desaparecería en casos como el de la procacidad ingenua, ante la cual podríamos reaccionar con igual indignación que ante una franca procacidad, si un diferente factor no nos ahorrara dicha indignación y produjera al mismo tiempo la parte más importante del placer de lo ingenuo. 

Este otro factor está constituido por la condición, antes indicada, de que para aceptar algo como una ingenuidad tiene que sernos conocida la falta de coerción íntima en la persona productora. Sólo cuando esta falta nos consta reímos en lugar de indignarnos. Tomamos, por tanto, en cuenta el estado psíquico de la persona productora y nos transportamos a él tratando de comprenderlo por medio de su comparación con el nuestro propio, comparación de la que resulta un ahorro de gasto que descargamos por medio de la risa. A esta explicación pudiéramos preferir otra más sencilla, consistente en suponer que, al darnos cuenta de que la persona productora no tenía necesidad de dominar ninguna coerción, devenía superflua nuestra indignación. De este modo, la risa nacería de la indignación ahorrada. Mas para alejarnos de esta hipótesis, que habría de  inducirnos en error, estableceremos una definida separación entre dos casos que antes expusimos conjuntamente. Lo ingenuo que ante nosotros aparece puede ser de la naturaleza del chiste, como en los ejemplos expuestos, y también de la del «dicho verde», o, en general, pertenecer a aquello que motiva nuestra repulsa, sobre todo si se trata no ya de palabras, sino de actos.

Este último caso es especialmente apto para confundir nuestro juicio, pues en él pudiéramos aceptar que el placer nacía de la indignación ahorrada y transformada. Pero el primer caso, el de la ingenuidad puramente verbal, nos sirve de guía. Así, la ingenua frase de la 'Bubizin' puede hacer de por sí el efecto de un chiste harto débil y no da el menor motivo de indignación. Es éste, ciertamente, el caso menos frecuente, pero también el más puro e instructivo. Al aceptar que la niña cree de buena fe y sin segunda intención alguna de la identidad de las sílabas 'Medi' de 'Medizin' con el nombre que cariñosamente le dan sus familiares (Mädi = nena), experimenta nuestro placer una intensificación que no tiene ya nada que ver con el placer del chiste. Consideramos, pues, lo dicho por la niña desde dos puntos de vista, una vez, tal y como en ella se ha producido, y otra, tal y como se produciría en nosotros. De esta comparación resulta que la niña ha hallado una identidad que sabemos inexistente y ha traspasado una barrera que en nosotros continúa alzada, y prosiguiendo luego nuestra reflexión nos damos cuenta de que si queremos comprender la ingenuidad podemos ahorrarnos el gesto necesario para mantener en pie dicha barrera. El gasto que como resultado de esta comparación queda libre constituye la fuente del placer de la ingenuidad y es descargado por medio de la risa, siendo el mismo que hubiéramos transformado en indignación si el infantil proarrollo intelectual de la persona productora y la naturaleza de lo manifestado no excluyera en este caso todo motivo para ello. 

Mas tomando ahora al chiste ingenuo como modelo para el caso restante, o sea el de lo ingenuo que es objeto de nuestra repulsa, veremos que también en esta clase de ingenuidades puede nacer el ahorro de coerción directamente del proceso comparativo, no siendo necesario suponer una naciente indignación ahogada en sus comienzos. Tal indignación no sería por tanto, sino el empleo en otro lugar del gasto libertado, empleo contra el cual eran necesarios en el chiste complicados dispositivos protectores. Esta comparación y este ahorro de gasto resultante de nuestra identificación con el proceso psíquico que se verifica en la persona productora, sólo no siendo privativos de lo ingenuo podrán adquirir cierta importancia. Y realmente surge en nosotros la sospecha de que este mecanismo, totalmente extraño al chiste es una parte, y quizá la esencia, del proceso psíquico de lo cómico. De este modo, lo ingenuo no sería sino una de las especies de la comicidad, y lo que en nuestros ejemplos de ingenuidades verbales se agrega al placer del chiste sería placer «cómico», producido, en general, por el ahorro de gasto resultante de la comparación de las manifestaciones de otra persona con las nuestras propias. Mas dado que al llegar a este punto nos hallamos ante cuestiones que pueden llevarnos muy lejos, terminaremos ante todo nuestro examen de la ingenuidad. Esta sería, pues, una de las especies de lo cómico en tanto en cuanto su placer nace de la diferencia de gasto resultante de la comparación estimulada por nuestro deseo de comprender determinada manifestación de otra persona, y se aproximaría al chiste por la condición de que el gasto ahorrado en dicha comparación tiene que ser un gasto de coerción. 

Establezcamos aún, rápidamente, algunas analogías y diferencias entre los conceptos a los que hemos llegado últimamente y aquellos otros que constan ha largo tiempo en la psicología de la comicidad. La identificación, el querer comprender, no son otra cosa que el «prestar cómico» que desde Jean Paul desempeña un papel en el análisis de la comicidad. La «comparación» de un proceso psíquico que se realiza en otra persona con el nuestro propio corresponde al «contraste psicológico», para el cual hallamos por fin aquí un lugar después de haberle buscado inútilmente alguna aplicación en el chiste. Mas en la explicación del placer cómico nos separamos de muchos investigadores para los que dicho placer nace de la oscilación de la atención entre las representaciones que han de ser contrastadas. Pareciéndonos incomprensible tal mecanismo del placer, preferimos indicar que de la comparación de los contrastes nace una diferencia de gasto que cuando no recibe empleo distinto es susceptible de ser descargada y constituye, por tanto, una fuente de placer. Al aproximarnos al problema de lo cómico, lo hacemos con cierto temor. Sería presuntuoso esperar que nuestro esfuerzo consiguiera aportar algo decisivo para la solución de un problema que la intensa labor de toda una serie de brillantes pensadores no ha logrado aún esclarecer satisfactoriamente en todos sus aspectos. No nos proponemos, por tanto, más que perseguir por algún trecho, en los dominios de lo cómico, aquellos puntos de vista que en la investigación del chiste han demostrado poseer un innegable valor. 

Lo cómico aparece primeramente como un involuntario hallazgo que hacemos en las personas; esto es, en sus movimientos, formas, actos y rasgos característicos, y probablemente al principio tan sólo en sus cualidades físicas, pero luego también en las morales y en aquello en que éstas se manifiestan. Más tarde, y por una especie de personificación muy frecuente, encontramos lo cómico en los animales y en objetos inanimados. Resulta, pues, la comicidad susceptible de ser separada de las personas siempre que de antemano conozcamos las condiciones en que las mismas resultan cómicas. De este modo nace la comicidad de la situación, y con tal conocimiento aparece la posibilidad de hacer resultar cómica, a voluntad, a una persona, colocándola en situaciones en las que dichas condiciones de lo cómico se muestran ligadas a sus actos. El descubrimiento de que está en nuestro poder el hacer resultar cómica a una persona cualquiera -incluso la nuestra propia- abre el acceso a insospechadas consecuciones de placer cómico y da origen a una técnica muy amplia. Los medios de que para ello disponemos son, entre otros muchos, la imitación, el disfraz, la caricatura, la parodia y, sobre todo, el colocar a la persona de que se trate en una situación cómica. Naturalmente, pueden todas estas técnicas entrar al servicio de tendencias hostiles y agresivas, haciendo resultar cómica a una persona con el fin de mostrarla ante los demás como desprovista de toda autoridad o dignidad y sin derecho a consideración ni respeto. Mas aun cuando tal intención constituyera siempre el fondo de todo intento de hacer resultar cómica a una persona no tendría por qué ser éste el sentido de lo cómico espontáneo. 

Ya con esta desordenada revisión de las manifestaciones de la comicidad nos damos cuenta de que debemos atribuir a la misma condiciones de origen mucho más amplias que a lo ingenuo. Para descubrir el rastro de tales condiciones, lo principal será acertar en la elección del punto de partida de nuestra labor, y recordando que la representación escénica más primitiva, la pantomima, utiliza la comicidad de los movimientos para provocar la risa, elegiremos esta especie de lo cómico para comenzar por ella la investigación que nos proponemos. A la interrogación de por qué reímos de los movimientos de los clowns responderíamos que porque nos parecen excesivos e inapropiados. Reímos, pues, de un gesto desproporcionado. Busquemos ahora la condición fuera de la comicidad artificialmente provocada; esto es, allí donde aparece involuntariamente. Los movimientos infantiles no nos parecen cómicos, aunque el niño patalea y salta sin objeto visible. En cambio, sí hallamos cómico el que el niño que aprende a escribir saque la lengua y siga con ella los movimientos de la pluma. En este manejo vemos un superfluo gasto de movimiento que nosotros ahorraríamos al dedicarnos a igual actividad. Del mismo modo hallamos cómico, en el adulto, otros movimientos que acompañan innecesariamente a la actividad principal o que simplemente nos parecen superar la medida normal del gesto expresivo.

Casos puros de esta clase de comicidad son aquellos movimientos que el jugador de bolos ejecuta después de haber arrojado la bola, como si con ellos quisiera regular su curso, y también los gestos que exageran la expresión normal de nuestros pensamientos, aunque sean involuntarios, como sucede en los enfermos de corea (baile de San Vito). Igualmente parecerán cómicos los movimientos de nuestros modernos directores de orquesta a todas aquellas personas poco versadas en música que no comprendan a qué fin corresponden. De esta comicidad de los movimientos se deriva la de las formas corporales y de los rasgos fisonómicos que son considerados como el resultado de un movimiento exagerado e inútil. Unos ojos demasiado abiertos, una nariz ganchuda, unas orejas muy separadas del cráneo, una joroba o cualquier análogo defecto físico, sólo se hacen cómicos en tanto en cuanto nos representamos los movimientos que serían necesarios para su constitución, representación en la que atribuimos a las partes del cuerpo correspondientes mayor movilidad de la que realmente poseen. Encontramos innegablemente cómico que una persona pudiera mover las orejas y aún nos lo parecería más que pudiera mover la nariz. Gran parte de la comicidad que en los animales hallamos procede de que vemos en ellos movimientos que no podemos imitar. 

Mas ¿cómo llegamos a reír cuando reconocemos como inútiles y exagerados los movimientos de otros? A mi juicio, lo que nos lleva a reír es la comparación de los movimientos observados en los demás con los que, hallándonos en su lugar, hubiésemos ejecutado. Claro es que a los dos términos de la comparación habremos de aplicar la misma medida, y ésta será precisamente aquel gesto de inervación que va ligado con la representación del movimiento correspondiente a cada uno de ellos. Esta afirmación necesitará ser ampliada y explicada. Lo que aquí ponemos en relación es, por un lado, el gasto psíquico correspondiente a determinada representación, y por otro, el contenido de esta última. Nuestra afirmación implica que el primero de dichos factores no es esencial y generalmente independiente del segundo; esto es, del contenido de la representación de algo considerable necesita de un gasto mayor que la de algo pequeño. Mientras no se trata más que de la representación de diversos grandes movimientos, el establecimiento de nuestra afirmación ni su comprobación experimental no presenta graves dificultades, pues vemos en seguida que en este caso coincide una cualidad de la representación con otra de lo representado, aunque la Psicología nos prevenga siempre contra tales confusiones. 

La representación de determinado movimiento considerable la adquirimos al ejecutarlo por vez primera espontáneamente o por imitación, acto en el que además, descubrimos en nuestras sensaciones de inervación una medida para tal movimiento. Cuando observamos en otra persona un movimiento análogo a cualquiera de los que por experiencia propia conocemos, el camino más seguro para la comprensión o percepción del mismo será el ejecutarlo por imitación, y entonces podemos decidir, por comparación, en qué movimiento -el nuestro o el ajeno imitado- fue mayor el gesto por nosotros efectuado. Tal impulso a la imitación aparece seguramente siempre que observemos un movimiento. Mas, en realidad, no llevamos a cabo tal imitación, como tampoco seguimos deletreando cuando el deletrear nos ha enseñado ya a leer. En el lugar de la imitación muscular del movimiento colocamos la representación del mismo por medio de nuestro recuerdo de los gastos efectuados en movimientos análogos. La representación o «pensamiento» se diferencia, ante todo, de la acción o ejecución, por ser mucho más pequeña la carga psíquica cuyo desplazamiento provoca y por impedir la descarga del gasto principal. Mas ¿de qué manera se manifiesta en la representación el factor cuantitativo -la mayor o menor magnitud- del movimiento percibido? Y si falta una exposición de la cantidad en la representación formada por cualidades, ¿cómo podremos diferenciar las representaciones de movimientos diferentemente grandes y establecer la comparación que constituye aquí la cuestión capital? En este punto nos indica el camino la Fisiología, mostrándonos que también durante el proceso de ideación parten inervaciones hacia los músculos, aunque no correspondan sino a un modestísimo gasto, lo cual nos hace suponer que este gasto de inervación que acompaña al proceso representativo es empleado en la exposición del factor cuantitativo de la representación y ha de ser mayor cuando es representado un movimiento considerable que cuando se trata de uno pequeño. La representación del movimiento mayor sería también realmente la mayor; esto es, la acompañada de mayor gasto. 

La observación nos muestra directamente que los hombres nos hallamos acostumbrados a expresar lo grande y lo pequeño de los contenidos de nuestras representaciones por un diverso gasto, como en una especie de mímica de ideación. Cuando un niño, un adulto poco cultivado o un sujeto perteneciente a ciertas razas de escaso desarrollo intelectual describen o comunican algo, puede verse fácilmente que no se contentan con hacer comprensible su representación por la elección de palabras apropiadas, sino que exponen también el contenido de la misma por medio de movimientos expresivos, uniendo de este modo la exposición mímica a la verdad e indicando al mismo tiempo las cantidades y las intensidades. Al decir «una alta montaña» elevarían la mano por encima de su cabeza, y si su frase es «un enano chiquitín», la bajarán hasta cerca del suelo. En aquellos casos en que tales sujetos han perdido ya el hábito de pintar con sus manos aquello que describen, lo harán elevando o bajando la voz, y si también logran dominar esta costumbre puede apostarse que abrirán mucho los ojos al hablar de algo grande y los entornarán cuando se refieran a algo pequeño. Lo que de este modo expresan no son sus sentimientos personales, sino realmente el contenido de su representación. 

¿Habremos, pues, de suponer que esta necesidad de mímica es despertada por las exigencias de la comunicación y que gran parte de este medio expositivo escapa en general a la atención del oyente? Creo más bien que esta mímica, aunque menos marcada, subsiste con independencia de toda comunicación y aparece también cuando el sujeto se representa algo a sí mismo exclusivamente o piensa algo de una manera plástica. Por tanto, los individuos antes señalados expresarán por medio de modificaciones somáticas y del mismo modo que en la descripción verbal su representación íntima de lo grande y lo pequeño, aunque tales modificaciones pueden quedar reducidas a una diversa inervación de los rasgos fisonómicos y los órganos sensorios. Esto nos hace pensar que la inervación física consensual al contenido de lo representado fue el comienzo y origen de la mímica destinada a la comunicación. Para hacerse inteligible a los demás no necesitó dicha inervación más que intensificarse hasta resultar fácilmente perceptible. Claro es que al exponer de este modo mi opinión de que a la «expresión de los sentimientos», conocida como efecto físico concomitante de los procesos anímicos, debiera añadirse esta «expresión del contenido de las representaciones», me doy perfecta cuenta de que mis observaciones sobre las categorías de lo grande y lo pequeño no agotan el tema. Todavía pudiéramos agregar muchas interesantes consideraciones de tensión por los que una persona revela físicamente la concentración de su atención y el nivel de abstracción que alcanza, en un momento determinado, su pensamiento. Creo importantísima esta materia y opino que la prosecución del estudio de la mímica ideativa sería tan útil en otros dominios de la Estética como lo ha sido aquí para la inteligencia de lo cómico. 

Volviendo a la comicidad del movimiento, repetiremos que con la percepción de determinado ademán nace el impulso a su representación por cierto gasto. Realizamos, pues, en la percepción de dicho movimiento, o sea en nuestra voluntad de comprenderlo, cierto gasto, conduciéndonos en esta parte del proceso psíquico exactamente como si nos situáramos en el lugar de la persona observada. Probablemente, al mismo tiempo advertimos el fin a que tiende dicho movimiento y podemos estimar, por anterior experiencia, la magnitud de gasto necesaria para alcanzar tal fin. En este punto prescindimos ya de la persona observada y nos conducimos como si quisiéramos lograr por nuestra cuenta el fin al que el movimiento tiende. Estas dos posibilidades de representación nos llevan a una comparación del movimiento observado con el nuestro propio. Ante un movimiento inadecuado y excesivo de la persona observada, nuestro incremento de gasto para la comprensión es cohibido en el acto, in statu nascendi, esto es, declarado superfluo en el mismo momento de su movilización, y queda libre para un distinto empleo o, eventualmente, para su descarga por medio de la risa. De esta clase sería, coadyuvando otras condiciones favorables, la génesis del placer producido por los movimientos cómicos: un gasto de inervación devenido inútil, como exceso, en la comparación del movimiento ajeno con el propio. 

Dos diferentes problemas se presentan ahora a nuestra labor investigativa: el de fijar las condiciones de la descarga del exceso resultante de la comparación y el de comprobar si nuestra hipótesis sobre la génesis de la comicidad de los movimientos son aplicables a las demás especies de lo cómico. Dediquémonos, ante todo, a esta segunda labor y sometamos a investigación tras de lo cómico del movimiento y de la acción, la comicidad que hallamos en los rendimientos anímicos y en los rasgos característicos de los demás. Podemos tomar como modelo de este género los disparates cómicos que los estudiantes poco aplicados producen en los exámenes. Más difícil nos sería dar un sencillo ejemplo de comicidad de un rasgo característico. No debe inducirnos en error el que el disparate y la simpleza, que con tanta frecuencia producen un efecto cómico, no pueden ser, sin embargo, sentidos siempre como cómicos análogamente a como sucede con un mismo rasgo característico, del que unas veces reímos, pero otras nos puede parecer despreciable y hasta odioso. Este hecho, que no debemos olvidarnos de tener en cuenta, indica tan sólo que en el efecto cómico intervienen, a más de la comparación antes detallada, otros factores distintos, que iremos descubriendo en el curso de nuestra investigación. 

La comicidad que hallamos en las cualidades anímicas e intelectuales de otras personas es también, claramente, el resultado de una comparación entre las mismas y nuestro propio yo, mas con la singularidad de que el producto de esta comparación es, la mayoría de las veces, el opuesto del de la que llevábamos a cabo en el caso del movimiento o acto cómicos. En este caso nacía la comicidad cuando la persona-objeto realizaba un gasto mayor de lo que nosotros imaginábamos necesario. En cambio, tratándose de una función anímica lo cómico surge cuando la persona-objeto ahorra un gasto que consideramos indispensable, pues el desatino y la simpleza son rendimientos imperfectos. En el primer caso reímos viendo cómo la persona observada se ha dificultado determinado rendimiento, y en segundo, cómo se lo ha hecho excesivamente fácil. Por tanto, parece que el efecto cómico no depende sino de la diferencia entre ambos gastos de carga psíquica o revestimiento el del yo y el de la otra persona apreciada por la empatía o «proyección simpática»   y no de aquello a lo que favorezca tal diferencia.

Mas esta singularidad, que al principio nos desorienta desaparece en cuanto reflexionamos que el limitar el trabajo muscular e intensificar, en cambio, el intelectual es una de las características de la tendencia evolutiva del hombre hacia un más alto grado de civilización. Intensificando el gasto intelectual dedicado a la ejecución de un acto cualquiera alcanzamos una minoración del gasto de movimiento necesario para su realización, éxito cultural del que testimonian nuestras máquinas. Comprendemos ahora que nos parezcan igualmente cómicos aquel que comparado con nosotros emplea demasiado gasto en sus rendimientos físicos o aquel que emplea demasiado poco en los anímicos, y no podemos negar que nuestra risa es en ambos casos la expresión de un placiente sentimiento de superioridad. Cuando la proporción se hace en ambos casos inversa, esto es, cuando el gasto somático de la persona observada se nos muestra menos que el nuestro y mayor el gasto psíquico entonces ya no reímos, sino que experimentamos asombro o admiración. 

El origen que aquí atribuimos al placer cómico, haciéndolo nacer de la comparación de la persona observada con nuestro propio yo, o sea de la diferencia entre el gasto de la «proyección  simpática» y el propio, es probablemente el más importante, aunque no el único. Ya en ocasiones anteriores vimos que era posible prescindir de este género de comparación y hallar la diferencia productora de placer en un solo elemento, fuera éste la proyección simpática o los procesos en nuestro propio yo, con lo cual queda demostrado que el sentimiento de superioridad no tiene una relación esencial con el placer cómico. Mas, de todos modos, para la génesis de este placer es indispensable una comparación, que, como hemos visto, se realiza entre dos gastos consecutivos de revestimientos referentes al mismo rendimiento y provocados por nuestra proyección simpática en la persona observada, o independientemente de la misma, por nuestros propios procesos psíquicos. El primer caso, en el cual desempeña todavía un papel la persona observada, aunque ya no su comparación con nuestro propio yo, aparece cuando la diferencia productora de placer de los gastos de revestimiento queda establecida por influencias exteriores que podemos reunir formando una «situación», razón por la cual es denominada esta clase de comicidad comicidad de la situación. Las cualidades de la persona que proporciona lo cómico no influyen en esto esencialmente, pues reímos aunque tengamos que confesarnos que en idéntica situación hubiéramos obrado de la misma manera.

Extraemos aquí la comicidad de la relación del hombre con el mundo exterior, que tan tiránicamente actúa con gran frecuencia sobre sus procesos psíquicos. A este mundo exterior pertenecen no sólo las imposiciones y conveniencias sociales, sino nuestras propias necesidades físicas. Un caso típico de esta última clase aparece cuando una persona es interrumpida en el ejercicio de una actividad anímica por un dolor o una necesidad excrementicia. La antítesis que en la empatía hace nacer la diferencia cómica es la existencia entre el alto interés que el individuo muestra por tal actividad psíquica antes de sobrevenir la perturbación somática y el escasísimo que le concede una vez sobrevenida la misma. La persona que nos dé esta diferencia se hace cómica de nuevo por inferioridad, pero no es inferior más que comparada con su yo anterior y no con nosotros, pues sabemos que en el mismo caso no podríamos conducirnos diferentemente. Es, de todos modos, singular que esta inferioridad del hombre no nos resulte cómica más que en el caso de proyección simpática, o sea en personas extrañas a la nuestra propia, mientras que cuando nos hallamos personalmente en tales situaciones no experimentamos sino penosos sentimientos. Seguramente, la ausencia de dolor propio es la que nos permite hallar placer en la diferencia resultante de la comparación de los diversos revestimientos sucesivos. 

Otra fuente de comicidad, que hallamos en nuestros propios cambios de revestimiento, surge de nuestra relación con lo venidero, cuya llegada acostumbramos anticipar por medio de nuestras representaciones de espera. A mi juicio, tales representaciones entrañan un gasto cuantitativamente determinado, que, al no cumplirse lo esperado, queda aminorado en cierta diferencia, y para completar esta hipótesis recordaremos las observaciones que antes hicimos sobre la «mímica de representaciones». Pero en estos casos de espera resulta mucho más fácil de llevar a cabo la determinación del gasto de revestimiento efectivamente realizado. En toda una serie de ejemplos de este género vemos con completa claridad que la expresión de la espera está constituida por preparativos motores, sobre todo cuando el suceso esperado ha de exigir un rendimiento de nuestra motilidad, y tales preparativos pueden, desde luego, determinarse cuantitativamente. Cuando espero coger una pelota que me ha sido lanzada, determino en mi cuerpo tensiones que le han de permitir resistir el choque, y los movimientos superfluos que habrían de hacer si la pelota resulta menos pesada de lo que yo esperaba me harán resultar cómicos a los ojos de los espectadores. 

Mi representación anticipada me ha hecho errar, impulsándome a un excesivo gasto de movimiento. Lo mismo sucederá al sacar de un cesto una fruta que juzgamos pesada y que resulta luego hueca e imitada en cera. Nuestra mano se alzará rápidamente revelando que habíamos preparado una inervación excesiva para el fin propuesto, y los que nos vean reirán de nuestro error. Existe, por lo menos, un caso en el que la catexis de expectación puede ser medido por medio de un experimento fisiológico. Nos referimos a los experimentos de Pavlov sobre las secreciones salivares, en los cuales se provee a varios perros de un aparato especial para la acumulación de la saliva, y se les muestran después diversos alimentos. La saliva secretada varía según el perro ve o no confirmada su esperanza de recibir el alimento que le es enseñado. También cuando lo esperado ha de exigir simplemente un rendimiento de los órganos sensorios y no de la motilidad tenemos que suponer que la expectación se manifiesta en cierto gasto motor encaminado a la tensión de los sentidos y a detener otras impresiones distintas de la esperada, y hemos de considerar la concentración de la atención como un rendimiento motor equivalente a cierto gasto. Podemos, además, adelantar que la actividad preparatoria de la espera no será independiente de la magnitud de la impresión esperada, sino que manifestaremos la importancia o pequeñez de la misma mímicamente, por medio de un mayor o menor gasto de preparación, como en el caso de la comunicación o en el del pensamiento. 

En esta catexis de espera habremos de tener en cuenta diversos factores, lo mismo que en el caso en que quedemos decepcionados, bien por ser lo que realmente llegue mayor o menor que lo esperado, bien por no ser digno del interés con que lo esperábamos. De este modo llegamos a tomar en consideración, además del gasto para la representación de lo grande o lo pequeño (la mímica de representación), la catexis de tensión de la atención (catexis de espera) y, por último, en otros casos, la catexis de abstracción. Mas todas estas otras clases de catexis pueden reducirse a la de la mímica de representación, dado que lo más interesante, lo más elevado y hasta lo más abstracto son tan sólo casos especiales y especialmente cualificados de lo mayor. Si a todo esto agregamos que, según Lipps y otros autores, se debe considerar en primer lugar como fuente del placer cómico al contraste cuantitativo y no el cualitativo, tendremos motivo más que suficiente para felicitarnos de haber escogido como punto de partida de nuestra investigación lo cómico de los movimientos. Desarrollando el principio kantiano de que «lo cómico es una espera decepcionada», ha intentado Lipps, en su obra citada, derivar, en general, de la espera el placer cómico. Mas, a pesar de los valiosos resultados que este intento ha producido, tenemos que unirnos a otros autores que opinan que Lipps ha limitado extraordinariamente el terreno de origen de lo cómico y no ha podido, por tanto, someter a su fórmula, sino muy forzadamente, los fenómenos correspondientes. 

(2) Los hombres no se han contentado con gozar de lo cómico allí donde ha aparecido ante ellos, sino que han tendido a sustituirlo intencionadamente. De este modo, como mejor puede llegarse al conocimiento de la esencia de lo cómico es estudiando los medios encaminados a hacer surgir artificialmente la comicidad. En primer lugar podemos hacer surgir lo cómico en nuestra propia persona, con objeto de divertir a los demás, fingiéndonos por ejemplo, simples o desmañados. Obrando de esta forma creamos la comicidad exactamente como si la torpeza o tontería fuesen reales, pues provocamos aquella comparación de la que nace la diferencia de gasto, pero no nos hacemos ridículos o despreciables, sino que, en determinadas circunstancias, podemos incluso provocar admiración, pues el sentimiento de superioridad no surge en los espectadores cuando éstos saben que el sujeto finge aquello que le hace resultar cómico, circunstancia que nos proporciona una nueva y excelente prueba de cómo la comicidad es por completo independiente de dicho sentimiento. El medio más socorrido de hacer resultar cómico a un individuo es colocarlo sin tener para nada en cuenta sus cualidades personales, en aquellas situaciones a las que la general dependencia del hombre, de las circunstancias exteriores, y especialmente de las de la vida social, da una marcada comicidad.

Entra, pues aquí en juego lo que antes denominamos «comicidad de la situación». Tales situaciones cómicas pueden ser reales, a practical joke = poner en alguien la zancadilla y hacer que caiga al suelo dando la impresión de torpeza en sus movimientos, hacerle aparecer tonto explotando su credulidad, etc.; pero pueden también ser fingidas por la palabra o el juego. La agresión, a cuyo servicio se pone con gran frecuencia este medio de hacer que un individuo resulte cómico, halla un eficacísimo auxiliar en la circunstancia de ser el placer cómico independiente de la realidad de la situación que lo produce, de manera que todos y cada uno de nosotros nos hallamos indefensos ante aquellos que, utilizando este procedimiento, quieran reír a costa nuestra. 

Aún existen, para la consecución de este mismo fin, otros medios que merecen ser objeto de un examen especial y que, en parte, revelan nuevos orígenes del placer cómico. Entre ellos encontramos, por ejemplo, la imitación, que produce en el oyente un placer extraordinario y hace resultar cómico al que es objeto de ella, aun cuando se mantenga alejada de la exageración caricaturizante. Resuelta mucho más fácil explicar el efecto cómico de la caricatura que el de la simple imitación. La caricatura y la parodia, así como su antítesis práctica, el «desenmascaramiento», se dirigen contra personas y objetos respetables e investidos de autoridad. Son procedimientos de degradar objetos eminentes. No siendo «lo eminente» más que lo que en el terreno psíquico corresponde a «lo grande» en el físico, podríamos arriesgar la hipótesis de que es representado lo mismo que lo grande somático, por medio de un incremento de catexis. No es preciso ser muy observador para darse cuenta de que cuando hablamos de lo eminente inervamos de distinta nuestra voz, al mismo tiempo que modificamos nuestro gesto e intentamos armonizar nuestra actitud con la dignidad de lo que representamos. Nos imponemos, en este caso, una actitud solemne, análogamente a cuando hemos de hallarnos en presencia de una eminente personalidad, un monarca o un príncipe de la ciencia. No creo equivocarme suponiendo que esta distinta inervación de la mímica representativa corresponde a un incremento de catexis. El tercer caso de tal incremento aparece cuando nos entregamos a pensamientos abstractos abandonando las habituales representaciones concretas y plásticas. En aquellas ocasiones en que los procedimientos antes examinados de degradación de lo eminente nos llevan a representárnoslo como algo vulgar a lo que no tenemos que guardar consideración alguna, ahorramos el incremento de catexis que supone la solemnidad que habríamos de imponernos, y la comparación de esta forma de representación, con aquella otra que hasta el momento nos era habitual y que intenta establecerse simultáneamente, crea de nuevo la diferencia de gasto que puede ser descargada por medio de la risa. 

La caricatura lleva a cabo la degradación extrayendo del conjunto del objeto eminente un rasgo aislado que resulta cómico, pero que antes, mientras permanecía formando parte de la totalidad, pasaba inadvertido. Por este medio se consigue un efecto cómico que en nuestro recuerdo es hecho extensivo a la totalidad, siendo condición para ello que la presencia de lo eminente no nos mantenga en una disposición respetuosa. En los casos en que no existe tal rasgo cómico que ha pasado inadvertido, es éste creado por la caricatura misma, exagerando uno cualquiera que no era cómico de por sí. Hallamos, pues, de nuevo, como característica del origen del placer cómico, la circunstancia de que el efecto de la caricatura no es esencialmente influido por tal satisfacción de la realidad. La parodia y el disfraz alcanza la degradación de lo eminente por otro camino distinto, destruyendo la unidad entre los caracteres que de una persona conocemos y sus palabras o actos, por medio de la sustitución de las personas eminentes o de sus manifestaciones, por otras más bajas. En esto se diferencia la parodia de la caricatura y no, en cambio, en el mecanismo de la producción de placer cómico. El mismo mecanismo sirve también para el desenmascaramiento, que sólo aparece cuando alguien se ha investido de dignidad y autoridad por medio de un engaño, debiendo, en realidad, ser despojado de ellas. En algunos chistes anteriormente analizados hemos aprendido a conocer el efecto cómico de este género de la comicidad; por ejemplo, en aquella historieta de la distinguida dama, que al sentir los primeros dolores del parto, exclama: Ah, mon Dieu!,!, y a la que el médico no quiere hacer caso hasta que comienza a proferir chillidos inarticulados.

Después de haber descubierto los caracteres de lo cómico no podemos ya negar que esta historieta es realmente un ejemplo de desenmascaramiento cómico y no tiene derecho alguno a ser calificada de chiste. Sólo recuerda al chiste por su escenificación y por el medio técnico de la «representación de una minucia», la cual es, en este caso, el grito inarticulado  considerado por el médico como indicación suficiente de la proximidad del parto. Sin embargo, debemos confesar que nuestro sentimiento del idioma no opone dificultad ninguna a dar a esta historieta el calificativo de chiste, circunstancia cuya explicación se hallará quizá en el hecho de que los usos del lenguaje no parten del conocimiento científico de la esencia del chiste que nuestra laboriosa investigación nos ha procurado. Mas, teniendo en cuenta que el volver a hacer accesibles fuentes de placer cegadas por un determinado proceso represivo constituye una de las funciones del chiste, nada hay que nos impida dar este nombre, por analogía, a todo artificio que no haga surgir a la luz una franca comicidad. Esto se aplicará, sobre todo, al desenmascaramiento y a algunos otros medios de hacer resultar cómica a una persona. 

En el desenmascaramiento podemos incluir también aquel medio de hacer surgir la comicidad, que degrada la dignidad del individuo atrayendo nuestra atención sobre su debilidad específicamente humana, y en especial sobre la dependencia de sus rendimientos psíquicos, de sus necesidades corporales. El desenmascaramiento equivaldrá entonces a la siguiente advertencia: «Ese individuo, al que admiras y veneras como a un semidiós, no es sino un hombre como tú.» También pertenecen a esta comicidad todos los esfuerzos encaminados a revelar, tras de la riqueza y la aparente contingencia de las funciones anímicas, el monótono automatismo psíquico. En las historietas de intermediarios matrimoniales judíos hallamos ya algunos casos de desenmascaramiento y experimentamos la duda de si podíamos o no calificarlos de chistes. Ahora podemos ya afirmar con mayor seguridad que, por ejemplo, aquella historieta en que el acompañante que el intermediario ha traído consigo acentúa fielmente todos los elogios que el mismo hace de la novia, y, por último, pondera también la joroba, tímidamente confesada, es un ejemplo de desenmascaramiento del automatismo psíquico. Pero la historieta cómica no actúa en este caso más que como fachada para todo aquel que no quiera eludir el oculto sentido de tales historietas matrimoniales, esta a que ahora nos referimos constituirá un chiste excelentemente escenificado. 

En cambio, aquellos otros que no penetren de este modo en su esencia continuarán considerándola como una historieta cómica. Análogamente sucede en el otro chiste que nos muestra cómo el intermediario, queriendo rebatir una objeción de su cliente, confiesa toda la verdad, al exclamar: «¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente!», caso que nos presenta una revelación cómica como fachada de un chiste. Pero aquí el carácter de chiste resulta más patente, pues la frase del intermediario es, al mismo tiempo, una representación antinómica. Queriendo demostrar que la familia de la novia es rica, demuestra que no sólo no lo es, sino que es muy pobre. El chiste y la comicidad se combinan en este caso y nos enseñan que la misma frase puede ser, simultáneamente, cómica y chistosa. Aprovecharemos aquí la ocasión de volver al chiste desde la comicidad del desenmascaramiento, puesto que el esclarecimiento de la relación entre el chiste y la comicidad, y no la determinación de la esencia de lo cómico, es lo que constituye el verdadero fin de nuestra labor. Así, pues, nos limitamos a agregar estos casos de descubrimiento del automatismo psíquico, de los que no hemos podido determinar si eran cómicos o chistosos, a aquellos otros en los que vimos se confundían, del mismo modo, el chiste y la comicidad; esto es, a los chistes disparatados. Más adelante hemos de ver cómo nuestra investigación nos muestra que en estos últimos resulta teóricamente explicable dicha confusión. 

En la investigación de las técnicas del chiste hemos hallado que la aceptación de aquellos procesos mentales que son regla habitual en lo inconsciente, pero que la conciencia tiene que calificar de «errores intelectuales», constituye el medio técnico de muchos chistes, cuyo carácter chistoso aparecía tan inseguro que hasta nos inclinábamos a considerarlos simplemente como historietas cómicas. No pudimos entonces resolver esta duda por no sernos conocido aún el carácter esencial del chiste. Más tarde, dirigidos por nuestro conocimiento de la elaboración de los sueños, hallamos que dicho carácter consistía en la función transaccional de la elaboración del chiste entre las exigencias de la razón crítica y el instinto de no renunciar al antiguo placer producido por el juego verbal o por el disparate. Lo que en calidad de transacción nacía de este modo, cuando la parte preconsciente del pensamiento era abandonada por un momento a la elaboración inconsciente, satisfacía en todos los casos a las dos encontradas exigencias, pero se presentaba a la crítica en formas distintas y tenía que permitir que la misma hiciera recaer sobre ellas diversos juicios. El chiste conseguía unas veces introducirse sigilosamente bajo la forma de una frase falta de significación, pero que podía eludir la censura, y otras, como expresión de un valioso pensamiento. En el caso límite de la función transaccional había, sin embargo, renunciado a satisfacer a la crítica y se presentaba desafiador ante ella sin temor de despertar su repulsa, pues podía contar con que el oyente rectificaría la transformación que la forma expresiva había sufrido en lo inconsciente, y restablecería así el verdadero sentido. 

¿En qué caso aparece entonces el chiste como disparate entre la crítica? Especialmente cuando se sirve de aquellos procedimientos mentales peculiares a lo inconsciente, pero prohibidos a la conciencia; esto es, de los errores intelectuales. Algunos procesos mentales de lo inconsciente han sido, sin embargo, aceptados por la conciencia. Así, determinadas clases de representación indirecta, alusión, etc., aunque su empleo consciente tiene que mantenerse dentro de ciertos límites. Con estas técnicas no despertará el chiste repulsa alguna por parte de la crítica, pues esta repulsa no tiene lugar más que cuando aquél utiliza como técnica los medios rechazados por el pensamiento consciente. Sin embargo, el chiste puede aún evitar la repulsa, ocultando el error intelectual empleado, o sea disfrazándose con una apariencia de lógica, como en la historieta del pastel y la copa de licor.

Mas, si el error intelectual aparece al descubierto, es segura la repulsa crítica. En este último caso acude aún un factor en auxilio del chiste. Los errores intelectuales que como procedimientos mentales de lo inconsciente emplean su técnica son juzgados por la crítica -aunque no regularmente- como cómicos. La aceptación consciente de los defectuosos procedimientos de lo inconsciente es un medio para la producción de placer cómico, cosa fácil de comprender, pues para la constitución de un revestimiento preconsciente es preciso desde luego una mayor catexis que para la aceptación del inconsciente. Comparando el pensamiento que parece creado en lo inconsciente con su rectificación, nace para nosotros la diferencia de gasto de la que surge el placer cómico. Un chiste que se sirve de este procedimiento intelectual como técnica y aparezca, por tanto, desatinado, puede, pues, actuar simultáneamente como cómico. De este modo, si no logramos hallar las huellas del chiste, siempre nos quedará la historia cómica. 

Recordemos una de las historietas que expusimos en la primera parte de nuestra investigación: un individuo ha pedido prestado un caldero y lo devuelve agujereado. El propietario le reclama una indemnización, pero él se defiende, alegando: «Primeramente, nadie me ha prestado ningún caldero; en segundo lugar, el caldero estaba ya agujereado, y, por último, yo he devuelto el caldero a su dueño completamente intacto.» Es éste un excelente ejemplo de efecto puramente cómico por aceptación de un método intelectual inconsciente, pues en lo inconsciente no existe la exclusión recíproca de pensamientos incompatibles, aunque aisladamente bien motivados. El sueño, en el que se patentizan los procedimientos intelectuales inconscientes, no conoce, por tanto, alternativas (esto o aquello), sino tan sólo yuxtaposiciones. Uno de mis sueños que, a pesar de su complicación, elegí en mi obra sobre los mismos, para presentar un ejemplo del arte interpretativo, me ofrecía simultáneamente y para desvanecer el reproche que en él me hacía de no haber sabido hacer desaparecer, por medio del tratamiento psíquico, la enfermedad de una de mis pacientes, las razones que siguen: lª, la paciente misma tenía la culpa de seguir enferma por no haber aceptado mis consejos; 2ª, su enfermedad era de origen orgánico y, por tanto, se hallaba fuera de mi especialidad; 3ª, su enfermedad era una consecuencia de su viudez, de la que yo no tenía la culpa, y 4ª, su enfermedad procedía de que alguien le había dado una inyección con una jeringuilla sucia. Todas estas razones aparecían en el sueño consecutivamente, como si cada una de ellas no excluyera a las demás. Para no caer en el disparate, habría, pues, que sustituir la agregación por una alternativa. 

La siguiente historieta cómica es totalmente análoga. Un herrero de un pueblo húngaro cometió un sangriento crimen y fue sentenciado a morir en horca. Pero el alcalde, fundándose en que en el pueblo no había más que aquel herrero y, en cambio, dos sastres, mandó ahorcar a uno de éstos para que el delito no quedara impune. Tal desplazamiento de la pena contradice todas las leyes de la lógica consciente, pero se halla de completo acuerdo con la disciplina intelectual de lo inconsciente. No nos atrevemos a calificar de cómica esta historieta, a pesar de haber incluido entre los chistes la del caldero. Pero tenemos que conceder que también esta última es más propiamente «cómica» que chistosa. Comprendemos ahora cómo aquella sensación, tan segura otras veces, que nos indicaba si una cosa debía ser calificada de cómica o de chistosa, nos deja aquí en la duda. Sucede que nos hallamos precisamente ante el caso en el que no podemos decidir fundándonos en la sensación; esto es, cuando la comicidad nace por el descubrimiento de los procedimientos intelectuales exclusivamente peculiares a lo inconsciente. Tal historia puede ser al mismo tiempo cómica y chistosa, pero hará impresión de chiste aunque sea exclusivamente cómica pues el empleo de los errores intelectuales de lo inconsciente no recuerda al chiste como antes lo hacían los procedimientos encaminados al descubrimiento de la comicidad. 

Tenemos que esforzarnos en esclarecer este importantísimo punto de nuestra investigación, o sea la relación del chiste con la comicidad, y para conseguirlo añadiremos a lo antes expuesto algunas otras consideraciones. Haremos observar, ante todo, que el caso que ahora examinaremos, de unión del chiste con la comicidad, no es el mismo del que nos ocupamos en páginas anteriores. Es ésta, sin duda, una sutil diferenciación, pero puede hacerse sin peligro de incurrir en error. En el caso anterior la comicidad provenía del descubrimiento del automatismo psíquico, el cual no es, en ningún modo, privilegio de lo inconsciente y no desempeña tampoco papel alguno de importancia entre las técnicas del chiste. El descubrimiento no entra sino casualmente en relación con el chiste, poniéndose al servicio de otra técnica del mismo, por ejemplo, de la representación antinómica. En el caso de la aceptación de métodos intelectuales inconscientes es, en cambio, necesaria la reunión del chiste y la comicidad, porque el mismo medio empleado en la primera persona del chiste para la técnica de la consecución de placer crea, conforme a su naturaleza, placer cómico en la tercera persona. 

Pudiera caerse en la tentación de generalizar este último caso y buscar la relación entre el chiste y la comicidad en la circunstancia de que el efecto del chiste en la tercera persona se verifica siguiendo el mecanismo de la comicidad. Pero esto sería totalmente erróneo; la relación con lo cómico no aparece en todos los chistes, ni siquiera en la mayoría de ellos; por el contrario, puede casi siempre separarse muy definitivamente el chiste de la comicidad. Siempre que el chiste consigue eludir la apariencia de desatino, esto es, en la mayor parte de los chistes de doble sentido y alusivos, resulta imposible descubrir en el oyente efecto ninguno análogo a la comicidad. Puede hacerse la prueba en los ejemplos hasta aquí expuestos y en estos otros que ahora agregamos: Un telegrama de felicitación dirigido a un jugador el día en que cumple setenta años: «Treinta y cuarenta.» (Fragmentación con alusión.) Madame de Maintenon era llamada madame de Maintenant. (Modificación de nombre.) El conde Andrássy, ministro del Exterior, era denominado el ministro del bello exterior. 

Pudiera creerse que por lo menos los chistes de fachada disparatada muestran una apariencia cómica y tienen que producir un efecto de dicho género. Pero debemos recordar aquí que tales chistes producen en el oyente, con gran frecuencia, muy distinto efecto, despertando en él el desconcierto y la tendencia a la repulsa. Dependerá, pues, el efecto de que el disparate del chiste se muestre francamente cómico o aparezca como un simple desatino corriente, circunstancia cuyas condiciones no hemos investigado aún. Por tanto, nos limitamos a dejar establecida la conclusión de que el chiste y la comicidad poseen naturaleza muy distinta, coincidiendo únicamente en casos especiales y en la tendencia a extraer placer de las fuentes intelectuales. En el curso de esta investigación de las relaciones del chiste con la comicidad se nos ha revelado una diferencia entre ambos, a la que debemos atribuir una máxima importancia y que nos señala uno de los principales caracteres de la comicidad. La fuente del placer del chiste tuvimos que situarla en lo inconsciente; en cambio, en la comicidad no encontramos motivo alguno para tal localización. Mas bien indican todos los análisis hasta ahora efectuados que la fuente del placer cómico es la comparación de dos gastos, localizados ambos en lo preconsciente. El chiste y la comicidad se diferencian, pues, ante todo en su localización psíquica, y el primero es, por decirlo así, la aportación que lo inconsciente procura a la comicidad. 

(3) No puede acusársenos de habernos desviado, con las consideraciones que anteceden, del fin principal de nuestra labor, pues precisamente la relación del chiste con la comicidad es lo que nos ha obligado a emprender la investigación de esta última. Mas es tiempo ya de que volvamos al tema con que inauguramos dicha investigación; esto es, al examen de los medios de que nos servimos para hacer surgir artificialmente la comicidad. Hemos llevado a cabo, en primer lugar, la investigación de la caricatura y del desenmascaramiento porque ella podía proporcionarnos preciosos datos para el análisis de la comicidad de la imitación. Esta última se halla mezclada casi siempre con algo de caricatura -exageración de ciertos rasgos que normalmente pasan inadvertidos- y constituye también una degradación. Pero tales caracteres no parecen constituir toda su esencia, pues la hilaridad que despierta cuando es acertada demuestra que es en sí y por sí sola una de las más ricas fuentes del placer cómico, circunstancia cuya explicación resulta harto difícil, a menos de aceptar la hipótesis bergsoniana   que aproxima la comicidad de la imitación a la producida por el descubrimiento del automatismo.

Opina Bergson que todo aquello que en una persona nos hace pensar en un mecanismo inanimado produce un efecto cómico y encierra esta hipótesis en la fórmula mecanisation de la vie. Para su esclarecimiento de la comicidad de la imitación elige, como punto de partida, el problema que Pascal plantea en sus Pensamientos: de por qué nos hace reír la comparación de dos fisonomías semejantes, que consideradas separadamente no producen efecto cómico alguno. «Nunca esperamos que lo animado se repita idénticamente, y allí donde encontramos tal repetición sospechamos, detrás de lo animado, la existencia de un mecanismo.» Viendo dos caras de marcada semejanza pensamos en dos copias sacadas del mismo molde o en el producto de cualquier procedimiento mecánico análogo. La causa de la risa será, pues, en estos casos la desviación de lo animado hacia lo inanimado o, como nosotros diríamos, la degradación de lo animado hasta lo inanimado. Al aceptar esta concepción bergsoniana vemos que, sin violencia alguna, podemos someterla a nuestra propia fórmula. 

Sabiendo por experiencia que lo animado no se repite, y que cada una de sus manifestaciones exige de nuestra comprensión un gasto especial, nos encontramos decepcionados cuando a consecuencia de una total identidad o una engañadora imitación resulta superfluo el nuevo gasto que nos disponíamos a realizar. Pero esta decepción trae consigo una minoración de la carga psíquica y el gasto de expectación, devenido superfluo, es descargado por medio de la risa. Esta misma fórmula será asimismo aplicable a todos los casos examinados por Bergson de la cómica rigidez (raideur) de los hábitos profesionales, las ideas fijas y las muletillas verbales. En todos estos casos se produciría la comparación del gasto de expectación con el necesario para la inteligencia de lo idéntico, siendo debida la superior magnitud del primero a nuestra experiencia de la diversidad y plasticidad individual de lo animado. Así, pues, en la imitación no sería la comicidad de la situación, sino la de la expectación la fuente del placer cómico. 

Derivado, como lo hacemos, el placer cómico, en general, de una comparación, deberemos investigar también la comicidad de la comparación misma, que constituye de por sí uno de los medios de hacer surgir la comicidad. El interés que este problema nos inspira se hará más intenso recordando que al tratar de la metáfora nos dejó con gran frecuencia en la estacada aquella «sensación» que nos orientaba para decidir si algo podía ser calificado de chistoso o simplemente de cómico. Merece ciertamente este tema un más minucioso examen del que aquí podemos dedicarle. La principal cualidad que en una metáfora buscamos es la de su eficacia; esto es, que llame realmente la atención sobre una coincidencia de dos objetos heterogéneos. El placer primitivo del reencuentro de lo conocido (Groos) no es el único factor que favorece el empleo de la metáfora; agrégase a él el hecho de ser ésta susceptible de un empleo que nos preocupa una minoración del trabajo intelectual. Nos referimos a la habitual comparación de lo desconocido y de lo abstracto con lo concreto, por medio de la cual esclarecemos lo que nos parece difícil o extraño. 

Cada una de estas comparaciones, y especialmente la de lo abstracto con lo objetivo, trae consigo cierta degradación y cierto ahorro de gasto de abstracción (en el sentido de una mínima representativa); pero, como es natural, esta minoración no es suficiente para producir la comicidad, la cual no surge de improviso, sino poco a poco, del placer de minoración resultante del proceso comparativo. Existen numerosos casos que no hacen sino rozar la comicidad y a los que vacilamos en atribuir el carácter cómico. La comparación sólo resulta indudablemente cómica cuando el gasto de abstracción exigido por cada uno de los dos términos comparados presenta una gran diferencia de nivel; esto es, cuando algo importante y singular, especialmente de naturaleza intelectual o moral, es comparado con algo trivial y bajo. Quizá el placer de minoración y las particulares condiciones de la mímica de representación expliquen el paso paulatino, determinado por circunstancias cuantitativas, que de lo placiente en general a lo cómico se efectúa en la comparación. Para evitar probables errores en la inteligencia de esta hipótesis, haremos de nuevo resaltar que no derivamos el placer cómico producido por la metáfora del constraste de los dos términos comparados, sino de la diferencia existente entre los dos gastos de abstracción correspondientes uno a cada uno de dichos términos. Aquello que por su calidad de extraño, abstracto o intelectualmente elevado nos resulta difícil de comprender, lo aproximamos a nuestra inteligencia afirmándolo coincidente con algo trivial y bajo que nos es familiar y para cuya representación no precisamos de gasto de abstracción ninguno. Resulta, pues que la comicidad de la comparación se reduce a un caso de degradación. 

Como anteriormente observamos, la comparación puede también ser chistosa sin mezcla de comicidad alguna, caso que se nos presenta cuando la misma elude toda degradación. Así, la comparación de la verdad con una antorcha que no se puede llevar a través de una multitud sin chamuscar a alguien las barbas, es puramente chistosa, pues da un valor vivo a una expresión que, al convertirse en lugar común, ha perdido su verdadero significado -«la antorcha de la verdad»- y no tiene nada de cómica, por ser la antorcha un objeto que, aunque concreto, no carece de cierta dignidad. Pero, de todos modos, una comparación puede ser al mismo tiempo cómica y chistosa, presentando ambos caracteres con absoluta independencia uno de otro, pues puede constituir un medio auxiliar de determinadas técnicas del chiste, por ejemplo, de la unificación o de la alusión. Un ejemplo de este género es la frase antes citada (pág. 1075), en que  un personaje de Nestroy compara la memoria con un «almacén», comparación que resulta cómica y chistosa simultáneamente, lo primero por la extraordinaria degradación que sufre el concepto psicológico al ser comparado con un almacén, y lo segundo porque, siendo un hortera quien la establece, queda constituida una inesperada unificación entre la Psicología y la actividad comercial del sujeto. La frase de Heine: «Hasta que, por fin, me estallaron todos los botones del pantalón de la paciencia», se nos muestra al principio tan sólo como un excelente ejemplo de una comparación cómicamente degradada; pero, a poco que reflexionemos tenemos que concederle el carácter de chiste, pues poniéndose al servicio de la alusión roza los dominios de la obscenidad que la misma produce. Resulta, pues, que de un mismo material nacen simultáneamente para nosotros, por una coincidencia no del todo casual, consecuciones de placer cómico y chistoso y aunque observamos que las condiciones de uno de estos caracteres favorecen la génesis de otro, siempre ejercerá esta coincidencia un influjo desorientador sobre la «sensación» que ha de indicarnos si nos hallamos ante un caso de chiste o de comicidad, y sólo podemos decidirlo por medio de una cuidadosa investigación independiente de la disposición del placer. 

Por muy atractivo que me parezca el examen de esta condicionalidad íntima de la consecución de placer cómico, tengo aquí que renunciar a él, pues ni mi preparación científica ni mi actividad profesional me dan derecho a llevar mis investigaciones mucho más allá de la esfera del chiste, y, además, debo confesar que precisamente el tema de la comparación cómica me hace sentir más que otro ninguno mi incompetencia. Veamos, pues, lo que sobre estos problemas opinan otros investigadores. Lo primero que hallamos es que muchos de ellos no reconocen la definida separación, conceptual y objetiva, que entre el chiste y la comicidad nos hemos visto llevados a establecer, y consideran simplemente el chiste como «lo cómico del discurso» o «de las palabras». Para examinar estas opiniones elegiremos un ejemplo de comicidad voluntaria y otro de comicidad involuntaria del discurso, y los compararemos con el chiste. Ya anteriormente hemos hecho constar que creemos poder distinguir fácilmente el discurso cómico del discurso chistoso. Así, el dicho «Con un tenedor y con esfuerzo le sacó su madre del estofado» es simplemente cómico, y, en cambio, la frase de Heine sobre las cuatro castas en que se dividía la población de Gotinga, «profesores, estudiantes, filisteos y ganado», es exquisitamente chistosa. 

Como ejemplo de comicidad voluntaria del discurso escogeremos el Wippchen, de Stettenheim, autor que posee una destreza poco común para hacer surgir la comicidad. Es innegable que las cartas de Wippchen son, a más de cómicas, chistosas, pues contienen numerosos chistes de toda clase, y entre ellos algunos de extraordinaria bondad. Pero lo que presta a esta obra su singular carácter no son estos chistes aislados, sino la continuada e inagotable comicidad del discurso. Wippchen fue seguramente concebido al principio como una figura satírica, análoga al Schmock, de G. Freytag; esto es, como uno de aquellos individuos pocos cultivados que manejan a ciegas e incurriendo en las mayores equivocaciones el tesoro de la cultura; pero la satisfacción que el autor fue hallando, conforme avanzaba su obra, en los cómicos efectos que con su protagonista obtenía, le hicieron ir relegando poco a poco a un segundo término la tendencia satírica. Las ocurrencias de Wippchen son, en su mayoría, «disparates cómicos», y el autor se ha servido del placiente estado de ánimo producido en el autor por la acumulación de tales producciones para introducir otras cosas, harto insulsas, que por sí solas hubieran resultado intolerables. 

Una técnica especial da a los desatinos de Wippchen un carácter específico. Examinando con cierta detención sus «chistes», hallamos algunos que atraen preferentemente nuestra atención y resultan pertenecer todos a un mismo género, que imprimen su sello a los restantes. Wippchen se sirve, sobre todo, de las fusiones, de la modificación de lugares comunes y conocidas citas literarias y de la sustitución de triviales elementos de las mismas por expresiones más altisonantes, técnicas que no se apartan mucho de las del chiste. Un ejemplo de fusión: los turcos tienen dinero Wie Heu am Meere. Que proviene de dos expresiones: Dinero wie Heu (como heno, es decir, como suciedad); y, Dinero wie Sand am Meere (como arena en el mar, océanos de dinero). Otro ejemplo: «No soy ya más que una seca columna que testimonia de antiguas grandezas», frase resultante de la condensación de otras dos, «un seco árbol» y «una columna que...», etc., conocidísimas ambas como lugares comunes de la literatura pedestre. En otro ejemplo de este mismo género: «¿Dónde está el hilo de Ariadna que me guíe fuera de la peligrosa Escila de este establo de Augías?», contribuyen a la formación de la frase, con un elemento cada una, tres distintas leyendas griegas. 

Las modificaciones y las sustituciones podemos considerarlas conjuntamente sin gran violencia. Su carácter aparece con toda claridad en el siguiente ejemplo, característico de Wippchen: «Desde muy temprana edad alentaba en mí un Pegaso.» Sustituyendo «poeta» a «Pegaso» quedará una frase que constituye un lugar común por lo muy empleada que ha sido en las autografías. «Pegaso» no es una apropiada sustitución de «poeta», pero se halla en una relación ideológica con este concepto y es, además, una palabra altisonante. Del cúmulo de ocurrencias de Wippchen pueden también extraerse algunos ejemplos de pura comicidad. Así, en calidad de decepción cómica, la siguiente frase: «La victoria osciló mucho tiempo entre ambos bandos, y por fin, quedó indecisa», o como desenmascaramiento cómico (de la ignorancia), esta otra: «Clío, la Medusa de la Historia», y citas como la siguiente: Habent sua fata morgana. Pero nuestro interés se dirige preferentemente hacia las fusiones y modificaciones, por recordarnos estas conocidas técnicas del chiste. Compárense, por ejemplo, con las modificaciones, chistes como el de «Ese hombre tiene un gran porvenir detrás de él», o los chistes, por modificación, de Lichtenberg: «Baños nuevos curan bien», etc. ¿Deberemos, pues, calificar de chistes las creaciones -de idénticas técnicas- de Wippchen? Y en caso negativo, ¿en qué se diferencian éstas del chiste? No es, ciertamente, muy difícil contestar a estas interrogaciones. 

Recordemos que el chiste muestra al oyente una doble fisonomía y le obliga a dos diversas interpretaciones. En los chistes disparatados, como los últimamente expuestos, una de estas interpretaciones, basándose exclusivamente en el sonido verbal, concluye que se trata de un disparate, y, en cambio, la otra, guiada por determinados indicios, halla el sentido del chiste recorriendo, en lo inconsciente de la persona receptora, el mismo camino que aquél ha seguido antes, para constituirse en lo inconsciente de su autor. En las ocurrencias de Wippchen, que a primera vista nos parecen chistosas, falta, como si hubiese quedado atrofiada, una de las dos fisonomías que forman la doble faz característica del chiste. Creemos ver la cabeza de Jano; pero al examinarla observamos que sólo una de sus dos caras ha llegado a desarrollarse. De este modo, si engañados por la técnica de estas ocurrencias recorremos los caminos de lo inconsciente, no hallaremos en ellos cosa alguna. Tampoco entre las fusiones encontramos ningún caso en el que los dos elementos fundidos den realmente un nuevo sentido y en cuanto llevamos a cabo un intento de análisis se separan por completo. Las modificaciones y sustituciones conducen, como en el chiste, a una expresión conocida y usual, pero carecen de todo sentido propio. No pueden considerarse, por tanto, estos «chistes» más que como disparatados, y lo único que depende de nuestra voluntad es decidir si tales creaciones, que se han separado de uno de los caracteres más esenciales del chiste, pueden calificarse de chistes «malos» o hemos de negarles en redondo la cualidad chistosa. 

Lo que sí es indudable es que estos chistes imperfectos producen un efecto cómico diversamente explicable. Su comicidad puede nacer del descubrimiento de los procedimientos intelectuales de lo inconsciente, como en los casos antes examinados, y puede también ser el resultado de su comparación con el chiste perfecto. Nada nos impide suponer que ambas formas de la génesis del placer cómico obran en este caso conjuntamente, pues no puede negarse que el apoyo que buscan estas ocurrencias, aproximándose al chiste, es lo que al demostrarse insuficiente convierte al disparate en disparate cómico. Existen, en efecto, casos harto transparentes, en los cuales tal insuficiencia hace irresistiblemente cómico al disparate, por su comparación con el rendimiento que hubiera debido producir. La adivinanza puede darnos aquí mejores ejemplos que el chiste mismo. Una de estas adivinanzas chistosas es la siguiente: «¿Qué es una cosa que se cuelga de la pared y con la que podemos secarnos las manos?» Si la solución fuese: «Una toalla», la adivinanza sería bien tonta. Pero esta solución es rechazada: «No, no es una toalla, es un arenque.» «Pero ¡si un arenque no se cuelga nunca de la pared !», será la asombrada respuesta. «Lo puedes colgar si quieres.» «Además, a nadie se le ocurre secarse las manos con un arenque.» «En efecto, no es lo más a propósito, pero también se puede hacer.» Estas explicaciones, que reposan en dos típicos desplazamientos, muestran lo lejos que esta pregunta se halla de ser una verdadera adivinanza, y a causa de esta absoluta insuficiencia se nos muestra, en lugar de simplemente disparatada, irresistiblemente cómica. De este modo, por la transgresión de ciertas condiciones esenciales, pueden convertirse aquellos chistes, adivinanzas, etc., que no producen de por sí placer cómico, en abundantes fuentes del mismo. 

Aún más fácilmente comprensibles resultan los casos de comicidad involuntaria del discurso, de la cual podemos hallar numerosísimos ejemplos en las poesías de Friederike Kempner. Así, la siguiente cuarteta, titulada «Contra la vivisección»: 

Un desconocido lazo de las almas
une al hombre con los pobres animales.
El animal tiene una voluntad -ergo un alma-,
aunque más pequeña que la nuestra. 
O esta otra, que figura un diálogo entre dos tiernos esposos (El contraste): 
«¡Qué feliz soy!», murmura ella.
«También yo -exclama el esposo-.
Tu manera de ser me enorgullece,
mostrándome el acierto de mi elección.»  

No hay aquí nada que nos recuerde al chiste. La insuficiencia de estas poesías, lo pedestre de su estilo, la simpleza de las ideas expresadas y la falta de toda huella poética es, indudablemente lo que las hace resultar cómicas. Mas no es cosa tan natural que así nos lo parezca, pues muchas creaciones análogas no nos hacen tal impresión, sino que las calificamos únicamente de malas y nos irritan en lugar de causarnos risa. 

Precisamente, lo mucho que se apartan de las cualidades que exigimos a la poesía es lo que nos inclina a considerarlas como cómicas; si tal distancia fuese menor, en lugar de reír de ellas las criticaríamos. Además, este efecto cómico de las poesías de la Kempner depende de varias circunstancias accesorias, entre ellas la innegable buena intención de la autora y cierta sensibilidad que descubrimos tras de sus torpes frases y que desarma nuestra burla. Todo esto dirige ahora nuestra atención sobre un problema cuyo examen hemos eludido hasta el momento. La diferencia de gasto es seguramente la condición fundamental del placer cómico, pero la observación nos muestra que no siempre surge el placer de tal diferencia. ¿Qué condiciones tendrán entonces que cumplirse o qué perturbaciones tendrán que ser evitadas para que pueda surgir realmente placer de la diferencia de gasto? Antes de dedicarnos a esclarecer esta cuestión, dejaremos establecido el resultado de la labor investigadora que antecede. El chiste no coincide con lo cómico del discurso; tiene, por tanto, que ser algo distinto de esta comicidad. 

(4) Al disponernos a contestar la interrogación antes expuesta, relativa a las condiciones de la génesis del placer cómico derivado de la diferencia de gasto, observamos que la exacta solución del problema que dicha interrogación plantea equivaldría a una total exposición de la naturaleza de lo cómico. Mas como esta labor sobrepasa nuestra competencia, nos contentaremos con esclarecer el problema de la comicidad hasta lograr que sus contornos se destaquen con toda precisión, independientemente de los del problema del chiste. Todas las teorías de lo cómico han incurrido, según los críticos, en un mismo defecto: el de olvidar en su definición aquello que constituye precisamente la esencia de la comicidad. Lo cómico -dicen estas teorías- reposa en un contraste de representación: sí, pero sólo cuando este contraste produce un efecto cómico y no de otro género.

El sentimiento de lo cómico procede de la decepción que nos causa algo que esperábamos; desde luego, pero sólo cuando la decepción no es dolorosa. Estas objeciones están, ciertamente, justificadas, pero se les concede un valor exagerado al deducir de ellas que la esencial característica de lo cómico ha escapado hasta ahora a toda investigación. Si las definiciones citadas no poseen una validez general, ello se debe a determinadas condiciones que resultan indispensables para la génesis del placer cómico, pero en las que no hemos de ver obligadamente la esencia de la comicidad. Sin embargo, sólo aceptando nuestra teoría de que el placer cómico nace de la diferencia resultante de la comparación de dos gastos resulta fácil rebatir las objeciones antes consignadas. El placer cómico y el efecto en que el mismo se manifiesta -o sea la risa- no pueden surgir sino cuando tal diferencia deviene inútil y, por tanto, susceptible de descarga. 

Cuando, por el contrario, recibe inmediatamente después de su aparición cualquier otro empleo no experimentamos ningún efecto de placer, sino, a lo más, una fugitiva sensación placentera exenta de todo carácter cómico. Así como en el chiste tiene que constituirse determinados dispositivos para evitar el aprovechamiento del gasto reconocido como superfluo, también el placer cómico tiene que contar, para producirse, con circunstancias favorables que llenen igual cometido. De este modo, siendo innumerables los casos en los que en nuestra vida ideológica nacen tales diferencias de gasto, son, en cambio, comparativamente raros aquellos en que las mismas producen comicidad. Dos circunstancias principales surgen a los ojos de todo observador que dedique alguna atención a la generación de lo cómico por la diferencia de gasto. En primer lugar verá que existen casos en los que la comicidad surge de un modo regular y como necesariamente, y, por lo contrario, otros, en los que su aparición se muestra independiente en absoluto de las condiciones particulares de cada caso y del punto de vista del observador. En segundo lugar descubrirá que cuando las diferencias alcanzan una considerable magnitud, logran con gran frecuencia vencer el obstáculo opuesto a la génesis de la comicidad por condiciones desfavorables, de manera que el sentimiento cómico surge, a pesar de las mismas. Con relación a la primera de estas observaciones, podríamos establecer dos clases de comicidad: la comicidad forzosa y la comicidad ocasional, aunque ya al establecerlas sepamos que en la primera de ellas tenemos que admitir numerosas excepciones. Resultará muy interesante perseguir ahora las condiciones que regulan ambas clases de lo cómico. 

Para la segunda, las condiciones esenciales son aquellas mismas que en gran parte reunimos bajo la calificación de «aislamiento» del caso cómico. Un más minucioso análisis nos da a conocer las siguientes circunstancias: a) La condición más favorable para la génesis del placer cómico es aquel sereno estado de ánimo en el que nos hallamos «dispuestos a reír». Cuando tal estado de ánimo ha sido producido tóxicamente en nosotros, nos parece cómico casi todo, probablemente por comparación con el gasto necesario en estado normal. El chiste, la comicidad y todos los demás métodos de conseguir placer extrayéndolo de nuestra propia actividad anímica no son sino medios de restablecer, con un pretexto cualquiera, este buen estado de ánimo -la euforia- cuando el mismo no aparece como una disposición general de la psiquis.

b) En un análogo sentido favorable actúa la expectación de lo cómico, o sea nuestra disposición a experimentar placer de este género, circunstancia a la que se debe que para conseguir el propósito de hacer resultar cómica a una persona basten, cuando dicho propósito no halla obstáculo en los espectadores, diferencias tan pequeñas, que habrían pasado inadvertidas si hubiera surgido en un proceso inintencionado. Aquel que emprende una lectura cómica o va al teatro a ver una farsa de este género debe a esta intención el que le causen risa cosas que en su vida normal apenas si hubiera considerado cómicas. Por último, llegamos a reír ante el recuerdo de haber reído, o en expectación de reír, en cuanto aparece en escena el actor cómico y antes que éste pueda intentar provocar nuestra hilaridad. A tal punto llega esta influencia de la expectación, que muchas veces nos avergonzamos de haber podido reír, en el teatro, de verdaderas insulseces. 

c) Del género de actividad espiritual que en el momento ocupe al individuo pueden surgir condiciones desfavorables para la comicidad. Un trabajo intelectual dirigido a fines interesantes perturba la capacidad de descarga de los revestimientos, de los cuales precisa para los desplazamientos que ha de efectuar, y de este modo, solo grandes e inesperadas diferencias de gasto pueden llegar a imponer el placer cómico. Especialmente desfavorables a la comicidad son todas aquellas formas de los procesos mentales que se alejan de lo plástico lo suficiente para hacer cesar toda mímica de representación. Así, la reflexión abstracta no deja lugar alguno a la comicidad, salvo cuando es interrumpida repentinamente.

d) La posibilidad de producción de placer cómico desaparece también cuando la atención se halla fija precisamente en la comparación de la que la comicidad puede surgir. En tales circunstancias pierde su fuerza cómica incluso aquello que con toda regularidad produce un efecto de este género. Un movimiento o una producción anímica no pueden resultar cómicos para aquel cuyo interés se dirige, en el mismo momento en que se producen, a compararlos con una medida de la que tiene clara y perfecta conciencia. De este modo, el examinador no encuentra cómicos, sino irritantes, los disparates de un alumno ignorante, mientras que los colegas del examinado, a los que interesa más la habilidad que éste pueda mostrar en sortear las dificultades del examen que la amplitud de sus conocimientos, ríen de todo corazón a cada desatino. Sólo raras veces observará un profesor de gimnasia o de baile la comicidad de los movimientos de sus alumnos, y el predicador no verá jamás el lado cómico de las debilidades humanas, que, en cambio, el comediógrafo sabrá explotar con gran destreza. El proceso cómico no soporta la sobrecarga producida por la atención: análogamente al del chiste, tiene, para llegar a su fin... que poder pasar totalmente inadvertido en su desarrollo. Pero sería contrario a la calificación de «procesos de la conciencia», que justificadamente di a este género de procesos en mi Interpretación de los sueños, el considerar al que ahora nos ocupa como inconsciente. Pertenece más bien a lo preconsciente, y a estos procesos que se desarrollan en lo preconsciente y carecen de la carga o revestimiento de atención inherente a la conciencia podemos calificarlos, con toda propiedad, de «automáticos». Así, pues, el proceso de la comparación de los gastos tendrá que ser automático si ha de crear placer cómico. 

e) La génesis de la comicidad resulta perturbada cuando el caso de que ha de surgir da simultáneamente ocasión al nacimiento de intensos afectos, pues queda entonces excluida la descarga de la diferencia productora de placer. Los afectos individuales y la diversa disposición espiritual explican, en cada caso particular, la génesis o la ausencia de la comicidad. De este modo, sólo en casos excepcionales puede existir una comicidad absoluta, y esta dependencia o relatividad de lo cómico resulta mucho mayor que la del chiste, el cual no se rinde nunca y es «hecho» siempre, pues en su formación pueden tenerse en cuenta las circunstancias en que se produce. El desarrollo de afectos es, en cambio, la más intensa de todas las circunstancias perturbadoras de la comicidad, y ha sido reconocida como tal sin excepción alguna. Por esta razón se dice que el sentimiento cómico nace con mayor facilidad que nunca en los casos indiferentes, allí donde no existen intensos sentimientos ni grandes intereses. Sin embargo, podemos observar que diferencias de gasto muy considerables suelen crear, precisamente en casos de gran desarrollo afectivo, el automatismo de la descarga. Cuando el coronel Butler contesta, riendo despechadamente a las advertencias de Octavio, con la exclamación ¡La gratitud de la casa de Austria!, su despecho no le impide reír, y lo que provoca su risa es el recuerdo de la decepción que cree haber sufrido. Por otra parte, el poeta no podía describir más impresionantemente la magnitud de la decepción que mostrándola capaz de imponer la risa en medio de la tempestad de los afectos desencadenados. A mi juicio, esta explicación es aplicable a todos aquellos casos en los que la risa aparece en ocasiones distintas de las placientes y se une a intensos sentimientos dolorosos o a un estado cualquiera de tensión espiritual.

f) si a todo lo que antecede añadimos que el desarrollo del placer cómico puede ser facilitado por cualquier otra agregación placiente como por una especie de afecto de contacto -a semejanza de como lo hace el placer preliminar en el chiste tendencioso-, no habremos agotado la investigación de las condiciones del placer cómico, pero sí conseguido el fin que nos proponíamos, pues vemos ahora con toda claridad que tales condiciones, así como la inconstancia y dependencia del efecto cómico, se adaptan, mejor que a otra hipótesis ninguna, a la que deriva el placer cómico de la descarga de una diferencia que hubiera podido recibir un empleo distinto. 

(5) La comicidad de lo sexual y de lo obsceno merecería un examen más detenido que el que aquí podemos dedicarle y cuyo punto de partida sería de nuevo el desnudamiento. Un desnudamiento casual nos produce un efecto cómico porque comparamos la facilidad con que gozamos del espectáculo de la desnudez con el gran gasto que hubiera sido necesario para conseguir por otro camino el mismo fin. Aproxímanse así estos casos a los de ingenuidad cómica, aunque son mucho menos complicados. Todo desnudamiento del que se nos hace testigos por un tercero equivale a hacer resultar cómica a la persona desnudada. Hemos visto antes que una de las funciones del chiste era la de sustituir al dicho obsceno y hacer accesibles de este modo perdidas fuentes de placer cómico. En cambio, el espiar a escondidas una desnudez no es, para el que lo hace, un caso de comicidad, pues el esfuerzo que realiza es por completo contrario a la condición del placer cómico, y no pudiendo éste producirse, el espectador de la desnudez no gozará sino del placer puramente sexual que lo contemplado produzca. Mas, en el relato que el mismo hace luego de su aventura, vuelve a resultar cómica la persona espiada, pues predomina entonces de nuevo el punto de vista de que aquélla ha dejado de realizar el gasto necesario para ocultar sus intimidades a ojos extraños. Fuera de estos casos, lo sexual y lo obsceno ofrecen las más numerosas ocasiones para la producción de placer cómico al mismo tiempo que para la de excitación sexual, sea mostrado al hombre dependiente de sus necesidades corporales (degradación), o sea descubriendo detrás del amor espiritual las exigencias carnales (desenmascaramiento). 

(6) De la obra de Bergson, tan bellamente sugestiva, sobre estos problemas (Le rire), ha surgido para nosotros, en forma inesperada, el deseo de buscar también la comprensión de lo cómico por la investigación de su psicogénesis. Bergson, cuya teoría del carácter cómico puede encerrarse en las fórmulas mécanisation de la vie y substitution quelconque de l'artificiel au naturel, pasa, por medio de una natural asociación de ideas, del automatismo al autómata e intenta explicar una serie de efectos cómicos por nuestro ya empalidecido recuerdo de juguete infantil. Persiguiendo esta idea, la lleva hasta el punto de intentar derivar lo cómico del efecto a larga distancia de las alegrías infantiles, pero la abandona antes de llegar a conclusión definitiva alguna. Peut-être même devrions-nous pousser la simplification plus loin encore, remonter à nos souvenirs les plus anciens, chercher dans les jeux qui amusèrent l'enfant, la première ébauche des combinaisons qui font rire nous méconnaissons ce qu'il y a encore d'enfantin, pour ainsi dire, dans la plupart de nos émotions joyeuses. Habiendo nosotros perseguido el chiste hasta hallarlo como un juego infantil con palabras e ideas, tiene necesariamente que atraernos la labor de investigar estas raíces infantiles de la comicidad, cuya existencia sospecha Bergson. 

En realidad, al investigar la relación de la comicidad con el niño tropezamos con toda una serie de conexiones que nos parecen harto significativas. El niño mismo no nos resulta cómico, aunque muestra cumplidas en su persona todas aquellas condiciones que, comparadas con las nuestras, producen una diferencia cómica, o sea, entre otras, el excesivo gasto de movimiento y el insuficiente gasto espiritual y la sumisión de las funciones anímicas o las somáticas. Sin embargo, no hallamos cómico al sujeto infantil cuando se comporta como tal, sino únicamente cuando se disfraza con la gravedad del adulto, y entonces el efecto cómico que produce es idéntico al que hallamos en el disfraz de cualquier otra persona. En cambio, mientras permanece fiel a su esencia infantil, su percepción nos produce un placer puro, que quizá -y solamente quizá- recuerde algo al placer cómico. De este modo, calificamos de ingenuo al niño cuando nos muestra su carencia de coerciones y aceptamos en calidad de ingenuocómicas aquellas de sus manifestaciones que en otra persona hubiéramos juzgado obscenas o chistosas. El niño carece, además, del sentido de la comicidad. Esto parece al principio significar únicamente que dicho sentido no se constituye sino en un estadio algo más avanzado del desarrollo anímico, cosa que, de todos modos, no tendría nada de singular, tanto más cuanto que el mismo surge todavía con toda claridad en años que aún tenemos que contar entre los infantiles. Pero puede demostrarse que la afirmación de que el niño carece del sentido de la comicidad va más allá de ser algo que cae por su propio peso. En primer lugar, resulta fácilmente visible que ello no puede ser de otro modo si no es equivocada nuestra teoría que deriva el sentido cómico de la diferencia de gasto que resulta al querer comprender alguna cosa. 

Elijamos de nuevo, como ejemplo, la comicidad del movimiento. La comparación productora de la diferencia sería, reducida a una fórmula consciente, como sigue: «Así lo hace ése», y «Así debiera hacerlo, así lo he hecho». Mas en el niño falta la medida contenida en la segunda de estas frases. Comprende exclusivamente por medio de la imitación; esto es, haciendo lo mismo que ha visto hacer. Por otro lado, la educación mantiene siempre ante él el precepto: «Haz esto así», y si el niño se sirve de él a su vez en la comparación llegará con facilidad a las conclusiones siguientes: «Ese no lo ha hecho bien» y «Yo puedo hacerlo mejor». En este caso ríe el niño con burla del otro, sintiéndose superior a él. También está risa puede ser derivada, sin inconveniente alguno, de la diferencia de gasto; pero, por analogía con los casos en los que hemos reído a costa de los otros, tenemos que deducir que en la risa que el sentimiento de superioridad provoca en el niño no aparece la menor huella del sentido de lo cómico. Es una risa de puro placer. El adulto que percibe claramente su propia superioridad se limita a sonreir, o cuando ríe, puede distinguir con toda precisión la percatación de su superioridad de la comicidad que provoca su risa. 

Es probablemente acertado suponer que el niño ríe de puro placer en diversas circunstancias que nos dan la sensación de «cómicas», pero cuyos motivos no encontramos, mientras que los motivos del niño son siempre bien definidos y patentes. Cuando, por ejemplo, alguien resbala y cae en la calle ante nosotros, reímos porque la caída nos produce -sin que sepamos la causa- una impresión cómica. En igual caso, lo que provoca la risa del niño es el sentido de su superioridad o la alegría del daño ajeno: «Tú te has caído y yo no.» Ciertos motivos de placer del niño parecen perdidos para el adulto, el cual, como compensación, goza en las mismas circunstancias del placer cómico. Si pudiéramos permitirnos una generalización, sería muy atractivo deducir de las anteriores consideraciones que el carácter específico de la comicidad era precisamente este renacimiento de lo infantil, y considerar lo cómico como la «perdida risa infantil» reconquistada. Podríamos entonces decir que reímos de una diferencia de gasto entre la persona-objeto y nosotros, siempre que en la primera hallamos de nuevo al niño. De este modo la comparación de la que nace la comicidad sería la siguiente: 

Así lo hace ése
Yo lo hago de otra manera
Ese lo hace como yo lo he hecho de niño. 

La risa surgirá, por tanto, de la comparación entre el yo del adulto y el yo considerado como niño. La misma dualidad del sentido de la diferencia cómica en la que tan pronto el exceso como el defecto de gasto nos resultan cómicos, se halla de acuerdo con las condiciones infantiles, pues en uno y otro caso la comicidad surge siempre del lado en que aparece lo infantil. A nada de esto contradice el que el niño mismo no nos produzca, como objeto de la comparación, una impresión cómica, sino puramente placiente, ni tampoco que esta comparación con lo infantil no ocasione un efecto cómico más que cuando es evitado un distinto aprovechamiento de la diferencia, pues de lo que dependen estas circunstancias es de las condiciones necesarias para la descarga. Todo aquello que inscribe a un proceso psíquico en una determinada totalidad actúa en contra de la descarga del revestimiento sobrante y lo conduce a un distinto aprovechamiento; en cambio, todo lo que contribuye a aislar un acto psíquico favorece la descarga. Nuestra conciencia de la situación del niño como término de la comparación hace imposible la descarga necesaria para el placer cómico; sólo dado un revestimiento o carga preconsciente se produce un aislamiento aproximado, que es además el que corresponde en general a los procesos anímicos infantiles. El agregado «así lo he hecho yo también cuando niño», que añadimos a la comparación y del que parte el efecto cómico, sólo tendrá, por tanto, eficacia, dada una diferencia media, cuando ninguna otra totalidad pueda apoderarse del exceso que queda libre. 

Si queremos proseguir nuestro intento de hallar la esencia de lo cómico en la conexión preconsciente con lo infantil hemos de avanzar más allá de las teorías bergsonianas y conceder que la comparación productora de lo cómico no tiene necesidad de despertar todo el antiguo placer y todo el antiguo juego infantiles, sino que bastará con que toque a la esencia general infantil y quizá hasta al dolor infantil mismo. Con esto nos apartamos de Bergson, pero permanecemos de acuerdo con nosotros mismos refiriendo el placer cómico no a placer recordado, sino, como siempre, a una comparación. Quizá los casos del primero de estos géneros encubran, ocultándolo, lo regular e irresistiblemente cómico. Recordaremos aquí el esquema antes detallado de las posibilidades cómicas. Dijimos que la diferencia cómica era hallada alternativamente: a) Por medio de una comparación entre el prójimo y el yo. b) Por medio de una comparación totalmente dentro del prójimo. c) Por medio de una comparación totalmente dentro del yo.

(a) En el primer caso, el prójimo se me aparecía como niño; en el segundo, descendería por sí mismo hasta la categoría infantil, y en el tercero, encontraríamos el niño en nuestro propio yo. Al primero pertenece la comicidad del movimiento y de las formas, de la función espiritual, y del carácter. Los caracteres infantiles correspondientes a estos géneros de lo cómico serían el impulso al movimiento y el incompleto desarrollo espiritual y moral del niño. De este modo el individuo simple nos resultaría cómico por recordarnos a un niño perezoso e ignorante, y el perverso, a su vez, a un niño malo. De un placer infantil perdido para el adulto no podremos hablar más que en aquellos casos que muestren una relación con el placer que el movimiento inmotivado causa al niño. 

(b) El segundo caso, en el cual la comicidad reposa por completo en la «proyección simpática», es el de más amplio contenido, dando origen a la comicidad de la situación, de la exageración (caricatura), de la imitación, de la degradación y del desenmascaramiento. Al mismo tiempo es también el caso a que resulta más fácilmente aplicable nuestra hipótesis de relación con lo infantil, pues la comicidad de la situación se funda, la mayor parte de las veces, en una embarazada conducta del sujeto, tras de la que adivinamos la torpeza infantil. La más irritante de estas situaciones embarazosas, la perturbación de las funciones anímicas por las imperiosas exigencias de las necesidades naturales, encuentra su correspondiente carácter infantil en la falta de dominio del niño sobre sus funciones somáticas. Del mismo modo aquella comicidad de la situación que se basa en la continuada repetición corresponde a un carácter infantil: el afán de repetición (preguntas, cuentos), del que el niño extrae placer y con el que acaba por aburrir a sus guardadores. La exageración, que produce placer al adulto cuando el mismo acierta a justificarla ante la crítica, tendrá su raíz infantil en la peculiar falta de medida del niño y en su ignorancia de todas las relaciones cuantitativas que el sujeto infantil no llega a conocer, sino mucho después de las cualitativas. La mesura y la templanza, aun en los sentimientos lícitos, son frutos posteriores de la educación y quedan establecidas por la coerción que recíprocamente ejercen entre sí las actividades anímicas pertenecientes a una sola totalidad. Allí donde esta cohesión se debilita -en lo inconsciente de los sueños o en la monoideación de las psiconeurosis- aparece de nuevo la falta de mesura peculiar al niño. 

El esclarecimiento de la comicidad de la imitación hubo de presentar dificultades relativamente grandes mientras no tuvimos en cuenta en ella el factor infantil, mas precisamente se nos muestra éste aquí con especial claridad, pues la imitación es el arte que mejor domina el niño y el motivo ocasional de la mayor parte de sus juegos. La ambición infantil tiende menos a hacer significarse al niño entre sus compañeros que a la imitación de los mayores. La relación del niño con los adultos constituye también la raíz infantil de la comicidad de la degradación, la cual corresponde a la benevolencia que el adulto suele demostrar al niño poniéndose a su nivel. Pocas cosas producen al niño un placer mayor que ver cómo el adulto desciende hasta él, prescindiendo de su abrumadora superioridad, y se convierte en su compañero de juego. La minoración, que procura al niño placer puro, se convierte para el adulto, como degradación, en un medio de hacer resultar cómica a otra persona y en una fuente de placer cómico. Por último del desenmascaramiento sabemos que, en definitiva, se reduce a la degradación.

(c) Donde mayores dificultades hallamos para descubrir la conexión con lo infantil es en el tercer caso, o sea, en la comicidad de la expectación, circunstancia que nos explica el que los investigadores que han tomado este caso como punto de partida de un examen de lo cómico no hayan encontrado ocasión de introducir en la comicidad el factor infantil. La comicidad de la expectación es, en efecto, la más extraña al niño y la que más tarde aparece en él. En la mayoría de los casos de este género, que el adulto considera cómicos, no experimenta el niño sino una decepción. Sin embargo, pudiera establecerse un enlace de estos casos con la ansiosa expectación del niño y con su credulidad para explicarnos por qué nos sentimos cómicos, «como niños», cuando sufrimos una decepción cómica. Si bien es cierto que de todo lo que antecede pudiera deducirse la posibilidad de una interpretación del sentimiento cómico, que resumiríamos en la fórmula de que lo cómico es aquello que no resulta propio del adulto, no nos sentimos, dada nuestra posición total ante el problema de lo cómico, con valor suficiente para defender esta hipótesis con igual empeño que las anteriores. Así, pues, dejaremos indeciso si el descenso o degradación al grado infantil es tan sólo un caso especial de la degradación cómica o si toda comicidad reposa, en el fondo, en un descenso o degradación a dicho estadio. 

(7) Nuestra investigación de la comicidad, aun siendo tan poco detenida, quedaría harto incompleta si no contuviese algunas observaciones sobre el humor. El esencial parentesco entre ambos procesos es tan poco dudoso, que una tentativa de esclarecer lo cómico tiene que proporcionarnos, por lo menos, algún dato para la inteligencia del humor. De este modo, y aun sabiendo lo mucho y acertado que por otros autores se ha escrito sobre el humor, el cual, siendo uno de los más elevados rendimientos psíquicos, se ha atraído el especial favor de toda una serie de pensadores, no podemos eludir la labor de establecer una definición de su esencia por aproximación a las fórmulas antes halladas para el chiste y la comicidad. Hemos visto que el desarrollo de afectos dolorosos constituye el obstáculo más importante para el efecto cómico. En cuanto el movimiento inútil produce un daño, lleva la simpleza a la desgracia o causa dolor la decepción, desaparece la posibilidad de todo efecto cómico, por lo menos para aquellos sobre los que recae el displacer resultante o tienen que participar de él, mientras que las personas extrañas al suceso testimonian, con su conducta que en el mismo se halla contenido todo lo necesario para un efecto cómico. El humor es entonces un medio de conseguir placer a pesar de los afectos dolorosos que a ello se oponen y aparece en sustitución de los mismos. La condición que regula su génesis queda cumplida cuando se constituye una situación en la que, hallándonos dispuestos, siguiendo un hábito, a desarrollar afectos penosos actúen simultáneamente sobre nosotros motivos que nos impulsan a cohibir tales afectos, in statu nascendi. En estos casos, la persona sobre la que recae el daño, el dolor, etc., puede conseguir placer humorístico, mientras que los extraños ríen sintiendo placer cómico. No tenemos, pues, más remedio que admitir que el placer del humor surge a costa del desarrollo del afecto cohibido; esto es, del ahorro de un gasto de afecto. 

El humor es la menos complicada de todas las especies de lo cómico. Su proceso se realiza en una sola persona y la participación de otra no añade a él nada nuevo. Nada hay tampoco que nos impulse a comunicar el placer humorístico que en nosotros ha surgido y podamos gozar de él aisladamente. Es harto difícil descubrir lo que se realiza en el sujeto durante la génesis del placer humorístico pero podemos aproximarnos algo al conocimiento de este proceso cuando alguna persona nos comunica un caso propio, y al comprenderlo experimentamos el mismo placer que antes a ella le produjo. Los casos más sencillos de esta comicidad, tales como el contenido en la historieta que a continuación reproducimos, pueden servirnos de guía para la inteligencia de otros más sutiles. «¿Qué día es hoy?», pregunta un condenado a muerte a quien conducen a la horca. «Lunes.» «¡Vaya; buen principio de semana!» Nos hallamos aquí, en realidad, ante un chiste, pues la observación del reo es de por sí muy acertada; mas si tenemos en cuenta que para su autor ya no ocurrirá nada bueno ni malo en los días siguientes, la encontraremos desatinadamente fuera de lugar.

De todos modos, habremos de convenir en el extraordinario humor necesario para hacer tal chiste; esto es, para echar a un lado aquello en que tal principio de semana se diferencia de todos los demás y negar esta diferencia de la que habrían de surgir poderosos motivos para especialísimos sentimientos. El mismo caso se nos presenta en otra historieta en la que el condenado, camino del cadalso, pide una bufanda para abrigarse y no pescar un catarro, medida prudentísima en toda otra circunstancia, pero totalmente superflua y fuera de lugar en la situación dada. Todos estos casos de humor nos ofrecen algo semejante a lo que denominamos «grandeza de ánimo» en la energía con la que el sujeto se aferra a su ser habitual, volviendo la espalda a todo aquello que le conduce a la muerte y puede antes provocar su desesperación. Esta especie de superioridad del humor se hace patente en aquellos casos en que nuestra admiración no se encuentra cohibida por las circunstancias personales del sujeto humorístico. 

En el Hernani, de Víctor Hugo, cae el protagonista, cabecilla de una conjuración contra el emperador Carlos I de España y V de Alemania, en manos de su poderoso enemigo. Reo de alta traición, sabe la suerte que le espera: su cabeza caerá bajo el hacha del verdugo. Pero esta conciencia de su próximo fin no le impide darse a conocer como grande de España y declarar que no renunciará a los derechos inherentes a tal título. Uno de éstos es el de permanecer cubierto ante rey. Aplicándolo, pues, a su actual situación, dirá: 

Nos têtes ont le droit.
De tomber couvertes devant toi. 

Es éste un elevado humorismo, y si no nos reímos al oír la frase en que se manifiesta, ello se debe a que nuestra admiración es más fuerte que el placer humorístico y lo encubre por completo. En el caso antes expuesto del bribón que, camino de la muerte, pide una bufanda para no resfriarse, reímos, en cambio, de todas veras, a pesar de que la situación, que debiera desesperar dolorosamente al reo, podría hacernos sentir una intensa compasión. Pero esta compasión queda cohibida en nosotros al comprender que el propio interesado no se apura grandemente de su próximo fin, y a consecuencia de esta comprensión el gasto que a la compasión estábamos dispuestos a dedicar deviene de repente inútil y es descargado en la risa. La indiferencia de que el reo hace gala se apodera, por contagio, de nosotros, a pesar de darnos cuenta perfecta de que le ha costado un enorme gasto de labor psíquica. 

La compasión ahorrada es una de las más generosas fuentes del placer humorístico. El humor de Mark Twain labora habitualmente con este mecanismo. Cuando, relatando la vida de su hermano, nos cuenta que siendo el mismo capataz de una gran empresa de construcción de carretera fuera lanzado al aire por la inesperada explosión de un barreno, yendo a caer muy lejos del puesto que tenía señalado, surgen inevitablemente en nosotros sentimientos de compasión hacia la víctima del accidente, y quisiéramos preguntar el daño que éste le produjo. Pero la continuación de la historia, que nos hace saber cómo el desgraciado capataz fue multado con un día de haber, «por alejarse de su puesto sin permiso», nos desvía por completo de todo sentimiento compasivo y nos hace casi tan duros de corazón como el contratista y tan indiferentes como él al posible daño corporal del accidentado. En otra ocasión nos describe Mark Twain su árbol genealógico, que hácele remontarse hasta uno de los compañeros de Cristóbal Colón. Mas, cuando después, entre las noticias que nos da de este su antepasado, vemos la de que al desembarcar en América consistía todo su equipaje en unas cuantas piezas de ropa blanca, cada una con diferentes iniciales, reímos a costa del grave sentimiento de veneración familiar que pensábamos iba a despertar en nosotros la historia.

El mecanismo del placer humorístico no sufre aquí perturbación alguna por nuestra conciencia de que el relato familiar es fingido y de que esta ficción se halla al servicio de la tendencia satírica de revelar la mentira de la mayor parte de los ilustres hechos que se suelen atribuir a antepasados poco brillantes, y hasta totalmente ficticios, por las personas atacadas de la vanidad de nobleza. Resulta, pues, dicho mecanismo -como ya sucedía con el de hacer cómica a una persona- totalmente independiente de la condición de la realidad. Otra historia de Mark Twain nos relata que su hermano se instaló una vez en un foso capaz para contener una cama, una mesa y una lámpara, y lo techó tendiendo sobre él una vela con un agujero en el medio. Pero cuando, terminada su tarea, se acostó y dormía como un bendito, cayó por el agujero de la vela y sobre la mesa una vaca, volcando la lámpara y perturbando toda la instalación. 

Pacientemente ayudó el despertado inquilino a sacar la vaca del foso y se dedicó después a reorganizar su vivienda. Pero a la noche siguiente se repitió la escena, y luego, cotidianamente, durante una larga temporada, comportándose siempre el buen hombre con igual resignación y paciencia. Esta historia se hace, desde luego, cómica por la repetición. Pero cuando no podemos retener ya nuestro placer humorístico es cuando Mark Twain nos cuenta que a la noche número ciento cuarenta y seis observó su hermano que la cosa se iba haciendo ya algo monótona, pues hace mucho tiempo que esperábamos que el paciente individuo llegase a irritarse. Los pequeños rasgos humorísticos que producimos a veces en nuestra vida cotidiana surgen realmente en nosotros a costa de la irritación; los producimos en lugar de enfadarnos  . El humor comprende numerosísimas especies, cada una de las cuales corresponde a la naturaleza peculiar del sentimiento emotivo que es ahorrado en favor del placer humorístico: compasión, disgusto, dolor, enternecimiento, etc. Además, el número de estas especies parece ilimitado, pues los dominios del humor se amplían cada vez que el artista o el escritor logran someter al humorismo emociones que antes reinaban libremente y convertirlas en fuentes de placer humorístico por medio de procedimientos análogos a los de los casos antes examinados. Así, los ilustradores y dibujantes del Simplicissimus han llevado hasta un punto insospechable el arte de extraer humor de lo horrible, cruel o repugnante. 

Hay que tener también en cuenta que los fenómenos del humor son determinados por dos circunstancias relacionadas con las condiciones de su génesis. El humor puede, en primer lugar, aparecer fundido con el chiste o con cualquiera otra especie de lo cómico, hallándose, en estos casos, encargado de alejar una posibilidad de desarrollo afectivo contenida en la situación y que constituiría un obstáculo para el efecto de placer. En segundo lugar, puede también suprimir este desarrollo afectivo, por completo o sólo parcialmente, caso este último el más frecuente por su sencillez y del que surgen las diversas formas del humor «discontinuo»; o sea, de aquel humor que sonríe entre lágrimas y que, sustrayéndose al afecto una parte de su energía, le da, en cambio, el acompañamiento humorístico. El placer humorístico que conseguimos al conocer y, por tanto, sentir a posteriori algo que ha sucedido a otra persona nace, como pudimos ver en los ejemplos que anteceden, de una técnica especial, comparable al desplazamiento, por medio de la cual queda hecho superfluo el desarrollo afectivo que nos hallábamos dispuestos a llevar a cabo y es guiada la carga psíquica hacia otro elemento con frecuencia accesorio. Pero con esto no ganamos nada para la comprensión del proceso por medio del cual se realiza en la persona humorística el desplazamiento que la aleja del desarrollo afectivo. Vemos que la persona receptora realiza, por imitación, los procesos anímicos que antes se desarrollaron en el sujeto; pero esta observación no nos proporciona dato alguno que nos aproxime al conocimiento de las fuerzas que hacen posible este proceso imitativo. 

Podemos decir únicamente que cuando alguien consigue, por ejemplo, sobreponerse a un afecto doloroso, comparando la magnitud de los intereses universales con la propia pequeñez individual, no vemos en ello un rendimiento del humor, sino del pensamiento filosófico, y no logramos tampoco consecución ninguna de placer al trasladarnos al proceso mental del sujeto. El desplazamiento humorístico es, pues, tan imposible cuando nuestra atención vigila como, en igual caso, la comparación cómica, y se halla, por tanto, ligado como la misma a la condición de permanecer preconsciente o automático. Sólo considerando el desplazamiento humorístico como un proceso de defensa podremos establecer algunas conclusiones sobre él. Los procesos de defensa son los que en lo psíquico corresponden a los reflejos de fuga, y su misión es la de evitar el nacimiento de displacer producido por fuentes internas. Constituyen, pues, una especie de regulación de la vida anímica; pero por su automatismo llegan a resultar perjudiciales y tienen, por tanto, que ser sometidos al dominio del pensamiento consciente. Así, de una clase especial de esta defensa, la represión fallida ha demostrado que constituía el mecanismo de la génesis de las psiconeurosis. Podemos ahora considerar el humor como la principal de estas funciones de defensa, que -a diferencia de la represión- desprecia sustraer a la atención el contenido de representaciones ligado al efecto doloroso, y de este modo domina al automatismo defensivo. Para conseguirlo encuentra además el medio de despojar de su energía a la preparada producción de displacer y la convierte en placer sometiéndola a la descarga. Es también sospechable que sea de nuevo la conexión con lo infantil lo que le permite llevar a cabo esta función, pues en la vida del niño se producen intensos efectos dolorosos, de los que el adulto reiría como ríe el humorista de los de igual género que le asaltan en la edad madura. Aquella superioridad del propio yo, de la que testimonia el desplazamiento y cuya interpretación podría muy bien encerrarse en la fórmula: «Soy ya demasiado grande para que esto pueda causarme disgusto», pudiera muy bien ser el resultado de la comparación efectuada por el sujeto de su yo presente con su yo infantil. 

Esta hipótesis parece, hasta cierto punto, robustecida por el papel que desempeña lo infantil en los procesos neuróticos de represión. En conjunto, se halla el humor más cerca de la comicidad que del chiste. Con la primera tiene de común la localización psíquica en lo preconsciente, mientras que el chiste queda formado, como antes dedujimos, a manera de transacción entre lo inconsciente y lo preconsciente. En cambio, no tiene el humor participación alguna en un singular carácter en el que coinciden el chiste y la comicidad y que quizá no hemos hecho resaltar hasta ahora suficientemente. Es condición de la génesis de lo cómico que nos veamos impulsados a emplear, simultáneamente o en rápida sucesión, para la misma función representativa, dos distintas formas de representación, entre las cuales se realiza luego la «comparación», de la que resulta la diferencia de gasto. Tales diferencias de gasto nacen entre lo extraño y lo propio, lo habitual y lo modificado, lo esperado y lo sucedido. En el chiste, la diferencia entre dos diversas interpretaciones que laboran con distinto gasto adquiere tan sólo un valor con relación al proceso que se realiza en el oyente. Una de estas interpretaciones recorre, obedeciendo a las indicaciones contenidas en el chiste, el camino que el pensamiento ha seguido antes a través de lo inconsciente, y la otra permanece en la superficie y presenta al chiste como una expresión verbal preconsciente devenida consciente. No sería quizá muy equivocado derivar el placer que nos produce el chiste oído de la diferencia de estas dos formas de representación. 

Lo que aquí decimos del chiste es lo mismo que antes, cuando desconocíamos aún la relación del mismo con la comicidad, describíamos diciendo que el chiste poseía una doble faz, como Jano. En el humor pasa a último término el carácter que aquí aparece en el primero. Experimentamos, ciertamente, el placer humorístico allí donde es evitado un sentimiento emotivo que esperábamos como inherente a la situación, y hasta este punto cae también el humor bajo el concepto, ampliado, de la comicidad de la expectación. Mas en el humor no se trata ya de dos formas representativas del mismo contenido. El hecho de que la situación es dominada por los sentimientos emotivos de carácter displaciente que deben ser evitados pone fin a la posibilidad de comparación con el carácter de lo cómico o del chiste. El desplazamiento humorístico es, en realidad, un caso de aquel aprovechamiento de un gasto sobrante que tan peligroso demostró ser para el efecto cómico. 

(8) Una vez que hemos logrado reducir también el mecanismo del placer humorístico a una fórmula análoga a las que hallamos para el placer cómico y para el chiste, tocaremos el término de nuestra labor. El placer del chiste nos pareció surgir de gasto de inhibición ahorrado; el de la comicidad, del gasto de representación (de catexis) ahorrado, y el del humor, de gasto de sentimiento ahorrado. En los tres mecanismos de nuestro aparato anímico proviene, pues, el placer de un ahorro, y los tres coinciden en constituir métodos de reconquistar, extrayéndolo de la actividad anímica, un placer que se había perdido precisamente a causa del desarrollo de esta actividad, pues la euforia que tendemos a alcanzar por estos caminos no es otra cosa que el estado de ánimo de una época de nuestra vida en la que podíamos llevar a cabo nuestra labor psíquica con muy escaso gasto; esto es, el estado de ánimo de nuestra infancia, en la que no conocíamos lo cómico, no éramos capaces del chiste y no necesitábamos del humor para sentirnos felices en la vida.


Sigmund Freud



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